ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE QUE OFRECIÓ A SU AMADA HIJA LOS REGALOS MÁS VALIOSOS DEL MUNDO, SIN DARSE CUENTA DE QUE EL VALOR NO ES LO MÁS IMPORTANTE DE UN REGALO.
Antes del amanecer, 10 de tinne (julio)
Iolar abrió los ojos, despierto en la oscuridad impenetrable de su alcoba. Inspiró profundamente y sus sentidos se llenaron con el aroma del tibio cuerpo de su amante acunado contra su torso. Retiró con una mano el cabello que ocultaba la nuca de su acompañante y depositó un suave beso en ella. El cuerpo se removió, pegándose más a él, meciéndose contra la palpitante erección que comenzaba a alzarse en la ingle del monarca.
El rey deslizó los dedos por la espalda firme de su amante, acarició sus caderas y subió por el pecho hasta encontrar los labios abiertos, que le estaban esperando. Introdujo el índice entre ellos y permitió que se lo chupara mientras se deleitaba con los gemidos que acompañaban la succión. Meció su sexo contra el duro trasero de quien lo acompañaba, a la vez que alejaba la mano de la ansiosa boca para recorrer cariñoso su cuello. Bajó por el costado y penetró con el dedo empapado en saliva el ano, dispuesto, que esperaba los envites. Un jadeó solazó los oídos del monarca. Continuó jugando con el fruncido orificio hasta que se tornó dúctil y maleable, y entonces aferró su enorme pene en su puño, lo colocó en la oscura entrada y empujó.
Un gruñido abandonó los labios de Gard. La verga de su amigo era inmensa, más aún de buena mañana. Dobló la rodilla y alzó un poco la pierna, permitiendo a Iolar penetrar más profundamente en él. Gimió con cada embestida, jadeó con cada centímetro de suave piel que entraba en él y gozó feroz cuando sintió los testículos del rey presionar contra su culo. Estaba dentro. Por completo.
Iolar se detuvo cuando quedó enterrado en el cuerpo de su amante. Llevó una mano hasta la polla de Gard y comenzó a frotarle el glande, extendiendo las gotas de semen que escapaban de la uretra. Recorrió sutil el tronco, dibujando apenas cada vena. Acunó los duros testículos y volvió a subir hasta la corona, donde se entretuvo jugando con la sensible piel del frenillo hasta que escuchó suplicar a su amigo. Salió lentamente de él a la vez que trazaba círculos sobre el pene. Esperó inmóvil unos segundos.
—Iolar, fóllame.
—¿Osas darme órdenes, Gard? —dijo pellizcando el glande que acariciaban sus dedos.
—¡Sí! —rugió Gard moviéndose contra su rey, intentando que volviera a penetrarle.
—Tsk. Tsk. Muy mal, Gard. Un capitán jamás debe exigir a su rey. ¿Qué castigo crees que te mereces? —le susurró al oído con voz ronca.
—Ninguno, Iolar. En esta cama somos iguales. Si no me follas tú, te follaré yo —advirtió burlón Gard.
Iolar asintió satisfecho. Esa era la única condición para sus encuentros. Que ambos fueran iguales.
Iolar apresó con sus fuertes manos la cintura de su amigo y entró en él de una sola embestida. Luego aferró la venosa polla del capitán de la guardia en su puño y comenzó a masturbarle al mismo ritmo que le poseía. Esperó hasta escuchar su rugido extasiado y sentir su semen derramándose sobre sus nudillos para dejarse ir. Se corrió en el estrecho recto, temblando de placer. Luego se separó del cuerpo amado, tumbándose de espaldas sobre la cama, respirando agitadamente.
En el mismo instante en el que el tímido sol naciente inundó la estancia, el rey abandonó el lecho y, situándose frente a la estrecha ventana de doble vano, descorrió el tapiz que la cubría para observar absorto el horizonte.
—¿Partirás ahora al bosque prohibido? —preguntó Gard, acercándose a él.
—Sí.
—¿Irás solo otra vez? —inquirió con el ceño fruncido. No le gustaba que el rey anduviera sin escolta por los caminos.
