CAPÍTULO 35

Pierre quería a su hija… no tenía duda. Pero, bueno, era un científico, y no podía evitar sentirse intrigado por su herencia especial. Sabía que su ADN diferiría menos de un 1% del de un humano moderno. Demonios, el ADN de chimpancé se diferenciaba sólo en un 1.6% del humano (habiéndose separado ambas especies unos seis millones de años atrás). Las diferencias entre Amanda y otros niños que no se hubiesen saltado los últimos sesenta mil años de evolución humana serían seguramente muy sutiles. Pero algo, algún diminuto cambio genético, había dado a los físicamente menos poderosos humanos modernos una ventaja sobre los Neanderthal, llevando a la desaparición de estos últimos. Las áreas de sujeción de los músculos pectorales del Neanderthal doblaban en tamaño a las de los humanos modernos; seguramente habían tenido el físico de Arnold Schwarzenegger sin tener que trabajar su musculatura. Pero algo inclinó la balanza a favor del Homo sapiens sapiens. Aunque se sentía ultrajado por el experimento de Klimus, Pierre podía entender la fascinación de estudiar el ADN Neanderthal.

Usando enzimas de restricción para romper el ADN de Amanda en fragmentos manejables, empezó a buscar diferencias, sorprendiéndose al encontrar algunas inesperadas. No estaban en el ADN de la síntesis de proteínas, sino en diversos tramos de ADN basura.

Intrigado, decidió hacer una visita al Zoo de San Francisco. Seguro que podría convencer al cuidador para que le diese algunas muestras de tejido de primate…

Pierre y Molly asistieron a otra reunión del grupo de apoyo de enfermos de Huntington. A esas alturas, realmente necesitaba el apoyo.

La oradora invitada era una locuaz relaciones públicas de una compañía que fabricaba sillas de ruedas, andadores y otras ayudas para los que tuviesen problemas de movilidad. Pierre no había imaginado que hubiese tantas opciones tecnológicas.

Después de la charla, habló de nuevo con Carl Berringer.

—Buena reunión —dijo—. La charla ha sido interesante.

Toda la mitad superior del cuerpo de Berringer estaba temblando.

—Ya nos conocemos, ¿verdad?

—Mmm… sí. Pierre Tardivel, de Montreal, originalmente. Vine a otra reunión hace unos quince meses.

—Perdóneme. Mi memoria no es lo que era.

Pierre asintió. Él no había sufrido muchas dificultades mentales, pero era consciente de que solían darse en su enfermedad.

—Estas charlas son un arma de doble filo —dijo Berringer, apuntando con la cabeza en dirección a la oradora, que hablaba con algunas personas al otro lado del aula—. Para los que tenemos un seguro está muy bien… mire qué aparatos tan ingeniosos. Pero muchos de nuestros miembros no están cubiertos por un seguro, y probablemente no pueden pagarse ninguna de estas cosas.

Aunque la ley de California que había entrado en vigor dos años antes permitía a quienes tuviesen el gen de Huntington suscribir un seguro siempre que no mostrasen síntomas de la enfermedad, los que ya los mostraban solían quedar al descubierto.

—Se lo digo yo. Ese sistema que tienen en Canadá es lo único con sentido en la época genética: cobertura universal, con la población compartiendo los riesgos conjuntamente. —Hizo una pausa—. ¿Está asegurado?

—Sí.

—Qué suerte. Yo estoy bajo el plan de mi esposa, pero tuve que dejar mi trabajo para conseguirlo; sólo cubre a los cónyuges dependientes.

Pierre asintió gravemente.

—Lo lamento.

—Probablemente no valía la pena. La compañía de mi mujer es Seguros Bay Area, pero nosotros la llamamos «Seguros Bah». Tienen unos límites ridículos para las enfermedades catastróficas. ¿Con quién está usted?

—Cóndor.

—Ah, sí. Me rechazaron.

—De hecho, tengo algunas acciones de la compañía —dijo Pierre—. Estaba pensando en asistir a la asamblea de accionistas de este año y armar un poco de jaleo sobre su política. ¿Sabe si hay algún otro miembro que esté asegurado con ellos?

Berringer detuvo sus temblores agarrándose fuertemente al soporte de aluminio que había bajo la pizarra del aula. Contempló a los reunidos.

—Bien, veamos… Peter Mansbridge lo estaba.

