CAPÍTULO 5

Seis años antes

Jerusalén.

El padre de Avi Meyer, Jubas Meyer, había sido uno de los cincuenta prisioneros que escaparon del campo de exterminio de Treblinka. Jubas había vivido tres años más, pero murió antes del nacimiento de Avi. Criado en Chicago, donde sus padres se habían establecido tras un tiempo en un campamento de refugiados, Avi había acusado la ausencia de su padre. Pero poco después de su bar mitzvah, en 1960, su madre le dijo «Ya eres un hombre, Avi. Debes saber por lo que pasó tu padre… por lo que pasó todo nuestro pueblo».

Y se lo contó. Todo.

Los nazis.

Treblinka.

Sí, su padre había escapado del campo, pero su hermano y tres hermanas habían muerto allí, como los abuelos de Avi, e innumerables parientes y conocidos.

Todos muertos. Fantasmas.

Pero ahora, quizá, los fantasmas podrían descansar. Tenían al hombre que les había atormentado, el hombre que les había torturado, al hombre que les había gaseado hasta la muerte.

Ivan el Terrible. Tenían al bastardo. Y ahora iba a pagar.

Avi, un hombre feo y robusto con cara de bulldog, era un agente de la Oficina de Investigaciones Especiales, la división del Departamento de Justicia de Estados Unidos consagrada a perseguir a los criminales de guerra nazis. Él y sus colegas de la OIE habían identificado a un peón obrero de automoción de Cleveland llamado John Demjanjuk como Ivan el Terrible.

Oh, ahora Demjanjuk no parecía malvado. Era un ucraniano calvo y rechoncho de casi setenta años, con orejas protuberantes y ojos almendrados tras unas gafas de concha. Y, cierto, no parecía tan astuto como decían algunos informes, pero no era el primer hombre cuyo intelecto se embotaba con los años.

Los agentes de la OIE habían mostrado fotografías incluyendo la de Demjanjuk entre otros a los supervivientes de Treblinka. Basándose en sus identificaciones, y en una tarjeta de identidad de las SS recuperada de los soviéticos, la ciudadanía estadounidense de Demjanjuk había sido revocada en 1981. Había sido extraditado a Israel, y ahora estaba siendo sometido a juicio por el único crimen capital de la ley israelí.

La sala del tribunal en el centro de convenciones de Binyanei Ha'uma de Jerusalén era grande… de hecho, era en realidad la Sala Dos, un teatro alquilado para celebrar aquel juicio, el más importante desde el de Eichmann, para que tantos espectadores como fuese posible pudieran ver cómo se hacía historia. Gran parte del público eran supervivientes del Holocausto y sus familias. Los supervivientes eran cada vez menos: desde el juicio de desnaturalización de Demjanjuk en Cleveland, tres de los que le habían identificado como Ivan el Terrible habían fallecido.

El banco de los jueces estaba en el escenario: tres altas sillas de cuero negro, con la del centro todavía más elevada que las otras dos. A cada lado había una bandera israelí azul y blanca. A la izquierda del escenario, los asientos de la acusación y la silla de los testigos; a la derecha, la mesa para los abogados defensores; y, detrás, el espacio donde Demjanjuk, con una camisa de cuello abierto y una chaqueta deportiva azul, estaba sentado con su intérprete y un guardia. Todos los muebles eran de madera clara pulida. El escenario se elevaba un metro sobre los asientos del público. Los equipos de televisión estaban al fondo de la sala: el juicio se transmitía en directo.

Ya había pasado una semana de juicio. Avi Meyer, presente como observador de la OIE, mataba el tiempo hasta que se llamase a audiencia releyendo una edición de bolsillo de Matar a un ruiseñor. El cuento de Harper Lee le había afectado profundamente cuando lo leyó en la universidad. No es que las experiencias de Scout, es decir la señorita Jean Louise Finch, en el Profundo Sur tuviesen nada que ver con su infancia en Chicago. Pero la historia, la historia de las verdades que escondemos, de la búsqueda de la justicia, era intemporal.

De hecho, quizá el libro tuviera tanto que ver con su incorporación a la OIE como los fantasmas de los parientes a los que nunca había conocido. Tom Robinson, un hombre negro, era acusado de la violación de una muchacha blanca llamada Mayella Ewell. La única prueba física era la cara magullada de Mayella: había sido golpeada repetidamente por un zurdo. Su padre, un sucio borracho empobrecido, era zurdo. Tom Robinson era un tullido: su brazo izquierdo era veinticinco centímetros más corto que el derecho, y acababa en una diminuta mano arrugada. Tom declaró que Mayella se había arrojado sobre él, que había rechazado sus avances, y que su padre le había golpeado por tentar a un negro. No había la menor prueba de violación, y Tom Robinson era físicamente incapaz de infligir aquellos golpes.