—Sí.
—Suerte, amigo —le deseó Gard besándole en los labios.
Iolar asintió y comenzó a vestirse. Acudía a ver a su hija, o al menos a intentarlo, una vez al mes. Esa noche la luna nueva ocultaría el bosque y sentía curiosidad mezclada con desasosiego por la suerte corrida por el hombre que Aisling les había arrebatado a sus soldados. Nada podría hacer por él, pero pensaba hablar con ella, convencerla de que era mucho más compasivo cercenar la cabeza a aquellos que se adentraran en su bosque que torturarlos.
Terminó de vestirse, abrazó a su amado y dejó que sus dedos se perdieran en la grieta entre sus nalgas a la vez que sus lenguas se enredaban. Cuando se separaron, le palmeó los hombros y partió hacia las cuadras.
* * *
Sobre el adarve, oculto por las sombras de la noche, un hombre acechó con mirada artera cada una de las caricias que los amantes se prodigaron frente a la ventana de la Torre del Homenaje. El rostro picado de viruela, con una enorme y afilada nariz despuntando torcida en el centro, se arrugó en una mueca de asco que marcó las pálidas y estilizadas cicatrices que recorrían una de sus mejillas.
—Puercos sodomitas —susurró—, vosotros la matasteis con vuestros jueguecitos perversos —siseó colérico.
El hombre esperó apoyado sobre un parapeto y su paciencia fue premiada poco después cuando el rey salió de la Torre del Homenaje y atravesó el patio de armas en dirección a las caballerizas con un morral en las manos.
«Imbécil roñoso —pensó—, le llevas inútiles enseres a tu hija, cuando lo que merece son vestidos y joyas».
Él mismo se ocuparía de proveerla de lujos, como siempre hacía.
Observó al monarca cruzar el patio de armas y negó con la cabeza. Cuando llegara la noche habría luna nueva, y como todas las noches de luna nueva el Impotente visitaría a su hija. ¡Cómo si no tuviera cosas más importantes que hacer!
Pero no, el estúpido rey aún no había solucionado el problema del bosque del Verdugo, y no parecía tener intención de hacerlo.
Había un hombre allí, con la bella y dulce Aisling, y el perro sodomita no hacía nada por enmendarlo. Un puto que estaría pervirtiendo a la princesa, abusando de su afable inocencia, y su padre no hacía nada por evitarlo. Si el rey fuera un hombre de verdad, entraría en el bosque, mataría al puto, rescataría a la joven y la llevaría a la corte, donde la convertiría en la dama que en realidad era. Y donde, por supuesto, le buscaría un buen pretendiente. Un hombre decente que supiera cómo tratarla, y que mantuviera a raya su salvaje naturaleza dríade. Y nadie mejor que él mismo para ese menester.
Pero el jodido rey sodomita no hacía nada.
El noble deseó poder internarse en el bosque y rescatarla él mismo, seguro que así se ganaba el favor de la princesa. Pero el bosque prohibido estaba cercado por los soldados de confianza del capitán de la guardia; ahora más que nunca debía mantenerse oculto, evitar ser descubierto. Quince ocasos atrás casi había sido desenmascarado cuando fue a entregar sus presentes. No podía arriesgarse. Todavía no. Debía dejar correr el tiempo y esperar a que todo volviera a su cauce y, entonces, buscaría la manera de hacerla salir de allí.
Antes o después, Aisling estaría en sus manos, dulce y salvaje, sometida a sus deseos.
* * *
Iolar atravesó con largas zancadas el patio de armas; deseaba llegar a las caballerizas antes de que amaneciera por completo y el lugar se llenara de nobles, sirvientes y plebeyos que no dudarían en mirarle interrogantes o, Dios no lo permitiera, interceptarle para aburrirle con alguna de sus múltiples peticiones. Al llegar a la altura del aljibe, vio por el rabillo del ojo a uno de los hombres más poderosos del reino apoyado en él y, suspirando para sus adentros, ralentizó el ritmo de sus pasos. No sería adecuado ignorarle, aunque tampoco estaba dispuesto a prestarle demasiada atención.
