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ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE QUE DESCUBRIÓ LA FELICIDAD EN UNA SONRISA, UN SUSURRO, UNA MIRADA.

Al amanecer, 10 de tinne (julio)

Kier se removió inquieto sobre el estrambótico catre hecho de vestidos, se llevó la mano derecha a la tremenda erección que se alzaba en su ingle y comenzó a acariciarse lentamente. Su respiración se agitó, sus piernas se abrieron y todo su cuerpo tembló cuando el éxtasis explotó derramándose sobre su vientre. Momentos después abrió los ojos a la penumbra neblinosa que precede al amanecer.

—¡Joder! —siseó entre dientes.

Le quedaba poco tiempo.

Se incorporó con cuidado en el lecho, se sujetó las costillas casi curadas con una mano y se puso en pie para abandonar el claro, acompañado por los susurros de las hojas de los robles. Sus pisadas firmes se dirigieron hasta un pequeño riachuelo que Aisling le había enseñado pocos días atrás, cuando consiguió convencerla de que ya era capaz de dar pequeños paseos, eso sí, siempre bajo la atenta vigilancia de la muchacha.

Se aseó, cumplió con sus necesidades más básicas y regresó. Al llegar de nuevo al claro, se apoyó en uno de los troncos que sostenían la cueva arbórea de la joven, descansó unos instantes para retomar el aliento que había perdido por la ligera caminata y elevó la mirada al cielo. Comenzaba a clarear. Observó con ojos entrecerrados el grueso tronco del roble, la cueva hecha de ramas estaba a unos seis metros de altura. Se rascó el estómago, dudoso; no sabía si sus doloridas costillas le permitirían trepar hasta allí.

Cerró los ojos y respiró profundamente. En el interior de sus párpados se dibujó la silueta de la muchacha. Cada amanecer ella acudía hasta él y le acompañaba al riachuelo, después desayunaban juntos para a continuación internarse en el bosque y recoger lo que sería la comida del día. Fresas y cerezas silvestres, endrinos, arándanos, moras, frambuesas y todo tipo de frutos, plantas y hojas que ella cocinaba de manera exquisita para él. Las tardes las ocupaban en juegos y conversaciones aderezados con caricias.

Kier sonrió al recordar esos momentos, se había acostumbrado a las maneras naturales y curiosas de la dríade. A que le besara de repente y sin motivo alguno, solo por el placer de hacerlo. Ahora agradecía la desnudez que días atrás tanto le incomodaba. A Aisling le gustaba acariciarle mientras conversaban. Le gustaba recorrer con las yemas de los dedos su torso velludo, arañarle con cuidado las pequeñas tetillas, jugar con el índice en su ombligo, y hacerle arrumacos en la polla con la palma de la mano, para después envolverla en su cálido puño y volverle loco a preguntas mientras jugaba con el pene.

Aisling era la mujer más curiosa que había conocido.

O tal vez no fuera curiosidad, sino necesidad de saber, de aprender, de conocer. Y mientras aprendía, se acurrucaba contra él, mimosa, y le hacía sentir el hombre más importante, deseado y querido del mundo.

Sin ser consciente de lo que hacía, deslizó la mano por su vientre y jugó con los rizos de su ingle mientras continuaba inmerso en los recuerdos.

La mayoría de las conversaciones entre ambos terminaban entre jadeos y gemidos. Por supuesto, él se tomaba placentera revancha y, mientras contestaba paciente sus preguntas, aprendía. Aprendía con húmedas caricias el sabor de sus pechos, la rugosidad de los pezones, el tacto de su piel de terciopelo. Estudiaba embelesado el color cambiante de sus mejillas cuando la pasión se instalaba en el bello rostro de la joven. Investigaba con las yemas de los dedos, hasta dar con el lugar entre sus torneadas piernas que la hacía jadear y olvidarse de las preguntas. Memorizaba su olor, sus gemidos y su respiración, dispuesto a no olvidar nunca el tiempo que había pasado con ella en el bosque.

Detuvo sus recuerdos, molesto, cuando se percató de que su verga estaba erecta de nuevo. Pasó el pulgar sobre el hinchado glande y presionó con fuerza hasta sentir un ligero dolor que obligó al impaciente pene a retraerse y volver, poco a poco, a su flacidez original. No podía trepar por el árbol con la polla dura como una piedra.

Volvió a mirar el cielo, se estaba quedando sin tiempo. Apretó la mandíbula, aferró un saliente del tronco, tomó impulso hasta alcanzar una rama baja con la mano libre y, encaramándose a ella, comenzó a ascender. Penetró en la cueva de ramas después de unos angustiosos minutos en los que pensó que caería y volvería a romperse los huesos que apenas tenía curados. Se sentó sigiloso en el suelo irregular y apoyó la espalda en una de las arbóreas paredes. Se sujetó las doloridas costillas envolviéndoselas con los brazos y se centró en normalizar su respiración agitada. El corazón le retumbaba en los oídos, quizá no estaba tan recuperado como creía, pero el esfuerzo había merecido la pena.

