Pierre y Molly estaban sentados, juntos y abrazados, en el sofá verde y naranja de la salita de Pierre. Habían llegado al punto en que pasaban juntos casi todas las noches, ya fuera en el apartamento de él o en el de ella. Molly se acomodó en el hueco del hombro de Pierre. Dardos de ámbar del sol poniente entraban por la ventana. Pierre había pasado la aspiradora por segunda vez desde que estaba en el piso. La luz del sol resaltaba los senderos abiertos por su Hoover.
—Pierre… —dijo Molly, pero luego se quedó callada.
—¿Sí?
—Oh, nada. Yo… no, nada.
—No, dime —Pierre alzó las cejas— ¿Qué estás pensando?
—La cuestión —dijo Molly con lentitud— es qué piensas tú.
—¿Cómo?
Molly parecía dudar sobre si seguir adelante o no. Después se irguió en el sofá, agarró el brazo de Pierre y atrajo su mano a su regazo, entrelazando sus dedos con los de él.
—Vamos a jugar a una cosa. Piensa una palabra, una palabra en inglés, y yo intentaré adivinarla.
Pierre sonrió.
—¿Cualquier palabra?
—Sí.
—Ya está.
—Ahora concéntrate en la palabra. Conc… es «oso hormiguero».
—C'est vrai —dijo Pierre sorprendido—. ¿Cómo lo has hecho?
—Prueba otra vez.
—De acuerdo… ya.
—¿Qué es pi… pi-ri-mi-dín? ¿Es francés?
—¿Cómo lo has hecho?
—¿Qué significa esa palabra?
—Pirimidina. Es un tipo de base orgánica. ¿Cómo lo haces?
—Probemos otra vez.
Pierre apartó su mano.
—No. Dime cómo lo haces.
Ella le miró. Estaban tan cerca uno de otro que la mirada de Molly iba de uno a otro de los ojos de Pierre. Abrió la boca como para hablar, la cerró, y lo volvió a intentar.
—Puedo… —cerró los ojos—. Dios mío. Creía que contarte lo de mi gonorrea había sido difícil. Nunca le he contado esto a nadie —hizo una pausa y respiró profundamente—. Puedo leer las mentes, Pierre.
Pierre ladeó la cabeza. Tenía la boca un poco abierta. Estaba claro que no sabía qué decir.
—Es verdad. He podido desde los trece años.
—Ya —dijo Pierre, con tono de creer que era sólo un truco que podría descubrir si pensaba en ello—. Muy bien. ¿Qué estoy pensando ahora?
—Está en francés; no entiendo el francés. Vu-le-vu… cu… no sé qué más. Moi significa yo.
—¿Cuál es mi número de la Seguridad Social canadiense?
—Ahora no estás pensando en él. No puedo leerlo si no piensas en él —una pausa—. Estás pensando los números en francés. Cinq, eso es cinco, ¿no? Huit… ocho. Deux… dos. Eh, lo estás repitiendo. Me cuesta seguirte. Piénsalo una vez más ahora. Cinq huit deux… six un neuf, huit trois neuf.
—Leer las mentes no es… —se detuvo.
—«No es posible». ¿No es eso lo que ibas a decir?
—¿Pero cómo lo haces?
—No lo sé.
Pierre estuvo callado largo rato, sentado y sin moverse.
—¿Has de estar en contacto físico con la persona?
—No. Pero tengo que estar cerca. La persona ha de estar en lo que yo llamo mi «zona», no más de un metro. Ha sido muy difícil estudiarlo de forma empírica, ya que soy al mismo tiempo el experimentador y el sujeto experimental. Y además sin revelar a quienes me rodean lo que intento hacer. Pero diría que el… efecto… sigue una ley del cuadrado inverso. Si estoy al doble de distancia sólo oigo, si «oír» es la palabra adecuada, los pensamientos a una cuarta parte del volumen, por decirlo de alguna forma.
—Has dicho «oír». ¿No ves mis pensamientos? ¿No recibes imágenes mentales?
—Exacto. Si sólo hubieras pensado en la imagen de un oso hormiguero, no podría haberlo sabido. Pero cuando te concentraste en las palabras «oso hormiguero»… «oír» es una palabra tan buena como otra cualquiera, lo oí tan claramente como si me lo dijeras al oído.
—Es… increíble.
