Pierre sabía dónde encontrar cualquier publicación de biología en el campus, pero no tenía idea de en qué biblioteca de la UCB habría cosas como Time y National Review. Buscaba fotos de Demjanjuk, tanto actuales como las viejas por las que se le confundió con Ivan. Joan Dawson parecía saberlo casi todo sobre la universidad; sin duda sabría dónde encontrar esas revistas. Pierre dejó su laboratorio y se encaminó hacia la oficina principal del Centro.
Se detuvo en el umbral. Burian Klimus estaba allí, sacando su correo del casillero con su nombre. A su espalda, Pierre podía ver la unión de sus orejas con la cabeza. Había unos pequeños pliegues blancos. ¿Eran las cicatrices? ¿O todos los ancianos los tenían?
—Buenos días, señor —dijo, entrando en la oficina.
Klimus se giró y miró a Pierre. Ojos castaño oscuro, labios finos… ¿era el rostro del mal? ¿Podía ser el hombre que había matado a tantas personas?
—Tardivel —dijo a modo de saludo.
Pierre se encontró cara a cara con el hombre, y apartó un poco la mirada.
—¿No está Joan?
—No.
Pierre miró el reloj sobre la puerta y frunció el ceño. Entonces se le ocurrió una cosa.
—Por cierto, señor, hace un par de meses me encontré con alguien a quien puede que conozca… un tal señor Meyer.
—¿Jacob Meyer? Ese usurero mierdecilla… No es amigo mío.
Desde luego, aquello sonaba como un comentario antisemita, el tipo de frase que usaría un nazi sin pensar… a menos, claro, que Jacob Meyer fuese precisamente un usurero mierdecilla.
—Uh… no. Se llamaba Avi Meyer.
Klimus negó con la cabeza.
—Nunca he oído hablar de él.
Pierre parpadeó.
—Más o menos así de alto —dijo poniéndose la mano al la altura de la nuez—. Con cejas muy pobladas y cara de bulldog.
—No.
Pierre volvió a mirar el reloj.
—Hace tres horas que Joan debería estar aquí.
Klimus abrió un sobre con el dedo.
—¿No sabe si tenía algo que hacer en otro sitio?
El viejo se encogió de hombros.
—Es diabética, y vive sola.
Klimus estaba leyendo la carta que había sacado del sobre. No contestó.
—¿Tenemos su número de teléfono? —preguntó Pierre.
—Supongo que sí, en algún sitio. Pero no tengo ni idea de dónde.
Pierre miró a su alrededor en busca de una guía telefónica. Encontró una en el estante inferior de una estantería baja tras el escritorio de Joan y empezó a pasar hojas.
—No hay ninguna J. Dawson.
—Puede que esté todavía a nombre de su difunto marido —dijo Klimus.
—¿Qué era?
Klimus hizo ondear la carta que estaba sosteniendo.
—Bud, creo.
—Tampoco hay ningún B. Dawson.
El viejo hizo un áspero ruido con la garganta.
—En realidad, Bud no es un nombre. Nadie se llama así.
—¿Es un diminutivo? ¿Para qué nombre?
—William, generalmente.
—Hay un W. P. Dawson en Delbert.
Klimus no contestó. Pierre marcó el número y le atendió un contestador automático.
—Es un contestador —dijo—, pero es la voz de Joan, y… Hola Joan, soy Pierre Tardivel, del LLB. Llamo para ver si estás bien. Es casi la una, y estamos un poco preocupados por ti. Si estás ahí, ¿puedes coger el teléfono? —Esperó unos treinta segundos, y colgó. Se mordió el labio—. Delbert. Eso no está demasiado lejos, ¿verdad?
Klimus hizo un gesto de negación.
—Unos ocho kilómetros.
Pierre volvió a mirar el reloj. Una anciana diabética, viviendo sola. Si sufría una reacción de insulina…
—Creo que voy a pasarme por allí.
Klimus no dijo nada.
Pierre abrió la entrada de coches de Joan. Algo iba mal: la luz del porche estaba encendida, aunque ya había llegado la tarde. Anduvo hasta la puerta delantera, había un periódico matutino, el San Francisco Chronicle, sobre el felpudo. Pierre pulsó el timbre y esperó dando golpecitos con el pie. Nada. Lo intentó de nuevo. Ninguna respuesta.
