CAPÍTULO 29

Pierre subió en ascensor al tercer piso de la central de policía de San Francisco y caminó hasta el laboratorio forense. Llamó a la puerta y se asomó al interior.

—Hola, Helen.

Helen Kawabata levantó la mirada de su escritorio. Llevaba un elegante traje verde, anillos de jade y pendientes esmeralda. También había cambiado su pelo: seguía siendo rubio, pero había dejado el corte a lo paje a favor de un estilo más corto y punk.

—Oh, hola, Pierre —dijo rápidamente—. Hacía tiempo que no te veía. Gracias por la visita a tus laboratorios, realmente la disfruté.

—Es un placer. —De vez en cuando, Pierre intentaba contestar a los agradecimientos con el «uh uh» californiano, pero no se sentía cómodo con él. Su sonrisa era un poco ovejuna—. Me temo que debo pedirte otro favor.

La sonrisa de Helen se desvaneció lo justo para indicar que daba las cuentas por igualadas: ella le había hecho un favor, y él se lo había pagado con un almuerzo y una visita al LNLB. No parecía ansiosa de volver a ayudarle.

—Hace unos meses fui a un encuentro de un grupo de apoyo de enfermos de Huntington. Me dijeron que tres miembros del mismo habían muerto en los dos últimos años.

—Bueno, es una enfermedad fatal.

—No murieron de Huntington. Fueron asesinados.

—Oh.

—¿Habría hecho la policía alguna investigación especial en un caso así?

—¿Tres personas que pertenecen a un mismo grupo asesinadas? Sí, lo comprobaríamos.

—Yo soy el cuarto, en cierto modo.

—¿Porque fuiste a una de esas reuniones? ¿Qué hiciste, dar una charla sobre genética?

—Tengo la enfermedad de Huntington, Helen.

—Oh —ella apartó la mirada—. Lo siento. Yo…

—Notaste el temblor de mis manos cuando te enseñé mi laboratorio.

Helen asintió.

—Creí… creí que habías bebido demasiado en el almuerzo. —Una pausa—. Lo siento.

Pierre se encogió de hombros.

—Yo también.

—¿Así que piensas que alguien va a por los enfermos de Huntington?

—Podría ser eso, o…

—¿O qué?

—Sé que parece una locura, pero el asesino podría creer estar haciéndoles un favor.

Helen alzó sus finas cejas negras.

—¿Qué?

—Hubo un caso famoso en Toronto a principios de los 80. En Canadá no se hablaba de otra cosa. ¿Conoces el Hospital para Niños Enfermos?

—Sí.

—En 1980 y 1981, una docena de bebés fueron asesinados en la sala de cuidados cardíacos. Una enfermera llamada Susan Nelles fue acusada y exculpada posteriormente. El caso nunca fue resuelto, pero la teoría más popular es que alguien del personal del hospital estaba matando a los bebés por una misericordia mal entendida. Todos eran enfermos congénitos del corazón, y alguien podía haber pensado que iban a llevar unas vidas cortas y agónicas, así que decidió acabar con su miseria.

—¿Y crees que es lo que está pasando con los miembros de tu grupo?

—Es una posibilidad.

—Pero el tipo que intentó matarte… ¿cómo se llama?

—Hanratty. Chuck Hanratty.

—Eso. ¿No era un neonazi? No es el tipo de persona dada a los gestos humanitarios… si es que puedes llamar humanitario a eso.

—No, pero estaba haciendo el trabajo por órdenes de algún otro.

—No recuerdo haber visto nada de eso en el informe del caso.

—Es… sólo especulaba.

—Asesinatos por compasión —dijo Helen, considerando la idea—. Es un ángulo interesante.

—Y no creo que se trate sólo de enfermos de Huntington. Joan Dawson, la secretaria del Centro Genoma Humano, también fue asesinada. La policía dijo que habían usado el mismo tipo de cuchillo que en el ataque contra mí. Era una anciana diabética, y estaba empezando a quedarse ciega.

—¿Así que piensas que tu ángel de misericordia está eliminando a todos los que sufren algún trastorno genético?