Observó a la muchacha que llenaba sus sueños de gemidos y sus días de caricias robadas. Estaba próxima a él, desnuda, dormida laxa sobre una cuna de hojas y ramas, cubierta por una manta de buena factura. Su esencia a naturaleza salvaje y límpida sensualidad inundaba la estancia.

Kier inhaló profundamente, deleitándose con ese aroma fresco que tanto le subyugaba.

Se endureció de nuevo.

Habían pasado doce amaneceres desde la primera y única vez que Aisling le había permitido poseerla. La curiosidad y el cariño innato de la muchacha no eran sus únicas virtudes. También tenía una determinación férrea y una inteligencia aguda. Ella le había dicho que no volverían a follar hasta que se curase, y había cumplido su palabra. Le mantenía en una permanente espera, anhelante y a la vez satisfecho. Sus caricias le instaban a desear más, siempre más, a la vez que le obligaban a claudicar en sus deseos cuando las hábiles manos de la dríade satisfacían la dolorosa tensión de sus testículos.

«Pronto. Cuenta ocasos, y al llegar a doce, entonces», le decía jadeante cuando él suplicaba por penetrarla.

Esa mañana se cumplía el plazo.

Kier intentó incorporarse y acercarse a ella para tomar aquello que le había sido prometido, pero algo se lo impidió. Las ramas que conformaban la pared de la cueva le habían envuelto el torso y los brazos sin que se hubiera percatado, tan prendado como había estado observándola.

Miró a su alrededor, consciente por primera vez del sonido de las hojas que vibraba en la boscosa cueva. Observó asombrado que unos finos y flexibles tallos emergían de las yemas nudosas de las ramas, acercándose a él, rozándole curiosos. De esos tallos brotaron verdes hojas que se posaron sobre sus labios, sus ojos y sus oídos, aislándole. Sintió que le acariciaban suavemente el pene, ahora erecto, que lo envolvían y palpaban.

Se mantuvo inmóvil ante el desvergonzado escrutinio y, en un intento de serenarse y no dar muestras de su inquietud, pensó una y otra vez en la muchacha, en sus caricias y besos, en los vívidos sueños en que la tomaba y la adoraba con lengua y labios. Y fue en ese momento cuando escuchó por primera vez hablar a los robles.

No percibió palabras ni voces, sino el sonido de las hojas al frotarse contra él. Las preguntas no formuladas que estas imprimían en forma de roces sobre su piel. Las amenazas no pronunciadas cuando los tallos ciñeron con fuerza su pene durante apenas un instante.

—No le haré daño, lo juro —susurró sobre la hoja que cubría su boca—. Solo quiero saborear la savia que emana de su feminidad y venerar el altar de su piel —confesó.

Y en el mismo momento en que la última palabra abandonó sus labios, Kier jadeó sorprendido al descubrir que era verdad; degustar el sabor del dulce sexo de la dríade era lo que más deseaba en el mundo.

Escuchó a los robles susurrar entre sí, lentos y cadenciosos, y entre los murmullos, hubo uno airado, enfadado. Los árboles no debieron hacer caso al que estaba irritado, porque, un segundo después, le liberaron de las ataduras. Esperó unos segundos a que su agitado corazón recuperase la serenidad y después se arrodilló en el suelo y se acercó a la joven apoyándose en rodillas y manos.

Aisling despertó al sentir el rumor de los robles. Se estiró perezosa y parpadeó para librarse del sueño. Cuando abrió los ojos se encontró con la mirada penetrante del macho con el que soñaba cada noche, aquel al que no deseaba dejar de tocar durante el día.

—Hola —suspiró feliz.

—Hola, princesa. —Kier se bebió el suspiro con un beso.

—¿Por qué tú aquí? —preguntó Aisling al percatarse de que estaba en su nido entre ramas, tumbado junto a ella.

—He contado doce ocasos —respondió él besándola en el rostro, el cuello, la clavícula—. Hoy se cumple el plazo.

—Tú no curado para trepar. Yo bajo cuando amanece —le recriminó, enredando los dedos entre los negros cabellos del hombre, instándole a saborear sus pechos.

—Quería darte una sorpresa —susurró él tomando un pezón entre los labios y succionándolo.

—Gusta tu sorpresa. Gusta mucho —gimió cuando él posó una mano sobre su vientre y bajó lentamente hasta acariciarle la vulva.

Kier sonrió sin dejar de besarla. Lo que más le gustaba de la muchacha era que nunca tenía miedo de expresar lo que sentía. Su sinceridad natural era un soplo de aire fresco que alejaba todas las mentiras que había dicho y escuchado en las relaciones que había mantenido con las damas con las que había negociado durante los últimos años de su vida.

