CAPÍTULO 21

Aunque se había asignado un terreno para construir una instalación de genoma en el LLB, por el momento el Centro Genoma Humano estaba encajonado en el tercer piso del edificio 74, que formaba parte de la División de Ciencias de la Vida. En el edificio también se hacía investigación médica, lo que significaba que ni siquiera tenían que salir de él para encontrar un pequeño quirófano.

Fue la noche del viernes del largo fin de semana del Día del Trabajo*, la última fiesta del verano. Casi todos habían salido de la ciudad o estaban en casa, disfrutando del tiempo libre. Molly y Pierre se reunieron con Burian Klimus en su despacho. También estaban la doctora Gwendolyn Bacon y sus dos ayudantes, y los seis se dirigieron al piso inferior.

Pierre se quedó fuera con Klimus mientras Molly yacía en el quirófano. La doctora Bacon, una mujer flaca y bronceada de unos cincuenta años, con el cabello blanco como la nieve, esperó mientras uno de sus ayudantes administraba un sedante intravenoso a Molly. Después, la doctora insertó una larga y hueca aguja en la vagina de Molly. Observando con el equipo de ultrasonidos, usó succión para extraer una muestra de material. Las hormonas con las que había tratado a Molly debían haberle hecho madurar múltiples ovocitos en aquel ciclo, en vez de sólo uno como era habitual. El material fue transferido rápidamente a un vaso de Petri que contenía un caldo de cultivo, y el otro ayudante lo comprobó con el microscopio para asegurarse de que tuviera óvulos.

Cuando todo hubo terminado, Molly se vistió y Pierre y Klimus entraron en el quirófano.

—Tenemos quince óvulos —dijo la doctora—. ¡Buen trabajo, Molly!

Ella asintió, pero se apartó un poco, frotándose la sien derecha. Pierre reconoció las señales: le dolía la cabeza y quería poner una cierta distancia con los demás para conseguir algo de paz y silencio mental. El dolor de cabeza se debía sin duda a lo incómodo del procedimiento y aquellas luces tan brillantes, y probablemente se había intensificado por tener que escuchar los intensos pensamientos clínicos de la doctora mientras realizaba la extracción.

—De acuerdo —dijo Klimus desde el extremo de la habitación—. Ahora, si me dejan solo, me ocuparé de… del resto del procedimiento.

Pierre miró al hombre. Parecía un poco… bueno, embarazado era probablemente la palabra correcta. Al fin y al cabo, el viejo tenía que meneársela en un vaso de precipitados. Se preguntó por un momento qué usaría como ayuda. ¿El Playboy? ¿El Penthouse? ¿Las Actas de la Academia Nacional? El semen podía haberse recogido semanas antes, pero el esperma fresco tenía un noventa por ciento de posibilidades de fertilizar los óvulos, frente al sesenta por ciento del congelado.

—No fertilice todos los óvulos —dijo la doctora Bacon a Klimus—. Reserve la mitad.

Era un buen consejo. Era posible que el esperma de Klimus tuviera escasa movilidad (algo frecuente en los hombres de más edad) y no pudiera fertilizar los óvulos. Así, sería posible almacenar los óvulos para repetir el intento con otro donante, evitando a Molly otra sesión con la aguja. Una vez añadido el esperma de Klimus, la mezcla se pondría en una incubadora. Klimus volvería al día siguiente por la noche para comprobar el resultado: la fertilización debería ocurrir muy pronto, pero pasaría como mínimo un día antes de que pudiera ser detectada. Klimus llamaría a Pierre y Molly y a la doctora Bacon para decirles el resultado, y si disponían de óvulos fertilizados, volverían todos la noche siguiente, la del domingo, momento en el que los embriones estarían ya en la fase de cuatro células, listos para su implantación: la doctora Bacon insertaría cuatro o cinco directamente en el útero de Molly a través del canal cervical.

Si ninguno se implantaba, volverían a intentarlo. Si uno o dos lo conseguían, un test de embarazo corriente daría resultado positivo entre diez y catorce días después. Si resultaban implantados más óvulos… bueno, Pierre había oído hablar de un método llamado «reducción selectiva», (otra razón para negarse a utilizar su propio esperma): la reducción selectiva se hacía a las pocas semanas de embarazo, utilizando ultrasonidos para localizar los fetos más accesibles e inyectar veneno directamente en sus corazones.

—Bueno —dijo la doctora Bacon—. Yo me voy a casa. Mantengan los dedos cruzados.