—Puede que sí.

—¿Pero cómo lo averiguaría el asesino? ¿Quién sabría de tu caso y del de, como se llamaba, Joan?

—Alguien con quien trabajásemos los dos… y que también hubiese dado una charla al grupo de apoyo.

—¿Y existe tal persona?

—Sí.

—¿Quién es?

—Prefiero no decirlo hasta estar seguro.

—Pero…

—¿Cuánto tiempo conserváis muestras de tejido de las autopsias?

—Depende. Años, en cualquier caso. Ya sabes lo lentos que van los tribunales. ¿Por qué?

—Así que tenéis muestras de asesinatos no resueltos cometidos en los dos últimos años…

—Si se realizó una autopsia… no siempre las hacemos, son muy caras. Y si el caso sigue sin estar resuelto. Pero seguro que habrá muestras por ahí.

—¿Puedo acceder a ellas?

—¿Para qué?

—Para ver si algunos de esos casos pueden ser también asesinatos «compasivos».

—Pierre, no quiero sonar cruel, pero…

—¿Qué?

—Bueno, la enfermedad de Huntington afecta también a la mente, ¿no? ¿Seguro que no se trata de paranoia?

Pierre empezó a protestar, pero se limitó a encogerse de hombros.

—Quizá, no lo sé. Pero puedes ayudarme a descubrirlo. Me basta con muestras pequeñas. Lo suficiente para sacar un juego completo de cromosomas.

Ella lo pensó durante un momento.

—Pides cosas muy raras.

—Por favor.

—Mira, te diré lo que haremos: puedo conseguirte las que tenemos aquí. Pero no voy a pedirlas a otros laboratorios; llamaría demasiado la atención.

—Gracias —dijo Pierre—. ¿Puedes asegurarte de incluir una muestra de Bryan Proctor?

—¿Quién?

—El encargado que fue asesinado por Chuck Hanratty.

—Ah, ya. —Helen tecleó en su ordenador—. No podrá ser. Aquí dice que un inquilino oyó el disparo que le mató, eso determinó la hora de su muerte, así que no tomamos muestras de tejidos.

—Mala suerte. De todas formas, me quedaré con lo que puedas conseguirme.

—De acuerdo, pero me debes una bien gorda. ¿Cuántas muestras necesitas?

—Todas las que puedas conseguir. —Pierre hizo una pausa, preguntándose hasta qué punto podía confiar en Helen. No quería hablar demasiado, pero maldición, necesitaba su ayuda—. La persona que tengo en mente también está siendo investigada por el Departamento de Justicia por ser un posible criminal de guerra nazi, y…

—¿En serio?

—Sí, y eso explica la conexión neonazi. Además, si mató a miles de personas hace cincuenta años, es muy posible que ordenara muchos más asesinatos de los que sabemos.

Helen lo pensó por un momento y se encogió de hombros.

—Veré qué puedo hacer. Pero ten en cuenta que es casi Navidad, la época en que estamos más ocupados. Tendrás que ser paciente.

Pierre supo que sería mejor no insistir.

—Gracias.

—Uh uh.

Dos meses después.

Pierre se apresuró a entrar en casa por la puerta de atrás. Había renunciado a enfrentarse a los escalones delanteros dos semanas antes. Eran las 17:35, y fue directo al sofá, cogiendo el control remoto y encendiendo el televisor.

—¡Molly! —gritó—. ¡Ven, rápido!

Molly apareció llevando en brazos a Amanda, que en ocho meses había adquirido aún más pelo castaño.

—¿Qué pasa?

—He oído al salir del trabajo que iban a emitir la entrevista con Felix Sousa. Creí que llegaría con tiempo de sobra, pero ha habido un accidente en Cedar.

El anuncio de minifurgonetas Chrysler estaba terminando. La bola giratoria de máquina de escribir de Hard Copy voló hacia ellos, haciendo un molesto ¡thunk-thunk!; la presentadora, una guapa rubia llamada Terry Murphy, apareció en pantalla.

