Mientras esperaba que los estudiantes le informasen sobre las muestras de Helen Kawabata, Pierre localizó todas las citosinas en la porción del ADN de Molly que contenía el código del neurotransmisor de la telepatía. Repasó los números una y otra vez, buscando un patrón. Había querido romper el supuesto código que representaba la metilación de la citosina, y no podía pensar en un tramo de ADN más interesante para trabajar que aquella parte del cromosoma 13 de Molly.
Y por fin tuvo éxito.
Era increíble. Pero si pudiera verificarlo, si pudiera demostrarlo empíricamente…
Aquello lo cambiaría todo.
De acuerdo con su modelo, los estados metilados de la citosina proporcionaban una comprobación de seguridad, una prueba matemática de que la cadena de ADN hubiera sido copiada exactamente. Toleraba errores en algunas partes de la cadena (aunque esos errores tendían a convertirla en un lío inútil), pero en otras (notablemente en torno al desplazamiento de la telepatía), no permitía ningún error, invocando alguna clase de mecanismo de corrección enzimático en cuanto se iniciaba la copia. La suma de comprobación que efectuaba la citosina metilada actuaba casi como un guardián. El código para sintetizar el neurotransmisor especial estaba allí, de acuerdo, pero desactivado, y cualquier intento de activarlo era corregido a partir de la primera copia del ADN.
Pierre miró por la ventana del laboratorio.
Si en una región protegida se producía un desplazamiento accidental a causa de una adición o pérdida aleatoria de un par de bases del cromosoma, el control de la citosina metilada se aseguraba de corregirlo en cualquier copia futura, incluso las utilizadas en los óvulos o el esperma, impidiendo que el error en el código pasase a la siguiente generación. Los padres de Molly no habían sido telépatas, ni lo era su hermana, ni lo serían sus hijos.
Pierre entendió lo que significaba, pero la sorpresa no remitió. Las implicaciones eran asombrosas: un mecanismo interno que corregía las mutaciones por desplazamiento, una forma de impedir que ciertos tramos funcionales del código genético se volvieran activos.
De algún modo, el regulador enzimático había fallado en el desarrollo del cuerpo de Molly. Quizá se debiese a alguna droga o medicamento tomado por su madre durante el embarazo, o la falta de algún nutriente en su dieta. Había tantas variables, y había sido tanto tiempo atrás, que probablemente sería imposible duplicar las condiciones bioquímicas bajo las que se había desarrollado Molly entre la concepción y el nacimiento. Pero cualquier cosa que hubiese ocurrido entonces había permitido la expresión de algo que había sido (el lenguaje antropomórfico seguía saltando a la mente de Pierre, a pesar de sus esfuerzos por evitarlo), que había sido diseñado para permanecer oculto.
Una tarde de sábado de junio. Sonó el timbre de la puerta.
—¿Quién será? —preguntó Pierre a la pequeña Amanda, que estaba sentada en su regazo—. ¿Quién será? —repitió en voz alta y suave, con los tonos exagerados usados por generaciones de padres al hablar con sus niños. Mientras tanto, Molly se acercó a la puerta. Tras echar un vistazo por la mirilla, abrió para franquear la entrada a Ingrid y Sven Lagerkvist y su hijo Erik.
—¡Mira quién está aquí! —dijo Pierre, todavía hablando en tono infantil a Amanda—. ¡Mira quién es! Es Erik. Mira, es Erik.
Amanda sonrió.
Sven llevaba un gran paquete envuelto en papel de regalo. Besó a Molly en la mejilla, le dio el regalo y entró en la sala. Molly puso el paquete encima de la mesa de café y se acercó a Pierre para coger a Amanda. Aunque Pierre adoraba sostener a su hija en brazos mientras estaba sentado, había dejado de llevarla mientras andaba después de que casi se le cayese unas semanas antes.
Molly llevó a Amanda al centro del cuarto, dejándola en la alfombra, cerca de la mesita. Sven, sujetando la carnosa manita de Erik, lo llevó junto a la niña.
—Manda —dijo Erik, a su típica manera suave y gangosa. Como solía ocurrir con las víctimas del síndrome de Down, la lengua de Erik quedaba a medias fuera de su boca cuando no estaba hablando.
Amanda sonrió e hizo un pequeño ruido con la garganta.
Pierre volvió a su silla. Odiaba aquel ruido, aquella especie de rasgueo. Cada vez que Amanda lo emitía, su corazón saltaba. Quizá esa vez… quizá por fin…
Molly señaló la caja brillantemente envuelta y habló a su hija.
