CAPÍTULO 1

Agosto de 1943

Los gritos sonaban como el maíz en la sartén: al principio uno o dos, y después cientos de ellos amontonándose, hasta que por fin iban disminuyendo y se apagaban por completo, y entonces todo había terminado.

Jubas Meyer intentaba no pensar en ello. Incluso muchos de los bastardos al mando lo intentaban. A sólo cuarenta metros, una banda de músicos judíos tocaba a punta de pistola para acallar con sus canciones los gritos de los moribundos, pues el rumor del motor diesel en la Maschinehaus no bastaba para ocultarlos.

Finalmente, mientras Jubas y los otros esperaban ya preparados, los dos operadores ucranianos abrieron trabajosamente las enormes puertas. Un humo azul salió de la abertura.

Como solía ocurrir, los cadáveres desnudos aún se mantenían en pie. La gente había sido apiñada de tal forma —hasta quinientos en aquella pequeña cámara— que no había espacio para que cayera. Pero al abrirse las puertas, los muertos más próximos a la salida se desplomaron bajo el cálido sol del verano, con los rostros moteados e hinchados por el monóxido de carbono. La peste a sudor, orina y vómito llenaba el aire.

Jubas y su compañero Shlomo Malamud avanzaron llevando su camilla de madera, con ella podían cargar a dos niños o un adulto en cada viaje. No tenían fuerzas para llevar más. Jubas podía contarse fácilmente las costillas a través de la piel, y los piojos atormentaban su cuero cabelludo.

Empezaron por una mujer de unos cuarenta años: su pecho izquierdo tenía una larga cuchillada. Llevaron el cadáver hasta el puesto dental; allí, un hombre pálido de poco más de treinta años llamado Yehiel Reichman le echó la cabeza hacia atrás abriéndole la boca. Vio un brillo de oro, cogió unas tenazas manchadas de sangre y extrajo el diente.

Shlomo y Jubas arrojaron el cadáver a la fosa junto con los demás, intentando ignorar el zumbido de las moscas y el hedor de la carne podrida y las evacuaciones postmortem. Volvieron a la cámara y…

No…

¡No!

Dios, no.

Rachel no…

Pero lo era. La propia hermana de Jubas, yaciendo desnuda entre los muertos, mirándole con unos ojos tan verdes y vacíos de vida como las esmeraldas.

Él había rezado por que escapase, por que estuviese a salvo, por…

Jubas retrocedió tambaleándose, tropezó y cayó al suelo, con lágrimas en los ojos que al resbalar por sus mejillas abrían surcos en la mugre que le cubría el rostro.

Shlomo acudió en ayuda de su amigo.

—Vamos —susurró—. Deprisa, antes de que vengan…

Pero Jubas estaba llorando ahora, incapaz de controlarse.

—Nos pasa a todos —dijo Shlomo para tranquilizarle.

Jubas sacudió la cabeza. Shlomo no lo entendía. Tragó aire, y por fin pudo forzarse a hablar.

—Es Rachel —dijo estremeciéndose entre sollozos mientras señalaba el cadáver. Las moscas ya estaban caminando sobre la cara de su hermana.

Shlomo puso una mano en el hombro de Jubas: le habían separado de su hermano Saúl, y lo único que le mantenía con vida era la esperanza de que él estuviese a salvo.

—¡Levanta! —gritó una voz familiar. Un alto y robusto ucraniano calzado con botas se acercaba a ellos. Llevaba un rifle con una bayoneta calada… la misma bayoneta que Jubas le había visto afilar frecuentemente hasta dejarla como un escalpelo.

Jubas alzó la mirada. Podía distinguir aquel rostro incluso a través de las lágrimas: una cara redonda de unos treinta años, de orejas protuberantes, labios finos y calvicie incipiente.

Shlomo se acercó al ucraniano, arriesgándolo todo. Pudo oler el licor barato en el aliento del hombre.

—Un momento, Ivan, ten compasión… es la hermana de Jubas.

La ancha boca de Ivan se abrió en una mueca terrible. Inclinándose, cortó el pezón derecho de Rachel con su bayoneta, haciéndolo saltar de la hoja con un golpe del dedo. El pezón cayó girando hasta acabar con el lado sangrante sobre el regazo de Jubas.

—Quédatelo de recuerdo —dijo Ivan.

Era un monstruo.

Un demonio.

El mal hecho carne.

Su nombre era Ivan. Nadie sabía su apellido, y los judíos le apodaban Ivan el Terrible. Había llegado al campo un año antes, en julio de 1942. Algunos decían que había recibido una buena educación antes de la guerra: hablaba mejor que los demás guardias. Unos pocos llegaban a afirmar que había sido médico, viendo la precisión con que cortaba la carne humana. Pero lo que hubiese hecho en la vida civil había quedado atrás.

Jubas Meyer había calculado cuántos cadáveres sacaban de las cámaras cada día él y Shlomo, cuántos otros pares de judíos eran obligados a hacer lo mismo, cuántos trenes de carga habían llegado hasta la fecha.

