Pierre, exhausto, entró por la puerta de atrás y de inmediato se sintió más animado. Su casa no era cara, y su mobiliario de IKEA era sencillo. Pero era cómoda… la clase de vida que nunca había pensado que tendría: una esposa, el olor de la cena en la cocina, juguetes diseminados por el suelo, una chimenea…
Molly entró en el salón, llevando a Amanda.
—¡Mira quién ha venido! ¡Es Papá!… No lo sé, voy a preguntárselo. —Miró a su marido—. Quiere saber si te han gustado las galletas.
Últimamente, Pierre se llevaba al trabajo una bolsa con el almuerzo; era más fácil comer en su laboratorio que recorrer los largos pasillos del edificio 74 hasta la cafetería.
—Estaban deliciosas. Gracias por prepararlas.
Amanda sonrió.
Molly besó a Pierre, que se había sentado en el sofá, y puso a Amanda en sus brazos. Él levantó a la niña por encima de su cabeza, y Amanda hizo pequeños gorgoteos de alegría.
—¿Cómo está mi chica?
Molly fue un momento a la cocina para remover el estofado, y se reunió de nuevo con ellos. Pierre sentó a Amanda en sus rodillas y las movió arriba y abajo. El televisor mostraba imágenes de Barrio Sésamo, pero sin sonido.
—¿Has sido buena hoy? ¿Te has portado bien con Mamá?
Amanda se retorció alegremente, como si le complaciese la sugerencia de que podía portarse mal.
—La cena estará lista en veinte minutos —dijo Molly.
Pierre sonrió.
—Gracias. Lamento no haber estado en casa a tiempo. Sé que era mi turno.
—No te preocupes, cariño. Me gusta hacerlo.
Parecía un poco melancólica. Ninguno de los dos sabía exactamente qué harían con Amanda cuando acabase la excedencia de dos años de Molly. No podían llevar a una niña muda a una guardería normal, y no habían encontrado ninguna para casos especiales que pareciese adecuada. Había una cerca para niños sordos, pero ninguna para niños que pudiesen oír pero no hablar. Molly había hablado de no volver a la universidad, pero los dos sabían que debía hacerlo. Estaba a punto de conseguir una plaza fija, y necesitaría una carrera sólida cuando Pierre no estuviera con ellas.
Pierre cogió a Amanda de nuevo y la sostuvo ante él. Empezó a ponerle caras raras y ella se rio como una loca. Pero después de unos momentos, empezó a mover las manos, como si intentase decirle algo. Pierre se la puso en el regazo para que pudiera mover las manos libremente. Bebida, decía.
Pierre respondió con otros signos. ¿Qué dices?
Por favor. Bebida, por favor.
Molly sonrió.
—Ahora la traigo. ¿Zumo de manzana?
Amanda asintió. Durante algún tiempo, se había resistido a aprender el lenguaje de signos; parecía una molestia innecesaria… hasta que se dio cuenta de que, aunque su madre podía oír lo que estaba pensando, su padre no podía hacerlo, ni nadie más.
Molly volvió con un vasito de plástico medio lleno de zumo. Amanda lo cogió, vaciándolo en un par de tragos, y se lo devolvió a su madre.
—Tengo que hacer la ensalada.
—Gracias.
Ella sonrió y se marchó. Pierre se quitó a Amanda del regazo y la sentó a su lado en el sofá. Sabía que el lenguaje de signos era, en el mejor de los casos, un pobre sustituto del habla, y todavía peor de la telepatía, pero poder comunicarse con su hija lo era todo para él. Cuando intercambiaban gestos, era como si el muro entre ellos desapareciese. ¿Qué has hecho hoy?
Jugado, respondió Amanda. Visto la tele. Dibujado.
¿Qué has dibujado?
Amanda le miró inexpresiva.
Pierre repitió los signos. ¿Qué has dibujado?
Ella se encogió de hombros.
Pierre no tenía tanta práctica como le gustaría con los signos. Supuso que habría cometido algún error, y repitió la pregunta de otra forma. ¿Tú has dibujado qué?
Los ojos de Amanda estaban muy abiertos.
Pierre se miró las manos… y vio que estaban temblando. No se había dado cuenta. Se cogió la mano izquierda, intentando contener los temblores. Probó a repetir los signos, pero no le salían. No podía abrir la palma izquierda para decir «dibujado», ni podía hacer que su índice derecho se moviese a través de los dedos de la otra mano para decir «qué».
