CAPÍTULO 31

Pierre condujo hasta el ruinoso edificio de San Francisco, y apretó el botón de ENCARGADO. Unos momentos después, respondió una familiar voz femenina.

—¿Sí?

—¿Señora Proctor? Soy Pierre Tardivel otra vez. Tengo una pregunta más, si no le importa.

—Deben de estar reponiendo Colombo en Canadá.

Pierre hizo una mueca, captando el chiste.

—Lo siento, pero si pudiera…

El zumbido de la puerta cortó su frase. Giró la manilla y se dirigió al apartamento 101 a través del vulgar corredor. Un anciano asiático estaba saliendo del pequeño ascensor junto a la puerta, miró a Pierre con suspicacia, pero siguió su camino. La señora Proctor abrió la puerta justo antes de que llamase.

—Gracias por recibirme de nuevo.

—Era una broma —dijo la gorda mujer con barbilla de pelota de golf. Se había cortado el pelo desde su anterior conversación—. Pase, pase —se hizo a un lado y tiró de Pierre hacia la salita. El viejo televisor estaba encendido, mostrando El precio justo.

—Quería hacerle una pregunta sobre su marido —dijo él, sentándose en el sofá—. Si usted…

—Jesús, hombre. ¿Está borracho?

Pierre sintió la sangre subiéndole a la cara.

—No. Tengo un trastorno neurológico, y…

—Oh, perdone —ella se encogió de hombros—. Tenemos muchos borrachos por aquí. Mal barrio.

Pierre inspiró profundamente, intentando tranquilizarse.

—Sólo tengo una pregunta rápida. Puede sonar extraño, pero ¿tenía su marido algún tipo de desorden genético? Ya sabe, algo que su médico dijese que era hereditario… ¿Hipertensión, diabetes, algo así?

—No.

Pierre frunció los labios, defraudado. Pero aún…

—¿Sabe de qué murieron sus padres? Si alguno de ellos sufría una enfermedad del corazón, por ejemplo, Bryan pudo haber heredado sus genes.

Ella le miró.

—Es una afirmación irreflexiva, joven.

Pierre pestañeó, desconcertado.

—¿Perdón?

—Los padres de Bryan no han muerto. Viven en Florida.

—Oh, lo siento.

—¿Qué siente, que estén vivos?

—No, no, no. Siento mi error. Pero aún… aún… ¿Están bien de salud? ¿Alguno de ellos tiene Alzheimer?

La señora Proctor rio.

—El padre de Bryan juega dieciocho hoyos todos los días, y su madre es dura como un clavo. No les pasa nada.

—¿Cuántos años tienen?

—Veamos… Ted tiene… ochenta y tres u ochenta y cuatro. Y Paula es dos años más joven.

Pierre asintió.

—Gracias. Una última pregunta: ¿conoce a un hombre llamado Burian Klimus?

—¿Qué clase de nombre es ese?

—Ucraniano. Es un hombre viejo, de unos ochenta años, calvo, con tipo de luchador.

—No, no me suena de nada.

—Podría haber usado otro nombre. ¿Ivan Marchenko?

Ella meneó la cabeza.

—¿O Grozny? ¿Ivan Grozny?

—Lo siento.

Pierre asintió y se puso en pie. Quizá Bryan Proctor fuese una pista falsa, alguien a quien Hanratty había matado sólo por sus herramientas o su dinero. Al fin y al cabo, sonaba como un tipo con excelente perfil genético, y…

—Mmm… ¿puedo usar su baño antes de irme?

Ella señaló un corto pasillo, iluminado por una sola bombilla en una esfera blanca fijada al techo.

Pierre avanzó poco a poco hasta el baño, de paredes azul claro y adornos verde oscuro. Cerró la puerta, teniendo que empujar para conseguir que encajase en el marco; se había combado un poco tras años de exposición al vapor de la ducha. Sintiéndose como un canalla, abrió la puerta con espejo del botiquín y miró dentro. ¡Allí! Una maquinilla de afeitar Gillette para hombre. Se la metió en el bolsillo. Tiró de la cadena de la cisterna y dejó correr el agua del lavabo unos momentos antes de salir.

