Era de noche. Dos oficiales de policía, una blanca y otro negro. Una acera salpicada de sangre. Un hombre llamado Chuck Hanratty muerto y su cadáver en una ambulancia. Pierre se estremeció en la brisa nocturna, su camisa convertida en un trapo empapado de sangre.
—Mire, es más de medianoche —dijo el policía negro a Molly— y, francamente, su amigo parece un poco ido. ¿Qué les parece si la oficial Granatstein y yo les acercamos a casa? Pueden pasar mañana por la comisaría para hacer su declaración —le dio su tarjeta.
—¿Por qué iba a querer atacarme un neonazi? —preguntó Pierre, saliendo poco a poco del shock nervioso.
El policía encogió sus anchos hombros.
—Ningún misterio. Quería su cartera y su bolso.
Pero Molly había leído la mente del hombre, y sabía que no se trataba de un simple atraco, sino de un atentado deliberado contra la vida de Pierre. Cogió suavemente la mano de su marido y le guio hacia el coche patrulla.
Pierre y Molly estaban en la cama. Ella le abrazaba estrechamente.
—¿Por qué iba a atacarme un neonazi? —se preguntó Pierre de nuevo. Estaba todavía muy afectado—. Demonios, ¿por qué iba a tomarse nadie la molestia de matarme? Al fin y al cabo… —Su voz se apagó, pero Molly pudo leer la frase ya formulada en inglés: Al fin y al cabo, pronto estaré muerto de todas formas.
Ella sacudió la cabeza tanto como se lo permitió su almohada.
—No sé por qué, pero iba a por ti. A por ti en particular.
—¿Estás segura? —La voz de Pierre al hacer la pregunta traicionaba su débil esperanza de que Molly se equivocase.
—Cuando pasamos junto a él, Hanratty estaba pensando «Ya era hora de que apareciese el jodido franchute».
Pierre se envaró ligeramente.
—No puedes decirle eso a la policía.
—Claro que no. —Molly forzó una pequeña risa—. De todas formas, no me creerían. Pero alguien llamado Grozny le había encargado que te matase… y al parecer, ya había matado a otros por orden suya.
Pierre todavía estaba intentando digerirlo. Un hombre había muerto justo delante de él. Sí, había sido defensa propia, pero podía decirse que Pierre le había matado. Había cruzado el continente hasta el hogar del amor libre y el movimiento pacifista, y había terminado con las manos manchadas de la sangre de un ser humano.
Un cuchillo cortando el cuerpo del hombre; Molly sobre su espalda, Pierre haciéndole caer.
Si Hanratty hubiese dejado caer el cuchillo. Si sólo…
Muerto.
Muerto.
No podía sacudirse el espanto, no podía escapar del dolor.
Se tomaría el día libre… algo que nunca había hecho antes salvo en su luna de miel.
—Quizá debas hablar con algún profesional —dijo Molly—. Ingrid hizo un estudio con los veteranos de la Tormenta del Desierto, y podría recomendarnos a alguien que trate la tensión postraumática.
Pierre sacudió la cabeza. También habían intentado llevarle a un psicólogo cuando resultó ser un sujeto de riesgo de la enfermedad de Huntington. Pero parecía algo interminable: no había tenido tiempo para ello.
—Estaré bien —dijo, pero sus palabras sonaron huecas.
Molly asintió y siguió abrazándole.
Avi Meyer estaba sentado ante su escritorio metálico en la central de la OIE en Washington. Su ventana, con los estores en ángulo para bloquear la mayor parte de la luz solar, dominaba la cuadrícula de la calle K. Era mediodía y ya se notaba la barbilla áspera, al pasarse la mano.
Entró Susan Tuttle, su ayudante.
—Pasternak acaba de mandarnos un fax… puede que te interese.
—¿Qué es?
—Hace dos días mataron a un neonazi de San Francisco llamado Chuck Hanratty.
—¿Qué edad tenía?
—¿Hanratty? Veinticuatro.
Avi hizo un gesto de rechazo con la mano.
—No era lo bastante viejo para ser un criminal de guerra. ¿Y aparte de que hay un capullo menos en el mundo, por qué cree Pasternak que puede interesarme?
—Hanratty murió en una pelea al intentar atracar a un francocanadiense llamado Pierre Tardivel.
Avi frunció el ceño.
—¿Y?
—Y el tal Tardivel trabaja en Berkeley, en el Centro Genoma Humano, así que su jefe es…
Las pobladas cejas de Avi se elevaron.
—Burian Klimus.
—Exacto.