Amanda tenía el ceño fruncido. Podía ver claramente que Pierre estaba disgustado. Él lo intentó de nuevo, pero sus signos parecían hostiles, como hechos con garras. Se dio cuenta de que estaba asustando a su hija, pero maldición, si pudiese controlar sus dedos…
Amanda empezó a llorar.
—Cariño, la asamblea de accionistas de Cóndor es el mes que viene —dijo Molly. Estaban comiendo carne hecha a la barbacoa en su patio trasero. Ella le había cortado su ración en pedacitos manejables; aunque Pierre podía cortar la comida blanda, tenía problemas para hacer cortes consecutivos en el mismo sitio.
Él asintió. Sus manos se movían ya constantemente, y sus piernas lo hacían casi todo el tiempo.
—No nos dejarán pasar después de lo que pasó con Craig Bullen.
—No pueden impedirte asistir, eres un accionista.
—De todas formas, sería más fácil si no llamásemos la atención.
—Podríamos ir disfrazados.
—¿Disfrazados? —El tono de Pierre mostraba su sorpresa.
—Exacto. Nada excesivo, pero… bueno, podrías dejarte barba. Aún faltan cuatro semanas, y… —No terminó la frase, pero Pierre supo lo que estaba pensando: sus afeitados eran cada vez peores a causa del temblor de sus manos. Una barba simplificaría su vida de todas formas.
—De acuerdo, me dejaré barba. ¿Y tú?
—No, yo tendría que tomar píldoras de testosterona para hacerlo.
Pierre sonrió.
—¿Qué vas a hacer para disfrazarte?
—Bueno, conozco bastante a Constance Brinkley, del Centro de Arte Dramático. Muchos de sus alumnos siguen cursos de psicología. Seguro que me dejará una peluca castaña.
—Una verdadera operación de incógnito, ¿eh?
—¿Por qué no? Siempre ha sido uno de tus puntos más fuertes…
Un mes después, la barba de Pierre resultó ser mucho más satisfactoria de lo que había imaginado. Molly había llevado la peluca a casa la noche anterior, sorprendiendo a Pierre con su cambio de aspecto: su piel parecía casi de porcelana por el contraste, y sus ojos color aciano resaltaban vivamente. Convenció a Molly para que se dejase la peluca puesta aquella noche, lo que le inspiró nuevos niveles de creatividad. Molly bromeó llamándole su vibrador de metro ochenta.
El día siguiente, Molly condujo hasta San Francisco. Pierre había renunciado discretamente a conducir desde que un incontrolable movimiento del brazo estuvo a punto de hacerle caer al Pacífico desde la Autopista 1.
Mientras se acercaban al edificio de Seguros Cóndor, Pierre pudo ver un pequeño helicóptero volando por la zona, aunque no distinguió las marcas, estaba pintado de negro y oro, los colores de la compañía. Meneó la cabeza al ver que aterrizaba en lo alto del edificio: más primas bien gastadas.
Aparcaron su coche y entraron.
Bajaron del ascensor en el sótano del edificio. Durante las últimas semanas, Pierre había empezado a caminar con la ayuda de un bastón. Había largas mesas para que los accionistas se registrasen, y Pierre se acercó lentamente a ellas, donde recibió una copia de la agenda de la reunión. Había cientos de personas dando vueltas, bebiendo café o agua mineral y comiendo canapés servidos por mujeres elegantemente uniformadas. Molly y Pierre entraron en la sala de conferencias, que tendría unos setecientos asientos. Encontraron dos asientos juntos en el centro, uno de ellos junto al pasillo. Pierre ocupó el asiento y agarró firmemente el puño de su bastón, intentando controlar los temblores. Molly se sentó a su lado, ajustándose ligeramente la peluca, y estudió la agenda.
En el escenario, había nueve hombres y una mujer, todos blancos, sentados tras una larga mesa de caoba. Craig Bullen estaba en el centro. Llevaba un traje gris antracita con un clavel rojo en la solapa. Habló con los hombres que tenía a los lados, y después fue hacia el estrado.
—Damas y caballeros —dijo ante el micrófono—. Bienvenidos a la Asamblea General Anual de Seguros Médicos Cóndor. Me llamo Craig Bullen y soy el presidente de la compañía.
Unos pocos rezagados todavía estaban sentándose, pero todos los demás rompieron a aplaudir. Pierre resistió el impulso de abuchear. El aplauso se alargó más de lo que la cortesía hubiese requerido. La sala de conferencias estaba llena hasta tres cuartas partes de su capacidad. Muchos de los presentes parecían accionistas individuales, pero Molly se había fijado en varios tipos trajeados que probablemente representaban a fondos de inversión con intereses en la compañía.
