4. El bosque del verdugo
Y con apenas un hálito de vida, el Verdugo y la joven se internaron en el bosque que envolvía el río. Llegaron hasta un frondoso anillo de serbales, y allí, protegidos por las frondosas ramas y los robustos troncos, se dejaron vencer por la extenuación.
Cuando el Verdugo despertó, la joven había desaparecido. La buscó, hallándola junto a un roble, el único de su especie que allí había.
Estaba sentada en el suelo, con la cabeza inclinada a un lado y la mirada fija en el delgado tronco. «Está solo», susurró sin apartar la mirada del árbol.
El Verdugo la observó asustado, pensando si no se habría equivocado y ella en verdad sería una bruja. Entonces la joven le miró mostrándole toda la dulzura que albergaba en su interior, y el Verdugo solo pudo contestar: «Le haremos compañía».
Y así ocurrió.
El roble se convirtió en su cobijo y su fuerza. Arropados bajo sus ramas durmieron cada noche, ocultos en su frondosa copa se ocultaron en cada ocasión en que la jauría de soldados y perros recorrió el bosque buscándolos. Sobre la tierra que cubría sus raíces, conocieron sus pasados, planearon su futuro, prendieron los sentimientos que bullían en su interior y se amaron.
Y cuando los cuerpos de los amantes se unieron, las hojas del roble cayeron sobre ellos, cubriéndoles con un manto esmeralda hecho de regocijo y afecto.
Morag Dair (An finscéal)