CAPÍTULO 41

—Despacho de Abraham Danielson —dijo una voz de mujer.

—¿Puedo hablar con él, por favor?

—¿Quién llama?

—El doctor Pierre Tardivel.

—Un momento.

Silencio.

—Lo siento, doctor Tardivel. El señor Danielson no puede atender su llamada ahora. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—Dígale que una mujer de Polonia llamada María Dudek me dijo que le llamase. Dele el mensaje ahora; esperaré.

—Está realmente muy ocupado, señor y…

—Usted dele el mensaje. Estoy seguro de que querrá atender esta llamada.

—Yo no puedo…

—Hágalo.

Hubo un momento de silencio mientras la secretaria rumiaba aquello.

—Espere un segundo.

Un clic al quedar Pierre en espera. Pasaron tres minutos.

Otro clic.

—Abraham Danielson al habla.

—Hola Ivan. María Dudek le envía recuerdos.

—No sé de qué…

—Reúnase conmigo dentro de una hora en el Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.

—No voy a ir a ninguna parte. Usted está loco…

—Puede hablar conmigo, o yo empezaré a hablar con otra gente. Creo que el Departamento de Justicia tiene una oficina especial para buscar criminales de guerra.

El silencio duró casi treinta segundos.

—Si vamos a hablar —dijo Danielson— será aquí, en mi terreno.

—Pero…

—Tómelo o déjelo.

Pierre miró a Avi Meyer, que estaba escuchando por un supletorio. Avi alzó tres dedos.

—Estaré allí a las tres. Asegúrese de que el guardia sabe que me espera.

—Pierre Tardivel —dijo. Estaba frente a la mesa de la secretaria en la antecámara del fundador, situada en el piso 37 del edificio de 40 plantas de Seguros Cóndor—. Tengo una cita con Abraham Danielson.

La secretaria era dos décadas más vieja que Rosalee, el bombón que trabajaba en aquella misma planta para el Consejero Delegado Craig Bullen. Quedó claramente sorprendida por los miembros danzantes y los tics faciales de Pierre, pero recuperó rápidamente la compostura.

—Siéntese, por favor. El señor Danielson le recibirá en unos momentos.

Pierre entendió que estaban poniéndole en su lugar, que Danielson quería tener una ventaja psicológica: no pasas tres años durmiendo con una psicóloga todas las noches sin aprender una cosa o dos. Pero sus palmas seguían sudando. Con la ayuda de su bastón, se acercó lentamente al sofá. Los últimos números de varias revistas, incluyendo Forbes y Business Week, reposaban sobre la mesita de cristal; también había una copia del informe anual amarillo y negro de Cóndor.

Avi Meyer, otros cuatro agentes de la OIE y dos oficiales de la policía de San Francisco esperaban estacionados no muy lejos de allí, fuera de los límites de la propiedad. Estaban todos apiñados en una furgoneta alquilada llena de equipos de escucha.

Después de unos minutos, sonó el teléfono de la recepcionista.

—¿Sí, señor? Enseguida… El señor Danielson le verá ahora.

Pierre se puso en pie y caminó despacio hacia el despacho. Era más pequeño que el de Craig Bullen (no tenía mesa de reuniones), pero los muebles eran igualmente opulentos. Los gustos de Danielson eran irónicamente más modernos que los de Bullen, tendiendo al cuero negro y cromo, con acentos en turquesa y rosa.

—Señor Tardivel —dijo Danielson, sin rastro de amabilidad en su voz aguda y con acento—. ¿Qué significa esta tontería?

—Veo que reconoció el nombre de María Dudek —respondió Pierre, sentándose poco a poco ante el escritorio de Danielson.

—Ese nombre no significa nada para mí.

—¿Entonces por qué accedió a recibirme?

—Es usted un accionista; le recuerdo de su patético numerito en la asamblea. Siempre procuro atender a mis accionistas.

—Ya había estado aquí antes. Oh, no en este despacho, pero sí en este piso. Tuve una reunión con Craig Bullen. Pero elegí mal entonces: el títere en lugar del titiritero.

—Sinceramente, no sé de qué me habla.

