CAPÍTULO 42

En cuanto empezaron las horas de visita, Molly acudió a la habitación de Pierre en el Hospital General de San Francisco. Él la miró desde la cama. Llevaba vendado el lado izquierdo de la cara, y sus piernas estaban en tracción.

—Hola, cariño.

—Hola, encanto —respondió Pierre. Hizo un gesto hacia todo el equipo que le rodeaba—. Después de que te fueras ayer alguien dijo que mi factura del hospital iba a estar en torno a los doscientos mil dólares. —Compuso una sonrisa—. Desde luego, me alegro de que Tiffany me aconsejase el Plan Oro.

—Te he comprado un periódico —dijo ella, sacando un ejemplar del San Francisco Chronicle de su bolsa de lona.

—Gracias, pero no me apetece mucho leer.

—Entonces te lo leeré yo. Hay un artículo en primera plana de aquel hombre al que conocimos, Barnaby Lincoln.

—¿De veras?

—Uh-huh. —Molly se aclaró la garganta—. Funcionarios de la Junta Estatal de Seguros de California, escoltados por fuerzas de seguridad del estado, han tomado el control de la compañía Seguros Médicos Cóndor de San Francisco, tras las sorprendentes revelaciones de la semana pasada. «Cóndor ha quedado fuera del negocio,» dijo el comisionado Clark Finchurst. «El fondo de emergencia de la industria aseguradora, creado para hacer frente a este tipo de cosas, se hará cargo de las reclamaciones hasta que las pólizas de Cóndor puedan ser traspasadas a otras compañías».

—¡Muy bien!

—Dice que va a haber una investigación a fondo. Craig Bullen está colaborando con las autoridades.

—Me alegro por él.

—Ah, te he traído la impresión que querías. —Molly sacó de su bolsa una pila de papel de ordenador de cinco centímetros de grueso.

—Gracias.

Ella se sentó en el borde de la cama y agarró una de las manos temblorosas de Pierre.

—Te quiero.

—Y yo a ti —respondió él apretando la mano—. Te quiero más de lo que pueden decir las palabras.

Pierre estaba en su cama del hospital. Sus seis minutos de tiempo de computación con el superordenador Cray del LNLB habían llegado por fin, ejecutando la simulación que habían preparado él y Shari. Pierre empezó a recorrer las trescientas ochenta y cuatro páginas impresas.

Cuando terminó, operó el control manual de su cama y la echó hacia atrás, contemplando el techo.

Tenía sentido. Todo encajaba.

La existencia de los sinónimos de los codones permitía de veras añadir información a la que ya indicaban las A, C, G y T del código genético. Sí, tanto AAA como AAG indicaban la lisina, pero la forma AAA también actuaba como un cero en lo que Shari ya había bautizado, en una nota al margen, como «la función del portero», que gobernaba la corrección o la invocación de mutaciones por desplazamiento. Mientras tanto, la forma AAG representaba un uno.

Pero eso no era más que la punta del iceberg. Había cuatro codones válidos de la prolina: CGA, CCC, CCG y CCT. En ellos, la última letra indicaba un orden de magnitud de desplazamiento en base dieciséis del cursor de corte, el cursor que indicaba la posición donde se añadiría o eliminaría un nucleótido en la cadena de ADN para formar un desplazamiento. La forma CCT movía el cursor dieciséis nucleótidos; la forma CCC lo movía 162, es decir, 256 nucleótidos; la forma CCA 163, 4096 nucleótidos; y la forma CCG lo movía 164, o 65 536 nucleótidos.

Otros sinónimos realizaban funciones diferentes: GAA y GAG formaban glutamina, pero también indicaban la dirección de movimiento del cursor de corte. GAG lo movía hacia la «izquierda» (en la dirección que iba desde los tres átomos de carbono hacia los cinco átomos de carbono en cada desoxirribosa) y GAA lo movía hacia la «derecha» (desde los cinco átomos de carbono hacia los tres). TTT, que significaba fenilalanina, indicaba la inserción de un nucleótido, mientras que su sinónimo TTC era la instrucción para eliminar un nucleótido. Y los cuatro codones de la treonina —ACA, ACC, ACG y ACT— indicaban en la última letra cuál sería el nucleótido a insertar en la posición del cursor de corte.

La codificación basada en los sinónimos movía el cursor, pero el momento exacto del desplazamiento estaba gobernado por algunas secuencias al parecer tartamudeantes del ADN basura. A la pequeña escala de un individuo, ya había quedado demostrado que el número de repeticiones de CAG indicaba la edad a la que empezarían a manifestarse los síntomas de la enfermedad de Huntington, y tal y como Pierre le había explicado a Molly, el número de repeticiones variaba de generación en generación en un fenómeno llamado «anticipación»… un nombre irónicamente profético.

