Minneapolis
Molly Bond se sentía… bueno, no estaba segura de cómo se sentía. Barata, pero excitada; llena de miedo, pero también de esperanza.
Había cumplido veintiséis años aquel verano, e iba camino de doctorarse en psicología del comportamiento. Pero esa noche no estaba estudiando. Estaba sentada en un bar a unas manzanas del campus de la Universidad de Minnesota, y el aire lleno de humo le picaba en los ojos. Ya había tomado té helado de Long Island, intentando hacer acopio de valor. Llevaba una ajustada blusa roja de seda, sin sujetador debajo. Si se miraba el pecho, podía ver los puntos de los pezones apretados contra la tela. Se había desabrochado un botón antes de entrar, e hizo lo mismo con el segundo. Además llevaba una falda negra de cuero que no le llegaba ni a medio muslo, medias oscuras, y zapatos negros de tacón de aguja. El pelo rubio le caía suelto sobre los hombros, y se había puesto sombra de ojos verde, y un pintalabios tan rojo como su blusa de seda.
Vio a un tío que entraba en el bar: no estaba mal, moreno, de unos veinticinco años, ojos marrones y abundante pelo oscuro. Italiano, quizá. Llevaba una cazadora de la UM, con las letras MED en una manga. Perfecto.
Molly notó que la miraba. Su estómago se agitó. Le devolvió la mirada con una pequeña sonrisa y apartó la vista.
Bastó con eso. Él se acercó y ocupó el taburete junto al suyo, dentro de su zona.
—¿Puedo invitarte a una copa?
—Té helado de Long Island —asintió ella, señalando su vaso vacío. Él hizo señas al camarero.
Los pensamientos del tío eran pornográficos. Cuando creía que no le miraba, Molly pudo verle estudiando su escote. Cruzó las piernas sobre el taburete, haciendo botar sus pechos.
No tardaron en ir a su casa. Era el típico apartamento de estudiante, no lejos del campus: cajas vacías de pizza en la cocina, libros de texto por encima de los muebles. Él se disculpó por el desorden y empezó a despejar el sofá.
—No es necesario —dijo Molly. Sólo había dos puertas, y ninguna estaba cerrada: se dirigió a la que daba al dormitorio.
Él se aproximó, sus manos encontrando los pechos a través de la blusa, y bajo ella, y después ayudando a Molly a quitársela. Ella le desabrochó el cinturón, y se quitaron el resto de la ropa de camino a la cama, bastándoles con la luz que llegaba del salón. Él sacó un paquete de tres condones de la mesita de noche y miró a Molly.
—Odio estas cosas —dijo tanteando las aguas, esperando que ella estuviese de acuerdo—. Matan la sensación.
Molly le acarició el pecho peludo y musculoso brazo hasta llegar a la mano, cogiendo los condones y dejándolos de nuevo en el cajón de la mesilla.
—¿Para qué molestarse, entonces? —dijo sonriente. Le acarició el pene hasta que estuvo completamente erecto.
Washington, D.C.
Avi Meyer estaba sentado en su apartamento, con la boca abierta.
Demjanjuk había sido declarado culpable, por supuesto, y sentenciado a muerte. Había estado claro desde el comienzo del juicio. Habría una apelación, tal y como exigía la ley de Israel. Avi no sería enviado de nuevo para el segundo juicio: sus jefes de la OIE estaban seguros de que nada cambiaría. Seguro que todas las declaraciones que llegaban a la prensa eran sólo astutas jugadas de los abogados de altos vuelos de Demjanjuk. Como la entrevista emitida en 60 minutos con María Dudek, una flaca mujer de setenta años, con el pelo blanco cubierto con un pañuelo, ropas raídas y sólo unos pocos dientes, una mujer que había sido prostituta en los años 40 en el pueblo de Wolga Okranik, cerca de Treblinka, una mujer que había tenido un cliente regular que operaba las cámaras de gas, una mujer que había gritado de pasión comprada por él… Estaba claro que aquella anciana se equivocaba al decir que el nombre de su cliente no era Ivan Demjanjuk sino Ivan Marchenko.
Pero no. Avi Meyer contempló en la CNN cómo se deshacía el trabajo de la OIE. El Tribunal Supremo israelí, presidido por Meir Shamgar, había revocado la condena de John Demjanjuk.