Sin dejar de saborear sus pechos, acopló el índice y el anular sobre los labios vaginales y los abrió. Presionó con la palma de la mano el clítoris y hundió el corazón en el lugar donde su pene ansiaba estar. Ella tembló, anhelante. Él continuó adorando su sexo hasta que los fluidos que de él emanaban le empaparon la mano. Tanteó con un segundo dedo la entrada a la vagina y, al encontrarla dúctil y preparada, la penetró con los dos dedos.

Aisling gimió arrebatada al sentir la presión en las paredes de su vagina, abrió más las piernas y alzó las caderas, demandando un roce más profundo.

Él no se lo concedió.

Abandonó las profundidades de la muchacha, aferró su gruesa verga y la frotó con lentitud contra la vulva.

Aisling jadeó, se llevó las manos hasta el clítoris y se acarició.

—Espera… —Kier la aferró por las muñecas y le colocó los brazos por encima de la cabeza—. No tengas prisa.

—Sí prisa. Gusta mucho. Quiero más —exigió ella.

—Y más vas a tener. Confía en mí —susurró él en su oído.

—Confío en ti. Siempre —afirmó ella con sinceridad, instalándose total e irremisiblemente en el corazón del hombre.

Kier la miró asombrado. Estaba abrumado, no había esperado esa respuesta ni siquiera en sus mejores sueños. Él no era un hombre de fiar, o al menos eso se rumoreaba en la aldea. Se aprovechaba de las debilidades de las mujeres para hacer negocio, las follaba para ganar dinero. Solo que él no follaba con nadie. No lo hacía desde que se dio cuenta de que no debía mezclar los negocios con el placer.

Un movimiento debajo de él le sacó de sus pensamientos. Aisling le acariciaba el torso con las manos, pero no era una caricia erótica, sino cariñosa.

—¿Tú triste? No preocupes, nada malo te pasará en bosque, yo cuido de ti —susurró incorporándose y besándole con ternura en los labios. Kier la miró ensimismado—. ¿Duelen costillas? Promesa tonta. No cumplir —desechó ella, contrita por haberle hecho pensar que debía cumplir su promesa aunque le doliese—. Primero curas, luego follamos. Yo amiga aquí —dijo posando la mano sobre el corazón del hombre—. No aquí. —Le señaló la erección—. Polla solo jugar y follar —desestimó con un gesto de la mano—. Tú y yo amigos, eso importante. Polla no —afirmó segura.

—Aisling… Yo también confío en ti —acertó a decir Kier. Y esa palabra era la única que jamás le había dicho a nadie.

Bajó la cabeza y volvió a besarla de nuevo. Adoró su cuerpo, como solo lo puede hacer quien ha descubierto que el secreto de la felicidad está en el sabor de la piel amada. Entró en ella lentamente, atento a cada gesto de la muchacha, pendiente de no ocasionarle nada más que placer.

Y lo consiguió.

Ningún gemido de dolor escapó de los labios de la joven.

El rígido pene resbaló con suavidad en el interior de Aisling; la estrecha vagina le constriñó con fuerza, adaptándose dócil a su tamaño y firmeza, envolviéndole en su calor húmedo.

Kier se meció con dulzura sobre ella, acoplando sus cuerpos hasta que nada hubo entre ellos. Solo piel contra piel. Su pelvis presionó contra los hinchados labios vaginales; se frotó contra ellos hasta que la joven, impetuosa, apresó sus propios pechos con las manos y comenzó a acariciarse. Él sonrió al observarla; su impaciente dríade no se avergonzaba de darse placer a sí misma, y la adoraba por eso. Deslizó la mano entre ambos y acarició con las yemas de los dedos el tenso clítoris, a la vez que, sin dejar de contemplarla, la penetraba con más fuerza y rapidez.

Aisling le acompañó en cada una de las embestidas. Le envolvió la cintura con las piernas y elevó las caderas acudiendo a su encuentro, hasta que ambos estallaron al unísono en un clímax que les dejó sin aliento.

Kier se dejó caer a un lado y cerró los ojos, asustado por lo que había sentido hacía apenas unos instantes.

Había sido el mejor sexo de su vida con la mujer más hermosa, cariñosa y excitante que había conocido nunca. Había sido especial. Aisling era única, perfecta, mágica. Tenía la impresión de que, por primera vez en toda su existencia, no había follado. No. Lo que había sucedido entre ellos iba mucho más allá del sexo. Al menos para él. Y eso era lo que le asustaba.

—Estás temblando —musitó Aisling acurrucándose contra él—. No fiebre. —Le besó la frente—. ¿Duelen costillas? —Le acarició preocupada el abdomen.

—No. No me duele nada, es solo que… no lo sé —susurró él devolviéndole el beso para no seguir hablando. Para no decirle lo que en esos momentos pasaba por su mente.

—¡Yo sí sé! —Aisling se levantó y fue hasta el fondo de la arbórea cueva—. Tú débil por follar —comentó risueña—. Ahora, hambre. ¡Hora de comer!