Bullen sonreía de oreja a oreja.
—Gracias —dijo cuando cesaron los aplausos—. Muchas gracias. Ha sido un año espectacular, ¿no es cierto?
Más aplausos.
—Nuestro jefe financiero, Garrett Sims, les dirá algunas cosas sobre eso más adelante, pero dejen que les hable de nuestros progresos. Empezaré por presentarles a los interventores…
Se sucedieron los informes habituales y fueron planteadas tres mociones, aunque estaba claro que la junta tenía los votos suficientes para decidir lo que quisiese. Algunos miembros del público hicieron preguntas. Un joven protestó por el hecho de que el informe anual no estuviese impreso en papel reciclado. Pierre sonrió: el espíritu del radicalismo californiano seguía vivo.
Bullen volvió al estrado.
—Por supuesto, el mayor impacto en nuestra cuenta de beneficios ha sido el proyecto de ley once cuarenta y seis del senador Patrick Johnston, que entró en vigor el uno de enero de hace tres años. Esa ley nos ha impedido negar pólizas a quienes tienen serios trastornos genéticos basándonos en sus pruebas, siempre que no hayan manifestado los síntomas. Las compañías aseguradoras de California han presionado intensamente en Sacramento oponiéndose a esa ley, y de hecho habían conseguido que el Gobernador Wilson la vetase, pero el senador Johnston siguió presentándola hasta que Wilson tuvo que firmarla. —Miró al público—. Ésas son las malas noticias. Las buenas son que seguimos presionando en los estados de Oregón y Washington para asegurarnos de que no se introduce ningún proyecto similar. Hasta ahora, la ley de California sigue siendo la única de su tipo en el país… y pretendemos que siga siéndolo.
El público aplaudió. Pierre se sintió irritado.
Al final de las presentaciones formales, Bullen, cuya voz grave sonaba notablemente ronca, preguntó si había algún otro asunto. Pierre tocó con el codo a Molly, que levantó la mano por él. No quería que le viesen agitar el brazo como un pelota de sexto curso. Otras dos personas fueron escuchadas primero, y entonces Bullen señaló a Molly.
Ella se levantó un momento.
—En realidad —dijo en voz alta— es mi marido quien quiere hablar. —Lenta, trabajosamente, Pierre se levantó apoyándose sobre su bastón. Anduvo hasta el micrófono que había en el centro del pasillo. Sus pies vacilaban al moverse, y el brazo que no sujetaba el bastón se alzaba y caía continuamente. Algunas personas boquearon sorprendidas. Alguien de unas filas más atrás dijo a su acompañante que aquel tipo debía de estar borracho; Molly se dio la vuelta y le lanzó una mirada asesina.
Pierre llegó por fin al micrófono. Estaba demasiado bajo para él, pero sabía que le faltaba coordinación para mover la pieza que le permitiría estirar una de las secciones telescópicas. Se agarró al soporte con la mano izquierda mientras se apoyaba en el bastón con la derecha.
—Hola —dijo—. No sólo soy un accionista; también soy ingeniero genético. —Bullen se irguió en su asiento, reconociendo quizá el acento de Pierre. Hizo señas a alguien entre bastidores—. He oído que el señor Bullen les dice lo mala que es la ley contra la discriminación genética. Pero eso no es cierto: es algo maravilloso. Yo procedo de Canadá, donde creemos que el derecho a la atención médica es algo tan inalienable como la libertad de expresión. La ley del senador Johnston reconoce que ninguno de nosotros puede controlar su composición genética.
Hizo una pausa para tomar aliento, su diafragma sufría espasmos a veces. Vio que dos guardias de seguridad habían aparecido en la sala; ambos iban armados.
—Trabajo en el Proyecto Genoma Humano. Estamos secuenciando todo el ADN que forma al ser humano. Ya conocemos la localización del gen de la enfermedad de Huntington, que es lo que yo tengo, así como los de algunas formas de Alzheimer, el cáncer de pecho y ciertas enfermedades cardíacas. Pero en el futuro sabremos dónde está cada gen y qué es lo que hace. Puede que lo consigamos mientras muchos de ustedes siguen vivos. Hoy sólo podemos hacer pruebas genéticas para unas cuantas cosas, pero mañana podremos decir quién va a ser obeso, quién desarrollará mucho colesterol, quién tendrá cáncer de colon. Entonces, si no fuera por leyes como la del senador Johnston, podrían ser ustedes o sus hijos o nietos quienes se quedasen sin red de seguridad, en nombre del beneficio. —Su instinto natural era extender los brazos en un gesto implorante, pero no podía hacerlo sin perder el equilibrio—. No deberíamos oponernos a que otros estados adopten leyes como la de California, sino que deberíamos ayudarles a aceptar los mismos principios. Deberíamos…
Craig Bullen habló con firmeza por su propio micrófono.