Pierre exhaló ruidosamente, inseguro de qué hacer. Echó una mirada a su alrededor. Había varias piedras grandes en el pequeño arriate de flores frente a la casa. Las levantó una por una, esperando encontrar una llave, pero no vio más que una gran salamandra gris, otra cosa de Berkeley a la que todavía tenía que acostumbrarse. Sopesó la piedra más grande, pensando en usarla para romper el cristal de la puerta, pero no quería exagerar…
Anduvo por el ancho tramo de césped entre la casa de Joan y la de al lado, muy preocupado. Había una pequeña cerca de madera, cubierta en su mayor parte de pintura blanca descascarillada, entre el patio delantero y la parte de atrás. Parte de la cerca era una puerta, y Pierre movió la oxidada manilla, la hizo girar y entró en el patio trasero, ocupado en su mayoría por bien atendidos cultivos de hortalizas. La parte trasera de la casa tenía pequeñas ventanas, y una puerta corrediza de cristal que dominaba el patio. Se acercó a la primera ventana y apretó la cara contra cristal, cubriéndose con las manos para evitar el reflejo del cielo. Nada. Sólo una pequeña habitación empapelada con un televisor y un sillón tapizado en pana.
Probó en la segunda ventana. La cocina. Joan tenía todos los aparatos concebibles: triturador de basura, licuadora, batidora, horno de pan, dos microondas, y más.
Miró por la puerta de cristal, y…
Santo Dios…
Joan estaba al otro lado, la cara vuelta hacia él y los ojos todavía abiertos. Bajo ella se extendía un charco oscuro de más de un metro de diámetro; su forma era irregular en la alfombra, pero había llenado el área despejada frente a la chimenea. Pierre sintió que el desayuno subía por su garganta. Corrió de vuelta a su coche, condujo hasta encontrar un teléfono público en un 7-Eleven, y marcó el 9-1-1.
Pierre esperaba sentado en el porche de Joan, con la barbilla sobre los brazos. Un coche de policía de Berkeley se detuvo junto a la acera. Pierre alzó la mirada, poniéndose una mano en la frente a modo de visera, y guiñó para distinguir las figuras uniformadas que se acercaban contra el resplandor del sol de la tarde: un negro corpulento y una esbelta mujer blanca.
—Señor Tardivel, ¿no? —dijo el policía, quitándose unas gafas de sol y guardándolas en el bolsillo de su chaqueta.
Él se puso en pie.
—¿Oficial…?
—Munroe. Y Granatstein. —Añadió haciendo un gesto hacia su compañera.
—Claro —respondió Pierre, saludándoles con un gesto de la cabeza—. Hola.
—Vamos a verlo —dijo Munroe. Pierre los guio por el camino entre las casas, a través de la cerca, que había dejado abierta, y hasta el patio trasero. Munroe había sacado su porra por si tenía que romper una ventana, pero al llegar a la puerta vio que la cerradura estaba forzada—. ¿Ha entrado?
—No.
Munroe pasó y examinó rápidamente el cuerpo. Mientras tanto, Granatstein empezó a buscar por el patio cualquier cosa que el asaltante pudiese haber dejado caer al huir. El policía salió al exterior y sacó un pequeño cuaderno de notas, con una espiral de alambre en la parte superior. Buscó una página en blanco.
—¿A qué hora llegó usted?
—A las trece quince —dijo Pierre—. O sea, a la una y cuarto.
—¿Está seguro?
—Miro mucho mi reloj.
—¿Y ella estaba muerta ya?
—Por supuesto…
—¿Había estado aquí alguna vez?
—No.
—¿Y por qué vino hoy?
—No se había presentado en el trabajo. Pensé que debía comprobar si le pasaba algo.
—¿Por qué? ¿Qué le importaba a usted?
—Es una amiga. Y es diabética. Pensé que podía estar sufriendo una reacción de insulina.
—¿Qué estaba haciendo usted por la parte de atrás de la casa?
—Bueno, ella no contestaba, así que…
—¿Así que se puso a fisgar?
—Yo…
—El cuchillo ha desaparecido, pero a juzgar por el corte, es muy similar al que mató a Chuck Hanratty.
—Espere un momento —dijo Pierre.
—Y usted está presente en ambas escenas…
—Espere un jodido momento…
—Creo que debería venir con nosotros y hacer otra declaración.
—Yo no lo hice. Ya estaba muerta cuando la encontré. Mírela; debe de llevar horas muerta.
La larga ceja única de Munroe se abultó en el centro.
—¿Cómo sabe usted eso?
—Estoy doctorado en biología molecular; sé cuánto tarda la sangre en ponerse tan negra.
—Otra coincidencia, ¿no?
—Sí. Sí.
—¿Dice que trabajaban juntos?
—Así es. En el Centro Genoma Humano, Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.
—Alguien intentó matarle, y ahora, cuatro meses después, alguien la mata a ella. ¿Es eso?
—Supongo.
Munroe parecía escéptico.
—Tendrá que esperar a que llegue el forense; después vendrá con nosotros.
Pierre estaba sentado en una silla de madera, en una pequeña sala de interrogatorios en la comisaría de Berkeley. El cuarto olía a sudor; Pierre también podía oler el café del oficial Munroe. Las luces del techo eran fluorescentes, y una parpadeaba un poco, dándole dolor de cabeza.