Cogió una escudilla tapada por un paño de lino que se asemejaba mucho a la manga de una camisa y se acercó a él.

—Aisling, no hemos follado —dijo Kier con seriedad. Ella le miró extrañada.

—¿Qué hecho entonces?

—Hemos hecho el amor —susurró él besándola—. No vuelvas a decir que follamos, por favor.

Él follaba a sus clientas con los falos de madera y cuero. Lo que había sentido con Aisling nada tenía que ver con follar, la simple palabra ofendía el exquisito acto que habían realizado. No permitiría que ella lo llamara así.

—Más bonito hacer el amor, ¿sí? —Él asintió con la cabeza. Ella sonrió con ternura—. Tú débil de hacer el amor —reconstruyó la frase—. Ahora comer. ¿Sí?

—Sí.

—Y luego vamos a río a nadar —afirmó tendiéndole la escudilla.

—¡No! —Kier sujetó la escudilla entre sus manos un segundo antes de que cayera al suelo.

—Sí. Tú macho valiente —murmuró lamiéndole el lóbulo de la oreja—. Fuerte. —Su mano se deslizó hasta acariciar el velludo torso del hombre—. Intrépido. —Bajó hasta rozar el pene, que se apresuró a alzarse de nuevo, y lo envolvió entre los dedos—. Tú osado y audaz. ¿Sí?

—Sí —jadeó él.

—Hoy nadar —sentenció soltándole la polla y dándole una palmadita en el estómago.

—¡No!

—No me sueltes, Aisling. No lo hagas. Odio hundirme como una piedra y que el agua me cubra la cara. No me sueltes —repetía una y otra vez Kier.

—No suelto. Relaja.

Estaban en una charca de aguas tranquilas y poco profundas, en la orilla de uno de los sinuosos meandros que el Verdugo había creado en su discurrir a través del bosque. Kier se mantenía tumbado boca arriba, intentando flotar, a la vez que hacía equilibrio con los brazos y las piernas extendidos mientras Aisling, de pie junto a él, le sujetaba con las manos bajo la espalda.

Estaba aprendiendo a flotar. Más o menos.

El hombre miró de refilón el extremo de la charca. A solo unos pocos metros de donde ellos estaban, una presa natural, formada por la acumulación de troncos arrastrados por el río, contenía la poderosa corriente fluvial, que rugía con fuerza, formando remolinos y arrastrando todo lo que encontraba a su paso, recordándole que cada primavera se ahogaban en ese mismo cauce algunos de los mejores nadadores del reino durante los juegos y celebraciones de Beltayne.

—Si llego a saber que te empeñarías en enseñarme a nadar, jamás hubiera insistido en bañarme —admitió Kier aferrando uno de los delicados brazos de la muchacha con sus dedos engarfiados—. En serio, Aisling, no hace falta que aprenda.

—Cobarde. —Rio ella, dando un tirón para zafarse de su mano.

El movimiento asustó al hombre, que comenzó a bracear como si le fuera la vida en ello y acabó hundiéndose en el agua, de poco menos de metro y medio de profundidad. La muchacha se apresuró a agarrarle por las axilas y lo puso en pie.

—¡Puñeta! —escupió atragantado—. ¡Se acabó! ¡Por poco me ahogo! —afirmó agarrándose con fuerza a los hombros de la joven.

—No te ahogas. No profundo. Respira. —Aisling posó ambas manos en el rostro del hombre y le obligó a mirarla a los ojos—. No hay peligro.

Kier inhaló profundamente, intentando retomar el control de su aterrorizado corazón, y miró a su alrededor. El agua que le rodeaba estaba tranquila y apenas le llegaba a la altura del pecho. Aisling estaba frente a él y le sonreía divertida, con el agua por los hombros. Plantó los pies firmemente en el suelo pedregoso del río, se zafó de las manos que lo sujetaban como a un niño pequeño y comenzó a andar hacia la orilla.

—¡Se acabó! —exclamó humillado—. El agua está bien para los peces y las nutrias, pero yo soy un hombre. ¡No necesito saber nadar!

Blaidd ladró su asentimiento tumbado en la rivera del río, bajo un enorme sauce llorón. Él tampoco comprendía el empeño de su amiga en nadar.

—Ves, hasta Blaidd está de acuerdo conmigo —afirmó Kier saludando al lobo con un gesto de la cabeza. El animal gruñó y escondió el morro entre las patas. No le gustaba estar de acuerdo con el humano, pero cuando este tenía razón, la tenía.

—Cobardes los dos. Dorcha lista. —Se burló la muchacha nadando hasta la loba.

Dorcha, que estaba tumbada sobre una enorme roca al pie del río, meneó la cola, jovial, cuando la muchacha la salpicó divertida. Estaba de acuerdo con los dos machos; a ella eso de nadar tampoco le convencía, pero, sin embargo, le encantaba que su amiga la mojara con el agua fresca del río.