—Los seguros son un negocio, doctor Tardivel.
Pierre se sorprendió ante el uso de su nombre. Las cartas estaban boca arriba.
—Sí, pero…
—Y esta buena gente —Bullen abrió los brazos, y Pierre se preguntó por un momento si estaba burlándose del gesto que él no había podido hacer— también tiene derechos. El derecho de ver que su dinero duramente ganado rinde beneficios. El derecho de beneficiarse con el sudor de su frente. Invierten su dinero aquí, en esta compañía, porque quieren seguridad financiera… seguridad para jubilarse cómodamente, seguridad para capear los malos tiempos. Ha dicho usted que es genetista, ¿no?
—Sí.
—¿Pero por qué no dice también a estas personas que tiene una póliza? ¿Por qué no les dice que solicitó el seguro un día después de que la ley del senador Johnston entrase en vigor? ¿Por qué no les habla de los miles de dólares que ha reclamado a esta compañía, para pagar desde los fármacos para combatir su corea hasta el bastón que lleva? Es usted una carga, señor… una carga para cada uno de los aquí reunidos. Su seguro representa la caridad que nos impone el estado.
—Pero yo…
—Y hay un lugar para la caridad, estoy de acuerdo. Le sorprenderá saber, doctor Tardivel, que el año pasado doné personalmente, de mi propio bolsillo, diez mil dólares a un hospital de SIDA aquí en San Francisco. Pero nuestra generosidad debe tener unos límites razonables. La atención médica cuesta dinero. Su querido sistema socializado canadiense podría venirse abajo por la subida constante de los costes.
—Eso no…
—Por favor, señor, ya ha hecho uso de la palabra. Ahora tome asiento.
Un hombre de voz grave gritó desde el fondo.
—¡Siéntate, franchute!
—¡Vuélvete a tu casa si no te gusta esto! —gritó una mujer.
—¡Une minute! —dijo Pierre.
—¡Cancela tu póliza! ¡Deja de chuparnos la sangre!
—Ustedes no lo entienden —intentó explicar—. Es…
Un tipo empezó a abuchearle, y pronto se le unieron otros.
Alguien le tiró una agenda enrollada. Bullen hizo señas con los dedos a los guardias de seguridad, que empezaron a avanzar. Pierre suspiró ruidosamente y emprendió el largo y arduo camino de vuelta a su asiento. Molly le dio unas palmaditas en el brazo.
—Tienes los huevos cuadrados, tío —dijo el hombre que se sentaba detrás de ellos.
Molly, que había estado detectando algunos pensamientos de aquel hombre y su mujer a lo largo de la velada, se dio la vuelta.
—Y usted tiene un lío con su secretaria Rebecca.
El hombre quedó boquiabierto y empezó a balbucear mientras su esposa se inclinaba hacia él.
—Vámonos, Pierre. No tiene sentido que nos quedemos más tiempo.
Pierre asintió y empezó el complejo proceso de levantarse. Bullen seguía con la asamblea.
—Lamento esta desdichada exhibición. Ahora, damas y caballeros, como cada año, terminaremos con unas palabras del fundador de la compañía, el señor Abraham Danielson.
Pierre estaba a medio camino por el pasillo. En el escenario, un octogenario completamente calvo se levantó de la mesa y emprendió su propio y lento camino hacia el estrado. Molly, que estaba cogiendo su bolso, levantó la mirada y…
¡Oh, Dios mío!
Aquella cara, aquellos ojos oscuros y crueles…
Llevaba una gorra la otra vez que le vio, ocultando su calvicie y apretándole las orejas contra la cabeza, pero era él, no cabía duda…
—¡Pierre, espera! —Su marido se giró para mirarla. Molly estaba boquiabierta.
—Fundé esta compañía hace cuarenta y ocho años —dijo Danielson, con una voz aflautada y de acento europeo oriental—. Por aquel entonces…
—Es él —susurró Molly mientras Pierre volvía a sentarse—. ¡Es el hombre que vi torturando a un gato!
—¿Estás segura?
Molly asintió vigorosamente.
—¡Es él!