Los resultados eran estremecedores. Allí, en aquel pequeño campo, se ejecutaba cada día a entre diez y doce mil personas; algunos días, la cifra alcanzaba las quince mil. Hasta el momento se habría exterminado a más de medio millón de personas. Y había rumores de otros campos: uno en Belzac, otro en Sobibor, quizá otros más.

No cabía duda: los nazis pretendían matar a todos los judíos, borrarlos de la faz de la tierra.

Y allí en Treblinka, a ochenta kilómetros al nordeste de Varsovia, Ivan el Terrible era el principal agente de tal destrucción. Sí, tenía un compañero llamado Nikolai que le ayudaba a operar las cámaras, pero era Ivan el sádico más allá de lo creíble, quien violaba a las mujeres antes de gasearlas, quien les hacía cortes —sobre todo en los pechos— mientras marchaban desnudas hacia las cámaras, quien obligaba a los judíos a copular con cadáveres mientras soltaba una fría risa gutural y les golpeaba con una cañería de plomo.

Ivan disfrutaba de ello, y sus frecuentes borracheras no hacían sino incrementar su crueldad natural. Como ucraniano, probablemente había sido un prisionero de guerra, pero se había presentado como Wachmann voluntario, demostrando una notable pericia técnica que le hizo quedar a cargo de las cámaras de gas. Los alemanes confiaban tanto en él que le dejaban salir del campo. Jubas le había oído fanfarroneando con Nikolai sobre la puta a la que frecuentaba en el cercano pueblo de Wolga Okranik. «Si crees que los judíos chillan mucho,» había dicho Ivan, «tendrías que oír a mi María».

Fue un milagro.

Ivan y Nikolai abrieron las puertas, y…

… Dios, era increíble…

… una niña rubia de unos doce años, apenas en la pubertad, salió desnuda y tambaleándose de la cámara, todavía viva.

A sus espaldas, los cadáveres empezaron a caer como fichas de dominó.

Pero ella estaba viva. Los hombres y mujeres habían estado tan apretados esa vez que sus mismos cuerpos habían formado una bolsa de aire.

La niña, con los ojos abiertos de terror, se quedó en pie bajo el sol, boqueando en busca de oxígeno. Y cuando por fin tuvo aliento para hacerlo, gritó «¡Ma-ma! ¡Ma-ma!».

Pero su madre estaba entre los muertos.

Jubas Meyer y Shlomo Malamud se quedaron apartando cadáveres, agitando los brazos para espantar a las moscas, respirando por la boca para evitar el hedor. Ivan se dirigió hacia la niña con un látigo en la mano, Y Jubas le dirigió una mirada de reproche. El ucraniano debió verla, pues se olvidó de la niña por un momento y empezó a azotar a Jubas. El prisionero se mordió la lengua hasta saborear la salada sangre; gritar sólo prolongaría la tortura.

Cuando Ivan se hartó de azotarle, dio un paso atrás y contempló a Jubas, encorvado por el dolor.

—¡Davay yebatsa! —gritó.

Incluso la niña conocía aquellas obscenas palabras: empezó a retroceder, pero Ivan se puso junto a ella, agarrando brutalmente su hombro desnudo y derribándola al suelo.

—¡Davay yebatsa! —gritó de nuevo a Jubas. Arrastró a la niña hasta el lugar donde había dejado su rifle, apoyado en la pared de la Maschinehaus. Apuntó el arma hacia Jubas—. ¡Davay yebatsa!

Jubas cerró los ojos.

Eran noticias horribles, devastadoras.

El ritmo de las ejecuciones estaba aflojando.

No significó que los alemanes hubieran cambiado de idea.

No significaba que hubiesen abandonado su loco plan.

Significaba que se estaban quedando sin judíos que matar.

El campo no tardaría en perder su utilidad. Al principio, los alemanes habían ordenado enterrar los cadáveres, pero últimamente estaban removiendo la tierra para exhumarlos e incinerarlos. Las cenizas flotaban continuamente por el aire, y el acre olor de la carne quemada aguijoneaba las fosas nasales. Los nazis no querían dejar pruebas de lo que había ocurrido allí.

Y tampoco querían testigos. Pronto ordenarían entrar en las cámaras a los propios cargadores de cadáveres.

—Tenemos que huir —dijo Jubas Meyer—. Tenemos que salir de aquí.

Shlomo miró a su amigo.

—Nos matarán si lo intentamos.

—Nos matarán de todas formas.

La revuelta se planeó en cuchicheos, un hombre pasando la voz al siguiente. El lunes, 2 de agosto de 1943, sería el día. No todos escaparían, estaba claro. Pero algunos sí… seguramente algunos sí. Y contarían al mundo lo que había ocurrido.

