CAPÍTULO 22

Era temprano, Pierre y Molly contemplaban juntos en su cuarto de baño la tira de papel de la prueba. Una segunda señal azul apareció en la superficie blanca.

—Oui? —dijo Pierre.

—Uau… Uau.

Pierre besó a su esposa.

—Felicidades.

—Vamos a ser padres —dijo ella en tono soñador.

Pierre le acarició el pelo.

—No creí que me pudiera pasar. No a mí.

—Será maravilloso.

—Vas a ser una madre estupenda.

—Y tú un padrazo.

Pierre sonrió ante la idea.

—¿Prefieres que sea niño o niña?

—Podíamos habérselo dicho a Burian, para que eligiese el esperma. Hay una diferencia, ¿no?

Pierre asintió.

—No lo sé. Supongo que una niña, pero es sólo por mi familia, mi madre, mi hermana y yo estuvimos solas bastante tiempo antes de que Paul apareciera. No sé cómo me las apañaría con un niño.

—Estupendamente, seguro.

—¿Tú tienes alguna preferencia?

—¿Yo? No, creo que no. Ya sé que se supone que cada hombre quiere un hijo para jugar a la pelota con él, pero… —Se calló, decidido a no completar el pensamiento—. Creo que una niña sería más sencillo.

Molly no se había dado cuenta de aquello, o había preferido pasarlo por alto.

—En realidad no me importa lo que sea —dijo al fin, con la voz todavía embelesada— mientras esté sano.

Después de un largo día en el Centro Genoma Humano, Joan Dawson estaba contenta de volver a casa. Como todas las noches, había caminado aproximadamente un kilómetro y medio desde la estación de la Bahía. A su edad no estaba para muchos trotes, pero se pasaba el día tras su escritorio, y los diabéticos tienen que vigilar su peso.

No había nadie por los alrededores; vivía en un vecindario muy tranquilo. Cuando ella y su marido compraron la casa en 1959, había muchas familias jóvenes. El barrio había crecido con ellos, pero las casas ya estaban fuera del alcance de las parejas jóvenes modernas. Ahora era una zona sobre todo para gente mayor… los más afortunados seguían juntos, pero muchos otros, como Joan, habían perdido a sus cónyuges con los años. Su Bud había muerto en 1987.

Joan recorrió el camino delantero de su casa, abrió el buzón, pasó la facturas, sonrió al ver que había llegado el último número del Ellery Queen's Mystery Magazine, buscó sus llaves y entró. Encendió la luz del porche, se dirigió a su salita, y…

—¿Joan Dawson?

El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho. Se dio la vuelta. Un joven blanco de cabeza rapada y calaveras tatuadas en los antebrazos la estaba mirando con sus pálidos ojos azules.

Joan todavía sujetaba su bolso. Se lo alargó.

—¡Cójalo! ¡Cójalo! ¡Puede quedarse con el dinero!

El hombre llevaba una camiseta negra de Megadeath, un chaleco vaquero, pantalones vaqueros con artísticos cortes y zapatillas Adidas grises. Meneó la cabeza.

—No es su dinero lo que quiero.

Joan empezó a retroceder, sosteniendo todavía el bolso ante ella, pero ahora como si fuese un escudo.

—¡No! No… hay joyas arriba. Montones de joyas. Puede quedárselas.

—Tampoco quiero sus joyas. —Empezó a acercarse a ella.

Joan había llegado a la mesita de café. Tropezó, cayendo sobre el tablero de cristal, que se rompió con el sonido de un disparo. Se puso en pie como pudo, sintiendo un agudo dolor en el tobillo: se lo había torcido al caer.

—Por favor. Por favor, eso no.

El cabeza rapada se quedó quieto por un momento, con una expresión de disgusto en la cara.

—Joder, señora, no sea asquerosa. Podría ser mi abuela.

Joan sintió una oleada de esperanza luchando por salir a la superficie.

—Gracias —dijo—. Gracias, gracias, gracias. —Estaba con la espalda contra el áspero ladrillo de la chimenea.