—Y no sólo he descubierto que es usted Ivan Marchenko… como si no fuese ya bastante malo. También sé que es el líder del Reich Milenario. Usted ha hecho algo más que discriminar a personas con desórdenes genéticos, como el mayor accionista individual de la compañía, aumenta sus beneficios matando a los asegurados que reclamarían en el futuro cuantiosas sumas.

Danielson miraba a Pierre con expresión neutra.

—Está loco.

Pierre no dijo nada. Sus manos bailaban.

Danielson extendió los brazos.

—Sufre usted la corea de Huntington, ¿no? Es un desorden nervioso degenerativo que tiene un profundo efecto en las facultades. Lo que sea que usted piensa que sabe es sin duda producto de su enfermedad.

Pierre frunció el ceño.

—¿De verdad? He investigado mucho, estudiando asesinatos sin resolver de los últimos años. Un número desproporcionado de víctimas tenía trastornos genéticos o estaba esperando caros tratamientos médicos. Y la mayoría de ese subconjunto estaba asegurada por Cóndor. Y sé que toman por sistema muestras de células de los nuevos asegurados; si alguno de ellos tiene malos genes o reclama un tratamiento caro, hace que le maten.

—Vamos, vamos, señor Tardivel. Lo que usted sugiere es monstruoso, y le aseguro que yo no soy un monstruo.

—¿No? ¿Qué hizo exactamente durante la Segunda Guerra Mundial?

—No creo que sea asunto suyo, pero era soldado del Ejército Rojo en Ucrania.

—Y una mierda. —Pierre dejó la palabra colgando entre ellos durante varios segundos—. Su verdadero nombre es Ivan Marchenko. Fue adiestrado en Trawniki y destinado después a Treblinka.

—Ivan Marchenko… —dijo Danielson, pronunciando cada sílaba con cuidado—. Ese nombre tampoco me suena.

—¿No? Y supongo que tampoco reconocerá el de Ivan Grozny.

—Eso sería «Ivan el Terrible», ¿no? ¿No fue el primer zar de Rusia? —La cara de Danielson estaba tranquila.

—Ivan el Terrible operaba la cámara de gas de Treblinka… el campo de exterminio en Polonia donde mataron a ochocientas setenta mil personas.

—No tengo nada que ver con eso.

—Hay testigos.

—¿De algo que pasó hace más de cincuenta años? Vamos…

—Puedo probar las dos acusaciones contra usted: los asesinatos de asegurados, y que es Ivan. La pregunta es, ¿cuál prefiere admitir? ¿Cree que tendrá más posibilidades aquí en California o en un juicio por crímenes de guerra en Israel?

—Está usted loco.

—Eso ya lo ha dicho antes.

—Cualquier buen abogado podría hacer picadillo en el estrado a un testigo con un trastorno cerebral.

Pierre se encogió de hombros.

—Bien, si mi historia no le interesa, se la ofreceré a los periódicos. Conozco a Barnaby Lincoln, del Chronicle. —Inició el largo proceso de levantarse de su silla.

Danielson entornó los ojos.

—¿Qué es lo que quiere?

Pierre volvió a bajar.

—Ah, ahora empezamos a entendernos. Lo que quiero, Ivan, son cinco millones de dólares… suficiente para que mi mujer y mi hija estén bien cuando mi enfermedad acabe conmigo.

—Eso es mucho dinero.

—Comprará mi silencio.

—Si yo soy el monstruo que usted piensa, ¿qué le hace creer que podrá chantajearme impunemente? Si he matado a tanta gente como usted dice, nada me impide matarle también a usted. —Hizo una pausa y miró directamente a Pierre—. O a su mujer y su hija.

Por una vez, Pierre agradeció su corea, que enmascaraba el hecho de que estaba temblando de miedo.

—He tomado precauciones. La información está en manos de personas de confianza, tanto aquí en los Estados Unidos como en Canadá… personas a las que nunca encontrará. Si me ocurre algo, a mí o a mi familia, tienen instrucciones de hacerlo público.

Danielson guardó silencio por un buen rato.

—No soy un hombre al que le guste estar acorralado.

Pierre no dijo nada.

—Deme una semana para prepararlo, y…

La puerta del despacho se abrió de golpe y entró un robusto guardia de seguridad. Danielson se puso en pie.

—¿Qué pasa?

—Disculpe la interrupción, señor, pero hemos detectado un transmisor en el despacho.