—Ibas a decir «asombroso», pero cambiaste de idea antes de pronunciar las palabras.
Pierre se echó atrás en el sofá, aturdido.
—Puedo detectar lo que llamo «pensamientos articulados», las palabras que usa tu cerebro. No puedo detectar imágenes. Ni emociones. Gracias a Dios, no recibo las emociones.
Pierre la miraba con una mezcla de asombro y fascinación.
—Debe de ser algo abrumador.
—A veces lo es —asintió Molly. Pero hago un esfuerzo consciente por no invadir la intimidad de los demás. Me han llamado «distante» varias veces, pero es literalmente cierto. Tiendo a guardar una cierta distancia, a no estar demasiado cerca de la gente para mantenerla fuera de mi zona.
—Leer las mentes —dijo Pierre de nuevo, como si repetirlo hiciese más fácil aceptar la idea—. Incroyable —meneó la cabeza— ¿Tienen otros miembros de tu familia esta… esta capacidad?
—No. Una vez se lo pregunté a mi hermana Jessica, y pensó que estaba loca. Y mi madre… mi madre no me hubiese dejado salir ciertas noches si hubiese podido leer mis pensamientos.
—¿Por qué lo ocultas?
Molly le miró como si no pudiese creer la pregunta.
—Quiero llevar una vida normal… al menos tan normal como sea posible. No quiero que me estudien, ni que me conviertan en un espectáculo de feria o, Dios me libre, que me ofrezcan trabajar para la CIA o algo así.
—¿Y nunca se lo has dicho a nadie antes?
—Nunca.
—¿Pero me lo has dicho a mí?
Ella le miró a los ojos.
—Sí.
Pierre entendió lo que significaba.
—Gracias —dijo. Le sonrió… pero la sonrisa no tardó en desvanecerse—. No sé… No sé si podré vivir con la idea de que mis pensamientos no son privados.
Molly se movió en el sofá, poniendo una de sus piernas bajo el cuerpo y tomando la otra mano de Pierre.
—Pero eso es lo bueno. No puedo leer tus pensamientos… porque piensas en francés.
—¿Sí? —se sorprendió Pierre—. No sabía que pensase en uno u otro idioma. Los pensamientos son… bueno, pensamientos.
—El pensamiento más complejo es articulado. Se formula en palabras. Créeme, es mi campo. Sólo piensas en francés.
—¿Así que puedes oír las palabras de mis pensamientos, pero no las entiendes?
—Sí. Ya sabes, entiendo algunas palabras francesas… como casi todo el mundo. Bonjour, au revoir, oui, non, esas cosas. Pero mientras sigas pensando en francés no podré leer tu mente.
—No sé. Es tal invasión de la intimidad…
Molly le cogió las manos con fuerza.
—Mira, siempre sabrás que tus pensamientos son privados cuando estés fuera de mi zona… a un metro, más o menos.
Pierre meneaba la cabeza.
—Es como… Mon Dieu, no lo sé. Es como descubrir que tu novia es Wonder Woman.
Molly rio.
—Ella tiene las tetas mucho más grandes.
Pierre sonrió, después se inclinó y le dio un beso. Pero se apartó enseguida.
—¿Sabías que iba a hacer eso?
Ella negó con la cabeza.
—En realidad, no. Tal vez medio segundo antes de que fuera evidente.
Pierre volvió a recostarse en el sofá.
—Esto cambia las cosas.
—No necesariamente, Pierre. Sólo si tú dejas que lo haga.
Él asintió.
—Yo…
Y ella oyó las palabras en su mente, las palabras que llevaba tanto tiempo queriendo oír, pero que aún tenían que ser pronunciadas en voz alta. Las palabras que tanto significaban.
—Yo también te quiero —dijo acurrucándose en sus brazos.
Pierre la abrazó con fuerza.
—Bueno, ¿y ahora qué? —dijo tras unos momentos.
—Seguimos adelante. Intentamos construir un futuro juntos.
Él suspiró ruidosamente.
—Lo siento —dijo Molly, sentándose de nuevo y mirando a Pierre—. Ya te estoy presionando otra vez.
