Por fin llegó el gran día. Pierre llevó a Molly al hospital Alta Bates en Colby Street. En el maletero del Toyota había desde dos semanas atrás una maleta con ropa para ella y una cámara de vídeo… un inesperado regalo de Burian Klimus, que había insistido en que grabar los nacimientos en vídeo era lo más moderno.
Alta Bates tenía magníficas salas de parto, más parecidas a suites de hotel que a instalaciones hospitalarias. Pierre tenía que admitir que en los hospitales públicos de Canadá se echaba en falta algo de lujo, pero allí… demonios, daba gracias a que el seguro de Molly cubriese los gastos.
Pierre se sentó en una silla acolchada, contemplando a su mujer y su hija recién nacida.
Una enfermera negra de mediana edad llegó para comprobar su estado.
—¿Han elegido nombre?
Molly miró a Pierre para asegurarse de que estaba conforme con la elección. Él asintió.
—Amanda. Amanda Hélène.
—Un nombre inglés y uno francés —dijo Pierre, sonriendo a la enfermera.
—Los dos son muy bonitos.
—Amanda quiere decir «digna de ser amada» —explicó Molly. Alguien dio un golpe para llamar a la puerta, abriéndola a continuación.
—¿Puedo pasar?
—¡Burian!
—Doctor Klimus —dijo Pierre, un poco sorprendido—. Qué amable por su parte.
—No es nada, no es nada —contestó el hombre, entrando en la habitación.
—Les dejaré solos —dijo la enfermera con una sonrisa mientras salía.
—¿El parto fue bien? ¿Sin complicaciones?
—Estupendamente. Agotador, pero muy bien —dijo Molly.
—¿Lo grabó en vídeo?
Pierre asintió.
—¿Y el bebé es normal?
—Perfecto.
—¿Niño o niña? —Pierre sintió alzarse sus cejas: por lo general, aquella era la primera pregunta, no la cuarta.
—Una niña —contestó Molly.
Klimus se acercó para verla.
—Una buena mata de pelo —dijo pasándose la mano por su propia bola de billar, pero sin hacer más comentarios sobre la paternidad—. ¿Cuánto pesa?
—Tres kilos y medio.
—¿Y cuánto mide?
—Cuarenta y tres centímetros.
—Muy bien.
Molly se llevó discretamente a Amanda al pecho, oculto en su mayor parte por la bata de hospital. Entonces levantó la mirada.
—Quiero darle las gracias, Burian. Los dos queremos hacerlo, por todo lo que ha hecho por nosotros. No sabe cómo se lo agradecemos.
—Oui —dijo Pierre, todos sus temores disipados. Su hija era un ángel, ¿cómo iba a tener los genes de un demonio?—. Mille fois merci.
El anciano asintió y apartó la mirada.
—No fue nada.
Je ne suis pas fou, pensó Pierre un mes después. No estoy loco.
Pero el desplazamiento había desaparecido. Él había querido hacer más estudios de la secuencia de ADN que producía el extraño neurotransmisor asociado con la telepatía de Molly. Había usado una enzima de restricción para cortar el tramo de cromosoma trece que codificaba su síntesis. Hasta ahí, todo bien. Entonces, para disponer de un suministro ilimitado de material genético, preparó una amplificación de RCP, la reacción en cadena de polimerasa que seguiría reproduciendo ese segmento de ADN una y otra vez. Sin necesitar nada más que un tubo de ensayo conteniendo el espécimen, un termociclo y unos reactivos, la RCP podía producir cien mil millones de copias de una molécula de ADN en una tarde. Y ahora tenía miles de millones de copias… pero, aunque las copias eran idénticas entre sí, no eran como el original. La base de timina que se había introducido en el código genético de Molly, causando el desplazamiento, no estaba presente en las copias. En el punto clave, los cortes de ADN producidos por RCP eran CAT CAG GGT GTC CAT. Como los de Pierre y los de cualquiera.
¿Habría metido la pata? ¿Y si había leído mal la secuencia de nucleótidos en la muestra original de ADN de Molly que había extraído de su sangre meses atrás? Hurgó en su cajón hasta encontrar la placa original. No había error: la timina intrusa estaba allí.
Pasó por el largo proceso de hacer otra placa original del ADN original de Molly. Justo, ahí estaba la timina, cambiando el esquema de CAT CAG GGT GTC CAT a TCA TCA GGG TGT CCA.
La RCP era un simple procedimiento químico: no sabía si la timina debía estar allí o no. Se suponía que tenía que reproducir fielmente la secuencia.
Pero no lo había hecho. O (o algo en el proceso de reproducción del ADN) había corregido la secuencia, volviéndola a poner como debía estar.
Pierre meneó la cabeza, asombrado.
—Buenos días, doctor Klimus —dijo Pierre entrando en la oficina para recoger su correo.
—Tardivel. ¿Cómo está el bebé?
—Muy bien, señor. Estupendamente.
—¿Tiene todavía todo ese pelo?
—Oh, sí. —Pierre sonrió—. De hecho, hasta tiene la espalda peluda. Ni siquiera yo la tengo así. Pero el pediatra dice que no es raro, y que desaparecerá en cuanto sus hormonas se equilibren.
—¿Es inteligente?
—Eso me parece.
—¿Bien ajustada?
—Para tener un mes es bastante callada, y en cierto modo es mejor así. Al menos podemos dormir un poco.
—Me gustaría ir a su casa este fin de semana para ver a la niña.
Era un tanto presuntuoso, pensó Pierre… pero maldición, era su padre biológico. Sintió un nudo en el estómago, y se maldijo por no haber previsto los problemas. Pero era su jefe, y su beca tenía que ser renovada.
—Oh… claro —dijo. Esperó que Klimus percibiese su falta de entusiasmo y no insistiese en ello. Cogió su correo del casillero.
—Entonces quizá vaya a cenar el domingo. ¿Qué tal a las seis? Convirtámoslo en una velada.
El corazón de Pierre se hundió. Pensó en algo que dijo Einstein una vez: «a veces se paga mucho por las cosas gratis».
—Claro —dijo resignándose—. ¿Por qué no?
El viejo asintió sin más comentarios y volvió a su correo. Pierre se quedó quieto por un momento, hasta que, comprendiendo que habían terminado con él, cogió sus cartas y se dirigió de vuelta al laboratorio.