Los ojos de Danielson se estrecharon.

—Regístrele —ordenó. Luego siguió hablando en voz alta, como para dejar constancia—. No he admitido nada. Sólo estaba siguiendo la corriente a un enfermo mental.

El guardia agarró a Pierre por debajo del hombro izquierdo, le alzó de la silla y empezó a cachearle. Sólo tardó unos momentos en encontrar el pequeño micrófono bajo la camisa de Pierre; lo arrancó y se lo tendió a Danielson.

Pierre intentó parecer valiente.

—Ya no importa. Hay siete policías y agentes del gobierno esperando que salga del edificio para interrogarle, y tenemos dos identificaciones positivas de supervivientes de Treblinka…

Danielson golpeó la mesa con el puño. Al principio Pierre pensó que era un gesto de frustración, pero una pequeña sección del tablero se elevó en ángulo, mostrando una consola de mando. Danielson pulsó varios botones, y de pronto una fina pared de metal descendió del techo, justo delante de las rótulas de Pierre. Si sus pies no hubieran estado moviéndose hacia atrás a causa de la corea, seguramente habrían sido cortados.

El guardia parecía sorprendido: o no conocía la existencia de la pared o nunca había esperado verla en funcionamiento. Pierre también estaba atónito, pero Marchenko/Danielson era un fugitivo multimillonario que había estado preparándose para cualquier eventualidad durante cinco décadas. Sin duda, habría una salida secreta.

—Vamos, tío —dijo el guardia, metiéndose el micro en el bolsillo y agarrando de nuevo a Pierre por el brazo. Le sacó del despacho, pasando ante la sorprendida secretaria y tirando de él hasta el ascensor. El guardia pulsó el botón de llamada, pero el pequeño cuadrado de plástico no se encendió. Probó de nuevo, maldiciendo. Marchenko debía de haber bloqueado los ascensores para retrasar a los agentes de la OIE; aunque pudieran abrirse paso a través de los guardias de seguridad, les llevaría un buen rato subir los treinta y siete pisos a pie.

El carnoso guardia soltó a Pierre que, habiendo dejado su bastón en el despacho de Marchenko, cayó pronto al suelo. El guardia le miró con expresión de disgusto.

—Cristo, es un jodido parala, ¿no? —dijo. Miró pensativo la puerta del ascensor—. Supongo que no podrá hacer nada malo si le dejo aquí. —Dio la vuelta a la esquina, y Pierre pudo oír el ruido de una puerta al abrirse y de los pies del guardia sobre los escalones mientras bajaba, probablemente para unirse a la defensa del edificio.

Pierre estaba solo en el corredor de los ascensores, pero vio a la secretaria de Marchenko a través de las puertas de cristal de la antecámara. Le estaba mirando, como si no supiese qué hacer. Extendió una mano hacia ella. La secretaria se levantó y entró en el despacho. Pierre dejó salir el aire. Deseó poder quedarse quieto, pero sus piernas estaban bailando continuamente y su cabeza no hacía más que sacudirse.

La mujer reapareció… ¡y con el bastón de Pierre! Se acercó a él y le ayudó a levantarse.

—No sé qué es lo que le pasa, pero nadie debería tratar a una persona como han hecho con usted.

Pierre tomó el bastón, apoyándose en él.

—Merci.

—¿Qué ocurre aquí? ¿Qué le ha pasado al señor Danielson?

—¿Sabía usted de esa pared de emergencia?

Ella meneó la cabeza.

—Me asusté al oír el golpe. Creí que era otro terremoto.

—Puede que haya tiros —dijo Pierre—. Debería salir de este piso. Baje unos cuantos y busque un lugar donde esconderse.

Ella le miró, superada por la situación.

—¿Y usted?

Pierre intentó encogerse de hombros, pero el gesto se perdió en su corea.

—Esto no tiene remedio. —Agitó un brazo hacia las escaleras—. Venga, búsquese un sitio seguro.

Ella asintió y desapareció tras la esquina. Pierre no estaba seguro de qué hacer a continuación. Decidió acercarse a la mesa de la secretaria. El teléfono tampoco funcionaba.