La puerta metálica tenía un pequeño ventanuco. Pierre vio un destello de pelo rubio, la puerta se abrió y…
—¡Molly!
—Pierre, yo…
—Hola, señora Tardivel —dijo Munroe, poniéndose entre ellos—. Gracias por venir. —Hizo un gesto con la cabeza al sargento que había escoltado a Molly hasta allí.
Que Molly no corrigiese automáticamente al policía sobre su nombre era una señal de lo preocupada que estaba.
—¿Qué pasa?
—¿Estuvo usted con su marido anoche entre las cinco y las siete? —El análisis preliminar del forense sugería que Joan Dawson había muerto en algún momento de aquel período.
Molly llevaba una sudadera naranja y pantalones vaqueros.
—Sí. Salimos a cenar.
—¿Dónde?
—Chez Panisse.
La ceja de Munroe se elevó hacia la frente al oír el nombre del caro restaurante.
—¿Celebraban algo?
—Acabábamos de enterarnos de que vamos a tener un hijo. Mire, ¿qué es lo que…?
—¿Y estuvieron allí desde las cinco?
—Sí. Tuvimos que ir pronto para conseguir mesa sin una reserva. Docenas de personas nos vieron.
Munroe frunció los labios, pensativo.
—De acuerdo, de acuerdo. Déjenme hacer una llamada. —Salió de la habitación, y Molly corrió hacia Pierre, abrazándole.
—¿Qué demonios pasa?
—He estado en casa de Joan Dawson, y ha sido asesinada.
—¡Asesinada! —Los ojos de Molly estaban muy abiertos.
Pierre asintió.
—Asesinada… —repitió Molly, como si la palabra fuera tan extranjera como las frases en francés que a veces se le escapaban a Pierre—. ¿Y sospechan de ti? Es una locura.
—Ya lo sé, pero…
—¿Qué estabas haciendo en casa de Joan?
Le contó lo sucedido.
—Dios, es horrible. Ella era tan…
Munroe volvió a entrar en el cuarto.
—De acuerdo. Es una suerte que tenga usted ese acento, señor Tardivel. Todo el mundo en Chez Panisse les recordaba. Puede irse, pero…
Pierre hizo un sonido exasperado.
—¿Pero qué? ¿No acaba de decir que puedo irme?
Munroe alzó su mano carnosa.
—Sí, sí. Todo está conforme. Sólo iba a decirle que tuviese cuidado. Quizá sea sólo una coincidencia, pero…
Pierre asintió torvamente.
—Sí. Gracias.
Salieron de la comisaría. Molly había tomado un taxi, y subieron al Toyota de Pierre, que estaba sofocantemente caliente después de haber pasado dos horas al sol en el aparcamiento de la policía. Mientras volvían a la universidad, Pierre le preguntó qué bibliotecas del campus podían tener People o Time.
—La Doe, probablemente… en el cuarto piso. ¿Por qué?
—Ya lo verás.
Se dirigieron allí. Pierre se negó a decirle a su esposa qué buscaba, y procuró pensar en francés para que no pudiese leerle la mente. Un bibliotecario le dejó los números que quería Pierre, y éste pasó las hojas rápidamente, asintiendo ante lo que encontraba. Abrió un ejemplar de People sobre un escritorio, cogió algunas hojas de papel (folletos sobre las multas por retraso de la biblioteca), y las usó para ocultar toda la página excepto una pequeña fotografía: un retrato de 1942 de John Demjanjuk.
—Muy bien —dijo señalando la foto—. Mira y dime si le reconoces.
Molly se inclinó y estudió la fotografía.
—No sé…
—Es una foto vieja, de 1942. ¿Le conoces?
—Eso es mucho tiempo, y… oh, ya lo veo. Es Burian Klimus, ¿verdad? Vaya, debe de haberse operado las orejas.
Pierre suspiró.
—Vamos a dar un paseo. Tenemos que hablar de algo.
—¿No deberías avisar en el laboratorio de la muerte de Joan?
—Más tarde. Esto no puede esperar.
—Esa fotografía no era de Burian Klimus —dijo Pierre cuando salieron de la Biblioteca Doe y empezaron a andar hacia el sur. Era una hermosa tarde de otoño, y el sol se deslizaba hacia el horizonte—. Es de un hombre llamado John Demjanjuk.
Se cruzaron con un grupo de estudiantes.
—Ese nombre me suena de algo —dijo Molly.
Pierre asintió.
—Ha salido unas cuantas veces en las noticias. Le juzgaron en Israel por ser Ivan el Terrible, el operador de la cámara de gas en el campo de la muerte de Treblinka, en Polonia.
—Sí, sí. Pero era inocente, ¿no?
—Así es. Un caso de identidad confundida. Otra persona que se parecía mucho a Demjanjuk era el verdadero Ivan el Terrible. Y sigue vivo.