Kier se encogió de hombros y continuó su huida con toda la dignidad que pudo reunir, aunque antes de llegar a la orilla, se dio la vuelta para observar a la dríade una vez más. No se cansaba de mirarla, y mucho se temía que no se cansaría nunca. La joven jugaba feliz en el agua, se reía al sentir las carpas rozando sus piernas y salpicaba divertida a los sauces llorones que hundían sus raíces en la ribera. Era como una nutria, imprevisible y salvaje, alegre y confiada.

Aisling era la mujer más eficiente que había conocido nunca, podía hacer cualquier cosa que se propusiera y siempre con una sonrisa en los labios y una caricia en los ojos. Por dura, dolorosa o difícil que fuera, ella conseguía realizarla sin apenas esfuerzo. Conocía cada recodo del bosque, cada hongo, semilla y fruta comestible. Sabía cómo utilizar cada planta para convertirla en un remedio capaz de curar la afección más dolorosa, pensó Kier acunando sus genitales con las manos en un acto reflejo.

Aún recordaba el dolor atroz de los primeros días, los emplastos con que ella le curaba, su peso inmisericorde, que le hacía retorcerse de dolor durante el primer minuto y que después le calmaba. El sabor de las repugnantes infusiones que le había obligado a tomar, bebedizos que habían aplacado su sufrimiento durante las largas y agónicas noches.

Observó cómo la joven se hundía por completo en las aguas claras para salir un trecho más allá, feliz y sonriente. Contempló con deleite sus brazadas firmes y seguras, el cuerpo flexible como un junco, la piel dorada y el cabello castaño formando ondas sobre los esbeltos hombros.

Era mágica.

Una luchadora que no solo había sobrevivido en el bosque, sino que se había hecho fuerte en él.

Si a él le hubieran abandonado a su suerte con cinco años, como le pasó a ella, se hubiera muerto de hambre. Aisling, en cambio, había sobrevivido para convertirse en una mujer especial a la que no podía dejar de admirar.

Kier cerró las manos formando puños, enfadado con el cruel padre que había sido capaz de desterrar de su vida a su hija pequeña y olvidarla sin remordimientos, sin mirar atrás, solo por ser una bastarda descendiente de una dríade.

Le dolía ver la sonrisa ilusionada de Aisling cuando le enseñaba los pobres tesoros que el gran rey Impotente le regalaba cual migajas. Si él tuviera la mitad de la riqueza del soberano; la mitad de su poder, le consentiría a la joven cada capricho, la haría dormir entre sábanas de seda bajo techos de oro, no entre las ramas de los robles sobre una manta vieja. No la escondería como si fuera un error. La mostraría orgulloso al mundo.

Pero él no era un rey poderoso sino un buscavidas que apenas era capaz de sobrevivir en el bosque, pensó frustrado y enfadado consigo mismo.

Todos sus conocimientos no servían para nada allí. Podía convertir cualquier trozo de bronce en una olla o una escudilla. Sabía tallar hermosas esculturas en madera, se vanagloriaba de ser el mejor artesano de falos de madera y cuero de todo el reino, el que hacía las fundas para penes más seguras, pero todo eso, en el bosque, no valía nada. Y la única de sus habilidades que podía ser útil allí no se atrevía a realizarla. Podía cazar cualquier animal de un único y certero flechazo, pero mucho se temía que si hacía eso, Aisling le odiaría profundamente. Y eso era lo último que deseaba.

Quería que ella lo admirase.

Que le contemplase orgullosa.

Que se asombrase con sus habilidades.

Él, que jamás había dado importancia a nada que no repercutiera en su beneficio, se frustraba desesperado cuando no era capaz de seguir sus pasos entre la fronda, cuando no conseguía trepar a un árbol sin resollar falto de aliento, cuando no lograba vencer el miedo y nadar en una maldita charca de agua estancada.

Quería deslumbrarla con sus proezas, y no había ninguna proeza que pudiera realizar mejor que ella.

Daría sus manos porque ella se sintiera orgullosa de él.

Él, qué siempre había desdeñado a las damas nobles, que jamás había querido mezclarse con ellas más allá de lo profesional, admiraba profundamente a la salvaje hija del rey. Y no solo eso. Anhelaba sentir su aprobación satisfecha en cada empresa que intentaba. Deseaba, más allá de toda lógica, que ella se sintiera tan embelesada por él como él lo estaba por ella.

Negó con la cabeza, asustado por la intensidad de sus sentimientos, por la locura a la que estos le abocaban, por el peligro en el que se estaba adentrando.

Aisling le fascinaba total e irremediablemente.

Estaba hechizado por la salvaje princesita. Y ella no era una princesa cualquiera, no. Era la hija de uno de los monarcas más severos y crueles de aquel rincón del mundo.

—Me da lo mismo —siseó entre dientes, apretando los puños—. Aisling merece el riesgo —afirmó para sí.

Había sido el primero en poseerla, en tocar el altar de su cuerpo. Había sido suya, y volvería a serlo mil veces más. Volvería a besarla, a acariciarla y a hacerle el amor.

