Pierre volvió a Montreal. Su médico de cabecera le remitió a un especialista en enfermedades genéticas. Pierre fue a su consulta, no lejos del Estadio Olímpico.
—La enfermedad de Huntington se transmite en un gen dominante —le dijo el doctor Laviolette, en francés—. Hay exactamente un cincuenta por ciento de posibilidades de que la hayas heredado —hizo una pausa, atusándose el pelo gris—. Tu caso es muy raro… descubrir el riesgo en la edad adulta; la mayoría de los sujetos de riesgo lo han sabido durante años. ¿Cómo te enteraste?
Pierre guardó silencio por un momento, pensando. ¿Hacía falta entrar en detalles? ¿Que había descubierto en una clase de genética de primer curso que era imposible que dos padres de ojos azules tuviesen un niño de ojos pardos? ¿Que pidió explicaciones a su madre Elisabeth? ¿Que ella le confesó haber tenido una aventura con un tal Henry Spade durante los primeros años de matrimonio con Alain Tardivel, el hombre al que Pierre había creído su padre, un hombre que llevaba dos años muerto? ¿Que Elisabeth, una católica, había sido incapaz de divorciarse de Alain? ¿Que había ocultado con éxito a su marido que aquel niño de ojos pardos no era su hijo biológico? ¿Y que Henry Spade se había mudado a Toronto, sin llegar a saber que había engendrado un hijo?
Era demasiado, y demasiado personal.
—No conocí a mi verdadero padre hasta hace poco —se limitó a decir.
Laviolette asintió.
—¿Cuántos años tienes, Pierre?
—Cumplo diecinueve el mes que viene.
El doctor frunció el ceño.
—Me temo que no hay una prueba para determinar si tienes la enfermedad. Puede que no la tengas, pero sólo lo sabrás cuando superes la mediana edad sin mostrar síntomas. Por otra parte, podrías empezar a desarrollarlos en cuestión de diez o quince años.
Laviolette le miró en silencio. Ya habían repasado lo peor de todo. La enfermedad de Huntington (también conocida como corea de Huntington) afecta a más o menos un millón de personas en todo el mundo. Destruye selectivamente dos partes del cerebro que ayudan a controlar el movimiento. Los síntomas, que por lo general empiezan a manifestarse entre los treinta y los cincuenta años, incluyen posturas anormales, demencia progresiva, y actividad muscular involuntaria; el nombre de «corea» se refiere a los movimientos típicos de la enfermedad. La enfermedad misma, o mejor dicho sus complicaciones, acaba matando a la victima: los enfermos suelen morir atragantados con la comida porque han perdido el control muscular para tragar.
—¿Has pensado alguna vez en el suicidio, Pierre?
Las cejas de Pierre se elevaron ante la inesperada pregunta.
—No.
—No me refiero a que lo hayas hecho por la posibilidad de tener la enfermedad de Huntington. Quiero decir en general. ¿Has pensado en matarte?
—No. No seriamente.
—¿Eres propenso a la depresión?
—No más que cualquiera, supongo.
—¿Hastío? ¿Falta de interés?
Pierre pensó en mentir, pero no lo hizo.
—Hummm, sí. He de admitir algo de eso —se encogió de hombros—. La gente dice que no estoy motivado, que me dejo llevar.
Laviolette asintió.
—¿Sabes quién era Woody Guthrie?
—¿Quién?
El doctor puso una cara de «estos chicos de ahora…».
—Compuso This Land is Your Land.
—Ah, sí. Claro.
—Murió de la enfermedad de Huntington en 1967. Su hijo Arlo… has oído hablar de él, ¿no?
Pierre sacudió la cabeza. Laviolette suspiró.
—Me haces sentir viejo. Arlo compuso Alice's Restaurant.
Pierre parecía en blanco.
—Música folk —dijo Laviolette.
—En inglés, claro —respondió Pierre, despectivo.