Avi apuñaló el botón del intercomunicador de su escritorio.
—¿Pam?
—¿Sí? —respondió una voz femenina.
—Necesito un vuelo a California…
Cuando Pierre fue a la comisaría de Berkeley para cumplimentar su declaración, pidió al policía negro (resultó llamarse Munroe) más información sobre Chuck Hanratty. Realmente, Munroe no tenía mucho que agregar. Hanratty había vivido, y sido arrestado con frecuencia, en San Francisco. Tras pensarlo durante un día, Pierre decidió conducir a través del puente de Oakland Bay y probar suerte en la central de policía de San Francisco.
Llovía. El puente daba a la 101, y la central estaba justo al sur, en el 850 de Bryant, entre las calles Sexta y Séptima. Pierre plegó su paraguas, entró en el edificio y recorrió un corto pasillo hasta el mostrador del sargento de entrada, un corpulento hombre blanco de pelo negro y rizado sobre una cabeza en forma de torta. Tenía un monitor de ordenador bajo el escritorio, visible a través de un cristal en el tablero. Estaba leyendo algo en él, pero levantó la vista cuando Pierre carraspeó.
—Sí, ¿en qué puedo ayudarle?
Pierre no estaba seguro de cómo empezar.
—Sufrí un atraco hace poco.
—¿Oh, sí? ¿Quiere presentar una denuncia?
—No, no. Ya he hecho la declaración, allí en Berkeley. Sólo estaba buscando algo más de información. El tipo que me atacó vivía aquí, y… bueno… murió en la pelea. Cayó sobre su propio cuchillo.
—¿Cómo ha dicho usted que se llama?
—Tardivel. T-A-R-D-I-V-E-L.
El sargento tecleó en su ordenador.
—¿Puedo ver alguna identificación?
Pierre abrió la cartera y encontró su permiso de conducir de Québec. El sargento lo miró, asintió y volvió a su monitor.
—Bien, señor, no sé qué tipo de información desea. Si el atracador murió, no vamos a estar buscando sospechosos.
—Claro, lo entiendo. Simplemente me interesan los demás casos en los que estuviese implicado.
El sargento le miró con sospecha.
—¿Por qué?
Pierre pensó que la verdad sería lo más sencillo.
—Los policías de Berkeley me dijeron que Hanratty era miembro de un grupo neonazi. Me he roto la cabeza pensando qué podría tener contra mí.
—¿Es usted judío?
Pierre meneó su cabeza.
—Pero es extranjero. A los cabezas rapadas no les gustan los inmigrantes.
—Ya lo supongo, pero… bueno, me pregunto si podría ver su expediente.
El policía miró a Pierre durante unos momentos.
—Lo dudo —dijo por fin.
—Pero…
—Esto no es una biblioteca pública. Su caso está cerrado. Si su compañía de seguros necesita algún documento para una reclamación, puede ponerse en contacto con nosotros o con la policía de Berkeley por los canales habituales. Olvídese de otra cosa.
Pierre pensó por un momento en insistir, pero comprendió que no serviría de nada. Dejó caer un sarcástico «Merci beaucoup» y se volvió hacia la salida. Todavía estaba lloviendo, por lo que se detuvo en la puerta para abrir el paraguas. Mientras lo hacía, su mirada pasó por el directorio del edificio, hecho de pequeñas letras blancas de plástico en un panel negro cubierto por un cristal.
Forense, 314.
Pierre enarcó las cejas y miró hacia atrás. El sargento estaba leyendo con la cabeza inclinada hacia abajo. Pierre pasó disimuladamente y entró en el ascensor.
Bajó en el tercer piso. En la puerta de la sala 314 había un letrero de «Forense», con dos nombres en letra más pequeña: H. Kawabata y J. Howells. Abrió la puerta y asomó la cabeza al interior.
—¿Hola?
Una alta y cuarentona mujer asiática apareció desde un panel de separación. Llevaba el pelo rubio cortado a lo paje, tres anillos en la mano derecha, una pulsera de cadena en la misma muñeca, una gargantilla a juego, y dos pequeños remaches en la oreja izquierda. Tenía puesta sin abotonar su bata blanca de laboratorio, encima de un traje pantalón rosa. Su lápiz de labios hacía juego con el traje.
—¿Qué desea? —dijo sin preámbulos.
A Pierre no le gustaba presuponer, pero aquello parecía una apuesta segura.
—¿Señorita Kawabata?
—Sí, soy yo.
Pierre sonrió y pasó al interior.
