CAPÍTULO 36

Condujeron hasta el edificio de Seguros Cóndor en el Toyota de Pierre. Estaba en un terreno bien arbolado de doce hectáreas a las afueras de San Francisco, no lejos del océano. Era un monolito de cristal y acero estilo Bauhaus que se alzaba cuarenta pisos por encima del paisaje y estaba rodeado de aparcamientos. La propiedad entera quedaba delimitada por una cadena.

Llegaron hasta la cabina de entrada, dijeron al guardia que tenían una cita con Craig Bullen, y esperaron mientras lo confirmaba por teléfono. La barrera, pintada con cheurones amarillos y negros, se levantó, y pudieron aparcar y acceder a la puerta principal.

El espacioso vestíbulo estaba decorado con bronce y mármol rojo. Había dos grandes banderas estadounidenses en el atrio, que también contenía un estanque con peces de colores del tamaño del antebrazo de Pierre. Había otro guardia sentado tras una amplia mesa de mármol. Fueron hasta allí y recibieron sendas insignias de visitantes con la fecha puesta.

—Las oficinas ejecutivas están en el piso 37 —dijo el guardia, señalando una hilera de ascensores. El cartel sobre las puertas de falso mármol decía «Pisos 31-40 exclusivamente».

Ellos entraron en la cabina, que tenía espejos en las paredes y lámparas en el suelo. Sonaba una versión instrumental de Reflections, el viejo éxito de las Supremes.

Cuando salieron del ascensor, una señal les dirigió a la oficina del presidente. Pierre se metió las manos en los bolsillos para controlar el temblor. Al llegar a las altas puertas de cristal, sus ojos se abrieron como platos. La morena recepcionista de Bullen era impresionante… al nivel de la Playmate del Año de Playboy. Ella les sonrió con unos dientes blanquísimos.

—Hola —dijo Pierre—. Los doctores Tardivel y Bond, para una cita con el señor Bullen.

Ella cogió el auricular del teléfono. Pierre pensó que debía ser parte del Valle de la Silicona. Molly captó la palabra y le dio una ligera palmada en el brazo.

Habiendo recibido el visto bueno, la secretaria se puso en pie y oscilando las caderas sobre sus tacones de aguja, escoltó a Pierre y Molly hasta el santuario interior, abriendo la pesada puerta de madera.

Estaba claro que se había gastado una buena parte de las ganancias de Seguros Cóndor en la oficina de Craig Bullen. Medía unos seis metros de ancho por doce de largo, y estaba cubierto de paneles de madera (pino de California, supuso Pierre) con intrincados grabados de ciervos y perros de caza. Ocho paisajes al óleo, sin duda originales, colgaban de las paredes. Pierre se quedó pasmado al ver que el más cercano, que representaba los páramos escoceses, era de John Constable, y como buen canadiense, reconoció a su lado las distintivas líneas estilizadas de la obra de Emily Carr, el cuadro incluía uno de sus característicos postes tótem Haida.

Bullen se levantó tras su amplio escritorio de caoba y cruzó la amplia habitación. Era un hombre atlético y ancho de espaldas, de unos cuarenta años, con el rostro moreno y marcado de alguien que pasaba mucho tiempo en la playa. Tenía una cabeza imponente, ojos pardos, y una línea del pelo en retirada, que le dejaba un grisáceo copete en lo alto de la frente. Su traje a medida era azul oscuro, y llevaba unos intrigantes gemelos de dos centímetros de ancho hechos de piezas de reloj bañadas en oro.

—Doctor Tardivel —dijo con voz profunda al extender su manaza—. Me alegra que haya venido.

—Gracias —dijo Pierre, tomando la mano rápidamente y sacudiéndola con vigor para que no se notase que la suya temblaba.

El apretón de Bullen era firme, quizá demasiado, una agresiva exhibición de masculinidad. Se volvió hacia Molly, y sus cejas se reunieron para celebrar una conferencia con su copete.

—¿Y usted es?

—Mi esposa, la doctora Molly Bond —dijo Pierre, devolviendo las manos a los bolsillos. Se pisó el pie izquierdo con el derecho, intentando impedir que se moviese.

Bullen le estrechó también la mano.

—Es usted muy hermosa —dijo sonriendo—. No sabía que el doctor Tardivel fuese a traer compañía, pero ahora me alegro de ello.

Molly se ruborizó ligeramente.

—Gracias.

Bullen empezó a andar.

—Vengan, por favor.

Una larga mesa de conferencias de madera pulida ocupaba parte de la habitación; tenía asientos para catorce. Bullen se acercó un antiguo globo terráqueo gigante y apartó el hemisferio norte, revelando una serie de botellas de licor en el interior.

—¿Les apetece algo?

Pierre meneó la cabeza.

—No, gracias —dijo Molly.

—¿Café? ¿Un refresco, quizá? Rosalee estará encantada de traerles lo que les apetezca.

Pierre pensó durante un momento en pedir algo, sólo para echarle otra mirada a la espectacular secretaria. Sonrió tristemente. No puedes escapar de tus genes.