Pero en aquel soñoliento pueblo sureño de Maycomb, Alabama, el jurado compuesto exclusivamente por varones blancos había encontrado culpable a Tom Robinson. El testimonio de una muchacha blanca debía ser tenido en mayor consideración que el de un negro y, bueno, aunque Robinson no fuera culpable de aquel crimen en particular, era un negro haragán culpable sin duda de alguna otra cosa.

No cabía duda de que la justicia necesitaba allí guardianes virtuosos. Y había uno en Matar a un ruiseñor: el padre abogado de Jean Louise, Atticus Finch, que defendía a Tom a pesar de las calumnias de los lugareños, haciendo una defensa animosa, inteligente, digna.

En los años treinta, el palacio de justicia, como todo lo demás, estaba segregado. Los negros tenían que sentarse en la platea.

Jean Louise y su hermano Jem se habían colado en el tribunal y encontrado un sitio desde el que mirar, cerca del amable Reverendo Sykes.

Cuando el juicio terminó y Tom Robinson fue llevado a la cárcel, cuando todos los blancos hubieron salido, los negros esperaron en silencio mientras Atticus Finch recogía sus libros de leyes. Mientras salía, los hombres y mujeres negros, sabiendo en sus corazones que Tom era inocente, que aquella era su carga y que Atticus había hecho todo lo posible, se levantaron en un silencioso saludo. El Reverendo Sykes habló a la joven hija de Atticus: Levántese, Señorita Jean Louise. Su padre está pasando.

Incluso en la derrota, un hombre virtuoso es honrado por aquellos que saben que hizo cuanto pudo por una causa honorable. Su padre está pasando…

El Juez del Tribunal Supremo Dov Levin y los jueces del distrito de Jerusalén Zvi Tal y Dalia Dorner, el tribunal que decidiría el destino de John Demjanjuk, entraron en el teatro. Cuando estuvieron sentados, el alguacil anunció el comienzo de la sesión.

—¡Beit Hamishpat! El Estado de Israel contra Ivan, «John», hijo de Nikolai Demjanjuk, expediente criminal 373/86 en el Tribunal del Distrito de Jerusalén, constituido como Tribunal Especial bajo la Ley para el Castigo de Nazis y Colaboradores. Sesión matutina de 24 de Shevat de 5747, 23 de febrero de 1987.

Avi Meyer dobló la esquina de la página para marcarla.

—Mi nombre es Epstein, Pinhas, hijo de Dov y Sara. Nací en Czestochowa, Polonia, el 3 de marzo de 1925. Viví allí con mis padres hasta el día en que fuimos llevados a Treblinka.

Avi Meyer, que acababa de cumplir los cuarenta y por lo tanto era particularmente consciente de las señales del envejecimiento, pensó que Epstein parecía diez años más joven de sus sesenta y dos. Era alto, con una cabeza cubierta de pelo castaño rojizo peinado hacia atrás.

Los tres jueces escuchaban con atención: el barbudo Zvi Tal, con un yarmulke sobre su fuerte pelo gris; Dov Levin, severo, calvo, con gafas de concha; y Dalia Dorner, con el pelo corto y vestida con chaqueta y corbata como sus colegas masculinos.

—Señorías —dijo Epstein, volviéndose hacia ellos—. Recuerdo un incidente… todavía tengo pesadillas con él. Un día, una niña logró escapar con vida de la cámara de gas. Tendría doce o catorce años. Como Jubas Meyer, Shlomo Malamud y otros, yo era un portador de cadáveres, que sacaba a los muertos de las cámaras. —Avi Meyer se irguió en su asiento al oír el nombre de su padre—. Las palabras de aquella niña siguen sonando en mis oídos. Decía «¡Madre! ¡Madre!». —Epstein hizo una pausa para secarse las lágrimas—. Bien, Ivan fue a por Jubas y…

Avi Meyer sentía los latidos de su corazón. Epstein se había callado, y miraba de un juez a otro, sobre todo a Dalia Dorner, como si le intimidase una presencia femenina.

—Lo siento. Me da vergüenza repetir lo que dijo Ivan.

Dov Levin frunció el ceño y se quitó las gafas.

—Si es importante que oigamos sus palabras, dígalas.

Epstein tomó aire.

—Ivan golpeó a Jubas, y gritó Davay yebatsa…

Levin enarcó sus pobladas cejas negras.

—¿Qué significa eso?

Epstein se retorció en su silla.