—Muchas gracias —respondió Molly, sentada en una silla al otro lado de la habitación.

—Sí, muchas gracias —dijo Pierre—. De verdad.

—Lo he hecho encantada —contestó ella, marchándose con sus ayudantes.

—Ustedes dos también deberían marcharse —dijo Klimus—. Salgan a cenar, distráiganse. Les llamaré mañana por la noche.

El teléfono sonó en la sala de estar de Pierre y Molly a las 8:52 de la noche siguiente. Se miraron uno a otro con ansiedad, dudando de quién debía atender la llamada.

Pierre asintió y Molly se lanzó a coger el teléfono, llevándose el auricular a la cara.

—¿Diga? ¿Sí? ¿De verdad? ¡Oh, es magnífico! ¡Maravilloso! Muchas gracias, Burian. ¡Muchísimas gracias! Sí, sí, mañana. Estaremos ahí a las ocho. ¡Un millón de gracias! Hasta mañana.

Pierre ya se había levantado y abrazaba la cintura de su esposa desde atrás. Molly dejó el auricular.

—¡Tenemos siete óvulos fertilizados!

Pierre hizo que se girase y le dio un apasionado beso. Sus lenguas bailaron un tiempo y él le acarició los pechos. Cayeron sobre el sofá e hicieron el amor de forma caliente y salvaje, primero lamiéndose y besándose. Ella le tomó en su boca mientras él le daba lengüetazos y, después, por supuesto, Pierre introdujo su pene en el cuerpo de Molly, empujando, empujando como si intentase impulsar su propio esperma a través de las bloqueadas trompas de Falopio de ella, explotando al final en un orgasmo. Después los dos se quedaron tumbados, acariciándose agotados.

Pierre supo que, durante el resto de su vida, pensaría en aquella espectacular sesión de amor como el momento en que su hijo había sido concebido.

Craig Bullen entró en el ultramoderno despacho del 37º piso del edificio de Seguros Médicos Cóndor en San Francisco. Sentado a su escritorio como cada día laborable de los últimos cuarenta años estaba Abraham Danielson, el fundador de la compañía. Bullen tenía unos sentimientos mezclados hacia el viejo. Era un bastardo costroso, desde luego, pero le había escogido quince años atrás, cuando Bullen se graduó en la Escuela de Negocios Empresarial de Harvard. Le había dicho «eres el chaval más codicioso que he visto en muchos años». Danielson ya era viejo entonces, y se lo había dicho como un cumplido. Le había hecho ascender en la compañía, y ahora Bullen era el Consejero Delegado. Pero Danielson seguía al timón, y Bullen solía hacer comprobaciones con él. Pero aquel día la cara de Danielson estaba más arrugada de lo habitual, y su ceño fruncido realzaba el efecto.

—¿Cuál es el problema?

Danielson hizo un gesto hacia la copia impresa que tenía sobre el escritorio.

—Proyecciones para el próximo año fiscal —dijo con voz ruda y seca—. Aún nos va bastante bien en Oregón y Washington, pero esa nueva ley antidiscriminación genética nos va a hacer polvo aquí en el norte de California. Tenemos muchas nuevas pólizas de gente que nunca se había asegurado antes, así que eso ha subido un poco el nivel. Pero el año siguiente y todos los demás, muchas de esas personas empezarán a mostrar síntomas, y a presentar reclamaciones. —Suspiró con un sonido áspero, como el papel—. Creí que estábamos a salvo cuando esa zorra presuntuosa de Hillary Clinton se cayó de morros, pero si los estados de Oregón o Washington adoptan una ley parecida, demonios, puede que tengamos que cerrar el quiosco.

Bullen meneó ligeramente la cabeza. Ya había oído cosas así de Danielson, pero empeoraba con los años.

—Estamos presionando como locos en Salem y Olympia —dijo intentando tranquilizar al viejo—. Y la Asociación de Compañías Aseguradoras está luchando duro en Washington D.C. contra cualquier regulación federal similar. La ley de California es una aberración, seguro.

—¿Dónde está ese realismo de ojos de acero, Craig? Los días de ganancias están contados. Cristo, si pudiera conseguir un buen precio, vendería mi treinta y tres por ciento y me largaría. —Danielson volvió a suspirar y levantó la mirada—. ¿Querías verme por algo?

