CAPÍTULO 7

Pierre Tardivel se convirtió en un hombre consagrado a sus estudios. Decidió especializarse en genética, el campo que, después de todo, había supuesto un giro en su vida. No tardó en distinguirse y comenzar una brillante carrera como investigador en Canadá.

En marzo de 1993, supo que se había descubierto el gen de la enfermedad de Huntington, bastando con una sencilla y barata prueba de ADN para determinar si uno tenía el gen y, por consiguiente, si sufriría la enfermedad en el futuro. Pero Pierre no se hizo la prueba. Casi tenía miedo de hacerlo. ¿No aflojaría el ritmo si estaba sano? ¿Volvería a malgastar su vida? ¿A dejarse llevar por las décadas?

A los treinta y dos años, Pierre recibió una beca distinguida de postdoctorado en el Laboratorio Lawrence Berkeley, situado en una colina sobre la Universidad de California, Berkeley. Se le asignó al Proyecto Genoma Humano, el esfuerzo internacional por delimitar y secuenciar todo el ADN que constituye a un ser humano.

El campus de Berkeley era exactamente como un campus universitario debería ser: soleado y verde y lleno de espacios abiertos, precisamente el tipo de lugar donde uno podría imaginar el nacimiento del amor libre.

Menos maravilloso resultaba el nuevo jefe de Pierre, el antipático Burian Klimus, que había ganado un Premio Nobel por sus descubrimientos para secuenciar el ADN: la llamada Técnica Klimus, usada en laboratorios de todo el mundo.

Si el Profesor Kingsfield de The Paper Chase hubiese sido un luchador, hubiese sido la perfecta imagen de Klimus, un hombre grueso y completamente calvo de ochenta y un años, con un cuello de medio metro de circunferencia. Sus ojos eran pardos, y su cara, aunque arrugada, sólo mostraba las arrugas de un cuerpo en contracción; no había líneas de la risa… de hecho, Pierre no vio señales de que Klimus riese alguna vez.

—No se preocupe por el doctor Klimus —le había dicho Joan Dawson, la secretaria general del Centro Genoma Humano, el primer día de Pierre en su nuevo trabajo. Aunque el título completo de Klimus era Profesor de Bioquímica del William M. Stanley (más o menos una cuarta parte de los mil cien científicos e ingenieros del LLB tenían deberes académicos en los campus de Berkeley o San Francisco de la Universidad de California), habían dicho a Pierre que el viejo prefería que le llamasen «Doctor», no «Profesor». Era un pensador, no un simple maestro.

Joan le cayó bien de inmediato a Pierre, aunque se sentía extraño tuteando a una mujer que le doblaba en edad. Era amable y dulce: la acogedora madre canosa y con gafas de todos los distraídos profesores y estudiantes de la UCB que trabajaban en el Proyecto Genoma Humano. Joan llevaba a menudo galletas o bizcochos caseros, dejándolos para que todo el mundo los disfrutase junto a la siempre presente cafetera.

De hecho, poco después de empezar en su nuevo trabajo, Pierre se encontró sentado frente al escritorio de Joan, masticando una enorme galleta de mantequilla con M&M's puestos en la masa, mientras esperaba para una cita con Klimus. Joan estaba mirando una hoja de papel.

—Esto está delicioso —dijo Pierre. Hizo un gesto hacia el plato, en el que todavía quedaban cinco grandes galletas—. No sé cómo puedes resistirlo. Tiene que ser una tentación comérselas todas.

Joan levantó la vista, sonriendo.

—Oh, no como ninguna. Soy diabética, ¿sabes? Desde hace unos veinte años. Pero me encanta hornear, y a la gente parece gustarle lo que traigo. Me gusta ver que disfrutan con ello.

Pierre cabeceó, impresionado por el autosacrificio. Ya había visto que Joan llevaba una pulsera de Alerta Médica; ahora entendía por qué. Joan volvió a bizquear ante la hoja de su escritorio, pero acabó por suspirar y alargársela a Pierre.

—¿Serías tan amable de leerme la última línea? No consigo verla.

—Dice: «Todos los informes de personal Q-4 deben llegar a la oficina del director no más tarde del 15 de septiembre».

—Gracias —dijo Joan—. Me temo que estoy empezando a sufrir cataratas. Tendré que operarme un día de estos.

Pierre asintió con simpatía: las cataratas eran comunes entre los diabéticos de mayor edad.

Miró su reloj: su cita llevaba ya cuatro minutos de retraso. Mierda, odiaba perder el tiempo.

Aunque Molly había jugado con la idea de intentar conseguir un trabajo en la Universidad Duke, famosa por sus investigaciones de supuestos fenómenos psíquicos, aceptó un puesto de profesora adjunta en la Universidad de California, Berkeley. Había escogido la UCB porque estaba lo bastante lejos de su madre y Paul (que seguía allí, para la sorpresa de Molly), y de su hermana Jessica (que acababa de pasar por un breve matrimonio y un divorcio) como para que las visitas fuesen muy improbables.

