CAPÍTULO 4

A los dieciocho años, Molly Bond era una estudiante de subgrado de Psicología en la Universidad de Minnesota. Se alojaba en una residencia aunque su familia viviese en Minneapolis. Pero ni aun así aguantaba estar en la misma casa que ellos: su desaprobadora madre, su superficial hermana Jessica, y el nuevo marido de su madre, Paul, cuyos pensamientos sobre ella eran cualquier cosa menos paternales.

Pero algunos acontecimientos familiares le obligaban a volver a casa. Hoy era uno de ellos.

—Feliz cumpleaños, Paul —dijo inclinándose para darle un beso en la mejilla—. Te quiero.

Debería contestar lo mismo.

—Yo también te quiero, encanto.

Molly retrocedió, intentando evitar que se oyese su suspiro. No era una gran fiesta, pero quizá lo hiciesen mejor el año siguiente. Era el cuadragésimo noveno cumpleaños de Paul; intentarían conmemorar el gran cinco-cero con un poco más de estilo.

Si Paul todavía estaba por allí, claro. Lo que Molly había querido detectar al inclinarse sobre Paul era un Yo también te quiero espontáneo, no preparado, genuino. Pero no. Ella había oído Debería contestar lo mismo, y entonces, un momento después, las palabras pronunciadas, falsas, prefabricadas, sin emoción.

La madre de Molly salió de la cocina con un pastel… de zanahoria, el favorito de Paul, coronado con el debido número de velas, incluyendo una para la buena suerte, dispuestas como las estrellas de la bandera de Estados Unidos. Jessica ayudó a Paul a apartar sus regalos.

Molly no pudo resistirse. Mientras su madre trasteaba con la cámara, se acercó a su padrastro, poniéndole de nuevo en su zona.

—Ahora piensa un deseo y apaga las velas —dijo su madre.

Paul cerró los ojos. Desearía, pensó, no haberme casado. Sopló hacia las pequeñas llamas, y el humo se elevó hacia el techo.

Molly no estaba verdaderamente sorprendida. Al principio había pensado que Paul estaba teniendo una aventura: solía quedarse en el trabajo hasta tarde, o desaparecer durante todo el sábado, diciendo que iba a la oficina. Pero la verdad, en cierto modo, era igual de mala. No era que quisiera irse con otra persona: sencillamente, no quería estar con ellas.

Cantaron «Cumpleaños Feliz», y Paul cortó el pastel. Los pensamientos de la madre de Molly no eran mejores. Sospechaba que su hija podía ser lesbiana, pues raramente se la veía con hombres. Odiaba su trabajo, pero fingía lo contrario, y aunque puso dinero para ayudar a Molly con los gastos de la universidad, había lamentado cada dólar. Le recordaba lo duro que había trabajado hasta que su primer marido, el padre de Molly, acabó sus estudios en la escuela de comercio.

Molly miró de nuevo a Paul y descubrió que en el fondo no podía culparle. Ella también quería alejarse de aquella familia… lejos, muy lejos, para poder pasar por alto los cumpleaños y Navidades. Paul le dio un pedazo de pastel, y Molly se lo llevó al extremo más apartado de la mesa, sentándose sola.

Absorto en sus problemas personales, Pierre suspendió todas sus asignaturas de primero. Fue a ver al decano de estudios de subgrado y le explicó su situación. El decano le dio una segunda oportunidad: la Universidad McGill ofrecía un plan de estudios reducido durante el verano. Pierre conseguiría sólo un par de créditos, pero sería bastante para devolverle al buen camino de cara a septiembre.

Y Pierre se encontró de nuevo en un curso de introducción a la genética. Por casualidad, daba las clases el mismo profesor ayudante anglo de cuello de lápiz que le había hablado de la herencia en el color de los ojos. Pierre nunca prestaba mucha atención en clase: sus viejos cuadernos de apuntes estaban llenos sobre todo de garabatos parecidos a insignias de equipos de hockey. Pero aquel día estaba intentando escuchar… por lo menos con una oreja.

—Fue el mayor enigma de la ciencia a comienzos de los cincuenta. ¿Qué forma tenía la molécula de ADN? Fue una carrera contra el tiempo, con muchas luminarias, Linus Pauling incluido, trabajando en el problema. Sabían que quien descubriese la respuesta sería recordado para siempre…

O quizá con ambas orejas…

—Un joven biólogo, no mayor que cualquiera de vosotros, llamado James Watson, empezó a buscar la respuesta con Francis Crick. Trabajando sobre la obra de Maurice Wilkins y los estudios cristalográficos de rayos X hechos por Rosalind Franklin…

Pierre se sentó bien, atento.