Una y otra vez.

Tantas como ella se lo permitiera.

Salió de la charca sacudiendo con fuerza la cabeza, dio un traspié y se sentó con cuidado a un par de metros del lobo. El animal levantó la testa, lo miró indiferente un momento y luego volvió a recorrer el bosque con la mirada.

Desde que Blaidd le orinara en los pies y Aisling se peleara con el animal por ese motivo, parecía que ambos machos habían llegado a un acuerdo tácito: ignorarse mutuamente.

Kier se fijó en el animal, algo en su postura le llamaba la atención. El lobo estaba en apariencia relajado, pero no era así. Tenía las orejas erguidas, alertas, y los ojos entrecerrados, suspicaces. Olfateaba sin cesar el aire a la vez que mantenía la cola paralela al suelo y las extremidades, dobladas en aparente relax, estaban prestas a tensarse en segundos de ser necesario.

—¿Le pasa algo a tu lobito? —le preguntó a Aisling.

La joven puso los ojos en blanco, nadó hasta la orilla y salió con lentitud de las prístinas aguas. Se dejó caer de rodillas frente al hombre, depositó un sutil beso sobre sus labios y se tumbó a su lado, instándole a hacer lo mismo.

Kier apoyó un codo en el suelo y la cabeza sobre la mano y la miró embelesado.

Blaidd es preocupado.

—¿Está preocupado? —la corrigió con sutileza.

Blaidd está preocupado —repitió ella la frase correcta.

—¿Por qué? —le preguntó Kier mirando a su alrededor. No pensaba dejarse atrapar de nuevo por los soldados, y mucho menos permitiría que hicieran daño a Aisling.

La muchacha frunció el ceño, pensativa, buscando las palabras adecuadas para expresarse. Poco a poco iba tomando confianza con el lenguaje de Kier y su padre, pero aún no lo dominaba del todo.

—Mmm… No hay robles, solo sauces y alisos, ellos no avisan, no protegen. Blaidd atento.

—¿Los robles te protegen? ¿Hablas con ellos? —preguntó intrigado. Aún recordaba la muralla de ramas que había caído del cielo milagrosamente cuando estuvieron a punto de atraparles, y también las traicioneras raíces que le habían sujetado inclementes durante las dolorosas curas.

—Sí, robles cuidan de mí y yo de ellos. Somos familia —explicó mordiéndose los labios, incapaz de explicarse mejor—. Yo canto, ellos escuchan y obedecen… si quieren.

—Entiendo. Los robles son mágicos.

—No. Ellos son familia —dijo poniendo énfasis en la palabra.

—Ah —respondió Kier sin entender nada—. ¿Y los demás árboles no hablan?

—No. Algunos susurran, pero no está fácil entenderlos, alborotan mucho, solo robles comprenden y ellos dicen a mí.

—No es fácil entenderlos —musitó pensativo, corrigiéndola.

—Serbales y eucaliptos más listos —continuó entusiasmada Aisling. Había intentado explicárselo a su padre y a Gard siendo una niña, pero ellos se habían reído de sus cuentos. Kier era el primer humano que intentaba entenderla—. Árboles vigilan linde de bosque y cuentan a robles, y estos a mí. Pero aquí, en río, sauces llorones alborotan mucho y no escucho robles. Blaidd está atento por si alguien viene.

—Entiendo. —No mucho, pero si Blaidd estaba alerta, él también lo estaría. Dejó que su mirada vagara entre los árboles.

—Tú no preocupes. No peligro —informó ella acariciándole el torso y enredando los dedos entre el vello oscuro que lo poblaba—. Estamos lejos de camino. Nadie viene aquí —susurró besándole.

—Mmm… ¿Segura? —Él la abrazó, dejándose mimar.

Un potente ladrido junto a su oreja le hizo separarse de un salto. Blaidd estaba a su lado, a escasos centímetros de su cuello, gruñéndole irritado.

—¡Por Cristo! ¡Qué susto me has dado, chucho! —le increpó Kier apartándole con una mano. Poco a poco había aprendido que el lobo gruñía mucho, pero no mordía, al menos a él.

Blaidd ofendido. Él no gusta que tú dudes —dijo Aisling, sonriendo por la incipiente amistad entre sus dos machos.

—¡¿Qué?!

—Has dudado al preguntar si yo estoy segura. Yo siempre segura con Blaidd—comentó risueña colocándose a horcajadas sobre el hombre.

—Y conmigo, yo también te cuido —afirmó huraño el hombre, ganándose otro gruñido del lobo.

—Tú me cuidas mucho, ahora besa y calla —le ordenó divertida.

Él obedeció.

Se besaron y acariciaron hasta que sus respiraciones se tornaron jadeantes. Aisling lamió melosa el torso masculino, deleitándose en su sabor salado y su aroma viril. Le recorrió el vientre con la lengua y bajó hasta la ingle, tentándole cruel, para a continuación subir hasta el estómago y hundir la nariz en el ombligo. El escaso vello que lo rodeaba le hizo cosquillas en las mejillas, haciéndola reír risueña.