—Bienvenidos de nuevo —dijo—. ¿Son los negros inferiores a los blancos? Un nuevo estudio dice que sí, y Wendy Di Maio nos lo cuenta. ¿Wendy?

Molly se sentó junto a Pierre en el sofá, sosteniendo a Amanda contra su hombro.

La imagen pasó a algunas tomas de archivo del patio de la UCB tras Sather Gate, con «niños de las flores» paseando y un hippie de pecho desnudo sentado bajo un árbol y tocando la guitarra.

—Gracias, Terry —dijo una voz femenina sobre las imágenes—. En 1967, la Universidad de California, Berkeley, fue el hogar del movimiento hippie, un movimiento que predicaba hacer el amor y no la guerra, un movimiento que abrazaba a toda la familia humana.

La imagen se disolvió, sustituida por una moderna toma de vídeo desde el mismo ángulo.

—Hoy, los hippies se han ido, y éstas son las nuevas caras de la UCB.

La cámara enfocó a un hombre blanco que caminaba hacia ella, en buen estado físico, de hombros anchos, con una cazadora negra de cuero con el cuello vuelto hacia arriba y gafas de espejo como las de un aviador. Pierre soltó un bufido.

—Cristo, si hasta se ha vestido de soldado de asalto.

La voz volvió a hablar.

—Éste es el Profesor Felix Sousa, un genetista de la UCB. No hay paz al paso de su investigación… ni amor para él por parte de muchos estudiantes y empleados de la universidad, que le tachan de racista.

La imagen cambió a Sousa en uno de los laboratorios de química de Latimer Hall, con vasos y probetas desplegados ante él sobre una mesa. Pierre resopló de nuevo; nunca había visto a Sousa en un laboratorio.

—He dedicado años a esta investigación, señorita Di Maio —dijo Sousa. Su voz era sonora y culta, de pronunciación muy cuidada y casi relamida—. Es difícil reducirla a unas cuantas afirmaciones, pero…

La imagen pasó a la periodista, una mujer atractiva de boca ancha y ondulado pelo oscuro, que asentía animando a Sousa a seguir. La cámara volvió a Sousa.

—En términos muy simplificados, mi investigación demuestra que las tres razas de la humanidad emergieron en épocas distintas. Los negros aparecieron como un grupo racialmente distinto hace unos doscientos mil años. Los blancos por otra parte, lo hicieron hace ciento diez mil años. Y los orientales entraron en escena hace cuarenta y un mil años. Bueno, ¿es sorprendente que la raza más vieja sea la más primitiva en términos de desarrollo cerebral? —Sousa extendió las manos, como si le pidiera al público que usara su sentido común—. Por término medio, la raza negra es la que tiene el cerebro más pequeño y el CI más bajo de todas. También tiene la mayor tasa de criminalidad y es la más promiscua. Los orientales, por otra parte, son los más brillantes, los menos propensos a la delincuencia y los más contenidos sexualmente hablando. Los blancos están en un punto medio entre los otros dos grupos.

La imagen pasó a Sousa dando una clase. Los alumnos, todos blancos, parecían embelesados.

—Las teorías de Sousa no se detienen aquí —dijo la periodista—. Incluso sugiere que los viejos mitos de vestuario pueden ser ciertos.

De vuelta a la entrevista.

—Los negros tienen el pene más grande que los blancos, por lo general —decía Sousa—. Y los blancos están más dotados que los orientales. Hay una relación inversa entre el tamaño de los genitales y la inteligencia. —Sousa hizo una pausa y sonrió, mostrando unos dientes perfectos—. Por supuesto, siempre hay excepciones.

La voz de Wendy Di Maio sonó de nuevo.

—Gran parte de la obra de Sousa recuerda a otros estudios igualmente controvertidos, como la investigación hecha pública en 1989 por Philippe Rushton, —imagen estática de Rushton, un hombre blanco sorprendentemente guapo de unos cuarenta y cinco años— psicólogo en la Universidad de Ontario Occidental en Canadá, y las conclusiones del polémico bestseller de 1994 La curva de campana. —La pantalla mostró la portada del libro.