Intentó imaginar la escena abajo, los agentes y policías irrumpiendo en la entrada con las placas en alto… seguramente se habrían puesto en marcha al oír el descubrimiento del micrófono. Pierre recordaba más cosas del edificio de su visita anterior que de la reunión con Marchenko, había estado tan nervioso que realmente no había mirado el edificio mientras se acercaban. Una torre de cristal y acero, con una pista para helicópteros en el tejado…

Dulce Jesús… un helicóptero. Marchenko no estaba bajando: probablemente ya había subido al tejado, tres pisos más arriba.

Pierre dobló la esquina cojeando. La puerta de las escaleras estaba claramente marcada, junto a las de los lavabos. La empujó y sintió una corriente de aire frío. Las paredes eran de hormigón desnudo, y los escalones estaban pintados de gris. Empezó a subir lenta y dolorosamente, cada tramo cubría medio piso, así que habría al menos seis antes de llegar al tejado.

No necesitaba el bastón, ya que se apoyaba en la barandilla, pero no se atrevió a dejarlo. Lo sostuvo en su mano libre, haciendo que oscilase como el de Charlie Chaplin.

Podía oír ecos de pisadas muy, muy por debajo. Otros estaban usando las escaleras para subir. Pero treinta y siete pisos… era agotador incluso para un hombre joven. Siguió subiendo, pasando de un tramo de escaleras al siguiente. Esperó que Avi también dedujese que Marchenko había subido, no bajado.

Pierre continuó la ascensión. Sus pulmones estaban bombeando aire y su respiración se estremecía en jadeos. Su corazón saltó al oír un disparo abajo.

Estaba ya en el piso 39, el número había sido pintado toscamente sobre la puerta de incendios. Por un momento maldijo su crianza canadiense: ni siquiera se le había ocurrido pedirle un arma a Avi.

Pierre subió un poco más, pero de pronto cayó al moverse su pierna a la izquierda cuando él le había ordenado hacerlo hacia delante. Su bastón quedó trabado entre dos de los soportes metálicos de la barandilla, y Pierre se agarró a él. Hubo un crujido cuando un punto en medio del bastón soportó todo su peso durante un segundo, pero Pierre se soltó y cayó dando tumbos hasta el rellano. Su codo izquierdo se estrelló contra el suelo de hormigón. El dolor fue insoportable. Pierre se tocó el codo con la otra mano, que quedó manchada de sangre. Su bastón había aterrizado a un par de metros; se arrastró hasta él y luchó por levantarse. Ya de pie, aguardó a que sus pulmones recuperasen la normalidad antes de reiniciar la subida.

Un tramo, vuelta, y después otro. Ya estaba ante la puerta con un «40». Pero… maldición, no estaba pensando con claridad. El helipuerto estaba en el tejado, otros dos tramos por encima. Y todos sus esfuerzos asumían que habría una salida al tejado. De lo contrario, tendría que volver a bajar y buscar el acceso a la pista.

Subió a tirones, escalón tras escalón. Las pisadas abajo sonaban más cerca; los agentes de Justicia debían de haber llegado más o menos al vigésimo piso.

Por fin llegó a lo alto. Había una puerta, pintada de azul en vez de gris, con la palabra TEJADO en ella. Pierre giró el pomo y la puerta se abrió al exterior. Después del rato pasado en la penumbra de las escaleras, el sol del atardecer le hirió la vista. Pierre se aferró al quicio de la puerta para no caer. El fuerte viento le azotó, ocultando el ruido de la puerta al abrirse.

Marchenko estaba de pie a unos veinte metros de distancia, de espaldas a Pierre. Esperaba junto a un pequeño cobertizo metálico verde y blanco que probablemente contenía las herramientas para el mantenimiento del helicóptero. No había ningún helicóptero a la vista, pero el suelo tenía pintado un círculo amarillo como punto de aterrizaje, y el viejo miraba el cielo con impaciencia.

El viento chilló al meterse por las escaleras. Pierre se adelantó. La azotea era cuadrada, con un parapeto de un metro de alto a lo largo del borde. Había gaviotas posadas es una ordenada hilera sobre el parapeto sur. Dos estructuras de cemento debían de albergar la maquinaria de los ascensores: una de ellas tenía una luz de posición roja en lo alto, y la otra dos focos apagados. En un rincón había tres antenas receptoras de satélite pequeñas y dos grandes, y un repetidor en otro.