—Sí, y está relacionado con el tema, en cierto modo. Tenemos una carta de un genetista del —consultó la hoja que llevaba— Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley. Pone objeciones a la cláusula que anima a interrumpir los embarazos genéticamente defectuosos.

El viejo alargó una huesuda mano hacia la carta y echó un vistazo al texto.

—«Bioética» —dijo despectivo—. Y «el lado humano de la ecuación». —Soltó un bufido—. Al menos, no menciona Un mundo feliz.

—Sí, sí que lo hace. Donde dice «pesadilla huxleyana».

—Dile que se vaya al infierno —dijo Danielson, devolviéndole la carta a su protegido—. Ese tipo en su torre de marfil no sabe nada del mundo real.

Pierre había conservado la copia del expediente de Chuck Hanratty durante ocho semanas. Ansiaba hablar con la viuda de Bryan Proctor, pero no había querido molestarla hasta que hubiese pasado un período de tiempo decente desde el asesinato de su marido.

Pero ahora lamentaba la espera: la viuda parecía haberse mudado. Volvió a comprobar la dirección. No había duda: aquel oscuro edificio de apartamentos unas pocas manzanas al sur de Chinatown, era el lugar donde había vivido Bryan Proctor. Pero aunque había veintiún nombres en el llamador del portal, ninguno de ellos era Proctor. Pierre estaba a punto de rendirse y volver a casa cuando decidió probar con el encargado: apretó el botón y esperó.

—¿Sí? —dijo una voz femenina entre la ruidosa estática.

—Hola, busco a la señora Proctor.

—Pase. Puerta uno-cero-uno.

Oyó un chasquido en la puerta, seguido por un molesto zumbido. Se le hizo la luz… ¡por supuesto! Bryan Proctor debía de ser el encargado; por eso no aparecía su nombre.

Caminó por el corredor. Era un edificio en malas condiciones, con la moqueta sucia y gastada. La puerta 101 estaba junto al único ascensor. Una mujer grande con una de esas barbillas como pelotas de golf que tiene a veces la gente estaba en la puerta abierta. Llevaba unos vaqueros viejos y una andrajosa camiseta blanca.

—¿Sí? —dijo a guisa de saludo—. El apartamento vacante está en el segundo piso. Necesitamos el alquiler del primer mes y el último, más referencias.

Pierre había visto el anuncio de un apartamento de dos habitaciones al acercarse al edificio.

—No he venido por eso. Perdone que no llamase antes, pero su número no está en la guía, y… bueno, no sé por dónde empezar. Lamento mucho la pérdida de su marido.

—Gracias —dijo ella con cautela, estrechando los ojos—. ¿Conocía usted a Bryan?

—No, no.

—Entonces, si está intentando venderme algo, le ruego que me deje en paz.

Pierre negó, asombrado; debía de parecer Willy Loman*.

—No es nada de eso. Sólo… verá me llamo Pierre Tardivel.

La mujer le miró inexpresivamente.

—¿Y?

—Soy la última persona a la que atacó Chuck Hanratty. Estaba allí cuando murió.

—¿Usted mató a ese bastardo?

—Mmm… sí.

Ella se hizo a un lado.

—Pase por favor. ¿Quiere tomar algo? ¿Café? ¿Una cerveza?

Le guio hasta la salita. Sólo había dos librerías, una estaba llena de trofeos de bolos y la otra de CDs. Había un libro de bolsillo abierto boca abajo sobre la mesita: una novela rosa de la colección Arlequín.

—Una cerveza estaría bien.

—Siéntese en el sofá y ahora se la traigo. —La mujer despareció durante unos momentos, y Pierre siguió observando la estancia. Había ejemplares del National Enquirer y TV Guide** sobre un televisor que parecía tener quince años. No había cuadros enmarcados, pero sí un póster del Gran Cañón sujeto con cinta adhesiva amarillenta. No había indicios de que los Proctor hubiesen tenido hijos. Pudo ver tarjetas de pésame alineadas a lo largo de la tapa de un viejo tocadiscos.

La señora Proctor volvió con una lata de Budweiser. Él tiró de la anilla, tomó un trago, y contuvo una mueca: nunca se acostumbraría al pis de vaca que los estadounidenses llamaban cerveza.

—Es mejor así —dijo la señora Proctor, sentándose en una silla—. Aunque hubieran cogido a Hanratty, hubiera vuelto a la calle en un par de años. Mi marido está muerto, pero no era nadie importante. No habrían llevado a Hanratty a la silla por eso.