Aquel nombre se había quedado grabado en la memoria de Pierre la primera vez que lo mencionó Berringer, pues casualmente era el del presentador de The National, el noticiario nocturno de la CBC*.

—¿Peter Mansbridge? ¿No es a quien mataron a tiros?

Berringer asintió.

—Una lástima. La persona más agradable que pudiese imaginar.

—¿Alguien más?

Berringer levantó la mano izquierda para rascarse la cabeza. Su mano se movió como un pájaro revoloteando.

—Solía recordar estas cosas —dijo tristemente—. Tenía una memoria de elefante.

—No se preocupe. No tiene importancia.

—No, no, espere… —Berringer se volvió para encararse a los asistentes—. ¡Por favor! —exclamó—. ¡Atención, por favor!

La gente se dio la vuelta para mirarle; los cuidadores del grupo dejaron de moverse.

—Disculpad un momento, por favor. Este amigo, hmm…

—Pierre.

—Pierre se pregunta si alguien está asegurado con Cóndor.

Pierre se sintió turbado al ver que su sencilla pregunta causaba tanto interés, pero sonrió débilmente.

—Yo —dijo una guapa mujer negra de unos cuarenta años, levantando una mano muy cuidada. Estaba junto a una silla de ruedas; un hombre de color se sentaba en ella, con las piernas en continuo movimiento—. Por supuesto, no cubren a Burt.

—¿Alguien más?

Un hombre blanco con Huntington levantó el brazo, que oscilaba como un arbolillo bajo un viento variable.

* CBC: Canadian Broadcasting Corporation. El equivalente canadiense a RTVE.

—¿No tenía una póliza Cathy Jurima?

—Es verdad —dijo otro cuidador—. Era huérfana y no tenía antecedentes familiares. La aceptaron muchos años atrás.

—¿Quién es Cathy Jurima?

Carl frunció el ceño.

—Otra de nuestros miembros asesinados.

Un loco pensamiento asaltó a Pierre.

—¿Y el otro al que mataron? ¿Tenía seguro?

Carl volvió a preguntar.

—¿Alguien recuerda en qué compañía estaba… oh, cómo se llamaba… Juan Kahlo?

Las cabezas se menearon por toda la sala… algunas en negación.

Carl se encogió de hombros.

—Lo siento.

—Gracias, de todas formas —contestó Pierre, intentando sonar tranquilo.

Dejaron la reunión. Pierre guardó silencio durante el viaje de vuelta, pensando. Molly conducía. Aparcaron en su paseo de entrada y fueron a la casa de al lado a recoger a Amanda. Ya eran las 10:40, y rechazaron la invitación a café y pastel de la señora Bailey.

Amanda había estado durmiendo, pero despertó al oír llegar a sus padres. Molly agarró a la niña: era peligroso que Pierre cargase con ella si tenían que bajar por los escalones de cemento del porche de la vecina. Mientras volvían a casa, Molly abrazó a Amanda.

—No, cariño, está bien… ¿Lo hiciste? ¿De verdad? ¡Seguro que la señora Bailey se quedó sorprendida de lo bien que dibujas!

Pierre sintió que el corazón le pesaba. Quería a Amanda con toda su alma, pero siempre se sentía como si hubiese un muro entre los dos. Sobre todo cuando Molly tenía aquellas conversaciones con ella, leyendo sus pensamientos y contestándolos.

Entraron en su casa, y Molly se sentó en el sofá, con Amanda sobre su regazo.

—¿Tendría Joan Dawson el mismo plan sanitario que tú?

Molly acariciaba con ternura el pelo castaño de Amanda.

—No necesariamente. Yo soy profesora, y ella era personal no docente. Son sindicatos distintos.

—¿Recuerdas su funeral?

Al parecer, Amanda estaba pensando algo a su madre.

—Un momento, cariño —le dijo Molly—. Sí, lo recuerdo.

—Conocimos a su hija allí. Beth… ¿verdad?

—¿Una pelirroja delgada? Sí.

—¿Cómo se llamaba su marido?

—Christopher, creo.

—Sí, pero ¿cuál era el apellido?

—Por Dios, no tengo la menor…

Pierre insistió.

—Era irlandés… O'Connor, O'Brien, algo así…

Molly arrugó la frente.

—Christopher… Christopher… Christopher O'Malley.

—¡O'Malley, sí! —Entró en el comedor y buscó la guía telefónica.

—Es muy tarde para llamar —dijo Molly.