Demjanjuk llevaba cinco años y medio prisionero en Israel. Su apelación se había retrasado tres años debido a un ataque cardíaco del Juez Zvi Tal. Y durante esos tres años, la Unión Soviética había caído, saliendo a la luz antiguos archivos secretos.
Como decía María Dudek, el operario de la cámara de gas de Treblinka había sido Ivan Marchenko, un ucraniano que se parecía a Demjanjuk. Pero el parecido era sólo pasajero. Demjanjuk había nacido el 3 de abril de 1920, y Marchenko el 2 de febrero de 1911. Demjanjuk tenía los ojos azules, mientras que los de Marchenko eran marrones.
Marchenko había estado casado antes de la guerra. El yerno de Demjanjuk, Ed Nishnic, había ido a Rusia, encontrando a la familia de Marchenko en Seryovka, un pueblo del distrito de Dnepropetrovsk. La familia no había visto a Marchenko desde que se alistó en el Ejército Rojo en julio de 1941. La esposa abandonada de Marchenko había muerto apenas un mes antes de la visita de Nishnic, y su hija se derrumbó entre lágrimas al saber de los horrores cometidos por su padre en Treblinka. «Me alegro de que madre muriese sin saberlo,» se dijo que había explicado.
Al oír aquellas palabras, Avi sintió que el corazón le daba un vuelco. Era el mismo sentimiento que había tenido al saber que Ivan había obligado a su padre a violar a una niña.
Los archivos de la KGB tenían una declaración jurada de Nikolai Shelaiev, el otro operador de la cámara de gas de Treblinka, que había sido, bastante literalmente, el menor de dos males. Capturado por los soviéticos en 1950, Shelaiev había sido juzgado y ejecutado como criminal de guerra en 1952. Su declaración contenía la última referencia a Marchenko, visto saliendo de un burdel de Fiume en 1945. Le había dicho a Nikolai que no tenía ninguna intención de volver a casa con su familia.
Antes incluso de que María Dudek hablase con Mike Wallace, antes de que Demjanjuk fuese despojado de su ciudadanía americana, Avi había sabido que el apellido usado por Ivan el Terrible en Treblinka podía haber sido Marchenko. Pero aquello no tenía importancia, se había dicho: el apellido Marchenko estaba de todas formas íntimamente ligado a Demjanjuk. En un formulario cumplimentado por Demjanjuk para pedir la condición de refugiado, lo había dado como apellido de soltera de su madre.
Pero antes del primer juicio había salido a la luz la licencia matrimonial de los padres de Demjanjuk, de 24 de enero de 1910. Demostraba que el nombre de soltera de su madre no era Marchenko, sino Tabachuk. Interrogado al respecto, Demjanjuk explicó que había olvidado el apellido de soltera de su madre, y, sin considerarlo importante, se había limitado a poner un apellido ucraniano muy corriente para terminar con el papeleo.
Claro, había pensado Avi. Seguro.
Pero ahora parecía que era la verdad. John Demjanjuk no era Ivan…
… y Avi Meyer y el resto de la OIE habían estado a punto de convertirse en los responsables de la ejecución de un inocente.
Avi necesitaba relajarse, apartar su mente de todo aquello.
Cruzó el salón hasta el armario donde guardaba sus cintas de vídeo. Recuerdos de Brighton Beach siempre le animaba, y Golfus de Roma, y…
Sin pensarlo, cogió un estuche de dos cintas.
Vencedores y vencidos.
No era precisamente alegre, pero al menos mantendría su mente ocupada durante tres horas, hasta que fuese el momento de acostarse, Avi introdujo la primera cinta en el vídeo, y, mientras sonaba la emocionante obertura, puso algunas palomitas en el microondas.
La película fue avanzando. Avi bebió tres cervezas.
Los papeles se habían invertido en Nuremberg: Burt Lancaster interpretaba a Ernst Janning, uno de los cuatro jueces alemanes encausados. Parecía un papel pequeño, secundario, hasta que Janning subía al estrado en la última media hora de metraje…
El caso contra Janning giraba sobre Feldenstein, un judío a quien había hecho ejecutar basándose en falsas acusaciones de inmoralidad. Janning reclamaba su derecho a hablar, a pesar de las objeciones de su abogado. Cuando subía a su estrado, Avi sintió un nudo en el estómago. Janning contaba las mentiras de Hitler a la sociedad alemana: «Hay diablos entre nosotros: comunistas, liberales, judíos, gitanos… Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida». Janning meneaba la cabeza. Era la vieja historia del chivo expiatorio.