—Mira lo que te han traído Erik y tío Sven y tía Ingrid. ¡Mira! Un regalo para la niña del cumpleaños. —Se volvió hacia el matrimonio Lagerkvist—. Muchas gracias, chicos. Realmente apreciamos que hayáis venido.
—Oh, es un placer —dijo Ingrid. Llevaba su pelo rojo suelto sobre los hombros—. Erik y Amanda siempre parecen pasarlo muy bien juntos.
Pierre apartó la mirada. Erik tenía dos años y Amanda uno. Normalmente, no habrían sido buenos compañeros de juego, pero el síndrome de Down de Erik había retrasado su desarrollo mental y estaban más o menos al mismo nivel.
—¿Queréis café? —preguntó Pierre, levantándose con cuidado y aferrándose al respaldo de la silla hasta quedar en completo equilibrio.
—Me encantaría —dijo Sven.
—Por favor —contestó Ingrid.
Pierre cabeceó. Habían dejado atrás el punto, gracias a Dios, en que Ingrid insistía en ofrecerse a ayudar a Pierre en cada nimiedad. Podía ocuparse sin problemas de hacer café… aunque necesitase a alguien para llevar las humeantes tazas a la sala.
Puso café molido en la cafetera. Al lado estaba la tarta que había comprado Molly, un pastel de cumpleaños de los Picapiedra coronado con figuras de plástico de Pedro y Wilma rodeando a una pequeña Pebbles; Molly le había dicho que había una versión Pablo/Betty/Bamm Bamm para niños. Las letras rojas sobre el glaseado blanco decían «Feliz Primer Cumpleaños, Amanda». Pierre se resistió al impulso de coger furtivamente algo de glaseado. Agregó agua a la cafetera y volvió al salón.
El regalo había sido puesto a un lado, aún sin abrir; esperarían a la tarta. Erik y Amanda estaban jugando con dos de los muñecos de peluche favoritos de la niña: un elefante rosa y un rinoceronte azul.
Molly sonrió a Pierre cuando éste entró.
—Están tan monos juntos…
Pierre asintió e intentó devolverle la sonrisa. Erik siempre se portaba muy bien; parecía estar pasando con calma por lo que para un niño normal serían los Terribles Dos. Pero todos sabían cuál era el problema de Erik. A Pierre le estaba destrozando no saber qué le ocurría a Amanda. Tras un año de vida, ni siquiera había dicho «mamá» o «papá». No había duda de que era inteligente, y de que parecía entender el idioma hablado, pero no lo usaba. Era intrigante y a la vez descorazonador. Por supuesto, muchos niños no hablaban hasta después de su primer año. Pero el padre biológico de Amanda era un genio certificado, y su madre tenía un doctorado en Psicología; debería estar en el extremo más rápido del ciclo de desarrollo, y…
No, maldición. Estaban en una fiesta: un mal momento para pensar en todo aquello. Pierre volvió a la sala.
Ingrid, en el sofá, hizo un gesto hacia Erik y Amanda.
—El tiempo pasa tan rápido… Antes de que nos demos cuenta, ya serán mayores.
—Todos envejecemos —dijo Sven. Había estado limpiándose sus gafas de Ben Franklin con el faldón de su camisa de safari—. Por supuesto —continuó, mientras volvía a ponérselas en la nariz—, me he sentido viejo desde que las chicas del Playboy empezaron a ser más jóvenes que yo.
Pierre sonrió.
—En mi caso han sido las reposiciones de La familia Partridge. Cuando la veía a mediados de los setenta, la que me gustaba era Susan Dey. Pero hace poco vi un viejo capítulo, y no era más que una niña flacucha. Ahora no puedo apartar la mirada de Shirley Jones.
Todos rieron.
—Yo me di cuenta de que estaba envejeciendo —dijo Molly— cuando me encontré la primera cana.
Sven hizo un gesto desdeñoso.
—Las canas no son nada —dijo; tenía un buen puñado en su poblada barba—. Pero el vello púbico gris…
El timbre sonó de nuevo, y Pierre fue a abrir esta vez. Burian Klimus estaba de pie ante la puerta, su eterna libretita presente visible en el bolsillo de su pecho.
—Espero no haberme retrasado mucho —dijo el viejo.
Pierre sonrió sin calor. Había esperado que su jefe estuviese bromeando al decir que acudiría al cumpleaños de Amanda. Klimus seguía encontrando razones para visitarles en su casa, seguía observando a Amanda y seguía tomando notas. Pierre quería mandarle al infierno, pero aún no tenía una plaza fija en el LNLB. Suspirando, se hizo a un lado y le dejó pasar.