Pierre no pareció oírlo. Ya estaba marcando.

—¿Hola? ¿Hola, Beth? Beth, perdone que llame tan tarde. Soy Pierre Tardivel; nos conocimos en el funeral de su madre, ¿recuerda? Trabajaba con ella en el LNLB. Eso es. Escuche, necesito saber qué compañía cubría el seguro médico de su madre. No, no… eso es un seguro de vida; su seguro médico. Exacto, médico. ¿Está segura? De acuerdo, muchas gracias. Lamento haberla molestado. ¿Qué? No, no, qué va. No es nada de lo que tenga que preocuparse. Sólo… sólo un poco de papeleo en el despacho. Gracias. Adiós.

Colgó el teléfono. La mano le temblaba.

—¿Sí? —preguntó Molly.

—Cóndor —dijo él como si fuese una palabrota.

—Cristo.

—Uno más —dijo él, apartando la guía de Berkeley y cogiendo la de San Francisco, mucho más gruesa.

—¿Hola? Hola, señora Proctor. Soy Pierre Tardivel. Perdone que llame a estas horas, pero… sí, exacto. —Hizo su mejor imitación de Peter Falk—. «Sólo una cosa más». —Volvió a su voz normal—. Me pregunto si podría decirme con qué compañía tenía su marido el seguro médico. No, no me importa esperar. —Cubrió el auricular con la mano—. Va a mirarlo.

Molly asintió. Amanda se estaba durmiendo en sus brazos.

—Sí, sigo aquí. ¿De verdad? Gracias. Muchísimas gracias. Y perdone. Adiós.

—¿Y bien?

—¿Te suena de algo «la compañía líder del Pacífico Noroeste en el campo de la cobertura sanitaria»?

—Joder —dijo Molly.

—¿Dónde está ese informe anual de Cóndor?

—Allí, en el revistero de la salita.

Pierre salió del comedor, apresurándose por los escalones, y tropezó por culpa de un movimiento inesperado de su pie izquierdo. Molly se acercó sosteniendo a Amanda, que lloraba despertada por el ruido del golpe.

—¿Estás bien? —preguntó, con la cara distorsionada por el miedo.

Pierre usó la barandilla para ponerse de nuevo en pie.

—Perfectamente —dijo. Siguió avanzando y volvió poco después con el informe. Subió por las escaleras con más cuidado y se sentó en el sofá. Amanda había dejado de llorar y miraba con curiosidad.

Molly se sentó al lado de su marido, que estaba frotándose la espinilla. Él le pasó el informe.

—Busca aquello que me leíste cuando lo recibimos… la parte sobre cuántas pólizas tiene la compañía.

Ella abrió la cubierta amarilla y negra y pasó unas cuantas páginas.

—Aquí está. «Consagrados a la previsión y la excelencia, proporcionamos tranquilidad de espíritu a 1.7 millones de asegurados en el norte de California, Oregón y el estado de Washington».

Pierre sintió un gusto a bilis en el fondo de su garganta.

—No me extraña que sus acciones vayan tan bien. Bonita manera de aumentar los beneficios: eliminar a todos los que vayan a hacer una reclamación importante. Enfermos de Huntington, diabéticos que están quedándose ciegos, un encargado de mantenimiento que necesita un trasplante de riñón…

—¿Eliminar?

—Eliminar… y quiero decir «matar».

—Es una locura, Pierre.

—Para mí o para ti, quizá. ¿Pero para una compañía que obliga a abortar? ¿Una compañía que exige a las personas que se sometan a pruebas genéticas que pueden llevarlas al suicidio?

—Pero —dijo Molly, intentando poner una nota de cordura en la conversación— Cóndor es una gran compañía. Piensa en cuánta gente tendrían que matar para que tuviese un verdadero efecto en su cuenta de beneficios.

Pierre pensó un momento.

—Si se cargasen a mil asegurados, cada uno de los cuales reclamaría una cobertura media de unos cien mil dólares, el coste de una operación de bypass, o de un par de años de enfermera a domicilio, aumentarían sus beneficios en cien millones de dólares.

—¿Mil asesinatos? Es una tontería.

—¿De verdad? Repártelos en tres estados a lo largo de varios años, y nadie lo notará.

—¿Pero cómo sabrían a por quién ir? De acuerdo, sabían que tú ibas a desarrollar la enfermedad de Huntington porque se lo dijiste, pero no tendrían forma de saberlo de antemano en la mayoría de los casos.

