CAPÍTULO 11

Tres semanas después.

Pierre estaba sentado en su laboratorio, mirando el reloj. Shari le había dicho que quizá volviese tarde del almuerzo, pero eran las 14:45, y un almuerzo de tres horas parecía excesivo incluso para la Costa Oeste. Quizá había sido un idiota al contratar a alguien a punto de casarse. Ella tendría un millón de cosas que hacer antes de la boda, al fin y al cabo…

La puerta se abrió, y Shari pasó al interior. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y aunque obviamente se había tomado un momento para intentar arreglarse, había llorado mucho.

—¡Shari! —dijo Pierre, levantándose y yendo hacia ella—. ¿Qué pasa?

Ella le miró, con el labio inferior temblando. Pierre no pudo recordar la última vez que vio a alguien de aspecto tan triste. Su voz era baja y temblorosa.

—Howard y yo hemos roto —había lágrimas en sus ojos.

—Oh, Shari. Lo siento mucho —él no la conocía tanto y no estaba seguro de si debía entrometerse… aunque probablemente ella necesitaba hablar con alguien. Todo había ido bien antes de que se marchase a almorzar; era muy posible que Pierre fuese la primera cara amistosa que veía desde lo que hubiese pasado—. ¿Habéis… os habéis peleado?

Las lágrimas rodaron despacio por las mejillas de Shari. Ella meneó su cabeza.

Pierre no sabía qué hacer. Pensó en acercarse y darle un abrazo para consolarla, pero era su jefe… no podía hacer eso. Finalmente se quedó en el sitio.

—Debe de ser doloroso.

Shari asintió casi imperceptiblemente. Pierre la llevó hasta un taburete del laboratorio. Ella se sentó, con las manos en el regazo. Pierre notó que el anillo de compromiso había desaparecido.

—Todo iba tan bien… —dijo, su voz llena de angustia. Se quedó un buen rato en silencio. De nuevo, Pierre pensó en establecer contacto con ella, poniéndole una mano en el hombro, por ejemplo. Odiaba ver sufrir tanto a alguien—. Pero… pero mis padres vinieron de Polonia tras la Segunda Guerra Mundial, y los padres de Howard son de los Balcanes.

Pierre la miró, sin entender nada.

—¿No lo ves? Los dos somos ashkenazi.

Él alzó los hombros, confuso.

—Judíos de Europa Oriental. Hacía falta un análisis.

Pierre no sabía mucho de judaísmo, aunque había muchos judíos angloparlantes en Montreal.

—¿Cómo?

—Por el Tay-Sachs —dijo Shari, sonando casi molesta por tener que pronunciarlo.

—Oh —respondió Pierre muy suavemente, entendiéndolo en el acto. El Tay-Sachs era una enfermedad genética que provocaba un fallo al producir la enzima hexosaminidasa-A, que, a su vez, hacía que una sustancia grasa se acumulase en las células nerviosas del cerebro. A diferencia del Huntington, el Tay-Sachs se manifestaba en la infancia, causando ceguera, demencia, convulsiones, parálisis generalizada, y muerte… normalmente hacia los cuatro años. Se encontraba casi exclusivamente entre los judíos de origen europeo oriental. Un cuatro por ciento de los judíos americanos procedentes de allí tenían el gen, pero en aquel caso era recesivo, lo que significaba que un niño tenía que recibir los genes de ambos padres para sufrir la enfermedad. Si los dos padres tenían el gen, cualquier hijo suyo tenía un veinticinco por ciento de posibilidades de tener Tay-Sachs.

Quizá Shari lo había entendido mal. Sí, era una estudiante de genética, pero…

—¿Los dos tenéis el gen? —le preguntó suavemente.

Shari asintió y se limpió las mejillas.

—Yo no tenía idea de que lo llevase. Pero Howard sospechaba que lo tenía y nunca me dijo una palabra —parecía resentida—. Su hermana descubrió que lo tenía cuando se casó, pero no pasó nada porque su novio no era portador. Pero Howard sabía que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades… y nunca me lo dijo —miró a Pierre brevemente, y después bajó la vista al suelo—. No puedes tener secretos con alguien a quien amas.

Pierre pensó en él y Molly, pero no dijo nada. Hubo silencio entre ambos quizá durante medio minuto.

—Pero hay otras opciones —dijo Pierre—. La amniocentesis puede determinar si un feto ha recibido dos genes de Tay-Sachs. En ese caso, podrías… —Pierre no pudo forzarse a decir «abortar» en voz alta.

Pero Shari lo entendió.

—Ya lo sé —ella sorbió unas cuantas veces. Se quedó callada un momento, como pensando si seguir o no—. Pero tengo endometriosis; mi ginecólogo me advirtió hace años que me costaría mucho quedarme embarazada. Se lo dije a Howard cuando empezamos a ir en serio. Yo quiero tener hijos, pero va a ser una batalla cuesta arriba, y…

Él asintió. Y no había forma de que ella pudiese permitirse el lujo de interrumpir los embarazos.

—Lo lamento mucho, Shari, pero… —hizo una pausa, inseguro de si debía decir algo más.

Ella le miró con expresión interrogativa.

—También está la adopción. No es tan malo: yo fui criado por alguien que no era mi padre biológico.

Shari se sonó la nariz, y soltó una fría risa.

—Tú no eres judío —era una afirmación, no una pregunta.

Pierre negó con la cabeza.

Ella exhaló ruidosamente, como acobardada ante la perspectiva de intentar explicar tanto.

—Seis millones de judíos murieron en la Segunda Guerra Mundial… incluyendo muchos familiares de mis padres. Desde la infancia, me han educado para creer que debo tener mis propios hijos, que debo hacer mi parte para ayudar a la recuperación de mi pueblo —parecía estar muy lejos—. No lo entiendes.

Pierre guardó silencio durante algún tiempo.

—Lo siento, Shari —dijo al fin, poniéndole una mano sobre el hombro. Ella respondió de inmediato, derrumbándose contra su pecho, y sollozando suavemente un buen rato.