—Muchas gracias —dijo, preguntándose si parecería tan avergonzado como se sentía.

—¿Por qué me ha preguntado todo eso?

—Oh, nada. Sólo era una idea tonta. Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

—No tiene importancia.

—No volveré a molestarla.

—No hay problema. Duermo mucho mejor desde que usted… desde que ese Hanratty murió. Vuelva cuando quiera —sonrió—. Además, me gusta Colombo.

Pierre salió del edificio y se dirigió a la central de policía.

Molly se había tomado un permiso por maternidad de dos años sin impartir clases (el máximo permitido sin perder su categoría), pero seguía yendo al campus medio día a la semana para reunirse con estudiantes cuyas tesis dirigía y asistir a reuniones del departamento.

Tras la última entrevista con un estudiante, usó el PC de su despacho para buscar información en el Magazine Database Plus, en cuyos placeres había sido iniciada por Pierre.

Estaba a punto de desconectarse cuando se le ocurrió una idea. Había tratado de encajar cuanto les había dicho el doctor Gainsley, pero aún no lo comprendía del todo. Tecleó una consulta sobre «trastornos del habla», pero había más de trescientos artículos sobre el tema. Borró esa búsqueda y siguió pensando. ¿Qué era lo que había dicho Gainsley? ¿Algo sobre el hueso hioides? Ni siquiera estaba segura de cómo deletrear esa palabra. Pero valía la pena intentarlo. Seleccionó «Búsqueda de palabras en el texto del artículo», y tecleó HIOIDES. Aparecieron catorce artículos. Contempló la pantalla, leyendo una y otra vez tres de las referencias.

«Nunca más, dijo el cavernícola» (estructuras laríngeas en los ancestros humanos). Speech Dynamics, enero-febrero de 1997, v6 n2 p24 (3). Referencia #A19429340. Texto: Sí (1551 palabras); Resumen: Sí.

«Los huesos del cuello del Neanderthal inician un debate» (los fósiles de hioides pueden indicar la capacidad de hablar), Science News, 24 de abril de 1993, v143 n17 p262 (l). Referencia #A13805017. Texto: Sí (557 palabras); Resumen: Sí.

«Debate sobre el lenguaje Neanderthal: lenguas revividas» (nueva reconstrucción del cráneo Neanderthal de La Chapelle), Science, 3 de abril de 1992, v256 n5053 p33 (2). Referencia: #A12180871. Texto: Sí (1273 palabras); Resumen: No.

Molly seleccionó los tres artículos y los leyó hasta el final.

Los antropólogos habían debatido mucho tiempo sobre si los hombres de Neanderthal podían hablar o no, pero era difícil decidirlo, ya que no se conservaban tejidos blandos. En los años sesenta, el lingüista Philip Lieberman y el anatomista Edmund Crelin habían realizado un estudio del más famoso espécimen Neanderthal, el encontrado en 1908 en La Chapelle-aux-Saints. Basándose en él, concluyeron que los hombres de Neanderthal tenían la laringe muy alta en la garganta, con las vías respiratorias ligeramente curvadas hacia abajo desde la parte trasera de la boca, lo que significaba que los hombres de Neanderthal carecían de la gama vocal de los humanos modernos.

Esta postura fue rebatida en 1989, cuando se descubrió un esqueleto de Neanderthal apodado Moisés cerca del monte Carmelo, en Israel. Por primera vez se había encontrado un hueso hioides de Neanderthal. Aunque era algo mayor que el hioides humano moderno, las proporciones eran idénticas. Por desgracia, el cráneo de Moisés no estaba entre sus restos, lo que hacía imposible la reconstrucción completa del tracto vocal y determinar la posición del hioides.