—No, no es eso. Es sólo que… —Se calló, pero después pensó en lo que le había dicho Shari Cohen aquella tarde: Howard nunca me lo dijo. No puedes tener secretos con alguien a quien amas. Inspiró profundamente y soltó el aire poco a poco—. Demonios, es una noche de grandes revelaciones, ¿no? No me estás presionando, Molly. Quiero construir un futuro contigo. Pero… en fin… puede que yo no tenga mucho futuro.
Molly le miró, confundida.
—¿Qué dices?
Pierre le mantuvo la mirada, esperando su reacción.
—Es posible que tenga la enfermedad de Huntington.
Molly se encogió un poco.
—¿De verdad?
—¿Sabes lo que es?
—Más o menos. Un vecino de mi madre la tenía. Dios mío, Pierre. Lo siento.
Él se tensó un poco. Molly, aunque aturdida, tuvo la perspicacia de reconocer la reacción. Pierre no quería piedad. Le apretó la mano.
—Vi lo que le pasó al señor DeWitt… el vecino de mi madre, pero no sé los detalles. Esa enfermedad es hereditaria, ¿no? Uno de tus padres debió tenerla también.
—Mi padre —asintió Pierre.
—Sé que provoca dificultades musculares.
—Más que eso. También provoca deterioro mental.
Molly apartó la mirada.
—Oh.
—Los síntomas pueden aparecer en cualquier momento: a los treinta, a los cuarenta, o incluso más tarde. Puede que queden veinte años buenos, o podría empezar a tener síntomas mañana. O, si tengo suerte, no tendré el gen y no sufriré la enfermedad.
Molly sintió que los ojos le picaban. Lo educado habría sido hacerse a un lado, no dejar que Pierre supiera que estaba llorando, pero no habría sido honesto. No se trataba de piedad, al fin y al cabo. Le miró a la cara, después se inclinó y le besó.
Al separarse hubo un largo silencio entre ellos. Finalmente Molly alzó la mano para secarse la mejilla, y después acariciar suavemente la de Pierre, que también estaba húmeda.
—Mis padres —dijo con lentitud— se divorciaron cuando yo tenía cinco años. —Exhaló como si aquel viejo dolor pudiera salir con el aire—. En estos tiempos, cinco o diez años buenos juntos es todo lo que consigue la mayoría de la gente.
—Tú te mereces más. Te mereces algo mejor.
Ella meneó la cabeza.
—Nunca he tenido nada mejor que esto. No… no me ha ido muy bien con los hombres. Ser capaz de leer sus pensamientos… Tú eres distinto.
—No lo sabes. Podría ser tan malo como los demás.
Molly sonrió.
—No lo eres. He visto cómo me escuchas, cómo te interesas por mis opiniones. No eres un gorila macho.
—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca.
Ella se rio, pero volvió a ponerse seria casi al momento.
—Mira, suena como si fuera una creída, pero sé que soy guapa…
—De hecho, creo que estás de muerte.
—No estoy buscando piropos. Déjame terminar. Sé que soy guapa… la gente me lo ha dicho desde que era pequeña. Mi hermana Jessica ha trabajado muchas veces como modelo, y mi madre aún hace que la gente gire la cabeza al verla pasar. Ella decía que el gran problema de su primer matrimonio era que su marido sólo estaba interesado en su aspecto. Papá es un ejecutivo: quería una esposa trofeo, y a mamá no le bastaba con eso. Tú eres el único hombre que he conocido que ha mirado más allá de mi aspecto exterior. Te gusto por mi mente, por…
—Por el conjunto de tu personalidad.
—¿Qué?
—Es de Martin Luther King. Los ganadores del premio Nobel son mi afición, y siempre me ha gustado la gran oratoria… aunque sea en inglés. —Pierre cerró los ojos, haciendo memoria—. «Tengo el sueño de que algún día esta nación se elevará al verdadero significado de su credo, de esa verdad evidente de que todos los hombres son creados iguales. Tengo el sueño de que mis cuatro hijos vivirán algún día en un país donde no serán juzgados por el color de su piel sino por el conjunto de su personalidad». —Miró a Molly y se encogió de hombros—. Quizá sea porque puedo tener la enfermedad de Huntington, pero intento ver más allá de los rasgos genéticos, como la belleza… Eso no quiere decir que tu belleza no me importe.
Molly le devolvió la sonrisa.
—Tengo que preguntártelo. ¿Qué significa joli petit cul?
Pierre se aclaró la garganta.