Marchenko no había reparado en la llegada de Pierre. El viejo sostenía un teléfono móvil en la mano izquierda… sin duda lo había usado para llamar a un helicóptero.

Pierre intentó evaluar sus posibilidades. Tenía treinta y cinco años, por amor de Dios. Marchenko tenía ochenta y siete. No debía haber color, bastaría con agarrar al viejo carcamal y llevarle escaleras abajo hasta la justicia.

Pero… ¿quién podía decirlo? Pierre se apoyó en su bastón. Había bastantes posibilidades de que Marchenko le matase… sobre todo si iba armado. No había indicios de que llevase una pistola, y de hecho, el arma favorita de Ivan el Terrible medio siglo atrás había sido un tubo de plomo. Pero, aun desarmado, podía ser que le derrotase.

Quizá no tuviese que hacer nada. Miró de nuevo el cielo. No había signos de que se acercase un helicóptero. Los agentes de Avi no tardarían en llegar, y…

—¡Usted! —Marchenko le había descubierto. El grito hizo que las gaviotas alzasen el vuelo, sus chillidos perdiéndose en el viento. El viejo se acercó a paso lento. Pierre comprendió que debía alejarse de la puerta de las escaleras. Todo lo que necesitaba Marchenko para derrotarle era un buen empujón escaleras abajo.

Pierre se tambaleó hacia el norte. Marchenko cambió el curso y continuó acortando la distancia. Pierre pensó en el Pequod y Moby Dick, surcando las olas y maniobrando cuidadosamente. Marchenko siguió describiendo un círculo.

Me reconoce, pensó Pierre, y voy a cogerle*. Cojeando como el capitán Ahab, su bastón sustituyendo a la pata de palo, Pierre avanzó tan rápido como pudo. Sabía que retroceder sería estúpido; si se dejaba acorralar, Marchenko no tendría problemas para levantarle por encima del parapeto y arrojarle a una pringosa muerte cuarenta pisos más abajo. Pierre se acercó al centro del tejado, con el viento azotando su pelo y cortándole con dedos de hielo.

La ancha cara de Marchenko estaba retorcida de furia… no sólo contra él, supuso Pierre, sino también contra quien tuviese que haber llegado para recogerle. Seguía sin haber señales de ningún helicóptero, aunque varias estelas de aviones a reacción se cruzaban en el cielo, como marcas de azotes en la espalda de un prisionero.

Sólo estaban a cinco metros de distancia. La cabeza calva de Marchenko brillaba con un lustre de sudor, que a la rojiza luz del atardecer casi parecía una capa. La ascensión al tejado también había sido difícil para él; la salida secreta de su despacho debía de dar acceso a las escaleras, no a los ascensores.

Marchenko abrió los brazos, como si él esperase que Pierre intentara eludirle. Pierre pretendía levantar el bastón lo suficiente para usarlo como arma… pero se dio cuenta de que sólo podría hacerlo si apoyaba la espalda en algún sitio. Se movió como un cangrejo hasta la más cercana de las estructuras de hormigón.

Marchenko acortó la distancia entre ambos. Aún sostenía el teléfono en la mano izquierda, pero atacó con la derecha. Su puño dio a Pierre en el hombro, aunque no lo bastante fuerte para doler de verdad. Al parecer, Marchenko se dio cuenta: buscó unas llaves en su bolsillo, poniéndolas de forma que sobresaliesen entre sus esqueléticos dedos… tal y como Pierre había hecho dos años antes para defenderse de Chuck Hanratty.

Estaban a unos tres metros de la pared. Pierre creyó oír otro disparo en las escaleras. Los hombres de la OIE debían de estar siendo contenidos por los guardias de seguridad en uno de los pisos más altos. Pero sin duda Avi habría pedido ya refuerzos.

Pierre apoyó la espalda contra la pared de hormigón. Levantó el bastón y golpeó con todas sus fuerzas. Había apuntado a la cabeza de Marchenko, pero los temblores desviaron su brazo, y el viejo recibió el impacto en el hombro derecho. Hubo un fuerte crujido. Pierre esperaba haberle roto la escápula, pero había sido el bastón. Vio que estaba parcialmente roto en el medio, en el mismo sitio donde había aguantado todo su peso al caerse escaleras abajo. El golpe había hecho que Marchenko soltase el teléfono móvil, que cayó al suelo perdiendo las pilas.