Kier enredó los dedos en su sedoso cabello y la instó a bajar de nuevo, pero ella se incorporó pensativa sin dejar de observar su antaño musculado vientre.

—Ya no duro aquí —comentó siguiendo con el índice los apenas visibles abdominales masculinos.

—Eh. No. —¿A qué venía eso ahora?

—¿Pasas hambre?

—No…

—¿Por qué tú estás más delgado aquí? —señaló el abdomen.

—Porque me paso el día sin hacer nada. Necesito trabajar de nuevo —respondió abrazándola e intentando besarla. Aisling se apartó.

—Explica —ordenó.

—Llevo mucho tiempo sin apenas moverme, imagino que por eso no estoy tan duro como normalmente —le explicó a la vez que se rascaba la barriga. Aisling sonrió.

—Tú duro en otros sitios. —Posó la mano sobre el pene erecto.

—Ah, sí.

—¿Tienes polla dura porque haces trabajo con ella? —preguntó masturbándole.

—Mmm, sí. Los huevos también —jadeó Kier.

Aisling arqueó una ceja y llevó la mano libre hasta los testículos, y sí, también estaban duros, más tensos y elevados.

Le encantaba verle erecto. Su polla hinchada y rígida era tan hermosa que, si por ella fuera, Kier siempre estaría duro. Cuando le caía flácida entre los muslos era tan feúcha que no podía evitar tocarla hasta que volvía a alzarse imponente y orgullosa. Pero no era solo eso. Le encantaba sentir los gemidos del macho sobre la piel, escuchar su respiración alterada reverberando en sus oídos, inhalar el aroma especiado que desprendía cuando estaba excitado… Y entonces, él la envolvía entre sus poderosos brazos y ella sentía que por fin había encontrado al hombre especial y único que la aceptaba como era.

Sin preguntas.

Sin censuras.

Sin normas.

Con él era libre de sentir y pensar. Libre de actuar como quería, de ser ella misma. Estaba segura de que Kier jamás la confinaría en la prisión de normas sociales y paredes de piedra en la que su padre y los demás hombres encarcelaban a sus mujeres. No la alejaría de su bosque, de sus lobos, de su familia.

Aisling dejó que sus pensamientos se dispersaran cuando sintió los dientes del hombre arañándole con delicadeza los pezones. Seguía a horcajadas sobre los muslos de Kier mientras él se había incorporado sobre los codos y saboreaba sus pechos. Ciñó con fuerza el pene que aún envolvían sus dedos y posó el pulgar sobre el glande. Jugó con la abertura que en él había, haciéndole derramar gotas de placer, volviéndole loco. Observó sus ojos verdes cerrándose extasiados y, a continuación, llevó la mano que tenía libre hasta su propio sexo y se tocó la vulva. Los pliegues de su vagina estaban hinchados y lubricados, y el brote que tanto le gustaba que Kier le tocara despuntaba endurecido y terso. Lo acarició con el índice, imitando los mismos movimientos circulares que ejecutaba con el pulgar sobre la corona del pene de su macho.

Kier alejó la cabeza de los exquisitos pezones que estaba succionando y contempló asombrado a su salvaje amiga. Jamás había conocido a una mujer tan natural con el sexo como ella. Conteniendo un jadeo, tomó los senos de la muchacha. Los amasó entre sus palmas y a continuación pellizcó con cuidado las endurecidas y sonrosadas cimas que los coronaban. Ella jadeó. Se apartó de él y se sentó en el suelo con las piernas muy abiertas, luego posó ambas manos sobre sus labios vaginales, separándolos.

—¿Cómo llamo? —preguntó posando el índice sobre el clítoris.

—¡Dios! —exclamó él ante la excitante visión de su sexo enrojecido y mojado.

—¿Dios?

—No. ¡Puñeta! —acertó a decir a la vez que rodaba lentamente hasta quedar con la cabeza a pocos centímetros del tentador aroma que le llamaba.

—¿Puñeta? Puñeta no es esto —refutó ella; él le había dicho días antes que esa palabra era un juramento, fuera eso lo que fuera.

—Dulzura de Venus[3] —dijo Kier moviéndose hasta que su cabeza quedó a la altura de la vulva de la muchacha. Se mordió los labios, pensativo, y tanteó con incertidumbre con la lengua sobre el clítoris enaltecido.

Aisling jadeó, incapaz de hablar.

Era la primera vez que él le hacía eso y era estupendo.

Kier nunca había sentido el deseo de saborear a una mujer. O al menos así había sido hasta que su salvaje dríade penetró con fuerza en su vida, y le mostró su hermosa alma. Fascinado por el exquisito e inesperado sabor del néctar que llenaba su paladar, se atrevió a lamer con lentitud los pliegues brillantes de la muchacha. El sabor dulce y agradable que impregnó su lengua a cada pasada le hizo olvidar sus antiguos reparos y temores.