—Oh —dijo Molly—. Oh.
—Exacto: Burian Klimus se parece a Demjanjuk… al menos un poco.
—Pero eso no es razón suficiente para pensar que puede ser un criminal de guerra.
Pierre miró hacia arriba. La estela de un avión había partido por la mitad el cielo sin nubes.
—¿Recuerdas que te conté que un agente federal vino a verme después del ataque de Chuck Hanratty? Bien, pues he descubierto que trabaja para la sección del Departamento de Justicia que persigue a los nazis.
—Me cuesta creer que un hombre que ha ganado el Premio Nobel pueda ser tan malo.
—En fin, no ganó el Nobel de la Paz. De todas formas, el encargado de las cámaras de gas, Ivan Marchenko, había sido un prisionero de guerra antes de presentarse voluntario con los nazis. ¿Quién sabe lo que hacía antes de la guerra, o qué hizo después? ¿Quién sabe qué nivel de educación tenía?
—Pero un Premio Nobel…
—¿Sabes quién era William Shockley?
—Mmm… ¿el inventeur del transistor?
Pierre sonrió.
—Tramposa.
Molly se ruborizó un poco.
—Bueno, pues sí, Shockley inventó el transistor, y ganó el Premio Nobel por ello en 1956. También era un racista fanático. Decía que los negros eran genéticamente inferiores a los blancos, y que los únicos negros listos lo eran porque tenían algo de sangre blanca. Defendía la esterilización de los pobres, así como la de cualquiera con un CI inferior a la media. Créeme, he leído bastantes biografías de ganadores del Premio Nobel como para saber que no todos eran buenas personas.
—Pero si Klimus es ese Ivan Marchenko…
—Si es Marchenko, entonces… —Pierre miró hacia el estómago de su mujer—. Entonces el niño es de Marchenko.
—Oh, mierda… ni siquiera se me había ocurrido. —Ella bajó la mirada—. Pienso en él como tu hijo…
Pierre sonrió.
—Yo también. Pero si es el hijo de Ivan el Terrible, puede… puede que no queramos continuar con el embarazo.
Habían llegado a la plaza interior de Sather Gate. Pierre se movió hacia uno de los bancos. Los dos se sentaron, y él le rodeó los hombros con el brazo.
Ella le miró.
—Ya sé que sólo hace un día que sabemos con seguridad que estoy embarazada, pero yo me he sentido embarazada desde la implantación. Y lo había esperado tanto tiempo…
Pierre le acarició el brazo.
—Podríamos intentarlo de nuevo, ir a una clínica normal.
Molly cerró los ojos.
—Es mucho dinero. Y tuvimos suerte de que la implantación funcionase a la primera.
—Pero si el niño es de Marchenko…
Molly miró a su alrededor. La gente caminaba en todas las direcciones. Algunas palomas estaban contoneándose a unos pocos metros.
—Sabes que te quiero, Pierre, y admiro el trabajo que haces como genetista. Y sé que los genetistas piensan «de tal palo, tal astilla». Pero sabes cuál es mi especialidad: la psicología del comportamiento, como la enseñaba el buen y viejo B.F. Skinner. Creo sinceramente que no importa quiénes sean los padres biológicos, mientras el niño tenga un padre cariñoso y una madre que le cuide.
Pierre pensó en ello. Habían discutido el tema algunas veces durante sus largos paseos, pero nunca había esperado que se convirtiese en algo más que un debate intelectual. Pero ahora…
—Tú podrías saberlo con certeza. Podrías leer la mente de Klimus.
Molly se encogió de hombros.
—Lo intentaré, pero sabes que no puedo escudriñar en su mente. Tiene que estar pensando (en inglés, y de forma articulada) sobre el tema. Eso es todo lo que puedo leer, no lo olvides. Podríamos intentar manipular la conversación para que sus pensamientos se volviesen hacia su pasado nazi, pero a menos que formule una frase, no podré leerlo. —Cogió la mano de Pierre y la puso sobre su estómago—. Pero aunque Klimus sea un monstruo, este niño es nuestro.
Era la última hora de la tarde en la Costa Oeste, y en Washington debía de haber anochecido. Pierre se abrió camino por el sistema de buzones de voz del Departamento de Justicia hasta llegar al que buscaba.
—Aquí el agente Avi Meyer. Estaré en Lexington, Kentucky, hasta el lunes 8 de octubre, pero compruebo mi buzón de voz con frecuencia. Por favor, deje su mensaje al oír la señal.
¡Beeep!
—Señor Meyer, soy el doctor Pierre Tardivel, del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley… ¿Me recuerda? Mire, una mujer de nuestro personal fue asesinada anoche. Necesito hablar con usted. Llámeme aquí o a mi casa. El número es el…