El artículo de Science incluía una cita de Alan Mann, de la universidad de Pennsylvania, según la cual, vistas las pruebas contradictorias, era imposible que «un observador imparcial» optase por una u otra teoría. Ian Tattersall, del Museo Americano de Historia Natural, se mostraba de acuerdo, diciendo que la mayoría de los antropólogos estaban «a la espera» de nuevas pruebas.

El cuerpo de Molly temblaba cuando terminó de leer los artículos. De una forma horrible, increíble, impensable, Burian Klimus parecía haber encontrado una forma de sacar esas nuevas pruebas a la luz.

—Hola, Helen.

Helen Kawabata levantó la vista.

—Jesús, Pierre. Deberías tener tu propia plaza de aparcamiento aquí.

Él sonrió con mansedumbre.

—Lo siento, pero…

—Pero vas a pedirme otro favor.

—Un día de estos pasaré sólo para decir hola.

—Sí, claro, ¿de qué se trata esta vez?

Pierre se sacó del bolsillo la maquinilla de afeitar.

—Conseguí esto de la señora Proctor. Es la maquinilla de afeitar de su marido, y se me ocurrió que podrías sacar una muestra de ADN. Yo no sé sacar muestras de manchas de sangre seca y esas cosas.

Helen fue a un armario, sacó una bolsa de plástico para especímenes y la sostuvo abierta.

—Métela ahí.

Pierre lo hizo.

—Puede que tarde unos días en poder echarle un vistazo.

—Gracias, Helen. Eres un melocotón.

Ella se rio.

—¿Un melocotón? Necesitas una edición más moderna del Berlitz, Pierre. Eso ya no lo dice nadie*.

Molly, furiosa por lo que Klimus podía haber hecho, estaba saliendo del campus por North Gate Hall cuando oyó la discusión. Miró a su alrededor para ver qué pasaba. Había una pareja de estudiantes veinteañeros a unos veinte metros de distancia. El chico llevaba el largo pelo castaño recogido en una cola de caballo. Su cara era redonda y, en aquel momento, más bien roja. Estaba gritándole a una joven rubia de pequeña estatura, vestida con unos vaqueros lavados a la piedra y una sudadera amarilla de los Simpson. Él llevaba vaqueros negros y una cazadora de pana, cuya cremallera abierta permitía ver una camiseta blanca. Estaba gritando en un idioma que Molly no reconoció. Mientras hablaba, remarcaba cada punto apuntando con un dedo a la cara de la chica.

Molly frenó un poco el paso. Los problemas de acoso a las estudiantes no terminaban nunca, y quería asegurarse de si debía intervenir. Pero la chica parecía arreglárselas por sí misma. Devolvió los gritos en el mismo idioma. Su lenguaje corporal era distinto, pero igualmente hostil: tenía ambas manos extendidas ante ella, como si quisiese estrangular al otro.

Molly sólo pretendía mirar lo necesario para comprobar que no iba a haber violencia, y que la mujer participaba voluntariamente en la bronca. Algunos transeúntes se habían detenido a mirar, aunque la mayoría continuaba su camino tras un vistazo. La chica se quitó un anillo. No era de boda ni de compromiso, pues lo llevaba en otro dedo, pero claramente había sido un regalo del joven. Se lo tiró, marchándose enojada. El anillo le rebotó en el pecho y cayó en la hierba.

Molly se giró para marcharse, pero cuando el joven se arrodilló sobre la hierba en busca del anillo, gritó «¡Blyat!» a la chica. Molly se quedó paralizada, y su mente volvió a aquel lejano día en San Francisco: el carcamal que atormentaba al gato moribundo le había gritado la misma palabra.

Fue en busca de la chica, que caminaba resueltamente hacia la puerta del edificio más cercano, con la cabeza alta e ignorando las miradas. El hombre seguía buscando el anillo en el césped. Molly la alcanzó cuando estaba tirando de una de las manillas de la puerta, pulimentada por las manos de un millar de estudiantes al día.

—¿Estás bien?

Ella le miró con la cara roja de ira, pero no dijo nada.