El noble se alisó con las manos la túnica de seda y estiró los bordes del jubón sin mangas de piel de nutria que llevaba a pesar del calor, compuso un gesto afectado y sumiso en su rostro sonrosado y se incorporó con la intención de abordar al monarca.
—Majestad —le saludó respetuoso cuando este pasó a su lado.
—Neidr, he oído que vuestra esposa está enferma —respondió Iolar sin detener sus pasos.
—Así es, majestad —contestó el interpelado haciendo una reverencia y colocándose a su lado mientras caminaban—. Cayó del caballo hace tres semanas, sus heridas son de extrema gravedad y no se curan como debieran. Apenas tiene un hálito de vida.
—Lo lamento profundamente. La duquesa está presente en nuestras oraciones —afirmó el monarca con un asentimiento de cabeza—. Si en algo podemos ayudaros…
—Gracias, Majestad. Pero hemos perdido toda esperanza. Solo deseamos que su fin no sea doloroso.
—Rezaremos por ello —se despidió Iolar.
—Majestad, disculpadme el atrevimiento, pero…
—No. No os disculpo. Hablaremos cuando regrese —ordenó Iolar sin interrumpir su paso.
—Como deseéis, majestad —aceptó entre dientes Neidr.
El duque observó al monarca entrar en las cuadras y salir poco después montado en su brioso semental, vestido como un simple campesino. Ese maldito rey Impotente, además de ser en exceso cruel y altanero, era una vergüenza para el reino.
* * *
Iolar cabalgó veloz por la Cañada Real dejando atrás los muros de la ciudad. Las estrechas cabañas del arrabal —apiñadas unas contra otras a la orilla del río—, las angostas callejuelas, las moradas señoriales junto a la plaza —eternamente embarrada—, el mercado ruidoso y de penetrantes olores y las tierras fértiles que ahora mismo atravesaba. Ese era su feudo, y quienes en él vivían, los súbditos a los que debía cuidar y proveer, pese a que se burlaran de él en las tabernas y le temieran a la luz del sol.
Los condados de Rousinol y Aquila al norte, el ducado de Neidr al sur y los demás feudos aledaños de menor importancia estaban bajo su vasallaje y, aunque se proveyeran por sí mismos y el duque, los condes y demás nobles constituyeran sus leyes, todos ellos estaban bajo el mandato de su gobierno, y por ende debía proteger sus fronteras o, al menos, intentarlo.
Detuvo su caballo y se volvió lentamente sobre la silla, observando en la lejanía la capital del reino del Verdugo.
Iolar amaba Sacrificio del Verdugo más que su vida, pero no podía dejar de guardarle rencor a la urbe. Contempló pensativo el imponente castillo que se alzaba en lo alto de la solitaria loma que había en la inmensa llanura que le rodeaba. Sus murallas coronadas por almenas y la Torre del Homenaje eran lo único que alcanzaba a distinguir. Una mole de piedra gris presta a protegerle de cualquier amenaza, y que le había arrebatado a la única mujer que había amado en su vida y a la única hija que concebiría nunca. Cabeceó enfadado por haberse dejado llevar por la melancolía y espoleó a su semental. Ansiaba llegar al bosque del Verdugo. Sintió el peso del morral a su espalda y sonrió, pensaba sorprender a su hija. Quizá hoy se dejara ver por completo…
Hacía trece años que, vencido y humillado, había abandonado el bosque del Verdugo.
Ese día juró que no regresaría jamás. Qué ni su mujer ni su hija encontrarían refugio entre los mágicos robles. Preso de la rabia y la fiebre, había ordenado quemar el bosque para que se vieran impelidas a regresar a Sacrificio del Verdugo, junto a él.
Gard había impedido que sus macabras órdenes se cumplieran.
Al regresar a la ciudad, el capitán le acompañó a sus aposentos, se cercioró de que las heridas que laceraban su regio cuerpo fueran limpiadas y curadas, y obligó al galeno a que le sumiera en la inconsciencia drogándole con láudano. Después, dio contraorden a los soldados: no debían quemar el bosque.