El hombre abrió su chaleco. Llevaba un largo cuchillo de caza de un solo filo y empuñadura negra en una vaina bajo el brazo. Sacó el arma y se divirtió durante un segundo enviando un reflejo de brillo a la cara horrorizada de la mujer.

Joan alargó la mano en busca del atizador, lo cogió y lo alzó en el aire.

—¡Atrás! ¿Qué es lo que quiere?

El hombre sonrió abiertamente, mostrando los dientes manchados de tabaco.

—Quiero que muera.

Ella tomó aire como preludio a un grito, pero antes de que pudiera lanzarlo, el hombre arrojó su cuchillo, que se clavó en el pecho de Joan hasta la mitad de la hoja. Ella cayó al suelo ante la chimenea, con la boca abierta en la perfecta O del grito muerto antes de nacer.

Pierre sentado ante su terminal UNIX. El monitor estaba encendido, pero no lo leía; estaba hojeando el Daily Californian, el periódico de los estudiantes de la UCB. Noticias sobre el equipo de fútbol americano del campus; grandes debates sobre la supresión de las cuotas raciales para los estudiantes; una carta al director protestando contra Felix Sousa.

La mente de Pierre vagó de vuelta a la última vez que había hablado con alguien sobre Sousa. Había sido aquel extraño tipo con cara de bulldog que irrumpió en el laboratorio tres meses atrás. Ari algo. No, no… Ari no. Avi. Avi… Avi Meyer, eso era.

Pierre no había llegado a saber de qué iba todo aquello. Cerró el periódico y volvió a su ordenador, abriendo una ventana al banco de datos de teléfonos gubernamentales en CD-ROM, accesible desde la red de área local.

Avi Meyer le había dicho que trabajaba para el Departamento de Justicia. La base de datos no tenía listados de agentes, pero Pierre encontró un número de consulta general en Washington. Resaltó el número, apretó la tecla para abrir su programa de teléfono, señaló la opción de llamada personal en la ventana que acababa de abrirse y dejó que su módem hiciese la llamada por él mientras cogía el auricular.

—Justicia —dijo una voz femenina al otro extremo de la línea. Faltan la Verdad y el Modo de Vida Americano, pensó Pierre.

—Hola —dijo—. ¿Tienen ahí a alguien llamado Avi Meyer?

Ruido de teclado.

—Sí. Ahora está fuera de la ciudad, pero puedo pasarle a su buzón de voz, o ponerle con una recepcionista de la OIE.

—¿OIE?

—Oficina de Investigaciones Especiales —dijo la voz.

—Oh, claro. Bueno, si no está ya volveré a llamar, gracias. —Colgó, hizo clic en su icono de CompuServe y conectó con Magazine Database Plus, que se había convertido en su herramienta de investigación favorita desde que la descubriera un par de meses atrás. Tenía el texto completo de todos los artículos de más de doscientas revistas de información general y especializada, incluyendo publicaciones como Science y Nature, desde 1986. Introdujo dos órdenes de búsqueda: «Investigaciones Especiales» y «OIE», especificando en ese último caso que se trataba de una palabra.

El primer resultado de la búsqueda fue un artículo de People sobre el actor Lee Majors. En su serie de los años 70 El hombre de los seis millones de dólares había trabajado para una ficticia agencia gubernamental llamada la OIE. Pierre continuó buscando.

El segundo resultado dio en el blanco: era un artículo de 1993 aparecido en el New Republic. La frase resaltada empezaba: «La conducta del mayor enemigo de Demjanjuk en este país, la Oficina de Investigaciones Especiales, que puso en marcha las redes de la injusticia contra él…».

Pierre leyó, fascinado. La OIE era de hecho parte del Departamento de Justicia: una división fundada en 1979, consagrada a descubrir a los criminales de guerra nazis y sus colaboradores en los Estados Unidos.