Una nueva vida, una nueva ciudad… pero maldición, seguía cometiendo los mismos errores estúpidos, empeñada en pensar que, de alguna forma las cosas serían distintas esa vez, que podría pasar una tarde sentada frente a un tipo que no dejaba de pensar marranadas sobre ella.

Rudy no había sido peor que cualquiera de sus esporádicas citas anteriores, hasta que se tomó un par de copas… y sus pensamientos superficiales se convirtieron en un simple torrente de pornografía. Tío, me encantaría follarla. Comerme su coñito. Abre las piernas, nena, ábrelas bien…

Ella había probado a cambiar de tema de conversación, pero no importaba de qué hablasen, los pensamientos en la superficie de la mente de Rudy eran como pintadas de urinario. Molly comentó que los Oakland As iban bastante bien esa temporada. Yo sí que correría una carrera contigo, nena, bien adentro. Le preguntó a Rudy por su trabajo. ¡Trabájate esto, guarra! Chúpala entera… Parecía que iba a llover. Mi lefa es lo que te va a llover encima, nena…

Finalmente, no pudo aguantarlo más. Eran sólo las 8:40… muy temprano para dar por terminada una cita que había empezado a las 7:30, pero tenía que salir de allí.

—Discúlpame —dijo Molly—. Creo… creo que esa salsa al pesto me ha sentado fatal. No estoy bien. Creo que debería irme a casa.

Rudy parecía preocupado.

—Lo siento —dijo. Le hizo una seña al camarero—. Vamos, te llevaré a tu casa.

—No. No, gracias. Prefiero andar… seguro que me vendrá bien un paseo.

—Te acompaño.

—No, de verdad, estaré bien. Pero gracias por ofrecerte —sacó la cartera de su pequeño bolso—. Con impuestos y propina, mi parte debería ser unos quince dólares —dijo poniendo esa cantidad en la mesa.

Rudy parecía defraudado, pero al menos su preocupación por su salud era lo bastante genuina como para haberle borrado el Foro Penthouse de la mente.

—Lo siento —dijo de nuevo.

Molly forzó una sonrisa.

—Yo también.

—Te llamaré.

Ella asintió y salió del restaurante a toda prisa.

El aire nocturno era cálido y agradable. Molly empezó a caminar sin preocuparse por la dirección. Lo único que sabía era que no quería volver a su apartamento. No una noche de viernes: demasiado solitario, demasiado vacío.

Estaba en University Avenue, que lógicamente acabaría por llevarla al campus. Se cruzó con varias parejas (algunas gay, otras hetero) en dirección contraria, captando los pensamientos claramente sexuales de quienes entraban en su zona… pero no había problema, pues no se referían a ella. Llegó hasta la Biblioteca Doe, y decidió entrar. De hecho, la salsa al pesto estaba haciendo gruñir sus intestinos, así que una visita al lavabo no sería mala idea.

Después subió a la planta principal. La biblioteca estaba casi vacía. ¿Quién iba a estar estudiando un viernes por la noche, y con el curso recién empezado?

—Buenas, Profesora Bond —dijo un bibliotecario sentado en la mesa de información. Era un hombre flaco, de mediana edad.

—Hola, Pablo. No hay mucha gente esta noche.

Pablo asintió, sonriendo.

—Desde luego. Pero tenemos nuestros habituales. El guardia nocturno está aquí, como siempre —señaló con el pulgar hacia una mesa de roble algo apartada. Un hombre bien parecido, de unos treinta años y pelo color chocolate, estaba absorto en un libro.

—¿El guardia nocturno?

—El doctor Tardivel, del LLB —explicó Pablo—. Viene casi todas las noches y se queda hasta que cerramos. Siempre me está mandando a buscarle revistas.

Molly volvió a mirar al tipo. No le sonaba su nombre y no recordaba haberle visto por el campus. Dejó a Pablo y se encaminó hacia la sala de lectura principal. Casualmente, los últimos ejemplares de muchas revistas estaban en unos estantes cerca de la mesa del tal Tardivel. Empezó a buscar un número reciente de Developmental Psychology o Cognition para matar una hora o dos. Cuando se agachó para inspeccionar las revistas del estante inferior, sus pantalones se tensaron.

Un pensamiento acarició su consciencia como el roce de una pluma sobre la piel desnuda… pero era ininteligible.

Las revistas estaban desordenadas, y las puso en orden cronológico, con las más recientes en lo alto de la pila.

Otro pensamiento cruzó por su mente… y de pronto se dio cuenta de por qué no lo entendía. El pensamiento estaba en francés; Molly reconoció el sonido mental del idioma.

Encontró el último número de DP, se puso en pie y buscó un lugar para sentarse. Había un montón de sillas libres, por supuesto, pero, bueno…

Francés.

El tío pensaba en francés.

Y además era bastante atractivo.

