8. El páramo del traidor
Y llegó el último amanecer del año.
Los ejércitos se enfrentaron en el páramo, cientos de soldados contra miles de pastores. Relucientes y afiladas espadas contra oxidadas hoces y guadañas. Certeras y mortales ballestas contra toscas flechas talladas con premura. Crueldad contra razón. Fuerza contra valor.
Y prevaleció la fe. La fe del pueblo en un hombre que lo había dado todo por su amada, por sus semejantes, por un reino futuro.
La mañana dio paso a la tarde y esta a la noche, y el cruento combate continuó sin pausa.
La llegada del nuevo amanecer mostró la tierra empapada en sangre y los cuerpos desmembrados de soldados y pastores. Entonces el Verdugo caminó hasta el centro de la masacre y, elevando su voz, exigió el final de la lucha. Los hombres de uno y otro bando observaron la devastación que les rodeaba y dejaron caer sus armas.
Los Ancianos escaparon indignados al comprobar que la lucha había llegado a su fin, pero aún quedaba una venganza por tomar.
El primer atardecer del nuevo año trajo consigo un nuevo futuro, un reino aún por crear, y la desesperación de un hombre.
Un joven malherido irrumpió en la cabaña del Verdugo. Los lugartenientes se levantaron con las armas prestas para darle muerte, pero el Verdugo los detuvo. Conocía al mozalbete; era un antiguo niño silente, uno de los primeros huérfanos de la guerra.
Y el niño alzó su brazo y señaló al más querido de los lugartenientes del Verdugo. «Los Ancianos saben dónde ocultas a tu familia. Él es el traidor», dijo el pequeño hablando por vez primera.
El hombre señalado lanzó su daga contra la garganta del niño, silenciándolo para siempre, y volviéndose contra el Verdugo, se arrojó contra él, pero no llegó a tocarle. El Verdugo había abandonado la cabaña y corría a través del ensangrentado páramo en dirección al bosque, dejando atrás soldados y pastores, muertos y vivos, traidores y leales. Ya nada le importaba.
Morag Dair (An finscéal)