Más disparos en las escaleras. Pierre vio un helicóptero en el horizonte, pero no podía decir si se acercaba a ellos. Marchenko empezó a retroceder. No había reparado en el helicóptero, pero sí en que estaba en desventaja si dejaba que Pierre tuviese ambas manos libre.

—Ven, pedazo de mierda —le provocó con su voz aflautada—. Ven y cógeme, jodido pedazo de mierda. —Movió la mano y sus llaves relucieron al sol—. Vamos…

—Morceau de merde —respondió Pierre, apartándose de la pared y apoyado en el bastón. Esperaba que siguiese sosteniéndole siempre que cargase el peso en vertical.

Marchenko estaba bailando hacia atrás, provocando a Pierre para que se acercase a… al cobertizo de las herramientas, parecía, donde podría encontrar un arma mejor que un juego de llaves. Pierre deseó que tropezase, quizá no pudiera derrotarle a golpes, pero aún le sacaba por lo menos diez kilos al viejo. Quizá bastase con sentarse encima de él para someterle.

Marchenko miró hacia atrás para asegurarse de que no había obstáculos y vio el helicóptero, ahora a sólo un par de kilómetros. Pierre aprovechó para mirar también a sus espaldas, pero no había nadie acercándose por las escaleras.

Continuaron arrastrándose por el tejado, azotados por las manos invisibles del viento. Por fin, haciendo acopio de sus fuerzas, Pierre saltó hacia delante. No fue un gran salto, pero dio en el pecho de Marchenko, y el viejo cayó sobre el suelo de hormigón, con Pierre detrás. La mano con las llaves golpeó a Pierre, que sintió cómo le rasgaban la mejilla. Él arqueó la espalda y probó a dar un puñetazo en la cara a Marchenko. El impacto sonó con un ruido de rotura. Marchenko abrió la boca para gritar de dolor, y Pierre puedo ver que los dientes superiores se le habían salido del sitio: el golpe le había roto la dentadura postiza.

Intentó repetir el ataque, pero perdió el equilibrio y Marchenko pudo apartarle y ponerse en pie. Su cabeza calva tenía raspones allí donde había golpeado el suelo de hormigón.

El viejo se tambaleó hacia el cobertizo. Había una cerradura en la puerta, pero una de las llaves ahora ensangrentadas de Marchenko pudo abrirla. Pierre, boca arriba, intentó tomar aire y recuperar el control de sus piernas, que se agitaban salvajemente. Marchenko salió del cobertizo con una larga palanca negra que debía de servir para abrir las cajas llevadas por helicóptero. Se acercó a Pierre.

—Antes de que muera —dijo mientras levantaba la palanca sobre su cabeza— necesito saberlo. ¿Es judío?

Pierre negó con la cabeza.

—Lástima. Hubiese resultado perfecto. —Marchenko descargó un golpe, pero Pierre rodó justo a tiempo. El extremo plano de la palanca hizo saltar esquirlas de hormigón.

Ya podía distinguirse el ruido del helicóptero. Pierre lo miró un momento. No era el aparato amarillo y negro que había visto meses atrás, sino uno privado, blanco y plata. Probablemente habría llamado a alguno de sus compinches del Reich Milenario para que acudiese al rescate.

El viejo volvió atacar con la palanca, que hizo brotar chispas del suelo. Pierre rodó de nuevo sobre sí mismo y alzó su bastón, pero Marchenko lo partió en dos con la palanca.

El siguiente golpe fue en las rodillas. Pierre gritó al sentir que se le rompía la rótula izquierda. La palanca volvió a elevarse, esta vez apuntándole a la cabeza. Pierre se retorció en el suelo, extendió el brazo y agarró a Marchenko por el tobillo, derribándole. La palanca cayó sobre el costado del viejo con un ruido de costillas rotas.

Pierre levantó la mirada. El helicóptero sobrevolaba la escena preparándose para aterrizar, levantando polvo sobre la azotea. El piloto en el asiento de la derecha… Cristo, incluso llevaba la cazadora y las gafas de espejo de Hard Copy. Felix Sousa. Aquel jodido no sólo pensaba como un nazi; era un miembro con carnet del Reich Milenario de Ivan Marchenko.