Cuando tiempo después Iolar se despertó, consciente de lo que había ordenado y dispuesto a lo imposible para detener el mandato, encontró a Gard sentado al pie del lecho. Vestido solo con unas calzas de lana y con el abdomen vendado.
El capitán de la guardia le había mirado arrogante mientras le explicaba que había tomado el mando, para impedir el cumplimiento de su orden.
Gard, su querido y sensato Gard. Jamás se lo podría agradecer lo suficiente.
El niño demasiado delgado que fue su escudero se había convertido en un hombre que rondaba el metro ochenta, de imponentes espaldas y músculos prominentes. Los ojos azules y el largo cabello rubio, que enmarcaba un rostro de rasgos afilados y mentón cuadrado, se habían convertido en lo primero que Iolar veía cuando despertaba y lo último que acariciaba cuando se acostaba. Pero no era su faz ni su cuerpo lo que le habían convertido en capitán de la guardia con solo veinte años, sino lo que había en el interior del hombre. Su cerebro despierto y metódico, una inteligencia práctica y sensata, y la capacidad para salir airoso de cualquier circunstancia unidos a la facilidad para planear las estrategias más inverosímiles le habían convertido en imprescindible para el rey.
Y fue Gard, con sus palabras mesuradas y sus argumentos irrefutables, quien le convenció de que dejara a un lado el rencor y acudiera al bosque prohibido para encontrarse con su hija.
Iolar tardó más de medio año en entrar en razón y asumir que era culpable de parte del infortunio. Aceptó los consejos de Gard y decidió adentrarse de nuevo en la adversa fronda. Solo una cosa le reprochó Gard, y fue que decidió acudir en soledad, sin él. Sin ninguna guardia que pudiera protegerle ni ser testigo de su humillación. Porque si de algo no tenía duda Iolar, era de que no sería bien recibido.
La primera vez que pisó el bosque tras los nefastos sucesos, este lo recibió silencioso, expectante. Alcanzó el anillo de robles y, al ir a traspasarlo, la muralla de ramas cayó sobre él. Desenvainó su espada y la alzó con la intención de abrirse camino a estocadas, pero una rama traidora le golpeó dejándole inconsciente. Juró no volver jamás.
Un mes después regresó. Le recibió el mismo silencio sepulcral, la misma muralla inconmovible, pero esta vez no desenvainó la espada. Golpeó los troncos con los puños hasta desollárselos y gritó hasta quedar sin voz. Nadie acudió a su llamada, pero tampoco fue atacado.
Regresó una y otra vez durante los siguientes meses, el otoño se convirtió en invierno, las nevadas dieron paso a una exultante primavera y a esta le sucedió un caluroso verano. Y el rey Impotente retornó un mes tras otro, inasequible al desaliento. Estaba seguro de que su pequeña hija estaba viva más allá del anillo de robles, oculta en el verde claro que estos protegían. Y visita tras visita, fue llevando regalos con los que comprar de nuevo el cariño de la niña. Muñecas de la más fina porcelana, zapatos de la piel más suave, vestidos cosidos con hilo de oro, diamantes y esmeraldas engarzados en diminutos anillos, broches de plata y capas de terciopelo. Y todo lo encontraba, cuando regresaba al mes siguiente, envuelto en la misma tela de seda en que lo había dejado.
Un año después de su primera visita, no había conseguido siquiera saber si su hija le escuchaba tras la muralla de ramas. Ni si seguía viva.
Acudió al bosque por enésima vez, desesperanzado y abatido, se sentó frente a los árboles que le impedían el paso y habló, no como rey, dando órdenes y exigiendo, sino como un padre habla a su hija. Le contó al viento cómo se desarrollaba la vida en Sacrificio del Verdugo, cómo las aldeas de la frontera volvían a ser pasto de las rencillas entre reinos. Habló sobre el árido verano tras la seca primavera y sobre el escaso grano que guardaban los graneros de la ciudad. Habló sin parar hasta que el atardecer convirtió el luminoso bosque en un paraje en sombras. Entonces sacó un pequeño paquete envuelto en arpillera y lo dejó en el suelo.
