Epílogo


EL COMIENZO DE UNA LEYENDA.

Trescientos años más tarde

—Miradle, se cree un príncipe… El príncipe bastardo del bosque —dijo socarrona una voz infantil.

—Iobairt, señor del polvo y dueño de mil robles… —se burló otra voz—. ¿Cuál será la primera orden que darás a tus súbditos?

—Yo sé cuál será: que le digan cuál de los cientos de borrachos que se follaron a su madre es su verdadero padre —aseveró con malicia otra voz, esta vez la de un adolescente.

El niño al que iban dirigidos tan procaces comentarios se giró despacio, encarándose a la pandilla de jovenzuelos desarrapados que le seguían. Los miró durante unos instantes, con los labios apretados, la barbilla alzada y los puños cerrados a ambos lados de las piernas. Sus rasgados ojos negros quedaron fijos en el muchacho que dirigía a los otros niños, aquel que le había hecho la vida imposible desde el mismo instante en que había nacido. Respiró profundamente y volvió a girarse despacio, de nada serviría pelearse. Sabía que antes de que pudiera siquiera acercarse para golpear al cabecilla, el resto de la pandilla se lanzaría sobre él.

Una piedra pasó rozándole; otra impactó contra su espalda, haciéndole tambalear. Irguió sus esqueléticos hombros y giró la cabeza, el largo y alborotado cabello negro ocultó por un instante sus afiladas facciones.

—¿Por qué no demuestras lo valiente que eres entrando conmigo en el bosque, Alfred? Los dos solos —retó al líder del grupo, aquel que el destino había querido que fuera su hermanastro.

—¿Para qué? No necesito encontrar tumbas perdidas ni hablar con fantasmas para averiguar quién es mi padre.

—¿Tienes miedo, Alfred? ¿Temes que los robles mágicos te desmiembren? —preguntó sagaz el pequeño.

—Son simples árboles, Iobairt —replicó el muchacho sin moverse del lugar en el que estaba.

—Tienes miedo —afirmó el niño de ojos negros, caminando de nuevo hacia la linde del bosque—. Todos creen que eres valiente, pero eres es un cobarde.

El adolescente lanzó una maldición, corrió hasta Iobairt, le empujó con fuerza y se internó en la fronda salvaje. Los demás miembros de la pandilla le siguieron temerosos, manteniéndose alejados del niño de ojos negros.

Alfred caminó con seguridad entre los eucaliptos que marcaban la entrada al bosque, pero al llegar a los nudosos serbales de frutos rojos como la sangre, sus pasos comenzaron a volverse inseguros. Los árboles parecían cernirse sobre él y sus amigos. Entre los cantos de jilgueros y verderones, el golpetear inquieto de los pájaros carpinteros y el rumor nervioso de las ardillas, las hojas parecían susurrar con fuerza una advertencia: nadie podía adentrarse en el bosque prohibido y regresar con vida.

El adolescente se detuvo acobardado, apenas distaban unos metros para llegar al denso anillo de robles que custodiaban la entrada a lo más profundo del bosque.

Los niños que le seguían le imitaron.

Solo el pequeño de ojos negros continuó caminando impertérrito.

Llegó hasta la infranqueable muralla de ramas bajas y enmarañadas y posó la palma de la mano sobre ella.

El murmullo del bosque cesó. Los pájaros dejaron de cantar y las hojas interrumpieron expectantes su susurro.

—No se puede pasar —dijo Alfred con voz trémula.

—Yo sí puedo, mis antepasados están enterrados ahí dentro —afirmó Iobairt empujando con ambas manos la barrera.

Esta no cedió.

Alfred estalló en una carcajada histérica, satisfecho al ver que el bastardo que tanto había hecho sufrir con su nacimiento a su padre y a él mismo se ponía en ridículo ante todos los niños de la aldea.

—Estás tan loco como tu madre —dijo agachándose para coger una piedra.

—Mi madre no estaba loca —siseó el pequeño dándose la vuelta y mirando con altanería a aquel que más le odiaba.

—No. Tu madre era una zorra que se follaba a todo aquel que encontraba a su paso… poniéndonos en ridículo a mi padre y a mí. Y no contenta con eso, fue diciendo en su locura que tú eras hijo del último descendiente del rey Verdugo.

—Mi madre no era una zorra —siseó Iobairt feroz—. Y tampoco estaba loca.

—Pues entonces… atraviesa la muralla y demuestra que estoy equivocado —gruñó el adolescente, arrojando una piedra contra el pequeño de ojos negros.

—Sí, entra de una maldita vez —gritó otro niño lanzando una nueva piedra—. Quizás con un poco de suerte, los lobos te devoran y te vas al infierno a hacer compañía a la puta de tu madre.