El aparato empezó a bajar, y Pierre pudo sentir el empujón del aire desplazado por las aspas. Esperó que aquello mantuviese a Marchenko en el suelo, pero el viejo ya se estaba poniendo en pie. El helicóptero tocó el suelo.

Pierre vio que se acercaba otro helicóptero. Era difícil distinguir algo con todo el viento, pero las letras SFPD* del fuselaje eran bastante visibles.

Marchenko se inclinó sobre Pierre, claramente decidido a acabar con él, pero Sousa le hizo gestos frenéticos para que subiese; el helicóptero de la policía estaría allí enseguida. La cara redonda de Marchenko se contorsionó en una horrible sonrisa torcida, su dentadura postiza todavía suelta, y el nazi escupió un despectivo gargajo sanguinolento sobre el rostro de Pierre. Cojeó hacia el helicóptero sujetándose las costillas rotas, inclinado para evitar las aspas.

De pronto, Avi Meyer apareció en la puerta de la escalera. Estaba tan rojo como una remolacha después de haber subido cuarenta pisos a pie. Sacó una pistola de su chaqueta y apuntó al helicóptero, pero Marchenko ya había subido a bordo, cerrando su puerta curvada, y el aparato alzó el vuelo.

Sin embargo, el helicóptero de la policía intentaba obligarles a aterrizar volando directamente encima de ellos. Sousa se dirigió hacia el norte, moviéndose de lado unos pocos metros por encima de la azotea y casi rozando el parapeto. El helicóptero de la policía le siguió.

Pierre entornó los ojos, intentando mirar y a la vez protegerse del aire y el polvo. Avi se apartó de la puerta, y otros dos hombres aparecieron tras él, boqueando en busca de aire. Uno se agarraba el costado, haciendo muecas de agonía. Avi se tambaleó hasta el lado sur del tejado, lo más lejos posible del ruido de los helicópteros, y sacó su teléfono móvil.

Pierre, mientras tanto, recogió la palanca y, usándola como bastón y procurando no descargar su peso sobre la rodilla destrozada, se acercó al lado norte. Sentía náuseas y un dolor casi insoportable a cada paso. Al llegar al parapeto, cayó contra él y se llevó ambas manos a la rodilla. Podía oír el ruido de las aspas por debajo de él.

—Habla la policía —dijo una voz femenina desde un altavoz del segundo helicóptero. Casi era inaudible con todo el ruido—. Le ordeno que aterrice.

Pierre se obligó a ponerse en pie, apoyándose en el parapeto. Estaba a punto de desvanecerse de dolor. La agonía de la corea sacudía su cuerpo. Mirar hacia abajo le mareaba: cuarenta pisos hasta el asfalto del aparcamiento. Había cinco coches patrulla junto al edificio, con las luces encendidas. El helicóptero plateado estaba un poco a la derecha de Pierre y unos diez metros más abajo. Probablemente, Marchenko podía ver la oficina de Craig Bullen, con sus paneles de secoya y sus cuadros de valor incalculable.

El helicóptero de la policía se había apartado un poco, como si buscase un buen ángulo para disparar. Pierre pudo ver claramente a la piloto y su compañero, ambos uniformados, en la cabina similar a una burbuja, parecían estar discutiendo entre sí. Al final el helicóptero empezó a alejarse; quien pensase que era peligroso volar tan cerca del edificio había ganado la discusión.

El rotor del helicóptero de Sousa era un borrón redondo bajo Pierre. El ruido era ensordecedor, pero en cuestión de segundos Sousa se apartaría del edificio. Podría dirigirse en línea recta hacia el Pacífico, sobre aguas internacionales, más allá de la jurisdicción de la policía, o incluso del Departamento de Justicia, quizá posándose en un barco rumbo a México u otro país; seguramente el plan de huida de Marchenko contemplaba más cosas que simplemente el helicóptero.

Pierre agarró la palanca, sopesándola. Probablemente no funcionaría… probablemente sería desviada. Pero no iba a quedarse plantado sin hacer nada.