—Perdone. Estaba en el edificio por otro asunto y no he podido resistirme a pasar. Sé que tenía que haber concertado una cita, pero…
La voz de la mujer asiática se endureció un poco.
—Todas las compras se hacen a través de la oficina del cuarto piso.
Pierre meneó la cabeza. Quizá tendría que mejorar su gusto para las chaquetas deportivas.
—No soy un vendedor, sino un genetista. Trabajo en el Centro Genoma Humano del LLB.
Ella se llevó una mano a los labios.
—¡Oh, lo siento! Pase, pase, ¿señor…?
—Tardivel. Doctor Pierre Tardivel.
—Yo soy Helen —dijo la mujer extendiendo su mano—. Hice mi trabajo de graduación en la UCB. He oído que ahora tienen a ese ganador del Nobel a cargo de todo, cómo se llama…
—Burian Klimus.
Helen asintió.
—Eso es, la Técnica Klimus… Un gran método; estamos empezando a usarla aquí. ¿Cómo es trabajar para él? —Pierre decidió ser sincero—. Es un bruto. Por suerte, últimamente pasa mucho tiempo en el Instituto de los Orígenes Humanos; se ha interesado por el ADN de Neanderthal.
Ella sonrió.
—Una vez le vi en la tele: parecía lo bastante viejo para conocerlo por experiencia propia.
Pierre rio y echó una mirada a la sala. Como casi todos los laboratorios que había visto, tenía algunos chistes de Far Side pegados a los archivadores.
—Tienen un buen equipo.
Helen miró los centrifugadores, microscopios y demás aparatos, como si estuviese evaluándolos.
—Cumple con su función. No tenemos tanto trabajo con ADN como me gustaría, pero es emocionante cuando testifico ante el tribunal. Crucificamos a un violador múltiple la semana pasada: no se merecía nada mejor.
—Leí sobre el caso en el Chronicle. Enhorabuena.
—Gracias.
—Sabe, me pregunto si podría ayudarme. Yo… fui atacado la semana pasada; por eso estoy aquí. Quería descubrir qué podía tener contra mí esa persona en particular, y…
—Y le han mandado a paseo, ¿no?
Pierre sonrió.
—Exactamente.
—¿Qué quiere saber?
—Uno de los policías que llegaron me dijo que el atacante era un neonazi, y que tenía muchos antecedentes. Me preguntaba si no habría algo más de información disponible.
Helen frunció el ceño.
—¿De verdad está en el Centro Genoma Humano?
Pierre iba a sacar su cartera, pero en lugar de ello, sonrió.
—Póngame a prueba.
Los ojos de Helen lanzaron un destello.
—Veamos… ¿Qué es un riflip?
—Polimorfismo de longitud de fragmento restringido —dijo él de inmediato—. Es la variación de una persona a otra en el tamaño de las piezas de ADN cortadas por una enzima de restricción específica.
—Me encantaría visitar tu laboratorio, Pierre.
Esa vez, él sacó la cartera y le dio una de sus tarjetas. Tenía tarjetas nuevas desde el mes pasado, cuando el laboratorio cambió su nombre a Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley.
—Cuando quieras.
Ella se acercó a su escritorio y guardó la tarjeta en una cajita de metal. Después se colocó ante su terminal.
—¿Por dónde empezamos?
—El hombre que me atacó se llamaba Chuck Hanratty. Aún no sé por qué iba a por mí en particular. Pone un poco nervioso saber que alguien quiere matarte.
Helen tecleó con dos dedos, enarcando sus delicadas cejas.
—Te lo cargaste.
—En realidad, cayó sobre su propio cuchillo. ¿Dice que le maté?
—No, no, lo siento. Dice que murió en una pelea con su víctima. ¿Qué es lo que buscas?
—Cualquier cosa. Otras personas a las que hubiese atacado, por ejemplo.
—Te imprimiré una copia de su expediente; pero no le digas a nadie de dónde la has sacado. Mira… esto es interesante: tras su muerte, mandamos unos agentes a la casa donde se alojaba. El tipo vivía en un mal barrio… Entre sus cosas encontraron una cartera con tarjetas de crédito a nombre de un tal Bryan Proctor, con y griega. La referencia cruzada en el archivo dice que Proctor murió en San Francisco dos días antes de tu ataque: un desconocido le disparó. También encontraron una pistola en casa de Hanratty, y el informe de balística confirmó que era el arma homicida del caso Proctor.
—¿Ha dejado Proctor algún familiar?
Helen presionó algunas teclas.
—Una esposa.
—¿Hay alguna forma de que hablemos?
—Eso depende de ella.