Iobairt pegó la espalda a la maraña de ramas y se cubrió la cara con los brazos, intentando protegerse de las piedras que caían sobre él. No era la primera vez que Alfred y sus amigos le atacaban, pero nunca lo habían hecho con tanta saña y puntería. Parecía que el miedo que les había dominado al penetrar en el bosque se había vuelto fría rabia al comprobar que este no estaba por la labor de atacarles, por mucho que eso fuera lo que aseguraba la leyenda.

Sintió los fuertes golpes sobre su escuálido pecho, en el cóncavo estómago, sobre las delgadas piernas… pero no hincó las rodillas en el suelo. Su madre le había dicho una y mil veces que era el último descendiente del Verdugo y debía hacer honor a su sangre. Pero ahora que ella no estaba, se le antojaba difícil alzar la cabeza y continuar desoyendo los injuriosos insultos de Alfred. Compartían la misma madre, no así el mismo padre, y ese estigma les había separado y enfrentado hasta convertirles en los más implacables enemigos.

Un golpe contra una de sus esqueléticas rodillas le hizo caer. Se agarró a una de las ramas que conformaban la barrera y se impulsó sobre ella, dispuesto a levantarse de nuevo, haciendo caso omiso de las protestas de su consumido y magullado cuerpo. Una nueva pedrada, esta vez sobre la frente, le rasgó la piel y cubrió de sangre sus ojos y las ramas de la arbórea barrera en las que se apoyaba.

El silencio sobrecogedor que los rodeaba, solo roto por los insultos de los niños, se tornó de improviso denso, peligroso. Y, de repente, el bosque despertó. Los robles se inclinaron amenazadores sobre la pandilla de críos, el viento aulló entre las hojas furiosas y las ramas entrechocaron y crujieron con rabia, logrando que los atacantes se detuvieran para, al instante siguiente, salir corriendo en cualquier dirección contraria a la barrera.

Iobairt se giró tambaleante sobre los talones, observó sereno cómo las ramas se desenredaban permitiéndole el paso y, tras limpiarse la cara con el dorso de la mano, se adentró con pisadas inestables en el círculo de perversos árboles.

Caminó sin mirar a su alrededor, haciendo caso omiso de los sonidos amenazadores que seguían sus pasos, hasta llegar a un pequeño claro cercado por enormes robles. Lo recorrió despacio, atento a todo lo que le rodeaba. Escudriñó el lugar con su mirada de niño demasiado sabio, en busca de aquello que su madre le había descrito antes de morir.

«Tienes que buscar un imponente tejo que parece abrazar con sus ramas a un delgado roble y, junto a estos dos árboles, encontrarás un tercero, con una cara grabada en su tronco. Y debajo de este, hallarás la tumba de tus antepasados».

Los halló en un extremo del claro. Y tal y como había dicho su madre, bajo la frondosa copa del erguido roble con el rostro grabado en el tronco, se ocultaban dos túmulos envueltos por raíces.

Se acercó cojeando, se arrodilló con cuidado y acarició con reverencia la tumba del antiguo rey y su leal capitán. Permaneció en esa posición hasta que las piernas se le entumecieron y todo su cuerpo tembló de dolor, de hambre, de pena, de rabia.

Había llegado hasta allí tal y como juró a su madre, y ahora, con la promesa cumplida, no le quedaba nada por hacer, excepto esperar. Esperar a que nada ocurriera, porque siempre había sabido, en lo más profundo de su ser, que su madre había sido engañada, que las leyendas solo eran leyendas y que él solo era el hijo bastardo de un borracho con mucha labia.

—¿Quién eres? —preguntó tras él una vocecita infantil.

Iobairt se giró lentamente y observó aturdido a la niña más hermosa que jamás había visto. Una niña de oscuros cabellos, ojos verdes como la hierba y piel tostada por el sol.

—Iobairt —contestó él—. ¿Y tú?

—Iníon Da Faorise —dijo ella observándole con atención—. ¿Cómo has entrado en el claro?

—Los robles me dejaron pasar. ¿Por qué estás desnuda?

—No me gusta la ropa, es incómoda. ¿Por qué te dejaron pasar? Tienen orden de no dejar entrar a extraños.

—No soy un extraño, por mis venas corre la sangre de los antiguos reyes de este bosque.

Iobairt alzó la cabeza con orgullo, esperando y a la vez temiendo que la niña comenzara a reírse de él tal y como hacían todos aquellos a quienes había conocido desde su nacimiento maldito.

Iníon inclinó la cabeza a un lado y estudió con atención los ojos negros del niño. Luego miró el enorme roble bajo el que estaban enterrados Iolar y Gard, escuchó los susurros de sus hojas y sonrió afable.

—Iobairt, descendiente del último Verdugo —murmuró acercándose aún más a él y dándole un beso en la mejilla—. Te harás hombre bajo estos robles y yo seré la dueña de tu mirada.

—¡Iníon! —El claro se inundó con la voz enfadada de un hombre—. Eres demasiado joven para pensar en eso.