Todos se habían ido ya a casa. El pastel había sido devorado, pero su bandeja de cartón estaba todavía la mesa del salón, con un anillo de azúcar y migas sobre su superficie. Había vasos de vino vacíos encima de varios muebles y en uno de los altavoces del estéreo. Ya limpiarían luego; en aquel momento, Pierre sólo quería sentarse en el sofá y relajarse, rodeando los hombros de su esposa con el brazo. La pequeña Amanda estaba en el regazo de Molly, agarrando uno de los dedos de su padre con su mano regordeta izquierda.
—Hoy has sido una buena chica —dijo Pierre en tono agudo a su hija—. Sí, has sido muy buena.
Amanda le miró con sus grandes ojos castaños.
—Una buena chica —repitió él.
La niña sonrió.
—Pa-pa. Di Pa-pa.
La sonrisa de Amanda se desvaneció.
—Lo está pensando —dijo Molly—. Oigo las palabras: «Pa-pa, Pa-pa». Puede articular el pensamiento.
Pierre sintió escozor en los ojos. Amanda podía articular el pensamiento, y Molly podía oírlo, pero para él sólo había silencio.
Pasó el tiempo.
Pierre se había pasado una mañana larga y en gran medida infructuosa probando diferentes modelos de ordenador para codificar esquemas en su estudio del ADN basura. Se echó hacia atrás en la silla, entrelazó los dedos tras la cabeza y estiró su columna vertebral. Su lata de Diet Pepsi estaba vacía; pensó en ir a la máquina para conseguir otra.
Shari Cohen entró en el laboratorio.
—Por fin hemos acabado con esos informes, Pierre. Siento que hayamos tardado tanto.
Pierre le hizo un gesto para que se acercase y los dejase en su mesa. Le dio las gracias, añadió los nuevos informes al montón de otras pruebas genéticas de asesinatos no resueltos que habían llegado antes y empezó a estudiarlos.
Nada raro en el primero. Nada en el segundo. Cero en el tercero. Oh, un Alzheimer en el cuarto. Nada en el quinto, nada en el sexto… Ah, un gen de cáncer de pecho. Y un pobre tipo con el gen del Alzheimer y el de la neurofibromatosis. Otros tres sin nada. Uno con un gen de enfermedad cardiaca, y otro con predisposición al cáncer de recto…
Pierre llevaba la cuenta en un papel cuadriculado. Cuando hubo terminado con los 117 casos, se echó hacia atrás en su silla, asombrado.
Veintidós de las víctimas de asesinato tenían trastornos genéticos importantes. Aquello era (hurgó en su desordenado cajón en busca de la calculadora) algo menos del 19%. Sólo un 7% de la población general tenía los desórdenes genéticos que Pierre había pedido a los estudiantes que buscasen.
Las muestras que le había dado Helen estaban etiquetadas, pero Pierre no reconoció ninguno de los 117 nombres, y menos los 22 que habían tenido enfermedades genéticas. Había esperado que algunos de ellos fuesen conocidos de la UCB o del LNLB, o gente a la que Klimus hubiese mencionado de pasada.
Y quedaba el caso de Bryan Proctor, el único asesinato concluyentemente relacionado con el intento de acabar con Pierre. Chuck Hanratty había estado involucrado en ambos. Pero no tenía muestras de tejido de Proctor, y nada de lo que le había dicho su viuda indicaba que sufriese un trastorno genético. Tendría que encontrar tiempo para visitar de nuevo a la señora Proctor, pero…
¡Merde! Ya eran las dos. Hora de salir para recoger a Molly. Su estómago empezó a agitarse. Los asesinatos podían esperar; aquella tarde iban a descubrir cuál era el problema de Amanda.
—Hola, señor y señora Tardivel —dijo el doctor Gainsley. Era un hombre bajito de bigote gris, con una franja de pelo gris-rojizo alrededor de la cabeza calva—. Gracias por venir.
Pierre echó un vistazo a su esposa para ver si corregía al doctor diciéndole que él era el señor Tardivel y ella la señora Bond, pero Molly no dijo una palabra. Pudo ver por su rostro que sólo pensaba en Amanda.
El doctor les miró a ambos con expresión seria.