—No sé si estás ahí, Aisling, pero, si lo estás, quiero que sepas que te echo de menos, hija. He ordenado vaciar tu habitación y la he convertido en una sala de costura para las damas que acuden a visitarme junto a sus maridos. Nada queda allí de ti. He quemado tus vestidos y zapatos. He regalado tus joyas y juguetes. He convertido tus recuerdos en aire. Solo permaneces en mi corazón y en el de Gard. Nadie más puede hablar de ti o mencionar tu nombre. He borrado tu rastro y te he convertido en una leyenda que corre de boca a oreja en las tabernas. Lo he hecho porque te amo, porque te echo tanto de menos que me duele escuchar tu nombre o ver aquello que un día tocaste.
»Pero no ha sido esa la única razón. He pensado que… quizá puedas temer que quiera secuestrarte, como hice con tu madre, y llevarte conmigo de nuevo. No lo haré. Nunca te obligaré a regresar, he entendido que perteneces al bosque como tu madre, que sin él morirás, igual que Fiàin. Sé que no crees en mis palabras, yo tampoco lo haría. Por eso he destruido todo aquello que algún día te ató a mí, a Sacrificio del Verdugo, para que te sientas libre incluso de los recuerdos que pudieran atarte. Desearía verte, mi vida, pero sé que tú no lo quieres. —Iolar respiró profundamente, consciente de que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Consciente de que su adorada hija le odiaba por la muerte de su madre—. No voy a volver a exigirte ni pedirte que te muestres ante mí. Nunca más. Eres libre, Aisling. Volveré cada luna nueva y hablaré a los robles con la esperanza de que lleven mis palabras a tus oídos.
Iolar esperó a que el manto de la noche envolviera el bosque. Esperó sin esperanza a que ella se mostrara. Pero eso no ocurrió. Acarició con los dedos el paquete que había dejado frente a él.
—Hoy es tu cumpleaños, Aisling. He pensado mucho en qué regalarte. Sé que no precisas ropa, joyas ni muñecas. Me he devanado el cerebro intentando averiguar qué podría hacerte ilusión y creo que por una vez en toda mi vida he encontrado algo que espero te guste y aceptes. Te quiero, mi cielo. —Se levantó del suelo y abandonó el bosque.
Regresó, tal y como había prometido, la siguiente luna nueva, desmontó de su caballo y se sentó en el mismo sitio que ocupaba desde hacía más de un año. El paquete de arpillera continuaba allí. Sintió que el corazón se le rompía en el pecho. Extendió la mano y asió el pequeño fardo entre los dedos.
El aire abandonó sus pulmones.
El saco era el mismo; su contenido, no.
No sintió bajo los dedos la dureza afilada de la daga que había comprado como regalo, sino algo etéreo. Abrió el paquete con dedos trémulos y en su interior encontró un pequeño anillo hecho con cabellos de un hermoso tono castaño.
A partir de ese momento, jamás faltó a su palabra de acudir cada luna nueva.
En cada visita fue ganando poco a poco la batalla que creía perdida. Durante años habló a los robles, con la esperanza de que Aisling estuviera tras ellos. Llevó pequeños obsequios sin apenas valor material, pero que imaginaba que le gustarían a su hija. Ella le dejó guirnaldas de flores y puñados de frutos del bosque, y un día, tres años después de aceptar su primer regalo, Iolar encontró un dibujo hecho en el suelo. Estaba enmarcado en hojas y eran dos figuras humanas dándose la mano. No pudo evitar que las lágrimas cayesen por sus mejillas. Acarició con suavidad las hojas y habló durante horas sin dejar de mirar al inclemente enramado que le impedía deleitarse con la visión anhelada. Cuando cayó la noche, se despidió con un «te añoro» y se levantó para marcharse.
Al darse la vuelta, una preciosa tonada inundó el bosque. Era la canción de cuna que Fiàin tarareaba a su hija. La escuchó paralizado, temeroso de moverse y romper el hechizo. Era la voz de Aisling, su voz dulce y cadenciosa, tan distinta de la aflautada y melancólica de su madre. Permaneció inmóvil hasta que la canción terminó y continuó esperando hasta que el amanecer lo encontró dormido sobre el dosel de hojas del bosque, cubierto por una fina manta de lana que él mismo había regalado a su hija pocos meses atrás. Desde entonces, durante cada visita, mucho antes de que comenzara a atardecer, esperanzado aguardaba escuchar la tonada.