Pierre entornó los ojos para verle mejor: cuello grueso, calvo. Sí, todos los carcamales se parecían un poco, pero aquel tipo recordaba mucho a Burian Klimus, aunque Klimus no tenía las orejas así. De hecho, a quien se parecía era a…
Jesús, era la viva imagen de John Demjanjuk.
—Dios santo. —Cayó de golpe en su asiento, como si alguien le hubiese quitado el aliento—. Dios santo, Molly, ¡es Ivan Marchenko!
—Pero… pero cuando le vi aquella mañana en san Francisco me gritó en ruso, no en ucraniano.
—Mucha gente habla ruso en Ucrania —Pierre sacudió la cabeza atrás y adelante. Tenía sentido. ¿Qué mejor empleo para un nazi sin trabajo que el de actuario? Había pasado los años de guerra dividiendo a las personas en clases buenas y malas (ario, judío, amo, esclavo), y ahora tenía otra forma de hacerlo. Y los asesinatos, cometidos por neonazis a las órdenes de alguien llamado Grozny. ¿Cuánta gente debía ser eliminada para asegurar los obscenos beneficios de Cóndor? Por alta que fuese la cifra, no era sino calderilla comparada con todos los que Marchenko había matado medio siglo antes.
Si tuviese una cámara… si pudiese mostrar a Avi Meyer la cara de aquel jodido cabrón hijo de puta…
Se levantaron de nuevo, con Pierre moviéndose tan rápido como podía. Llegaron a los ascensores y Molly apretó el botón de llamada. Mientras esperaban, un hombretón negro vestido con chaqueta de paño salió tras ellos.
—¡Esperen! —gritó. Llevaba una gran bolsa de cuero colgada del hombro.
Molly miró las filas de números iluminados sobre las puertas de los cuatro ascensores. El más próximo estaba todavía a ocho pisos de distancia.
—¡Esperen! —repitió el hombre, trotando para cubrir la distancia—. Doctor Tardivel, quiero hablar un momento con usted.
Molly se acercó a su marido.
—Ya ha dicho cuanto tenía que decir ahí dentro.
El hombre negó con la cabeza. Tenía poco más de cuarenta años, con unas pinceladas blancas en su pelo corto.
—No lo creo. Pienso que tiene muchas más cosas que decir. —Miró directamente a Pierre—. ¿Verdad?
Las piernas de Pierre estaban intentando alejarse de él.
—Bueno…
—¿Qué es lo que quiere? —cortó Molly. El ascensor había llegado ya, y las puertas estaban abiertas.
El negro se llevó la mano a la chaqueta, y por un horrible momento Pierre pensó que iba a sacar una pistola… pero se trataba de un gastado tarjetero de piel. Le dio una tarjeta a Molly.
—Me llamo Barnaby Lincoln. Soy redactor financiero del San Francisco Chronicle.
—¿Qué está hacien…? —empezó a decir Pierre.
—Estaba cubriendo la asamblea de accionistas. Pero hay una historia mejor en lo que decía usted.
—No pueden ver el futuro… no se dan cuenta de dónde irá a parar.
—Exacto. Llevo años cubriendo historias de aseguradoras; todas están fuera de control. Hace falta una ley federal que impida el uso de perfiles genéticos para decidir si se acepta o no una póliza.
Pierre se sintió intrigado. Ivan Marchenko llevaba libre cincuenta años; unos minutos más no importarían.
—D'accord.
—¿Podemos ir a tomar un café a alguna parte?
—Sí —respondió Pierre—. Pero antes, necesito que me haga un favor. Necesito una foto de Abraham Danielson.
Lincoln frunció el ceño.
—Al viejo no le gusta que le tomen fotos. Ni siquiera tenemos una fotografía de archivo en el Chronicle.
—No me sorprende. ¿Tiene un teleobjetivo? Podría tomarla desde el fondo de la sala, necesito una imagen clara de cabeza y hombros.
—¿Para qué?
Pierre se quedó callado un momento.
—No puedo decírselo ahora, pero si toma esa foto y me da unas cuantas copias, le prometo que será el primero a quien llame cuando… —conocía la expresión francesa, pero tuvo que esforzarse para recordar el equivalente en inglés—… cuando salte la historia.
Lincoln se encogió de hombros.
—Esperen aquí. —Volvió a la sala de conferencias. Cuando abrió la puerta, Pierre pudo reconocer la voz de Craig Bullen saliendo de los altavoces. Tanto mejor: Danielson se habría sentado y no esperaría que le tomasen una foto entonces. Lincoln salió a los pocos minutos—. La tengo —dijo.
—Bien. Salgamos de aquí.