—Francamente, creí que su pediatra bromeaba cuando les envió a mi consulta; después de todo, muchos niños no hablan hasta que tienen dieciocho meses o más. Pero… bueno, vean esta radiografía. —Les condujo hacia un panel iluminado con una radiografía colocada en el mismo. La imagen mostraba la parte inferior del cráneo de un niño, la mandíbula y el cuello—. Ésta es Amanda —dijo. Señaló una pequeña mancha en lo alto de la garganta—. Es difícil ver los tejidos blandos, pero ¿distinguen este huesecillo en forma de U? Es el hioides. A diferencia de la mayoría de los huesos, no está conectado directamente a ningún otro. Más bien, flota en la garganta, actuando como anclaje para los músculos que conectan la mandíbula, la laringe y la lengua. Bien, en un niño normal de la edad de Amanda, esperamos ver el hueso por aquí abajo. —Señaló un punto bastante más abajo en la garganta, en una línea detrás del centro de la mandíbula inferior.
—¿Y…? —preguntó Molly, con tono de perplejidad.
Gainsley hizo que se sentasen en las sillas ante su amplio escritorio de tablero de cristal.
—Veamos si puedo explicárselo de forma sencilla. Señora Tardivel, ¿dio usted el pecho a su hija?
—Por supuesto.
—Bueno, se daría cuenta de que podía mamar de forma continuada, sin necesitar pausas para respirar.
Molly asintió levemente.
—¿No es normal?
—Sí lo es, en los recién nacidos. En ellos, el camino de la boca a la garganta se curva ligeramente hacia abajo. Eso permite que el aire fluya directamente de la nariz a los pulmones sin pasar por la boca, de forma que puedan respirar y comer al mismo tiempo.
Molly asintió de nuevo.
—Pero cuando el bebé empieza a crecer, las cosas cambian. La laringe se desplaza garganta abajo, y el hioides con ella. El camino entre los labios y la faringe se convierte en un ángulo recto en vez de ser una curva suave. Lo malo es que se abre un espacio encima de la laringe, donde puede quedar atrapada la comida y asfixiarnos. La ventaja es que la recolocación de la laringe nos proporciona una gama vocal mucho mayor.
Pierre y Molly se miraron brevemente, pero no dijeron nada.
—Bien —continuó Gainsley—. Normalmente, el desplazamiento de la laringe ya está avanzado alrededor del primer año, y terminado a los dieciocho meses. Pero la laringe de Amanda no se ha movido en absoluto; sigue en la parte superior de la garganta. Aunque puede hacer algunos sonidos, otros muchos se le resistirán, especialmente las vocales «O», «I» y «U». También tendrá problemas con la G blanda y la K.
—Pero su laringe acabará por descender, ¿no? —preguntó Pierre. Uno de sus testículos no había bajado hasta que tuvo cinco o seis años… suponía que no sería ningún problema.
Gainsley meneó la cabeza.
—Lo dudo. En muchos aspectos, Amanda se desarrolla como una niña normal. De hecho, incluso es más bien grande para su edad. Pero en este particular, parece que no habrá cambios.
—¿Puede corregirse quirúrgicamente?
Gainsley se tiró ligeramente del bigote.
—Estamos hablando de una reestructuración masiva de la garganta. Habría muchos riesgos… y una mínima posibilidad de éxito. No lo aconsejo.
Pierre alargó la mano para coger la de su esposa.
—¿Y qué hay de… de las otras cosas?
Gainsley asintió.
—Bueno… muchos niños nacen muy peludos; hay más de una razón por la que a veces llamamos «monitos» a nuestros hijos. Sus hormonas cambiarán en la pubertad, y perderá la mayor parte de vello.
—¿Y… la cara?
—Le hice la prueba del síndrome de Down. No creí que fuera el problema, pero es bastante fácil de hacer: no lo tiene. Y sus hormonas pituitarias y la glándula tiroides parecen normales para una niña de su edad… —Gainsley miró al espacio vacío entre Pierre y Molly—. ¿Hay algo que, esto… que yo debiera saber?
Pierre robó una mirada a Molly, y después asintió levemente.
—No soy el padre biológico de Amanda. Utilizamos esperma de un donante.
Gainsley hizo un gesto con la cabeza.
—Pensé que se trataba de algo así. ¿Saben cuál es la etnia del padre?
—Ucraniano —dijo Pierre.
El doctor asintió de nuevo.
—Muchos europeos orientales tienen una complexión más fuerte, facciones más marcadas y más vello corporal que los occidentales. Así que, por lo que se refiere a la apariencia de Amanda, lo más seguro es que se estén preocupando por algo sin importancia. Simplemente ha salido a su padre biológico.