Aisling no le decepcionó. Inventó canciones y baladas hechas de murmullos para él, y cada una era más hermosa que la anterior.
El día que Aisling cumplió quince años, Iolar se adentró en el bosque con un fardo bien sujeto entre sus brazos, dudando de entregar o no su regalo. Sabía que era un presente peligroso, pero sus entrañas le decían que no habría peligro para Aisling en él, y que ella necesitaría y agradecería esa ofrenda. Pensativo, se sentó en el lugar de siempre, colocó el fardo en su regazo y observó el suelo. Su hija había hecho un nuevo dibujo. Tres líneas en espiral que se unían en el centro. Un trisquel.
Iolar sonrió. El trisquel representaba evolución y crecimiento; el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu. Aisling había elegido bien su dibujo, esperaba no equivocarse con su regalo.
—Feliz día de tu nacimiento, Aisling. Te he traído un regalo, pero antes quiero contarte algo que ha pasado. —Respiró profundamente y comenzó su relato—. Ayer, los soldados trajeron ante mí a un cazador. —Un silbido enfurruñado reverberó tras la maraña de ramas—. Ya sé que te disgustan los cazadores, pero debes comprender que los hombres necesitan comer carne, y solo la pueden obtener cazando. —Escuchó otro silbido, esta vez más fuerte e indignado—. Sí, sé que es a los nobles a los que más odias, sé que cazan por diversión y no por hambre, pero no puedo prohibírselo; son costumbres arraigadas y en las monterías sello alianzas y lealtades provechosas para el reino. De todas maneras, no es de eso de lo que quiero hablarte.
»Ayer los soldados trajeron ante mí a un cazador furtivo para que lo juzgase. Había abatido a varios de los lobos que recorren el perímetro occidental de este bosque. —Un jadeo horrorizado surgió tras las ramas—. Sé que ya lo sabes, mi vida, tus árboles te lo habrán contado, pero déjame que te relate mi historia. El cazador había incumplido la ley y como tal lo castigué, nadie puede penetrar en tu bosque. En su carreta encontramos las pieles de los lobos que pensaba vender… y algo más —dijo Iolar sujetando el fardo que comenzaba a moverse en su regazo—. Un par de lobeznos de apenas un mes de vida. Si los dejo solos en el bosque morirán. Es muy probable que su manada los repudie al olfatear en ellos el olor a humano. Pero tampoco puedo criarlos en mi castillo, las criadas huirían en desbandada —comentó divertido al recordar los gritos de las sirvientas al entrar en su habitación y encontrar a los cachorros—. He pensado que tal vez tú quieras hacerte cargo de ellos. Son un macho y una hembra, y ya les he puesto nombre. Blaidd es este lobezno gris tan gruñón —dijo sacando a un pequeño cachorro del fardo, que no cesaba de removerse y lanzar dentelladas a diestro y siniestro—, y esta damisela tan comedida es Dorcha. —Cogió por el cogote a una hermosa lobezna negra, muy tranquila, que, al soltarla, se acurrucó entre los muslos del rey—. Es tu decisión, Aisling. Ahora voy a atarlos a esta rama y, en cuanto acabe, me iré a pasar la noche al otro lado de la Cañada Real, para que puedas decidir qué hacer. Mañana al amanecer regresaré. Si siguen aquí, se los llevaré a Gard; él conoce a alguien que se puede hacer cargo de ellos.
Sacó una cuerda del fardo y comenzó a llevar a cabo lo prometido. Se detuvo al escuchar cantar a su hija; sonrió cariñoso, pero su gesto pronto se tornó en desconcierto. La tonada que atravesaba el enramado no era dulce como las anteriores, sino autoritaria, casi indignada. A esa tonada se le unió el sonido de las hojas y las ramas de los robles chocando entre sí y, al momento, el bosque quedó silente tras un fuerte gruñido que estaba seguro de que provenía de Aisling.