El caso contra el tal Demjanjuk, un obrero del automóvil jubilado de Cleveland, un hombre sencillo que sólo había asistido cuatro años al colegio, había empezado como el primer gran éxito de la OIE. Se acusaba a Demjanjuk de ser Ivan el Terrible, un guardia en el campo de la muerte de Treblinka. Había sido extraditado a Israel, donde se le declaró culpable en 1988, tras el segundo de los dos juicios por crímenes de guerra celebrados allí. Como en el primero, el de Adolf Eichmann, Demjanjuk fue sentenciado a muerte.

Pero la reputación de la OIE quedó en entredicho cuando, en la apelación, el Tribunal Supremo de Israel revocó la condena de John Demjanjuk. En una revisión de lo ocurrido, el juez federal Thomas Wiseman señaló que la OIE no había cubierto «los mínimos requerimientos de la conducta profesional» en su actuación contra Demjanjuk, considerándole culpable de antemano e ignorando todas las pruebas de lo contrario.

Pierre siguió leyendo. La OIE había sabido que el hombre a quien buscaba se llamaba en realidad Marchenko, no Demjanjuk. Sí, John Demjanjuk había dado incorrectamente Marchenko como nombre de soltera de su madre al pedir la condición de refugiado, pero posteriormente dijo que no recordaba cuál era y por eso había dado un nombre habitual ucraniano.

Encontró más artículos sobre el asunto Demjanjuk en Time, Maclean's, The Economist, National Review, People y otras revistas. En parte encontraba interesante la historia de la vida de Demjanjuk por el matrimonio de sus propios padres, Elisabeth y Alain Tardivel. Demjanjuk se había casado con una mujer llamada Vera en un campo de refugiados el 1 de septiembre de 1947. No tenía nada de raro… salvo por el hecho de que cuando Vera y Demjanjuk se conocieron, ella ya estaba casada con otro expatriado, Eugene Sakowski. Sakowski se fue a Bélgica por tres semanas, y en su ausencia Demjanjuk le arrebató a Vera; cuando volvió, Vera se divorció de él y se casó con John.

Pierre dejó escapar su aliento en un largo suspiro. Parecía haber triángulos por todas partes. Se preguntó qué habría sido de su propia vida de haberse divorciado su madre de Alain Tardivel para poder casarse con Henry Spade.

Una frase en la pantalla atrajo su atención: era la descripción de Demjanjuk. La base de datos sólo contenía textos, no fotografías, pero empezó a formarse una imagen en la mente de Pierre: un ucraniano calvo, fornido, de cuello grueso, labios finos, ojos almendrados y orejas protuberantes.

Mierda…

No podía ser.

No podía ser.

A fin de cuentas, había ganado un premio Nobel.

Sí… y el jodido Kurt Waldheim había acabado como secretario general de la ONU.

Calvo, orejas salientes. Ucraniano.

Demjanjuk había sido identificado por aquellos rasgos. Pero Demjanjuk no había sido Ivan el Terrible.

Lo que significaba que otro lo había sido.

Alguien a quien los artículos llamaban Ivan Marchenko. Alguien que podía seguir vivo.

Burian Klimus era ucraniano, y él mismo había dicho que era calvo desde su juventud. Tenía las orejas grandes (lo que no era raro en un hombre de su edad), aunque a Pierre nunca le habían parecido protuberantes. Pero podía haberlas corregido con una pequeña operación años atrás.

Y Avi Meyer era un cazador de nazis.

Un cazador de nazis que había estado husmeando por el LLB…

Meyer había preguntado por varios genetistas, pero sin estar realmente interesado en todos ellos. Incluso se había referido a Donna Yamashita como Donna Yamasaki; no había forma de confundir el nombre de alguien a quien se estaba investigando de verdad.

Además, ni Yamashita ni Toby Sinclair eran lo bastante viejos para ser criminales de guerra.

Pero Burian Klimus lo era.

Pierre meneó la cabeza.

Dios.

Si tenía razón, si Meyer tenía razón…

… Molly llevaba en su seno al hijo de un monstruo.