—No, gracias.

—Muy bien —dijo Bullen. Cerró la Tierra y tomó asiento en la mesa—. Ahora, doctor Tardivel, creo que han hecho un descubrimiento en su laboratorio.

Pierre asintió y le hizo un gesto a Molly para que se sentase. Ella cogió la silla forrada de cuero que había junto a Bullen y se acercó un poco más a él para tenerle en su zona. Su rodilla derecha estaba prácticamente rozando la del hombre. Pierre se puso al otro lado de la mesa, usando los respaldos de las sillas como soportes. Se quitó la chaqueta sport (debajo llevaba una camisa azul claro de manga corta) y se sentó junto a ellos.

—Creo que puede decirse que lo que hemos descubierto hará estremecerse a toda la industria de los seguros.

Bullen asintió, interesado.

—Siga, soy todo oídos. —Había un bloque de hojas para notas encuadernado en cuero sobre la mesa. Bullen lo abrió y sacó una pluma de color oro y negro del bolsillo de su chaqueta.

—Lo que hemos descubierto, bien, tiene la naturaleza de una anomalía estadística. —Hizo una pausa, mirando a Bullen significativamente.

—Las estadísticas son la sangre vital de los seguros, doctor Tardivel.

—Bien dicho, porque la sangre tiene un papel muy importante en todo esto. —Pierre miró a Molly y levantó mínimamente las cejas. Su esposa asintió, podía leer la mente de Bullen. Pierre siguió adelante—. Bien, hemos descubierto que su compañía tiene una proporción muy baja de reclamaciones de grandes cantidades.

Unas pocas arrugas verticales se unieron a las horizontales en la frente bronceada de Bullen cuando juntó las cejas.

—Hemos tenido mucha suerte últimamente.

—¿No ha sido algo más que simple suerte, señor Bullen?

Bullen estaba obviamente molesto.

—Procuramos realizar una buena gestión. Supongo que no habrá leído a Milton Friedman, pero…

—Ya que lo menciona, lo he hecho —dijo Pierre, disfrutando al ver cómo se elevaban las cejas de Bullen… Friedman había ganado el Premio Nobel de economía en 1976—. Sé que planteó la pregunta «¿Tienen los ejecutivos, siempre que se mantengan dentro de los límites de la ley, alguna responsabilidad en sus actividades empresariales aparte de ganar tanto dinero como sea posible para sus accionistas?».

Bullen asintió.

—Sí, y su respuesta fue que no.

—Pero la clave está en mantenerse dentro de la ley, ¿no? Y eso es muy difícil de conseguir.

—Creí que tenía algo que decirme sobre el Proyecto Genoma Humano —dijo Bullen, con la cara roja. Volvió a poner el capuchón sobre su pluma.

El corazón de Pierre latía tan fuerte que temió que Bullen y Molly pudiesen oírlo. De pronto se sentía confuso. Le ocurría cada vez con más frecuencia, pero había estado negando la evidencia. Podía aceptar que su enfermedad le hubiese arrebatado la mayor parte de sus aptitudes físicas, pero se negaba a pensar que pudiese ocurrir lo mismo con su mente. Cerró los ojos por un momento y tomó aire, intentando recordar lo que debía decir a continuación.

—Señor Bullen, creo que su compañía está tomando ilegalmente muestras genéticas de sus solicitantes de pólizas.

Molly abrió mucho los ojos. Apenas pronunciadas las palabras, Pierre comprendió que había dicho precisamente lo que no debía decir. Debía intentar conducir la conversación alrededor del tema y dejar que Molly leyese los pensamientos de Bullen. Pero ahora…

Bullen le miró primero a él, después a Molly y luego otra vez a él.

—No sé de qué me habla —dijo poco a poco.

¿Qué podían hacer? ¿Intentar retroceder? Pero la acusación ya estaba hecha, y Bullen claramente en guardia.

—He visto los bolígrafos.

Bullen se encogió de hombros.

—No tienen nada de ilegal.

¿Seguir presionando? Seguramente era lo único que podían hacer.

—Están recogiendo muestras de tejido sin permiso.

Bullen se recostó en su silla y abrió los brazos.

—Doctor Tardivel, la silla en la que está sentado está tapizada en cuero, y hoy es un bonito y caluroso día de verano, incluso con el aire acondicionando. Probablemente, su antebrazo está pegado al brazo de la silla, ¿no? Cuando se levante, dejará allí centenares de células de su piel. Yo podría recogerlas sin ningún problema. Si usase usted mi baño —hizo un gesto hacia la puerta entre los paneles de madera— y dejase sus heces en la taza, habría miles y miles de células epiteliales de sus intestinos sobre ellas, y también podría recogerlas. Si dejase pelos con folículos, o si escupiese en mi lavabo, o se sonase la nariz, o cientos de otras cosas, podría recoger muestras de su ADN sin que usted lo supiese. Mis abogados me han dicho que no hay nada ilegal en recoger material que la gente deja de todas formas.