De hecho, la simulación informática sugería prometedoras líneas de investigación sobre cómo manipular los temporizadores genéticos, una investigación que podía llevar finalmente a la cura de la enfermedad de Huntington y dolencias relacionadas. No era probable ningún descubrimiento repentino, pero quizá en una década sería posible controlar los temporizadores genéticos aberrantes. Se había cerrado el círculo: al decidir no investigar la enfermedad de Huntington, Pierre podía haber logrado el descubrimiento que en definitiva conduciría a una cura para ella.

Si eso hubiera sido todo lo que su investigación sugería, se hubiese sentido intelectualmente satisfecho, pero aplastado por la cruel ironía: nada que no fuera una cura inmediata llegaría a tiempo para Pierre Jacques Tardivel.

Pero Pierre no sentía tristeza. Al contrario, se alegraba de que los temporizadores genéticos apuntasen a algo que estaba más allá de sus problemas personales, más allá de los problemas, por reales y dolorosos que fueran, de esa una de cada diez mil personas que sufrían la enfermedad de Huntington. Los temporizadores apuntaban una verdad, una revelación fundamental que afectaba a cada uno de los cinco mil millones de seres humanos vivos, a cada uno de los miles de millones que habían existido antes, y a cada uno de los innumerables trillones de seres humanos aún por nacer.

Según indicaba la simulación, los temporizadores de ADN, aumentando generación tras generación mediante la anticipación genética, podrían desaparecer en poblaciones enteras casi de forma simultánea. Los multirregionalistas estaban más cerca de la verdad de lo que habían imaginado: la investigación de Pierre demostraba que eran posibles los pasos evolutivos preprogramados en vastos grupos de seres al mismo tiempo.

Pierre recordó una cita de —por supuesto— un ganador del premio Nobel. El filósofo francés Henri Bergson había escrito en su obra de 1907 Evolución creativa que «el presente no contiene otra cosa que el pasado, y todo lo que se encuentra en el efecto ya estaba en la causa». El ADN basura era un lenguaje, como sugería el artículo encontrado por Shari; el lenguaje en el que su diseñador había escrito el plan maestro de la vida. El corazón de Pierre se aceleró por la excitación y la adrenalina recorría sus venas, pero finalmente se acostó para dormir, con la impresión todavía contra el pecho y soñando con la mano de Dios.

Molly empujó la puerta de la oficina del despacho y pasó al interior.

—Doctor Klimus…

—Molly, estoy muy ocupado…

—¿Demasiado ocupado para hablar de Myra Tottenham?

Klimus levantó la mirada. Alguien pasaba por el corredor.

—Cierre la puerta.

Molly lo hizo y tomó asiento.

—Shari Cohen y yo hemos pasado un día en Stanford, rebuscando en los papeles de Myra; tienen montones de ellos en sus archivos.

Klimus se las arregló para componer una débil sonrisa.

—Las universidades adoran el papel.

—Desde luego. Myra Tottenham estaba trabajando en la forma de acelerar las secuencias de nucleótidos cuando murió.

—¿Sí? Verá, no sé qué tiene que ver esto…

—Lo tiene todo que ver, Burian. Su técnica, que usaba enzimas de restricción especializados, estaba años por delante de lo que hacían los demás.

—¿Qué puede saber una psicóloga de investigación genética?

—No mucho. Pero Shari dice que lo que estaba haciendo la doctora Tottenham se parece mucho a lo que hoy llamamos la Técnica Klimus… eso por lo que le dieron a usted el Premio Nobel. También repasamos sus papeles en Stanford. Usted iba en la dirección equivocada, intentando usar nucleótidos de carga iónica como técnica de clasificación…

—Podía haber funcionado…

—Podía haber funcionado en un universo donde el hidrógeno libre no se uniese a todo. Pero aquí estaba en un callejón sin salida… un callejón que no abandonó hasta la muerte de Myra Tottenham.

Hubo una pausa muy larga.

—El comité Nobel es muy reacio a dar premios a título póstumo —dijo Klimus como si lo justificase todo.

Molly se cruzó de brazos.

—Quiero sus notas sobre Amanda. Y su palabra de que nunca intentará verla de nuevo.

—Señora Bond…

—Amanda es mi hija… mía y de Pierre. En todos los sentidos que importan. Usted no volverá a molestarnos nunca.

—Pero…

—Sin peros. Deme los cuadernos.

—Necesito… necesito algo de tiempo para reunirlos.

—Tiempo para fotocopiarlos, querrá decir. Ni lo sueñe. Le acompañaré a donde quiera para recogerlos, pero no voy a dejarle solo ni un momento hasta que los hayamos encontrado y quemado todos.