—Bueno… es un poco grosero. «Bonito culo» sería una buena aproximación. ¿Dónde lo has oído?
—En la Biblioteca Doe, la noche en que nos conocimos. Fue el primer pensamiento tuyo que recibí.
—Oh.
Molly rio.
—No te preocupes —dijo con picardía—. Me gusta que me encuentres atractiva físicamente, mientras no sea lo único que te interese.
—No lo es. —Pierre sonrió, pero la cara se le entristeció enseguida—. Pero sigo sin ver qué futuro podemos tener.
—Yo tampoco lo sé. Pero podemos descubrirlo juntos. Te quiero, Pierre Tardivel —Molly le abrazó.
—Yo también te quiero —dijo él por fin en voz alta. Todavía abrazados, con la cabeza descansando en el hombro de Pierre, Molly habló de nuevo.
—Creo que deberíamos casarnos.
—¿Qué? Molly, sólo hace unos meses que nos conocemos.
—Lo sé. Pero te quiero, y tú a mí. Y tal vez no tengamos mucho tiempo que perder.
—No puedo casarme contigo.
—¿Por qué no? ¿Porque no soy católica?
Pierre rio abiertamente.
—No, cariño, no —la abrazó de nuevo—. Dios cómo te quiero. Pero no puedo pedirte que te metas en una relación conmigo.
—No me lo estás pidiendo. Yo te lo he pedido a ti.
—Pero…
—Pero nada. Sé dónde me meto.
—Pero seguramente…
—Ese argumento no servirá.
—¿Y qué hay de…?
—Tampoco me preocupa.
—Pero de todas formas…
—¡Venga! Ni tú te crees eso.
—¿Van a ser así todas nuestras discusiones?
—Por supuesto. No tenemos tiempo para perderlo en peleas.
Pierre calló un rato mientras se mordía el labio inferior.
—Hay una prueba —dijo al fin.
—Adelante, estoy preparada —contestó Molly.
Pierre rio.
—No, no, no. Quiero decir que hay una prueba para la enfermedad de Huntington. Hace ya un tiempo que existe. El gen de Huntington se descubrió en marzo de 1993.
—¿Y no te has hecho la prueba?
—No… yo… No.
—¿Por qué no? —el tono era de curiosidad, no de enfrentamiento.
Pierre soltó aire y miró hacia el techo.
—No hay cura para la enfermedad de Huntington. No hay nada que pueda ayudarme si lo sé. Y… y… —suspiró—. No sé cómo explicártelo. Mi ayudante Shari me ha dicho hoy una cosa: «tú no eres judío». Quiere decir que hay cosas de ella que no puedo entender porque no estoy en su lugar. La mayoría de los casos de riesgo de la enfermedad de Huntington no se ha hecho la prueba.
—¿Por qué? ¿Es dolorosa?
—No. Basta con una gota de sangre.
—¿Es cara?
—No. Demonios, podría hacerla yo mismo con el equipo de mi laboratorio.
—Entonces ¿por qué?
—¿Sabes quién es Arlo Guthrie?
—Claro.
Pierre enarcó las cejas; había esperado que lo ignorase, como le había ocurrido a él tantos años atrás.
—Bueno, pues su padre Woody murió de Huntington, pero él no se ha hecho la prueba —una pausa—. ¿Sabes quién es Nancy Wexler?
—No.
—Todos los que tienen la enfermedad de Huntington saben quién es. Es la presidenta de la Fundación de Enfermedades Hereditarias, que encabezó la búsqueda del gen de Huntington. Como Arlo, tiene el cincuenta por ciento de posibilidades de tener la enfermedad de Huntington (su madre murió a causa de ella), y tampoco se ha hecho la prueba.
—No entiendo por qué la gente no se hace la prueba. Yo querría saberlo.
Pierre suspiró, pensando otra vez en lo que le había dicho Shari.
—Eso es lo que dicen todos los que no están en peligro de tenerla. Pero no es tan sencillo. Si descubres que tienes la enfermedad, pierdes toda esperanza. Es incurable. Por ahora, espero…
Molly asintió.