—Pero no sólo recogen células. Están usando la información para determinar qué asegurados tienen más probabilidades de reclamar grandes sumas.

Bullen alzó la mano con la palma hacia fuera.

—Sólo en términos generales, para poder planificar de forma responsable. Eso permite a mis estadísticos prever el valor en dólares de las reclamaciones que tendremos que cubrir en el futuro, lo que redunda en beneficio de los asegurados. Por ejemplo, estábamos totalmente desprevenidos para todas las reclamaciones relacionadas con el SIDA; hubo un momento a finales de los ochenta en que pareció que íbamos al Capítulo Once.

—¿Capítulo Once?

—La quiebra, doctor Tardivel. A nadie le sirve tener una póliza con un asegurador en quiebra. Así, podemos planificar con antelación las reclamaciones que habremos de cubrir.

—No creo que sea así, señor Bullen. Pienso que lo hacen para evitar pagar las reclamaciones. Identifican de antemano y eliminan a los asegurados que harán reclamaciones sustanciosas en el futuro.

Molly dio un pequeño respingo, y Pierre supo que había ido demasiado lejos. Mierda, ¿por qué no podía pensar a derechas?

Bullen inclinó su cabeza a un lado.

—¿Qué?

Pierre miró a Molly, y después a Bullen. Tomó aire, pero ya era demasiado tarde para detenerse.

—Su compañía está matando gente, ¿verdad, señor Bullen? Usted ordena el asesinato de cualquiera que descubra que puede reclamarles mucho dinero.

—Doctor Tardivel… si es de verdad un doctor… creo que debería marcharse.

—Es verdad, ¿no? —dijo Pierre, queriendo resolverlo de una vez.

—Usted mató a Joan Dawson. Usted mató a Bryan Proctor. Usted mató a Peter Mansbridge. Usted mató a Cathy Jurima. Y también intentó matarme a mí… y hubiesen vuelto a intentarlo si no fuese a levantar sospechas.

Bullen se había puesto en pie.

—¡Rosalee! ¡Rosalee!

La pesada puerta se abrió un poco, y la impresionante morena asomó la cabeza.

—¿Señor?

—¡Llame a seguridad! Esta gente está loca. —Bullen retrocedió rápidamente hasta su mesa—. ¡Largo, ustedes dos! Fuera de aquí. —Rosalee ya estaba en el teléfono. Bullen sacó un pequeño revólver de un cajón—. ¡Fuera!

Pierre se sentó sobre la mesa, deslizándose rápidamente por su pulida superficie para interponerse entre Molly y el arma.

—Ya nos vamos. Ya nos vamos. Baje eso.

Rosalee reapareció. Sus labios inyectados de colágeno se abrieron al ver el arma de Bullen.

—S-s-seguridad está en camino —tartamudeó.

No tardaron en llegar cuatro corpulentos guardias de uniforme gris. Dos de ellos habían desenfundado grandes revólveres.

—Sáquenlos de las instalaciones —ordenó Bullen.

—Venga —ordenó uno de los guardias haciendo un gesto con su arma.

Pierre empezó a andar, y Molly le siguió. Los guardias les condujeron hasta los ascensores. Uno de ellos estaba bloqueado, y fue donde les hicieron entrar. Un guardia giró una llave en el panel de control, y el ascensor bajó a toda prisa los treinta y siete pisos hasta el suelo. A Pierre se le taponaron los oídos con el descenso.

—Fuera —dijo el mismo guardia que había hablado antes.

Pierre y Molly se dirigieron al aparcamiento, con dos guardias siguiéndoles. Subieron a su Toyota y salieron de la propiedad.

Pierre temblaba de los pies a la cabeza, su corea agravada por la adrenalina que recorría su sistema.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Molly.

—Me… me confundí.

—Has hablado demasiado.

Pierre cerró los ojos.

—Lo sé, lo sé. Lo siento. Sólo… Mierda, odio esta puta enfermedad.

Los neumáticos chirriaron ligeramente al tomar una curva a la izquierda.

—¿Qué hay de Bullen?

Molly meneó la cabeza.

—Nada.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No hizo más que pensar cosas como «Dios mío, está loco» y «Ha perdido el juicio», y…

—¿Sí?

—Y «Mira cómo tiembla: debe de estar borracho».

—¿Pero no pensó nada sobre los asesinatos?

Ella cogió otra carretera.

—Nada.

—¿Ninguna culpa? ¿Ninguna sorpresa de que le hubiesen cogido?

—No, nada de eso. Te digo que no tenía ni idea de qué hablabas.

—Pero estaba tan seguro… Todas las pruebas…

Llegaron a un semáforo y Molly detuvo el coche.

—Pruebas que has visto tú —dijo en voz baja. Le miró un momento y bajó los ojos.

—No, joder. Lo que ha pasado ahí no significa nada. Esto no es una alucinación, no me he vuelto loco.

La luz se puso verde, y Molly pisó el acelerador.

Recorrieron el resto del camino a casa en silencio.