CAPÍTULO 25

Siete meses después

—Gracias por recibirme —dijo Pierre, manteniendo las manos firmes a base de aferrar el borde del escritorio. Aunque aún se sentía como si no perteneciera allí, ya no podía negar la verdad: estaba manifestando síntomas de la enfermedad de Huntington. La reunión del grupo de apoyo se celebraba en un aula de instituto del distrito de Richmond de San Francisco, a medio camino entre Presidio y el Golden Gate Park.

La cabeza de Carl Berringer osciló hacia delante y hacia atrás, y pasaron unos momentos hasta que pudo contestar. Pero cuando lo hizo, sus palabras estaban llenas de calor.

—Nos alegramos de que hayas venido. ¿Qué te parece la oradora? —Berringer era un hombre de pelo blanco, piel pálida y ojos azules, que aparentaba unos cuarenta y cinco años. La oradora invitada había hablado de cómo afrontar la forma juvenil de la enfermedad.

—Estupenda —dijo Pierre, que se había desentendido de la charla y había dedicado el tiempo a mirar subrepticiamente a los demás, muchos de los cuales estaban en fases posteriores de la enfermedad. Después de todo, aparte de su padre Henry Spade, Pierre nunca había visto a nadie con un Huntington avanzado de cerca. Observó su dolor, su sufrimiento, las caras contorsionadas, la incapacidad para hablar claramente, la tortura de algo tan simple como intentar tragar, y llegó el pensamiento de que quizá algunos de ellos estarían mejor muertos. Era horrible pensar aquello, lo sabía, pero…

… pero ahí, porque no hay gracia de Dios, voy yo. La condición de Pierre empeoraba progresivamente; ya había roto montones de vasos y probetas. Pero sólo quienes le conocían bien sospechaban que le ocurriese algo serio. Sólo una tendencia a las manos temblonas, ocasionales tics faciales, ligeros errores al hablar…

—Trabajas en el LLB, ¿verdad? —preguntó Carl, su cabeza moviéndose todavía.

—En realidad, ahora es el LNLB. Agregaron la palabra Nacional hace casi un año.

—Hace un par de años vino un tipo del laboratorio a darnos una charla. Un grandullón viejo y calvo. No recuerdo su nombre, pero había ganado el Premio Nobel.

Pierre enarcó las cejas.

—¿Burian Klimus?

—Eso es. Chico, tuvimos suerte de conseguirlo. Todo lo que podemos ofrecer a los oradores es una taza de la Asociación. Pero acababa de entrar en el Lawrence Berkeley, y la universidad estaba mandándole a dar charlas. —Las manos de Carl habían empezado a moverse, como si estuviese haciendo ejercicios de flexión de dedos. Pierre intentó no mirarlo fijamente—. De todas formas, estoy contento de que hayas venido. Espero verte mucho por aquí. A todos nos viene bien algo de apoyo.

Pierre asintió. No estaba seguro de si le alegraba haber cedido finalmente e ido allí: parecía un recordatorio innecesariamente gráfico de lo que le aguardaba en el futuro. Echó una mirada a su alrededor. Molly, enormemente embarazada, estaba apartada en un rincón sorbiendo agua mineral en compañía de una mujer de edad mediana, al parecer una cuidadora. Sin duda estaba escuchando lo que se le avecinaba.

Los casos realmente temidos ni siquiera estaban allí; estarían en cama en sus casas o en un hospital. Pierre contó a dieciocho personas: siete eran obvios enfermos de Huntington, siete más eran sus cuidadores, y quedaban cuatro de estado por determinar. Podían ser enfermos a quienes se había diagnosticado el gen de Huntington recientemente, o cuidadores de pacientes demasiado enfermos para asistir.

—¿Es la asistencia normal?

La cabeza de Berringer todavía estaba dando tirones, y su brazo derecho había empezado a moverse adelante y atrás, como si estuviese caminando.

—Últimamente sí. Perdimos cinco miembros el año pasado.

Pierre miró al suelo. La enfermedad era terminal; era una realidad inquebrantable.

—Lo siento.

—Lo esperábamos en algunos de ellos. Sally Banas, por ejemplo. De hecho, había aguantado más de los que pensábamos que haría. —Los movimientos de cabeza de Berringer le distraían; Pierre luchó contra la irritación creciente—. Otro fue un suicidio. Un hombre joven, sólo había venido a un par de encuentros. Se lo acababan de diagnosticar. Ya sabes cómo es eso.

Pierre asintió. Y tanto que lo sabía.

—Pero los otros tres… —Berringer había alargado la mano izquierda para cogerse la derecha—. El mundo es un lugar loco, Pierre. Quizá no sea tan malo en Canadá, pero aquí…

—¿Qué pasó?

—Bueno, todos eran miembros bastante nuevos, que apenas habían empezado a manifestar la enfermedad. Les quedaban años por delante. Uno de ellos, Peter Mansbridge, murió de un disparo. Otros dos fueron acuchillados, con seis meses de diferencia. Parece que fueron atracos.

—Dios —dijo Pierre. ¿Qué había hecho trasladándose allí? Le habían atacado, Joan Dawson había sido asesinada, y a cada paso se encontraba con más crímenes violentos.

Berringer intentó menear la cabeza, pero el gesto quedó semioculto por los tirones.

—No pido piedad, —dijo despacio— pero pensarías que quien nos viera movernos como lo hacemos nos dejaría en paz, en vez de matarnos por los pocos dólares que podamos llevar en la cartera.