—Y… bueno, a veces las noches se me hacen difíciles. He pensado en el suicidio. Lo hacen muchos casos de riesgo. He estado… cerca un par de veces. Lo que me ha impedido hacerlo es la posibilidad de que tal vez no tenga la enfermedad. —Suspiró, intentando decidir qué diría a continuación—. Un estudio demostró que el veinticinco por ciento de quienes se hacen la prueba y tienen el gen defectuoso intentan suicidarse… y uno de cada cuatro de ellos lo consigue. No sé… no sé si podría superar todas las noches si lo supiera con seguridad.
—Pero la otra cara de la moneda es que, si resultase que no lo tienes, podrías relajarte.
—Exacto, la otra cara de la moneda. Es una cuestión de cara o cruz: hay un cincuenta por ciento de posibilidades. Pero te equivocas al creer que podría relajarme. Un diez por ciento de quienes se hacen la prueba y no tienen la enfermedad acaban sufriendo serios trastornos emocionales.
—¿Por qué?
Pierre apartó la mirada.
—Los que podemos tener la enfermedad vivimos pensando que nuestras vidas pueden ser muy cortas. Renunciamos a muchas cosas por ello. Antes de conocerte, llevaba nueve años sin haberme relacionado con ninguna mujer, y para ser sincero, no creía que fuese a hacerlo nunca.
Ella asintió, como si por fin quedase resuelto un misterio.
—Por eso estás tan entregado —dijo con sus ojos azules muy abiertos—. Por eso te esfuerzas tanto.
—Pero cuando haces sacrificios y luego descubres que eran innecesarios, el arrepentimiento puede ser insoportable. Por eso algunos de los que descubren que no tienen la enfermedad acaban suicidándose —se calló por unos momentos—. Pero ahora no se trata sólo de mí. Supongo que debería hacerme la prueba.
Molly se acercó y le acarició la mejilla.
—No —dijo—. No lo hagas por mí. Si alguna vez quieres hacerla, hazla por ti mismo. Hablaba en serio: quiero casarme contigo y, si resulta que tienes la enfermedad, ya nos enfrentaremos a ello en su momento. Mi propuesta no dependía de que te hicieras o no la prueba.
Pierre parpadeó. Estaba a punto de llorar.
—Tengo tanta suerte de haberte encontrado…
Molly sonrió.
—Yo siento lo mismo.
Se abrazaron con fuerza.
—Pero no sé… —dijo Pierre cuando se separaron—. Quizá debería hacerme la prueba de todas formas. Te hice caso y hablé con alguien de Seguros Cóndor hace un par de semanas. Pero no llegué a hacerme la póliza.
—¿No tienes aún seguro médico?
Pierre negó con la cabeza.
—Ahora me habrían rechazado por mi historial familiar. Pero dentro de dos meses, a partir de Año Nuevo, entra en vigor una nueva ley en California. No prohíbe a las compañías el uso de información familiar, pero sí el de información genética, y ésta tiene prioridad. Si me hago la prueba, tendrán que asegurarme, independientemente de los resultados. Ni siquiera pueden cobrarme más, mientras no tenga los síntomas.
Molly se quedó callada por un momento, digiriendo eso.
—Ya sabes lo que te he dicho. No quiero que te hagas la prueba por mí. Además, si no te puedes asegurar aquí, siempre podemos irnos a Canadá, ¿no?
—Supongo, pero no quiero dejar el LLB: es la oportunidad de mi vida.
—Bueno, hay treinta millones de americanos sin seguro médico, pero se las apañan.
—No. Una cosa es dejar que te arriesgues a estar casada con alguien que puede ponerse muy enfermo, pero pedirte además que te arriesgues a arruinarte es otra. Debo hacerme la prueba.
—Si crees que es lo mejor, adelante. Pero me casaré contigo en cualquier caso.
—No lo digas ahora. Espera a que tengamos los resultados.
—¿Cuánto se tarda?
—Bueno, normalmente un laboratorio exige que pases por meses de asesoramiento antes de hacer la prueba, para asegurarse de que de verdad quieres hacerla y de que serás capaz de hacer frente al resultado. Pero…
—¿Sí?
—No es difícil. No más que cualquier otra prueba genética. Ya te he dicho que podría hacerla yo mismo en mi laboratorio.
—No quiero que te sientas presionado a hacerlo.
Pierre se encogió de hombros.
—No eres tú quien presiona, sino la compañía de seguros —guardó silencio unos instantes—. De acuerdo —dijo por fin—. Ya es hora de que lo sepa.