Iobairt apartó los ojos de la preciosa niña que estaba junto a él y los desvió al único tejo que había en el claro de los robles. La voz masculina había salido de él. Parpadeó asustado cuando del imponente árbol emergió un hombre moreno de ojos verdes, desnudo, y se dirigió hacia ellos.

Sin pensarlo un segundo, Iobairt se colocó ante la niña que tan generosamente le había brindado su amistad, dispuesto a protegerla de aquel que, según decía la leyenda, era el único hombre que había vencido al tiempo y la muerte. Aquel al que la leyenda daba un nombre. El Rey del Bosque.

—Kier, no gruñas. Lo estás asustando —le regañó una hermosa joven, que estaba recostada sobre las ramas del roble al que abrazaba el tejo.

—La Dama del Bosque —musitó con reverencia el pequeño mirándola aturdido.

—No gruño —rezongó Kier—, solo regaño a esta desvergonzada que tengo por hija. Iníon, vuelve a tu roble ahora mismo.

—¡No! ¡Es mío! —exclamó la pequeña dríade abrazando a Iobairt. En ese mismo instante, las ramas del roble bajo el que se encontraban descendieron, envolviéndolos en un capullo protector.

—¡Oh, por todos los demonios, Fiàin! Aleja tus hojas, no pienso hacerle nada, sé de sobra de dónde viene su sangre. Puedo oler en él al último descendiente de Iolar.

Las ramas del roble volvieron a su posición inicial, revelando ante Kier el rostro asustado y a la vez sereno del pequeño.

—Iníon, ve con tus hermanas; eres demasiado joven para andar buscando un hombre. Además, Iobairt es solo un niño. —La cría negó fieramente con la cabeza. Kier suspiró ante la cabezonería de su hija más pequeña—. Está bien, quédate si quieres. —Se encogió de hombros y miró a Aisling, que les observaba divertida—. Así que tú eres el hijo de Caillte —dijo sentándose junto al niño.

—No sé el nombre de mi padre, señor —musitó Iobairt, avergonzado. La niña le abrazó, conmovida por la tristeza grabada en su voz.

—Tu padre se llamaba Caillte —afirmó Kier mirándole con atención, demorándose en la brecha de su frente, la delgadez de su cuerpo y la terquedad orgullosa de su gesto para a continuación detenerse y clavar sus ojos en los del niño—. Hace tiempo que te esperábamos.

—¿Me esperabais? —preguntó Iobairt sorprendido.

—Desde el mismo momento en que Caillte vino al bosque y reveló ante los robles que había engendrado en el vientre de tu madre al que sería el próximo rey Verdugo.

—Ya no existe un reino del que ser rey Verdugo —dijo con amargura el pequeño.

—Cierto, existió hace casi un siglo, antes de que le fuera arrebatado a tus antepasados. Tu padre soñaba con recuperarlo —aseveró Kier mirando al niño.

—Sueños de borracho —replicó Iobairt en voz baja.

—Caillte, al igual que su padre y el padre de su padre antes que él, era un hombre que se había dejado vencer por la amargura, un hombre perdido; no te lo niego. —Kier asintió con la cabeza—. Tal y como yo lo veo, puedes sucumbir a la rabia y convertirte en la sombra de tu padre. O bien hacer frente a la adversidad y convertirte en el digno heredero del mejor rey que jamás pisó esta tierra —declaró señalando la tumba sobre la que estaban sentados—. Es tu decisión —le indicó para luego levantarse y caminar hasta su hermosa mujer.

—¿Quién eres? —preguntó Iobairt, retándole a contestar con la mirada.

—Soy Kier, ya lo sabes.

—La leyenda dice que eres el Rey del Bosque.

—El Rey del Bosque es solo un mito. Yo soy real.

—La leyenda dice que llevas viviendo miles de años —afirmó el niño sin dejarse amilanar por las palabras del hombre.

—La leyenda exagera —replicó con sorna—, solo son trescientos años.

—¿Cómo es posible?

—Hice una promesa —dijo Kier sonriendo a la dueña de su mirada—. Juré a una dríade que jamás la abandonaría —comentó posando la mano sobre el tejo que se había convertido en su hermano con el paso de los años—. Del resto, se ocupó el bosque —afirmó comenzando a fundirse con el imponente árbol—. Piensa en lo que te he dicho, muchacho, y cuando tengas tu respuesta, házmela saber. Iníon, permite a tu joven amigo que recapacite en soledad —ordenó a su hija.

La pequeña asintió con la cabeza, depositó un casto beso sobre la mejilla del niño y trepó con agilidad hasta la copa del árbol en el que se había fundido su padre. Un instante después un murmullo de voces femeninas se coló por entre las ramas del grueso tejo.

—Piénsatelo, Iobairt. Los descendientes de mi padre son siempre bienvenidos en este claro —declaró Aisling entrando en su roble.