Una toma de exteriores. Di Maio caminando por el campus entre Lewis y Hildebrand Hall.

—¿Es justo que esta investigación obviamente racista se realice en instituciones públicas? Se lo preguntamos al presidente de la universidad.

La cámara enfocó lo que se suponía que era la ventana del presidente, aunque su despacho estaba al otro lado del campus. Un plano corto del presidente sentado en una lujosa habitación con paneles de madera. Su nombre y título aparecieron sobreimpresos en la pantalla. El anciano extendió los brazos.

—El Profesor Sousa tiene plaza fija. Eso significa que tiene absoluta libertad para seguir cualquier línea de investigación intelectual, sin presiones administrativas…

Vieron el resto del reportaje, y después Pierre apagó el aparato. Meneó la cabeza suavemente.

—Dios, esto sí que me cabrea. Con todo el trabajo de calidad que se está haciendo en la UCB, y se dedican a enseñar estas mierdas. Y sabes que habrá gente que piense que Sousa tiene razón…

Cenaron en silencio una lasaña de microondas (era el turno de Pierre el gourmet), con papilla de manzana para Amanda. Con ocho meses, la niña tenía un apetito muy saludable.

Finalmente, después de que Molly acostase a Amanda, se sentaron a la mesa del comedor, tomando un café.

—Un penique por tus pensamientos —dijo ella, inquieta por el silencio de Pierre.

—Creí que podías cogerlos gratis —contestó él, un poco cortante. Su expresión demostró que lo lamentaba—. Lo siento, cariño. Perdóname. Es que estoy enfadado.

—¿Por?

—Bueno, por Felix Sousa, claro… y eso me ha hecho pensar en el artículo que él y Klimus escribieron hace unos años para Science sobre tecnologías reproductivas. Y pensar en ello me ha hecho pensar en Seguros Cóndor… ya sabes, ese negocio de imponer económicamente el aborto de fetos imperfectos. —Hizo una pausa—. Si no tuviese ya síntomas de Huntington, cancelaría mi póliza como protesta.

Molly mostró su simpatía.

—Lo siento.

—Y esa estúpida carta que me envió Cóndor… Una mierda paternalista de algún relaciones públicas. No me hicieron ni caso.

Molly tomó un sorbo de café.

—Bueno, hay una forma de conseguir un poco más de atención. Hazte accionista de Cóndor. Las compañías suelen ser más receptivas a las quejas de sus accionistas, pues saben que si no, podrían plantearlas en persona en las reuniones. Hice un curso de ética en la UM, y el profesor nos lo dijo.

—Pero yo no quiero apoyar a una compañía así.

—Bueno, no hace falta que inviertas mucho.

—¿Te refieres a comprar sólo una acción?

Molly se rio.

—Ya veo que no tocas mucho el mercado. Normalmente las acciones se compran y venden en múltiplos de cien.

—Oh.

—No tienes corredor de bolsa, ¿verdad?

Pierre negó con la cabeza.

—Puedes llamar a la mía: Laurie Lee, de Davis Adair. Es muy buena explicando las cosas.

Pierre la miraba sorprendido.

—¿De verdad crees que debería hacerlo?

—Claro. Aumentará tus posibilidades.

—¿Cuánto costarían cien acciones?

—Buena pregunta —dijo Molly. Fue al dormitorio, y Pierre la siguió, agarrándose cuidadosamente a la barandilla para no perder el equilibrio en las escaleras. En un rincón estaba su ordenador Dell Pentium. Molly lo encendió y se conectó a CompuServe, abriendo un par de menús y señalando la pantalla—. Cóndor ha cerrado hoy a once y tres octavos por acción.

—Así que cien acciones costarían… ¿cuánto? Mil ciento y…

—Mil ciento treinta y siete dólares con cincuenta centavos, más comisión.

—Eso es bastante dinero.

—Ya lo sé, pero será todo líquido. Podrás recuperarlo casi todo si decides vender más adelante. De hecho… —Apretó algunas teclas más—. Mira —dijo señalando la tabla de la pantalla—. Han estado subiendo firmemente. Estaban en sólo ocho y siete octavos a esta fecha del año pasado.