—«Ven a follar», en ruso. Le dijo a Jubas «Quítate los pantalones y ven a follar». Y señaló a la muchacha.

Avi Meyer sintió la bilis en el fondo de su garganta. Creía haber oído todos los horrores veintisiete años atrás, después de su bar mitzvah. Su madre estaba muerta ya; esperó que ella nunca lo hubiera sabido.

Mickey Shaked, uno de los tres fiscales de Israel, tenía el pelo rizado y unos ojos tristes, espirituales. Puso una serie de fotos sobre un cartón ante Epstein. Era una hoja con ocho fotografías: dos filas de tres fotos y una fila final de dos. Las cinco primeras eran fotos de pasaporte; la sexta procedía de algún otro documento. Sólo la séptima y la octava eran instantáneas, casi el doble de grandes que las otras. De las ocho fotografías, sólo la séptima mostraba un hombre casi totalmente calvo, sólo la séptima era la de un hombre de cara redonda.

—¿Reconoce a alguien en estas fotografías?

Epstein asintió, pero al principio fue incapaz de dar voz a sus pensamientos. Por fin puso un dedo sobre la séptima foto.

—Le conozco.

—¿En qué?

—La frente, la cara redonda, el cuello muy corto, los hombros anchos, las orejas salientes… Es Ivan el Terrible, tal y como le recuerdo de Treblinka.

—¿Y ve ahora a ese hombre en esta sala? —preguntó Shaked, mirando a su alrededor como si no tuviese idea de dónde podía estar el monstruo.

Epstein elevó la voz al señalar a Demjanjuk.

—¡Sí, está sentado ahí mismo!

Los espectadores aplaudieron realmente. El abogado israelí de Demjanjuk, Yoram Sheftel, extendió implorante los brazos hacia el tribunal. El juez Levin frunció el ceño, como si no quisiera interrumpir una buena función, pero acabó por pedir orden en la sala.

Había otro testigo declarando: Eliahu Rosenberg, un hombre bajo y compacto, de pelo gris y pobladas cejas oscuras.

—Le ruego que mire al acusado. Fíjese en él —dijo Shaked.

Rosenberg se volvió hacia los jueces.

—¿Pueden pedirle que se quite las gafas?

Demjanjuk se las quitó de inmediato, pero cuando Mark O'Connor, su abogado americano, se puso en pie para protestar, volvió a ponérselas.

—Señor O'Connor —dijo ceñudo el Juez Levin—. ¿Cuál es su objeción?

O'Connor miró a Demjanjuk, después a Rosenberg, y por fin de nuevo a Levin. Se encogió de hombros.

—Mi cliente no tiene nada que ocultar.

Demjanjuk se puso en pie y volvió a quitarse las gafas. Después se inclinó hacia O'Connor.

—Está bien —le dijo—. Haga que se acerque —señaló el borde de su estrado—. Que venga aquí.

Al principio, O'Connor chistó a Demjanjuk, pero después pareció pensar que quizá fuese buena idea.

—Mar Rosenberg, ¿por qué no viene para mirarle de cerca?

Rosenberg dejó el asiento de los testigos y se acercó a Demjanjuk sin apartar la mirada de él. Puso una mano sobre la barandilla del estrado para sostenerse.

—¡Posmotree! —gritó—. ¡Mírame!

Demjanjuk le miró a los ojos y ofreció su mano.

—Shalom.

Rosenberg retrocedió tambaleándose.

—¡Asesino! ¿Cómo te atreves a ofrecerme la mano? —Avi Meyer vio cómo Adina, la esposa de Rosenberg, se desmayaba en la tercera fila. Su hija la cogió en brazos. Rosenberg volvió airado a su asiento.

—Se le ha pedido que mire de cerca al acusado —dijo el Juez Dov Levin—. ¿Qué ha visto?

La voz de Rosenberg temblaba.

—Es Ivan —musitó intentando recobrar la compostura—. Lo digo sin vacilar y sin la menor duda. Es Ivan de Treblinka… Ivan el de las cámaras de gas. Nunca olvidaré esos ojos… esos ojos de asesino.

Demjanjuk gritó algo. Avi Meyer no lo entendió bien, y O'Connor, entorpecido por el audífono traductor, tampoco pareció captarlo. Se quitó los auriculares y se dio la vuelta para mirar a su cliente.

Avi aguzó el oído.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el abogado.

Demjanjuk, con la cara roja, cruzó los brazos sin contestar. El abogado israelí, Yoram Sheftel, se acercó a O'Connor y tradujo.

—Ha dicho Atah shakran, «es un mentiroso».

—¡Estoy diciendo la verdad! —gritó Rosenberg—. ¡Es Ivan el Terrible!