—Por las pruebas genéticas de los asegurados.

—No en este estado. Es parte de la misma ley que impide la discriminación genética. Las compañías aseguradoras no pueden pedir datos genéticos a los médicos de los asegurados.

Pierre se levantó y empezó a andar de forma insegura.

—La única forma sería hacer sus propias pruebas genéticas, detectando de antemano las posibles reclamaciones. Al fin y al cabo, si esperasen a que el asegurado hiciese la reclamación antes de matarle, alguien se daría cuenta.

—Pero las aseguradoras no toman muestras de tejidos de forma sistemática. Por lo general trabajan con cuestionarios, y si hace falta un chequeo médico, se ocupa el médico de cabecera. Y volvemos a lo mismo, la ley prohíbe que el médico dé los resultados de las pruebas genéticas a la compañía, por lo menos aquí en California.

—Entonces deben de conseguir las muestras de tejidos de alguna otra forma… de forma clandestina.

—Oh, venga, Pierre. ¿Cómo podrían hacerlo?

—Supongo que durante la entrevista inicial con el cliente… normalmente, es el único momento en que alguien de la compañía de seguros está físicamente cerca de él.

—¿Qué hay de tu entrevista? ¿Te tocó el vendedor?

—No. Ni siquiera nos dimos la mano.

—¿Seguro?

Él asintió.

—No recuerdo a todo el mundo, pero bueno, a ella sí. —Se encogió de hombros—. Era… ah, bastante llamativa.

—Bueno, si no te tocó, no pudo tomar una muestra de tejido.

—Quizá. Pero hay una forma de averiguarlo.

—Hola, señorita Jacobs. Soy Tiffany Feng, de Seguros Médicos Cóndor.

—Pase, por favor —dijo Molly.

—Muchas gracias… vaya, qué casa tan bonita.

—Gracias. ¿Le apetece un café?

—No, está bien así.

—Bien. Pero siéntese, por favor.

Tiffany se sentó en el sofá y sacó unos cuantos folletos de su maletín. Los dejó sobre la mesita, junto al transmisor azul y blanco del monitor de bebés. Molly se sentó a su lado, para tenerla dentro de su zona.

—Debería darme algunos datos más sobre usted, señorita Jacobs.

—Por favor —dijo Molly—, llámeme Karen.

—Karen.

—Bueno, estoy divorciada. Y trabajo por cuenta propia. Tengo una niña —dijo señalando el transmisor— pero ahora está con una vecina. En todo caso, creo que debería hacerme un seguro médico.

—No puede equivocarse con Seguros Cóndor. Déjeme que le hable de nuestro Plan Oro. Es nuestro plan más amplio…

Molly escuchó intensamente lo que decía Tiffany. Todos sus pensamientos eran benignos: la comisión que conseguiría por la póliza (se sorprendió al descubrir que era más de un año entero de primas), las demás citas que tenía para el resto del día, y así sucesivamente.

—De acuerdo, suscribiré la póliza Oro —dijo cuando Tiffany hubo terminado su discurso.

—Oh, no lo lamentará. Necesito que rellene un formulario. —Tiffany sacó una hoja de su maletín y la puso sobre la mesa. Después abrió su chaqueta, revelando un bolsillo interior con una hilera de bolígrafos. Escogió uno y se lo dio a Molly. Era de punta retráctil. Molly apretó el botón con el pulgar y empezó a rellenar el impreso.

De pronto se oyó el sonido de una puerta al abrirse en el piso de arriba.

—Creí que estábamos solas.

—Oh, sólo es mi marido.

—¿Su marido? Pero me había dicho… ¡Oh, Dios!

Pierre bajaba tambaleándose; por una vez, no le molestó la visión sacada de una película de monstruos que debía de estar ofreciendo. Su mano izquierda se agarraba firmemente a la barandilla, y con la derecha, que se agitaba salvajemente, sujetaba el receptor del bebé.

—Hola, Tiffany —dijo. La boca pintada de la vendedora estaba abierta por la sorpresa—. ¿Se acuerda de mí?

—¡Usted es Pierre Trudeau! —dijo ella, con los ojos muy abiertos.

—Casi. En realidad es Tardivel. —Se volvió a su esposa—. Molly, quiero echarle un vistazo a ese bolígrafo.