Pierre puso cara de estar impresionado.

—Así que podríamos acabar ganando dinero aunque vendiésemos. Pero, al menos por ahora, Cóndor tendrá que tomarte en serio.

Pierre asintió despacio, pensándolo.

—De acuerdo —dijo al fin—. Hagámoslo. ¿Cuál es el procedimiento?

Molly alcanzó el teléfono.

—Primero, llamamos a mi corredora.

—Puede que no esté tan tarde.

Ella sonrió con indulgencia.

—Puede que aquí sean las ocho de la tarde, pero en Tokio es mediodía. Laurie tiene muchos clientes aficionados al índice Nikkei. Es muy probable que la encontremos.

Marcó el número. Obviamente, conocía aquel mundo. Ya había mencionado sus inversiones en el pasado, pero Pierre nunca se había dado cuenta de hasta qué punto dominaba el tema.

—Hola. Con Laurie Lee, por favor. —Una pausa—. Hola, Laurie, soy Molly Bond. Muy bien, gracias. No, no es para mí… para mi marido. Le he dicho que eres la mejor en el negocio. —Risas—. Muy bien. De todas formas, ¿puedes hacerte cargo de él, por favor? Se llama Pierre Tardivel; ahora te lo paso.

Le dio el auricular a Pierre, que dudó por un momento pero al final se lo llevó a la oreja.

—Hola, señorita Lee.

Su voz era aguda, pero no chirriante.

—Hola, Pierre. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Bueno, me gustaría abrir una cuenta para comprar algunas acciones.

—Muy bien, muy bien. Necesitaré algunos detalles personales…

Le pidió datos sobre su patrón, y su número de la Seguridad Social (que Pierre tuvo que consultar, pues acababa de recibirlo).

—De acuerdo —dijo Laurie—. Ya está todo claro. ¿Hay algo que quiera que le compre?

Él tragó saliva.

—Sí. Cien acciones de Seguros Médicos Cóndor, por favor.

—Están en la Bolsa de California; no podré cursar la orden hasta mañana. Pero en cuanto abra, le conseguiré cien S-M-C Clase B. —Pierre pudo oír el ruido del teclado—. Una buena decisión, Pierre. Excelente. La compañía no sólo va muy bien por sí misma (está muy cerca de su punto más alto, que fue hace sólo dos semanas), sino que lo ha hecho significativamente mejor que su competencia en el último año. Le enviaré confirmación de la compra por correo.

Pierre le dio las gracias y colgó, sintiéndose como un magnate de la bolsa.

Tres semanas después, Pierre estaba trabajando en su laboratorio. El teléfono sonó.

—¿Allo?

—Hola, Pierre. Soy Helen Kawabata, de la policía de San Francisco.

—¡Hola, Helen! Me preguntaba qué sería de ti.

Lo siento, pero hemos estado muy liados con el caso de ese asesino en serie. De todas formas, por fin te he encontrado algunas muestras de tejido.

—¡Gracias! ¿Cuántas tienes?

—Ciento diecisiete.

—¡Estupendo!

—Bueno, no todas son de San Francisco. Mi laboratorio tiene un contrato de colaboración con algunas comunidades de los alrededores. Y algunas muestras tienen varios años.

—¿Pero son de asesinatos sin resolver?

—Exacto.

—Maravilloso. Muchas gracias, Helen. ¿Cuándo puedo pasar a por ellas?

—Oh, cuando te…

—Voy para allá.

Pierre recogió las muestras, las llevó al LNLB, y se las entregó a Shari Cohen y otros cinco estudiantes; siempre había muchos disponibles. Mediante la reacción en cadena de la polimerasa, los estudiantes podrían hacer copias de cada ADN, y después someter el material a pruebas para treinta y cinco desórdenes genéticos importantes listados por Pierre.

Al salir del edificio 74 aquella tarde, Pierre pasó junto a Klimus en un corredor. Respondió al breve «Buenas noches» del anciano con un discreto «Auf Wiedersehen», pero Klimus no pareció oírle.