—Me llamo Molly Bond, y soy profesora del Departamento de Psicología. Me preguntaba si estabas bien.

La chica mantuvo la mirada un poco más, y después hizo un gesto con la cabeza hacia el joven.

—Mejor que nunca —dijo con un marcado acento.

—¿Es tu novio? —preguntó Molly. El chico se puso en pie, con el anillo en alto y mirando hacia ellas.

—Era. Le cogí haciendo trampa.

—¿Eres una estudiante de intercambio?

—De Lituania. Aquí para estudiar informática.

* «Peach» significa literalmente melocotón, pero también se usa para hablar de una mujer muy atractiva, o de alguien muy simpático y agradable. Berlizt es el nombre de un famoso sistema de enseñanza de idiomas.

Molly asintió. Parecía el momento natural para dar la conversación por terminada. Sabía que tocaba decir «Bueno, si estás bien…» y seguir su camino. Pero tenía que saberlo; intentó adoptar un tono despreocupado.

—Te llamó blyat. ¿Es una palabra…? —y se dio cuenta de que estaba a punto de parecer una ignorante. ¿Existiría un idioma lituano? Su educación del Medio Oeste le había dejado algunas lagunas. Pero siguió adelante—. ¿Es una palabra lituana?

—Nyet. Es ruso.

—¿Qué significa?

—No es cosa bonita de decir.

—Lo siento, pero… —Qué demonios, ¿por qué no decir la verdad?— Alguien me lo llamó una vez. Siempre me he preguntado qué significa.

—No sé la palabra inglesa. Es la parte sexual femenina, ¿comprende? —Miró con rencor hacia el joven, que estaba desapareciendo—. No es que vaya a ver el mío de nuevo.

Molly miró también al joven.

—Capullo.

—Da —dijo la estudiante. Tras un leve gesto de cabeza a Molly, entró en el edificio.

Pierre acompañó a Molly mientras ella cargaba con Amanda escaleras arriba y la acostaba en la cuna a los pies de su gran cama de matrimonio. Se inclinaron por turno para besar a la niña en la frente. Molly había estado extrañamente absorta toda la noche: estaba claro que rumiaba algo…

Amanda miró a su padre con expectación. Pierre sonrió, sabiendo que no se iba a librar fácilmente. Cogió de la estantería el ejemplar de Vamos al zoo. Amanda sacudió la cabeza. Pierre alzó las cejas, pero devolvió el libro a su sitio. Había sido el favorito cinco noches seguidas. Ignoraba el motivo del cambio, pero como ya se sabía el libro de memoria, le pareció perfecto. Cogió un librito cuadrado titulado La pequeña señorita Contrario, pero Amanda volvió a negar con la cabeza. Hizo un nuevo intento con un libro de Barrio Sésamo, El gran día de Coco. Amanda sonrió ampliamente. Pierre se sentó sobre la cama y empezó a leer. Mientras tanto, Molly bajó las escaleras. Pierre leyó todo el libro (unos diez minutos de lectura) antes de que Amanda pareciera lista para dormir. Se inclinó para besar a su hija una vez más, comprobó que el monitor de bebés estaba en marcha y salió sin hacer ruido de la habitación.

Cuando llegó a la sala de estar, Molly estaba sentada en el sofá, con una pierna bajo su cuerpo. Sostenía un ejemplar del New Yorker, pero no parecía mirarlo. Un CD de Shania Twain sonaba débilmente. Molly dejó la revista y le miró.

—¿Está dormida?

—Eso creo.

—Bien —dijo en tono serio—. He esperado a que estuviese dormida. Tenemos que hablar.

Pierre se acercó al sofá y se sentó junto a ella. Molly le miró un momento y después apartó los ojos.

—¿He hecho algo mal?

—No… no, tú no.

—¿Entonces?

Molly soltó aire.

—Estaba preocupada por Amanda y he investigado un poco.

Pierre sonrió, animándola a continuar.

—¿Y?

Ella volvió a apartar la mirada.