Klimus se quedó sentado unos segundos, pensando. El único sonido era el suave rumor de un reloj eléctrico.

—Es usted una zorra dura de pelar —dijo por fin, abriendo el cajón de la izquierda de su mesa y sacando una docena de cuadernillos de espiral.

—No, no lo soy. Sólo soy la madre de mi hija.

Habían pasado cuatro meses. Mientras caminaba despacio por el laboratorio, Shari Cohen tenía aspecto de desear encontrarse en cualquier otro lugar del mundo. Pierre estaba sentado en un taburete del laboratorio.

—Pierre… no… no sé cómo decírtelo, pero los resultados más recientes de tu prueba… —Shari apartó la mirada—. Lo siento, Pierre, pero están equivocados.

Pierre alzó un tembloroso brazo.

—¿Equivocados?

—Hiciste mal el fraccionamiento. Me temo que voy a tener que repetirlo.

—Lo siento. A veces… a veces me confundo.

Shari asintió. Su labio superior temblaba.

—Lo sé —dijo. Estuvo callada un largo rato—. Pierre, quizá sea el momento de que…

—No —dijo él con tanta firmeza como pudo. Levantó sus manos temblorosas hacia Shari, como si quisiera detener sus palabras—. No me pidas que deje de venir al laboratorio. —Exhaló un largo suspiro—. Quizá tengas razón… quizá ya no pueda ocuparme de tareas complejas. Pero tienes que dejarme que ayude.

—Puedo seguir adelante con tu trabajo. Terminaré nuestro artículo —Shari sonrió. Aquel artículo iba a dejar asombrados a todos—. Te recordarán, Pierre. No sólo como a Crick y Watson, sino como a Darwin. Él nos dijo de dónde venimos, y tú nos has dicho adónde vamos…

Shari hizo una pausa. El último descubrimiento de Pierre (probablemente su descubrimiento final) era la secuencia de ADN que aparentemente controlaba el descenso del hueso hioides en la garganta, una secuencia desplazada en un sentido en el ADN de la Triste Hannah, y en el otro en el del Homo sapiens sapiens. Le había enseñado a Shari una muestra de ADN con el desplazamiento de la telepatía, aunque sin decirle a quién pertenecía, y ella sólo creía a medias las afirmaciones de Pierre sobre su propósito.

Pierre echó una patética mirada a su alrededor.

—Tiene que haber algo que pueda hacer. Lavar los recipientes, ordenar los archivos… lo que sea.

Shari miró el cubo de basura donde descansaban los restos de un frasco que Pierre había dejado caer el día anterior.

—Ya has dedicado mucho al proyecto… Sé que se supone que eres tú quien cita a los ganadores del premio Nobel, pero creo que Woodrow Wilson dijo una vez: «No sólo uso todo mi cerebro, sino también todos los que puedo tomar prestados». Puedes tomar prestado el mío; yo seguiré por los dos. Ya es hora de que te relajes, de que pases algo de tiempo con tu mujer y tu hija.

Pierre sintió pinchazos en los ojos. Había sabido que aquel día llegaría, pero era demasiado pronto… demasiado pronto.

Hubo un momento de torpeza entre los dos, y Pierre recordó aquella tarde tres años y medio antes cuando él acabó abrazando a Shari mientras ella lloraba por la ruptura de su compromiso. Quizá ella también reconoció el parecido, pues, con una pequeña sonrisa, se acercó y le abrazó suavemente, sin apretar, sin constreñir el baile de su cuerpo.

—Serás recordado, Pierre —dijo—. Lo sabes. Serás recordado para siempre por lo que has descubierto aquí.

Pierre asintió, intentando encontrar consuelo en sus palabras, pero las lágrimas no tardaron en rodar por sus mejillas.

—No llores. No llores.

Miró a Shari y meneó la cabeza.

—Sé que hicimos un buen trabajo, pero…

Ella se apartó el pelo de la frente.

—¿Pero qué?

—Partes y pedazos —contestó—. Puedo entender partes y pedazos de ello. Pero el conjunto, los nucleótidos, las enzimas, las reacciones, las secuencias genéticas… —se secó la mejilla con su mano temblorosa—. No lo recuerdo todo, y lo que recuerdo, ya no lo entiendo.

Shari le dio una palmadita en el hombro.

—No importa. Tú hiciste el trabajo. Tú hiciste los descubrimientos. Yo puedo acabarlo a partir de aquí.

—¿Pero qué voy a hacer yo ahora? No sé hacer otra cosa.

Shari habló suavemente.

—Tienes otro mensaje de Barnaby Lincoln, del Chronicle. ¿Por qué no le devuelves la llamada?