Tiffany intentó quitárselo, pero Molly apartó la mano. Pierre tomó el bolígrafo y se sentó en una butaca para desmontarlo. Esparció las piezas sobre la mesita: había un depósito de tinta con un muelle alrededor, pero los componentes del botón del extremo eran muy raros. Pierre sostuvo el botón cromado a la luz. Había una pequeña púa, casi imperceptible. Guiñando los ojos, pudo ver que estaba hueca.

Adoptó una expresión impresionada.

—Bonito juguete —dijo mirando a Tiffany—. Cuando el cliente aprieta el botón con el pulgar, le saca un pequeño núcleo de células superficiales. No siente nada.

Los ojos de Tiffany estaban muy abiertos, y su voz tenía un tono suplicante.

—Por favor, señor Tardivel, devuélvame el bolígrafo o tendré problemas.

—Y tanto que los va a tener —dijo Pierre torvamente—. En este estado es ilegal la discriminación genética… y apuesto a que robar células de un cuerpo encaja en la definición legal de asalto.

—¡Pero no hacemos ninguna discriminación! Las muestras de tejido son sólo para fines actuariales.

—¿Qué?

—Miren, la nueva ley está perjudicando a las compañías aseguradoras. No se nos permite recibir información genética de los médicos a menos que carezca de los demás datos personales del sujeto. ¿Cómo vamos a mantener actualizadas nuestras tablas actuariales? Necesitamos nuestra propia base de datos de tejido, hacer nuestras propias pruebas.

—Pero están haciendo mucho más que eso. Van a por los asegurados.

—¿Qué?

—Los asegurados —repitió Pierre—. Si tienen genes defectuosos, ustedes…

—No guardamos registros que relacionen las muestras de tejido con individuos específicos. Ya se lo he dicho, es sólo para estudios actuariales… simple estadística.

—Pero…

—No —dijo Molly, sentada todavía junto a Tiffany—. Lo cree de verdad.

—Es la verdad —dijo ella enfáticamente.

—Pero entonces… —Pierre se calló. Maudit, ella no lo sabía.

—Por favor, no se lo cuenten a nadie. Perdería mi empleo.

—¿Usan estos bolígrafos todos los vendedores de Cóndor?

—No, sólo los mejores. Recibimos comisiones extra, así…

—Así nadie deja nunca la compañía. ¿Quiere un consejo? Deje su trabajo. Déjelo hoy, ahora mismo, y empiece a buscar empleo en otro sitio… antes de que todos los demás de Cóndor se encuentren en la calle con usted.

—Por favor, mi secretaria ni siquiera sabe a quién iba a ver hoy. Sólo le pido que no diga que el bolígrafo era mío.

Pierre la miró un momento.

—De acuerdo: si usted no le dice a nadie que tenemos el bolígrafo, yo no diré de dónde lo sacamos. ¿Qué le parece?

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!

Pierre asintió, y señaló la puerta principal con un dedo tembloroso.

—Y ahora, largo de mi casa.

Tiffany se puso en pie, cogió su maletín y se escabulló por la puerta. Pierre se echó hacia atrás en la silla y miró Molly. Ambos guardaron silencio durante un rato.

—Bien, ¿qué hacemos ahora?

Pierre miró al techo, pensando.

—Bueno, esta conspiración tiene que llegar a los niveles más altos de la compañía, así que tendremos que ver al presidente. ¿Cómo se llama?

Molly cogió el informe anual de Cóndor y pasó las páginas hasta que encontrar la lista de directivos.

—«Craig D. Bullen, MBA (Harvard), Presidente y Consejero Delegado».

—De acuerdo, entramos para ver a ese Craig Bullen, y…

—¿Cómo hacemos eso?

—Puede que no les importase lo que tenía que decir sobre sus abortos forzosos, pero te aseguro que me prestarán atención como genetista.

—¿Uh?

—Le enviaré otra carta con membrete del Centro Genoma Humano diciendo que hay un descubrimiento… un hallazgo que revolucionará la ciencia actuarial, y que estoy dispuesto a enseñárselo. Demonios, hasta los vendedores como Tiffany saben del Proyecto Genoma Humano; puedes apostar que el presidente de la compañía lo sigue de cerca y saltará a la oportunidad de ponerse por delante de la competencia.

Molly asintió, impresionada.

—¿Pero qué haremos cuando acepte verte?

Pierre sonrió.

—Pondremos a Wonder Woman manos a la obra.