El sol ardía furiosamente, como si el mismo Dios estuviese ayudando a los nazis a incinerar cadáveres. Pero Dios no haría algo así: el calor se convirtió en una ventaja cuando el ayudante del comandante del campo se llevó a un grupo de guardias ucranianos para darse un baño refrescante en el río Bug.

Los judíos del campo inferior —la zona donde los prisioneros eran descargados y preparados— habían reunido algunas armas hechas por ellos mismos. Uno había llenado de gasolina unas grandes latas. Otro había robado algunos cortaalambres. Un tercero se las había arreglado para ocultar un hacha entre la basura que le habían ordenado apartar. Incluso tenían algunas pistolas.

Unos pocos habían ocultado tiempo atrás oro o dinero en agujeros de los árboles, o lo habían enterrado. Tal y como eran exhumados los cuerpos, lo mismo ocurría con algunos tesoros.

Todo estaba listo para empezar a las 4:30 de la tarde. Había tensión en el ambiente, y todos estaban nerviosos. Y entonces, justo antes de las 4:00…

—¡Chico! —gritó Kuttner, un gordo miembro de las SS.

El niño, de unos once años, se quedó quieto. Temblaba de la cabeza a los pies. El SS se acercó, con una fusta en la mano.

—¡Chico! —dijo de nuevo—. ¿Qué llevas en los bolsillos?

Jubas Meyer y Shlomo Malamud estaban a unos cinco metros, llevando un cadáver exhumado al horno crematorio. Se detuvieron para contemplar la escena. Los bolsillos del mugriento y andrajoso sobretodo del muchacho abultaban ligeramente.

El niño no dijo nada. Sus ojos estaban muy abiertos y sus labios se habían retraído a causa del miedo, mostrando unos dientes podridos. A pesar del fuerte calor, temblaba como si estuviese bajo cero. El guardia se acercó a él y le golpeó el muslo con la fusta: pudo oírse un inconfundible tintineo de monedas. Kuttner entornó los ojos.

—Vacía los bolsillos, judío.

El niño se dio la vuelta a medias para encararse al hombre. Sus dientes castañeteaban. Intentó meter la mano en el bolsillo, pero le temblaba tanto que no conseguía acertar. El nazi le golpeó en el hombro con la fusta, y el ruido espantó a los pájaros, cuyos vuelos y llamadas fueron un contrapunto para el grito del niño. Kuttner le metió su propia mano gorda en el bolsillo y extrajo varias monedas alemanas. Volvió a meter la mano: el bolsillo parecía estar vacío, pero Jubas pudo ver cómo le acariciaba los genitales a través de la tela.

—¿De dónde has sacado ese dinero?

Sacudiendo la cabeza, el niño señaló más allá del camuflaje de árboles y cercados, hacia el campo superior donde las cámaras de gas y los hornos estaban ocultos a la vista.

El guardia le agarró del hombro.

—Ven conmigo, chico. Stangl se ocupará de ti.

Pero el niño no era el único que escondía algo. Jubas Meyer tenía una de las seis pistolas robadas. Si llevaban al muchacho ante el comandante Franz Stangl, revelaría los planes para la revuelta, a sólo treinta minutos de su inicio.

Meyer no podía permitir que ocurriese. Sacó el arma de entre los pliegues de su propio delantal, apuntó al gordo alemán y…

… fue como eyacular, la liberación, el instante, la recompensa…

… apretó el gatillo, y vio los ojos del alemán abrirse de par en par, vio su boca formando una O, vio su gorda, fea, odiosa forma caer al suelo.

La señal para iniciar la revuelta debía haber sido la detonación de una granada, pero el disparo de Meyer puso todo en marcha. Gritos de «¡Ahora!» recorrieron el campo inferior. Las bombonas de gas estallaron. Había 850 judíos en el campo aquel día; todos corrieron hacia las alambradas. Algunos llevaban mantas, que arrojaron sobre las crueles espinas de metal; otros tenían cortaalambres y los usaron furiosamente. Los que tenían pistolas mataron a todos los guardias que pudieron. Había fuego y humo por todas partes. Los guardias que habían ido a nadar volvieron rápidamente y montaron a caballo o subieron a vehículos blindados. Trescientos cincuenta judíos saltaron las vallas y llegaron al bosque: muchos fueron rodeados con facilidad y muertos a tiros, siendo los ecos de los disparos y los gritos de pájaros y animales salvajes lo último que oyeron en su vida.

Pero algunos consiguieron aprovechar la fuga, corrieron a los bosques, y siguieron corriendo para salvar la vida. Jubas Meyer estaba entre ellos. Shlomo Malamud huyó también, y consagró su vida a buscar a su hermano Saúl. Y otros a los que Jubas conocía o de los que había oído hablar consiguieron escapar: Eliahu Rosenberg y Pinhas Epstein; Casinúr Landowski y Zalmon Chudzik. Y David Solomon, también.

Pero ellos, y quizá otros cuarenta y cinco, fueron todos los supervivientes de Treblinka.