Pierre no dijo nada durante un rato, pero al fin habló.

—Hanratty me atacó… pero no fue un atraco cualquiera. Iba a por mí expresamente.

—¿De veras? La policía me dijo…

—No, iba a por mí. Él… bueno, lo dijo.

Sus ojillos porcinos se ensancharon.

—¿En serio?

—Pero yo no le había visto en mi vida. Demonios, sólo llevo un año en California.

—No me sorprende.

—¿Perdón?

—Tiene un acento del carajo.

—Oh, bueno, soy de Montreal.

—¿De ahí arriba en Canadá?

—Sí.

—Uno de nuestros antiguos inquilinos encontró trabajo en Vancouver. Quizá le conozca.

Pierre sonrió indulgentemente.

* Willy Loman es el atribulado vendedor de «Muerte de un viajante».

** En España, los equivalentes podrían ser, respectivamente; «El caso» y «Teleprograma».

—Señora, Canadá es más grande que los Estados Unidos. Vancouver está bastante lejos de donde yo vivía.

—¿Más grande que Estados Unidos? Venga ya. Éste es el país más grande del mundo.

Pierre puso los ojos en blanco, pero decidió no insistir.

—En todo caso, Hanratty iba a por mí en particular. Me preguntaba si también tendría algo contra su marido.

—No me lo imagino. La policía dijo que fue un robo. El tipo no esperaba que mi marido estuviese en casa. Probablemente pensaba que al ser encargado tendría herramientas que valdría la pena robar. Sí que las tenía, pero las guardaba en el cuarto de las calderas, no aquí. Se ve que Bryan sorprendió al bastardo, y él le pegó un tiro.

—Ya veo. ¿Pero y si iba a por su marido, no a por las herramientas?

—¿Por qué?

—Bueno, no lo sé. Simplemente me pregunto si él y yo teníamos algo en común. Hanratty era miembro de un grupo neonazi. Puede que yo no le gustase por ser extranjero, por ejemplo.

—Mi Bryan nació aquí en los buenos y viejos Estados Unidos. En Lincoln, Nebraska, para ser exactos.

—¿Y en cuanto a política?

—Republicano… aunque a veces le costaba mover el culo para votar.

—¿Religión?

—Presbiteriano.

—¿Fue a la universidad?

—¿Bryan? —rio ella—. Dejó el colegio en octavo. Pero no era tonto, ojo. Era un buen hombre, y podía arreglar casi cualquier cosa. Pero no fue mucho a la escuela.

—Era mayor que yo, ¿no?

—Depende. ¿Es usted tan joven como parece?

—Tengo treinta y tres años.

—Mi Bryan tenía cuarenta y nueve. —Ella pareció entristecerse un poco—. No hay nada peor que morir joven, ¿verdad?

Él asintió. Nada peor.

Pierre miró la mesa del laboratorio. Desde que era pequeño, había odiado limpiar y ordenar las cosas. Volverlas a poner en su sitio no era tan divertido como sacarlas. Pero era algo que tenía que hacerse. Había vasos y retortas por todas partes, y muchos de los recipientes debían ser cuidadosamente lavados: al fin y al cabo, un laboratorio de biología molecular era un perfecto criadero de gérmenes.

Desmontó la retorta y la puso en uno de los armarios. Después tomó un vaso de precipitado y lo llevó al fregadero, enjuagándolo con agua fría y poniéndolo a secar en un soporte. Después cogió los vasos de Petri y los puso en una bolsa de desechos especial. Volvió a la mesa y, al coger una gran redoma, vio cómo caía de su mano temblorosa. Había cristales rotos por todas partes, y el contenido salpicó de amarillo las baldosas.

Pierre soltó un taco en francés. Sólo estoy cansado, se dijo. Ha sido un día muy largo, y estoy distraído por mi charla con la viuda de Proctor. Necesito una buena noche de sueño.

Cansado. Nada más que eso.

Y, sin embargo… Dios, ¿tendría que pasar por eso cada vez que se le cayese algo? ¿Cada vez que tropezase? ¿Cada vez que chocase con una pared?

¡Joder! ¡Sólo-estaba-cansado! Cansado. Punto.

A menos que…

A menos fuese la puta enfermedad de enfermedad de Huntington asomando por fin su monstruosa cabeza.

No. No era nada.

Nada.

Llevó el recogedor al cubo de basura y lo vació.

Mañana todo iría bien.

Seguro, estupendo.