Lancaster hablaba trabajosamente, poniendo todo su oficio en el monólogo. No es fácil decir la verdad, decía, pero si hay alguna salvación para Alemania, los que conocemos nuestra culpa debemos admitirla, por doloroso y humillante que sea. Hacía una pausa. Ya tenía mi veredicto en el caso de Feldenstein antes de entrar en el tribunal. Le hubiese declarado culpable pese a cualquier prueba. No era un juicio, sino un ritual de sacrificio en que Feldenstein el judío era víctima desvalida.
Avi detuvo la cinta, decidiendo no ver el resto aunque casi había terminado. Fue al baño para lavarse los dientes.
Pero había pulsado PAUSA en lugar de STOP. A los cinco minutos, la cinta se puso de nuevo en marcha: más CNN. Avi volvió al salón, buscando el mando a distancia…
… y decidió acabar de ver la película. Algo en él necesitaba ver el final otra vez.
Después del juicio y de que Janning y los otros tres juristas nazis fuesen condenados a cadena perpetua, Spencer Tracy, en el papel del juez americano Haywood, visitaba a Janning en la cárcel a petición de éste. Janning había escrito memorias de los casos de los que aún se enorgullecía, los justos, aquellos por los que quería ser recordado. Daba los papeles a Haywood para que los guardase.
Y entonces, con una mínima nota de súplica en su voz, Lancaster controlando su papel a la perfección, decía: Juez Haywood… la razón por la que le he pedido que venga… Esas personas, esos millones de personas… Nunca pensé que llegaría a aquello. Debe creerlo. Debe creerlo.
Había un momento de silencio, y entonces Spencer Tracy decía con tristeza, suavemente: Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Avi Meyer apagó el televisor y se quedó sentado en la oscuridad, hundido en el sofá.
Diablos entre nosotros, la frase de Hitler, según decía Janning. Volvió a mirar en su armario: junto al hueco de Vencedores y vencidos estaba Asesinos entre nosotros: La historia de Simon Wiesenthal.
Ecos. Ecos incómodos, pero ecos al fin y al cabo.
Destruidos esos diablos, vuestra miseria también será destruida.
Avi había querido creerlo. Destruye la miseria, deja que los fantasmas descansen.
Y Demjanjuk… Demjanjuk…
Era la vieja historia del chivo expiatorio.
No. No, había sido un buen caso, un caso justo, un…
Ya tenía mi veredicto antes de entrar en el tribunal. Le hubiese declarado culpable pese a cualquier prueba. No fue un juicio, sino un ritual de sacrificio.
Sí, en el fondo, Avi Meyer lo había sabido. Y sin duda los jueces Dov Levin, Zvi Tal y Dalia Dorner lo habían sabido también.
Herr Janning, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Mar Levin, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Mar Tal, llegó a aquello…
Giveret Dorner, llegó a aquello…
Avi sintió que se le revolvía el estómago.
Agente Meyer, llegó a aquello la primera vez que usted sentenció a muerte a un hombre sabiendo que era inocente.
Avi se levantó y miró por la ventana hacia la Calle D. Su visión estaba borrosa. Queríamos justicia. Queríamos que alguien pagase. Puso la mano contra el frío cristal. ¿Qué había hecho? ¿Qué había hecho?
Ahora, los fiscales de Israel estaban diciendo, bueno, si Demjanjuk no fue Ivan el Terrible, quizá fuera un guardia en Sobibor o algún otro campo nazi.
Avi pensó en Tom Robinson, con su mano negra y lisiada. Negro haragán… si no era culpable de violar a Mayella Ewell, probablemente lo sería de alguna otra cosa.
La CNN había mostrado el teatro convertido en sala del tribunal, el mismo teatro en el que Avi se había sentado cinco años antes, observando el desarrollo del caso. Demjanjuk, todavía cautivo, estaba siendo llevado a la celda donde había pasado las últimas dos mil noches.
Avi salió del salón, hacia la oscuridad.
Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está pasando.
Pero ni siquiera los fantasmas se pusieron en pie para señalar la salida de Avi Meyer.