—… Watson y Crick sabían que las cuatro bases usadas en ADN (adenina, guanina, timina y citosina) tenían distintos tamaños. Pero usando modelos de cartón de las bases, pudieron demostrar que, al unirse, la adenina y la timina creaban una forma combinada de la misma longitud que la formada por la unión de la adenina y la citosina. Y también demostraron que esas formas combinadas podían ser los peldaños de una escalera en espiral…

Atento.

—Fue un avance asombroso… y todavía es más asombroso que James Watson sólo tuviese veinticinco años cuando él y Crick demostraron que la molécula de ADN tenía la forma de una doble hélice…

De mañana, tras una noche pasada más despierto que dormido, Pierre estaba sentado al borde de su cama.

Había cumplido diecinueve años en abril.

Muchos de los sujetos de riesgo de la enfermedad de Huntington habían desarrollado los síntomas a los treinta y ocho años, por decir una cifra. Justo el doble de su edad.

Tan poco tiempo.

Pero había ocurrido mucho en los últimos diecinueve años.

Recuerdos vagos y tempranos de niñeras y triciclos y canicas y veranos interminables y Batman en su primera temporada en la televisión.

El jardín de infancia. Dios, parecía tanto tiempo. La clase de Mademoiselle Renault. Tenues recuerdos de las celebraciones del centenario de Canadá.

Ser un Louveteau, un boy-scout Lobezno, pero sin conseguir nunca una insignia de mérito.

Dos años de campamento de verano.

El traslado familiar de Clearpoint a Outrement, y el tener que adaptarse a un colegio nuevo.

Romperse el brazo jugando al hockey callejero.

Y la crisis del Frente Quebequés de Liberación en octubre de 1970, y sus padres intentando explicar a un chico muy asustado lo que significaban las noticias de la televisión, y por qué había soldados en las calles.

Robert Apollinaire, su amigo cuando tenía diez años, que se había mudado a veinte manzanas de distancia, y al que nunca volvió a ver.

Y la pubertad, y todo lo que aquello trajo consigo.

El alboroto cuando los juegos olímpicos de 1976 fueron celebrados en Montreal.

Su primer beso, en una fiesta, jugando a la botella.

Y ver La guerra de las galaxias por primera vez y pensar que era la mejor película de todos los tiempos.

Su primera novia, Marie… se preguntaba dónde estaría ahora.

Conseguir su permiso de conducir, y chocar con el coche de Papá dos meses después.

Descubrir las palabras mágicas Je t'aime, y lo eficaces que eran para introducir la mano bajo un jersey o una falda. Y aprender su verdadero significado el verano de sus diecisiete años, con Danielle. Y llorar solo en una esquina después de que ella rompiera con él.

Aprender a beber cerveza, y después a disfrutar del sabor. Fiestas. Trabajos de verano. Una función escolar en la que se ocupó de la iluminación. Ganar entradas para los partidos en casa de los Canadiens en un concurso de la radio… ¡qué año había sido! Pasar, desmotivado, por el instituto. Escribir artículos deportivos para L'Informateur, el periódico escolar. La gran pelea con Roch Laval: quince años de amistad acabados en una tarde, y nunca recuperados.

El ataque cardíaco de papá. Pierre había pensado que el dolor de perderle nunca desaparecería, pero sí lo hizo. El tiempo cura todas las heridas.

Casi todas.

Todo aquello en diecinueve años. Era mucho tiempo, era un período largo, era… era, quizá, todo lo que le quedaba. El profesor de cuello de lápiz había hablado en su última clase de James D. Watson. Sólo tenía veinticinco años cuando co-descubrió la naturaleza helicoidal del ADN. Y había ganado el Premio Nobel a los treinta y cuatro.

Pierre sabía que era brillante. Había pasado el instituto porque podía hacerlo. Fuese cual fuese la asignatura, no tenía problemas. ¿Estudiar? Menuda broma. ¿Llevar a casa un montón de libros? ¿Y qué más?

Una vida que podía ser muy breve.

Un Premio Nobel a los treinta y cuatro años.

Pierre empezó a vestirse, poniéndose la ropa interior y una camisa.

Sentía un vacío en el corazón, un inmenso sentimiento de pérdida. Pero tras unos momentos, comprendió que no era la posible pérdida futura lo que lamentaba. Era el pasado perdido, el tiempo malgastado, las horas quemadas, los días sin logros, dejándose llevar.

Se puso los calcetines.

Haría que le cundiese… cada minuto.

Pierre Jacques Tardivel sería recordado.

Miró su reloj.

No tenía tiempo que perder.

Nada de tiempo.