Aisling sintió cómo él jugaba con su clítoris, cómo lo mordisqueaba y succionaba, cómo penetraba en su vagina con la lengua. Cerró los ojos, e incapaz de soportar tantas sensaciones, se aferró con fuerza al suelo y gritó cuando todo su cuerpo convulsionó en un orgasmo sobrecogedor.

Cuando consiguió volver a respirar con normalidad, Kier estaba sobre ella, entre sus muslos, penetrándola lentamente.

—Tu sabor, Aisling… —jadeó él incapaz de expresar con palabras lo que había sentido—. Adoro tu sabor —reiteró una y otra vez sin dejar de moverse sobre ella.

Aisling le envolvió las caderas con las piernas y le besó dulcemente mientras él la llevaba hasta el paraíso una vez más.

Una vez saciada la pasión, Kier se tumbó boca arriba y dejó que su mirada vagara por el dosel de hojas y ramas que cubría el cielo. Acababa de hacer el amor, otra vez, con la hija del rey. La había saboreado, y había gozado con ello.

Le costaría la cabeza.

Se tumbó de lado, apoyando la barbilla en una mano, y observó a la muchacha. Le miraba feliz, con las mejillas sonrosadas y el precioso pelo castaño alborotado.

—Merece la pena perder la cabeza por estar un solo segundo en tu interior, por sentir en el paladar tu dulzura —afirmó antes de envolverla entre sus brazos y besarla.

Ella sonrió perezosa, se acurrucó entre sus brazos y dejó que sus párpados se cerraran. La contempló ensimismado hasta que la vista se le tornó borrosa por las pestañas que poco a poco bajaron cubriendo sus verdes iris.

* * *

—¡Por los clavos de Cristo, está helada! —aulló Kier sobresaltado.

Se había quedado dormido, y Aisling le estaba despertando de la peor manera posible. Echándole agua del río en la entrepierna.

—Quejica.

—¿Quejica? ¿Yo? Ya veremos cómo reaccionas tú cuando te tire al Verdugo —amenazó burlón un segundo antes de percatarse de que la joven tenía el cuerpo húmedo y el cabello empapado. La amenaza llegaba tarde.

—Siento bien. Agua buena. Yo estoy limpia; ahora, tú también. —Derramó más agua sobre el pene y los testículos y procedió a frotarlos hasta que quedaron tan limpios, y duros, como a ella le gustaban—. Me gusta tu polla, es fuerte y poderosa —afirmó bajando la cabeza y depositando un sutil beso en el glande—. Tengo hambre. Vamos a comer.

Se levantó de un salto, recogió el saco que esa misma mañana habían llenado con comida durante la caminata hacia el río y le tendió la mano, instándole a ponerse en pie.

Kier rompió a reír, feliz. Aisling era única. Mágica. Suya.

Caminaron hasta el claro sin dejar de hablar, se sentaron sobre la tupida hierba del suelo y sacaron los frutos silvestres que habían recogido. Estaban a punto de empezar a comer cuando el susurro de los robles llamó la atención de Aisling. La muchacha se puso en pie, escuchó atenta y, sin previo aviso, echó a correr hacia la gruta entre las ramas de los robles. Cuando regresó se había puesto una de las enormes camisas de lino que su padre le había regalado.

—¿Qué pasa? —le preguntó Kier, extrañado al ver a la muchacha vestida con uno de los valiosos regalos que el puñetero rey Impotente le había regalado en su infinita generosidad.

—Tengo que irme. Padre espera tras los robles —explicó ella.

—¿El rey Impotente viene a verte?

—Sí, cada luna nueva. —Aisling frunció el ceño, confusa—. Él no Impotente, yo soy su hija.

—Ah, sí, ya… no me hagas caso.

—No te lo hago —afirmó sin prestarle atención mientras se alejaba hacia el extremo del claro.

—¡Aisling! —Ella se detuvo y se dio la vuelta para atender su llamada—. ¿Por qué te has vestido? —le preguntó Kier.

—Padre regala esto, cuando me lo pongo sonríe —le explicó encogiéndose de hombros. A su padre le hacía feliz verla con esa cosa, y ella se la ponía por él.

—Ah.

Aisling le sonrió, se dio la vuelta de nuevo y corrió dichosa hacia la linde del claro.

Kier la observó embelesado. Contempló el balanceo del firme trasero bajo la fina tela y recordó los pezones sonrosados, apenas silueteados tras la prenda. Llevaba casi un mes viéndola desnuda a todas horas, su mente y su cuerpo se habían acostumbrado a admirar la totalidad de la piel dorada y, ahora que ella se había vestido, cubriendo todas y cada una de sus exquisitas curvas, estaba duro como una piedra, tan dolorosamente excitado que bastaría un solo roce para llevarle al orgasmo.