—Puede que sea una locura, pero… —Juntó las manos en su regazo y las miró fijamente—. Algunos antropólogos discuten sobre el hecho de que el hombre de Neanderthal tenía exactamente la misma estructura de la garganta que el doctor Gainsley nos dijo que tenía Amanda.

Pierre sintió que sus cejas se elevaban.

—¿Y?

—Y… resulta que tu jefe, el famoso Burian Klimus, tuvo éxito al extraer el ADN de ese espécimen de Neanderthal israelí.

—La Triste Hannah —dijo Pierre—. Pero no pensarás que…

Ella le miró.

—Quiero a Amanda tal y como es, pero…

—Tabernac —dijo Pierre—. Tabernac.

Pudo verlo todo en su mente. Cuando Molly, Pierre, la doctora Bacon y sus dos ayudantes hubieron salido del quirófano, Klimus no se había masturbado en un vaso. En lugar de eso, había cogido uno de los óvulos de Molly con una pipeta de vidrio, manteniéndolo por succión. Trabajando cuidadosamente bajo el microscopio, había abierto el óvulo y, utilizando una pipeta más pequeña, había sacado los veintitrés cromosomas de la dotación haploide de Molly, sustituyéndolos por los cuarenta y seis cromosomas de la dotación diploide de Hannah. El resultado final: un óvulo fertilizado que contenía sólo el ADN de Hannah.

Por supuesto, abrir el óvulo podía haber dañado la zona pellucida, un recubrimiento gelatinoso imprescindible para que el embrión se implantara y desarrollara. Pero desde que Jerry Hall y Sandra Yee demostraron en 1991 que podía emplearse una zona pellucida sintética para recubrir las células de los óvulos, la clonación de seres humanos era teóricamente posible. Y sólo dos años más tarde, en un congreso de la Sociedad Americana de Fertilización celebrado precisamente en Montreal, Hall y sus colaboradores habían anunciado que lo habían hecho, aunque sin desarrollar los embriones más allá de su fase inicial.

Sí, era factible. Lo que estaba sugiriendo Molly era una posibilidad real. Klimus podía haber utilizado ese procedimiento para preparar varios huevos con una copia del ADN de Hannah, cultivarlos in vitro hasta el estado multicelular y, después, la doctora Bacon, seguramente sin saber su procedencia, los había insertado en Molly, esperando que al menos uno de ellos lograra implantarse.

—Si es cierto —dijo Molly, su mirada pasando del ojo izquierdo de Pierre al derecho una y otra vez— si es cierto, eso no cambiará lo que sientes por Amanda, ¿verdad?

Pierre guardó silencio.

La voz de Molly adquirió un tono apremiante.

—¿Verdad?

—Bueno, no. No, supongo que no. Es sólo que, bueno, quiero decir que ya sabía que no era mi hija biológica… Sabía que no era parte de mí. Pero siempre había pensado que sí era parte de ti. Pero si lo que estás sugiriendo es cierto, entonces… —dejó la frase sin terminar.

El CD de Shania Twain había dejado de sonar. Pierre se levantó, se acercó al estéreo, sacó el disco, lo puso de nuevo en su funda y desconectó el aparato. Intentaba pensar desesperadamente. Era una locura… una locura. Vale, Amanda tenía trastornos del habla, ¿y qué? Muchos niños tenían problemas mucho más graves. Pensó en el pequeño Erik Lagerkvist, que estaba infinitamente peor que Amanda. Guardó el CD en su sitio y volvió al sofá.

—Quiero a Amanda —dijo al sentarse. Tomó las manos de Molly entre las suyas—. Es nuestra hija.

Ella asintió, aliviada. Hubo una pausa.

—De todas formas, tenemos que saberlo. Puede afectar a muchas cosas… el colegio, enfermedades…

Pierre miró el reloj. Acababan de dar las nueve.

—Voy al laboratorio.

—¿Para qué?

—Casi todos se habrán ido ya a casa. Voy a robar una muestra del ADN de la Triste Hannah.