Iolar se acercó asustado al enramado y posó las manos sobre él, intentando traspasarlo.
—Aisling, ¿qué ocurre? ¡Aisling!
Una rama salió disparada de la maraña, golpeándole en el pecho y tirándole al suelo.
El rugido enfurecido de su hija reverberó en el bosque seguido de una tonada imperiosa que silenció el ruido de las agitadas hojas. La canción devino en un murmullo orgulloso al que siguieron los crujidos y chasquidos de las ramas al moverse. Poco a poco, se abrió frente a él una pequeña brecha entre la frondosa muralla. A través de esta pudo observar a una joven muy hermosa, de cabellos castaños y rasgos delicados. Estaba desnuda y su cuerpo era delgado y flexible como un junco. Se mantenía agazapada, dispuesta a saltar ante el primer asomo de peligro. Sus ojos rasgados estaban clavados en él.
—Aisling —susurró Iolar de rodillas en el suelo, estirando el brazo hacia la bendita grieta que le permitía observar a su hija.
Las ramas se cerraron veloces ante él y le impidieron acercarse. Un siseo furioso le llegó desde el otro lado y la fisura volvió a abrirse lentamente, casi con pesar.
Iolar permaneció inmóvil, observando a su hija, deleitándose en ella, grabándola en su mente.
La muchacha tendió la mano con la palma hacia arriba.
Iolar soltó uno a uno a los cachorros y los empujó hasta que se internaron en el otro lado de la maraña. Ellos podrían tocar a Aisling, olerla, jugar con ella, y ser abrazados por ella.
Él no.
Al menos había podido verla.
La muchacha le miró mientras acunaba entre sus brazos a los lobeznos, sin dejar en ningún momento de entonar su imperativa canción.
Iolar supo que, cuando ella callara, las ramas caerían de nuevo. Observó la salvaje vegetación, comprobó cómo temblaba tensa, y comprendió que, si no había caído ya, era gracias a la fuerza de la canción de la muchacha. Contempló extasiado a su hija, dispuesto a atesorar cada segundo de visión que ella le brindara.
Aisling soltó a los cachorros en el suelo y, sin dejar de susurrar órdenes a los robles, se inclinó agazapada hacia su padre y extendió de nuevo la mano, casi atravesando la brecha entre las ramas.
Iolar dejó de respirar y extendió muy lentamente la mano hacia la joven, que esperaba. A medida que sus dedos se fueron aproximando a la grieta entre la fronda, los crujidos de las ramas se hicieron más audibles y los siseos de su hija más autoritarios. Los robles parecieron inclinarse hacia él; fuertes raíces surgieron del suelo atrapándole las piernas, envolviendo sus muslos y subiendo por ellos hasta ceñirle la cintura. Se estiró todo lo que pudo, con las yemas de los dedos a un suspiro del hueco entre las ramas.
Aisling imprimió un tono acuciante a su tonada, avanzó un solo paso y aferró entre sus dedos los de su padre.
Los robles dejaron caer las ramas sobre las manos unidas, envolviéndolas en tallos flexibles y suaves hojas.
Padre e hija se mantuvieron unidos hasta que la sangre dejo de recorrer sus extremidades, presionadas por la inconmovible fronda. Cuando se soltaron Iolar pronunció una promesa a los robles.
—Jamás la alejaré de vosotros contra su voluntad.
Quizá los robles le creyeran, o tal vez Aisling al ganar madurez obtuvo también fortaleza para mandar sobre ellos. Quizá simplemente fuera que alguien, con un poder superior al de los árboles y la joven dríade, se apiadó del padre desesperado y de la hija esperanzada y permitió que ambos se vieran y tocaran.
Desde ese día, durante cada visita, la maraña de ramas se tornaba menos tupida, más rala, permitiendo que padre e hija se pudieran observar, aunque de manera difusa, entre las verdes hojas. Y en cada despedida, Aisling dejaba asomar su mano, mientras Iolar, apresado por las fuertes raíces, la tomaba entre los dedos y la acariciaba.