Se sentó a su lado y abrió su revista. Él levantó la mirada, con una expresión de sorpresa. Molly le sonrió.

—Bonita noche —dijo, sin pensarlo siquiera.

Él le devolvió la sonrisa.

—Sí que lo es.

Molly sintió que le latía el corazón: todavía pensaba en francés. Había conocido a otros extranjeros, pero todos pasaban a pensar en inglés cuando hablaban en ese idioma.

—Qué acento tan bonito. ¿Francés?

—Franco-canadiense. De Montreal.

—¿Eres un estudiante de intercambio? —preguntó Molly, aunque sabía que no lo era.

—No, no. Tengo una beca postdoctorado en el LLB.

—Ah, entonces conocerás a Burian Klimus —ella fingió un estremecimiento—. Es un tipo frío.

Pierre se rio.

—Y tanto.

—Me llamo Molly Bond. Soy profesora adjunta del departamento de Psicología.

Enchanté. Yo soy Pierre Tardivel —hizo una pausa—. Psicología, ¿eh? Siempre me ha interesado.

—Uau.

—¿Uau?

—Es verdad que decís eso. Me refiero a los canadienses. Decís «eh».

Pierre pareció sonrojarse un poco.

—También decimos «es un placer».

—¿Qué?

—Aquí, si le dices «gracias» a alguien, todos contestan «uh, uh». Nosotros decimos «es un placer».

Molly se rio.

Touché —y se llevó la mano a la boca—. Vaya, supongo que sé algo de francés, después de todo.

Pierre sonrió. Era una sonrisa realmente agradable.

—¿Y qué? —preguntó Molly, mirando las viejas estanterías—. ¿Vienes mucho por aquí?

Pierre asintió. Había montones de pensamientos en la superficie de su mente, pero para su deleite, Molly no entendía ni uno de ellos. Y el francés era un idioma tan bonito… casi como una suave música de fondo en lugar del irritante ruido de los pensamientos articulados de la mayoría de las personas.

Las palabras de Molly salieron antes de que pudiera pensar lo que decía.

—¿Te apetece un café? Hacen unos cappuccinos estupendos en Bancroft —añadió, como si hiciese falta justificarse de alguna forma.

Pierre tenía una extraña expresión, una mezcla de incredulidad y agradable sorpresa por su inesperada suerte.

—Sería delicioso.

Sí, pensó Molly. Ya lo creo.

Hablaron durante horas, sin que el constante acompañamiento de los pensamientos en francés de Pierre fuesen molestos. Quizá fuese tan cerdo como muchos hombres, pero Molly lo dudaba. Pierre parecía genuinamente interesado en lo que ella decía, escuchando atentamente. Y tenía un maravilloso sentido de humor; Molly no podía recordar la última vez que había disfrutado tanto de la compañía de alguien.

Molly había oído que los franceses (y los franco-canadienses) tenían una actitud hacia las mujeres distinta de los americanos. Se mostraban más relajados con ellas, menos obligados a estar probándose continuamente. Sólo se lo había creído a medias. Sospechaba que aquella pose tan tranquila hacia el desnudo femenino era parte de una vasta conspiración: ¡poned cara de póquer, y harán botar las tetas delante de vosotros! Pero Pierre parecía de verdad interesado en su mente y su trabajo… y aquello encendía más a Molly que cualquier exhibición de machote.

De pronto llegó la medianoche y el café empezó a cerrar.

—Dios mío, ¿adónde se ha ido el tiempo?

—Se ha ido al pasado —dijo Pierre—. Y he gozado de cada momento. No había disfrutado de un descanso como éste en semanas —sus ojos se encontraron—. Merci beaucoup.

Molly sonrió.

—A estas horas, alguien debería escoltarte hasta tu coche o tu casa. ¿Me permites?

Ella sonrió de nuevo.

—Me encantaría. Vivo a unas pocas manzanas. —Salieron del café. Pierre andaba con las manos a la espalda. Molly se preguntó si intentaría cogerle la mano, pero no lo hizo.

—La verdad es que tengo que ver más de todo esto —dijo él—. Había pensado ir a San Francisco mañana, hacer un poco de turismo.

—¿Aceptas compañía?

Habían llegado a la entrada del bloque de apartamentos.

—Desde luego —dijo Pierre—. Gracias.

Hubo un momento de silencio. Bueno, pensó Molly, volveremos a vernos por la mañana, a menos… la idea, o quizá fuese la brisa nocturna, hizo que se estremeciera… a menos que se quede esta noche. Pero lo que pensaba aquel Pierre era un completo misterio.

—¿Te parece bien que almorcemos juntos a las once?

—Perfecto —dijo ella—. Allí, al otro lado de la calle.

Se preguntó si le iba a dar un beso. Era excitante no saber lo que pensaba hacer. El momento se alargó. Él no hizo su jugada… y aquello también era excitante.

—Hasta mañana, entonces. Au revoir.

Molly entró. Sonreía de oreja a oreja.