—Todavía peor —dijo el doctor con un guiño—. Inglés americano. De todas formas, Arlo es probablemente la persona más famosa en tu situación. Tiene un cincuenta por ciento de posibilidades de haber heredado el gen, igual que tú. Habló de ello en una entrevista de la revista People: te daré una fotocopia antes de que te vayas.
Pierre, inseguro de qué decir, se limitó a hacer un gesto con la cabeza.
Laviolette cogió su pluma y su cuaderno de recetas.
—Voy a darte el número del grupo local de apoyo a enfermos de Huntington; quiero que llames —copió un número de teléfono de una guía de los servicios sanitarios de Montreal, arrancó la hoja y se la entregó a Pierre. Hizo una pausa, como si estuviese pensando algo, y cogió una de sus tarjetas del soporte de latón de la mesa, escribiendo otro número de teléfono bajo el de la consulta—. Y voy a hacer algo que no hago nunca. Éste es el número de mi casa. Si no me encuentras en la consulta, llámame allí. A la hora que sea. A veces… a veces la gente no encaja bien estas cosas. Por favor, si alguna vez piensas en hacer una tontería, llámame. Prométeme que lo harás, Pierre.
—Quiere decir si se me ocurre suicidarme, ¿no?
El doctor asintió.
Pierre tomó la tarjeta. Para su sorpresa, le temblaba la mano.
De noche, solo en su habitación, ni siquiera había conseguido desvestirse del todo para acostarse. Se limitó a mirar fijamente a la nada, sin enfocar, sin pensar.
Era injusto, mierda. Totalmente injusto.
¿Qué había hecho para merecer aquello?
Había un pequeño crucifijo sobre la puerta de su habitación; estaba allí desde su infancia. Miró al pequeño Jesús… pero rezar no tenía sentido. La suerte estaba echada: lo que fuese, sería. Si tenía o no el gen se había decidido casi veinte años atrás, en el momento de su concepción.
Pierre había comprado un LP de Arlo Guthrie. No había encontrado nada de Woody Guthrie en A&A's, pero la biblioteca de Montreal tenía un viejo disco de un grupo llamado los Almanac Singers del que Woody había formado parte una vez. Lo escuchó también.
La música de los Almanac Singers parecía llena de esperanza; la de Arlo sonaba triste. Podía ser cualquier cosa.
Pierre había leído que la mayoría de los enfermos de Huntington acababan sus vidas en el hospital. La estancia media antes de la muerte era de siete años.
Fuera, el viento silbaba. Una rama del árbol al lado de la casa pasaba una y otra vez por la ventana, como una mano retorcida y huesuda que le llamase.
No quería morir. Pero tampoco quería vivir años de sufrimiento.
Pensó en su padre… su verdadero padre, Henry Spade. Sacudiéndose en la cama mientras sus facultades desaparecían.
Sus ojos se detuvieron sobre su escritorio, un trasto blanco de imitación a madera. Sobre él estaba su ejemplar de Les Misérables, que acababa de leer para su clase de literatura francesa. Jean Valjean había robado un pedazo de pan, y no importaba lo que hiciera, no podría deshacer lo hecho; estaría marcado hasta el día de su muerte. Pierre también estaba marcado, de una forma o de otra, pero no había manera de saberlo. Si fuese como Valjean, si fuese un convicto, entonces también tendría un Javert que le persiguiese incansable, destinado a atraparle.
En el libro, las tornas cambiaban al fin, con el inspector Javert como víctima. Incapaz de cambiar lo que era, tomaba la única salida, arrojándose desde un puente a las aguas heladas del Sena.
La única salida…
Pierre se levantó, encendió su flexo color hueso y buscó la tarjeta del doctor Laviolette. La miró fijamente, leyéndola una y otra vez.
La única salida…
Volvió a la cama y se sentó, escuchando el viento un poco más. Sin fijarse siquiera en lo que estaba haciendo, empezó a pasarse el borde de la tarjeta por la muñeca izquierda, adelante y atrás, como si fuera una cuchilla.