Pierre cerró los ojos, reuniendo todo el dominio y las fuerzas que le quedaban. Y entonces tiró la palanca tan fuerte como pudo para que cayese verticalmente sobre las aspas del helicóptero.

Estaba preparado para echarse atrás, en caso de que la palanca saliese despedida de vuelta hacia él.

Se oyó un terrible chasquido. El helicóptero empezó a vibrar, inclinándose hacia el edificio, y…

… las aspas tocaron el cristal, enviando una lluvia de astillas brillantes al asfalto…

… y empezaron a atravesar la estructura de metal entre dos ventanas, cortando el metal en pequeños fragmentos, lanzando chispas a cada contacto.

El helicóptero avanzaba ahora hacia delante, y el rotor golpeó una pared entre despachos adyacentes, astillando los paneles de madera con un ruido de sierra mecánica, y después el hormigón que había tras ellos. Las puntas de las aspas se rompieron, acortándose a cada revolución, pedacitos de metal volando como confeti.

El helicóptero se inclinó, girando lentamente en el sentido de las agujas del reloj, su rotor de cola entrando en el edificio y haciendo trizas más muebles y ventanas.

Las turbinas del aparato estaban gritando; salía humo del motor y llamas de los tubos. La cabina se inclinó hacia delante y el helicóptero empezó a caer, piso tras piso tras piso. Pierre pudo ver a la gente dispersándose e intentando apartarse de su caída.

Oyó pisadas, casi ahogadas por el estruendo del helicóptero de la policía. Avi estaba corriendo a través de la azotea.

El helicóptero de Sousa siguió cayendo, casi a cámara lenta, sus aspas rotas girando torpemente y frenando un poco la caída. Fue reduciendo aparentemente su tamaño hasta…

Se aplastó contra el pavimento como un huevo, esparciendo cristal y metal por todas partes…

… y, como una flor que se abriese, las llamas surgieron del aparato. Pronto, una columna de humo negro se elevó hasta la azotea y más allá.

El helicóptero de la policía voló en círculo sobre la escena, aterrizando después en el aparcamiento más alejado.

Pierre contempló aquel infierno rodeado de espectadores, iluminado por el rojo sol, las llamas reflejadas en las ventanas y las sirenas de los coches patrulla. Por fin, Ivan Grozny estaba muerto.

Pierre se tambaleó hacia atrás y se derrumbó en agonía contra el parapeto.

—¿Está bien? —le preguntó Avi, inclinándose para mirarle después de ver la carnicería de abajo.

Las manos de Pierre estaban de nuevo sobre su rodilla destrozada. El dolor era increíble, como si le clavasen dagas a mazazos en la pierna. Asintió, estremeciéndose.

Avi cogió su teléfono móvil.

—Aquí Meyer. Necesitamos médicos en el tejado ahora mismo.

Otro agente de la OIE apareció en las escaleras… pero no estaba sin aliento. Trotó hasta Avi y Pierre.

—Hemos conseguido que funcione uno de los ascensores. Estaban bloqueados en el piso cuarenta, pero hemos podido poner uno en marcha con la llave de emergencia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Avi.

El agente miró un momento a Pierre antes de contestar.

—Parece que alguien dejó caer una palanca desde aquí sobre las aspas del helicóptero, haciendo que chocase.

Avi asintió y alejó al agente con un gesto. Cuando se quedaron solos, se inclinó hacia Pierre, cogiéndole por los hombros.

—¿Tiró usted esa palanca?

Pierre no dijo nada.

—Maldita sea, Pierre… no tomamos atajos en la OIE. Danielson ni siquiera había sido acusado todavía.

Pierre se encogió de hombros.

—«La justicia —dijo entrecortadamente citando a otro ganador del Nobel, aunque en aquel momento no podía recordar de quién se trataba— siempre se retrasa y al final se hace sólo por error». —Levantó su mano derecha de la rodilla y la elevó en el aire. Aunque estaban resguardados del viento, su brazo se movía como mecido por una brisa que sólo él pudiese sentir—. Échele la culpa a mi Huntington.

Avi entornó los ojos y asintió. Después se apoyó en la pared, agotado no sólo por la subida sino también por los años de caza de Ivanes y Adolfs y Heinrichs. Cerró los ojos y exhaló lentamente, esperando que llegasen los médicos.