ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE QUE PERDIÓ SU CORAZÓN EN EL BOSQUE.
Amanecer, 16 de duir (junio)
Los cascos de un enorme semental de batalla horadaron la Cañada Real. Las fuertes pisadas retumbaban en la inquieta algarabía nocturna del bosque. Los petirrojos y jilgueros cesaron sus cantos, los búhos detuvieron su caza y los pequeños ratoncillos se ocultaron asustados entre la hojarasca del suelo. Las manos del jinete apenas sujetaban las riendas, permitiendo que el poderoso corcel trotara libre por un camino que su equina memoria conocía tras recorrerlo cada noche de luna nueva de los últimos trece años.
Iolar mantenía la mirada fija al frente, decidido a no girar la cabeza y perderse en recuerdos que no quería despertar. Pero como cada vez que regresaba a la ciudad desde el bosque prohibido, las remembranzas dolorosas de su pasado se apoderaron de su mente.
Cerró los ojos y se permitió perderse en los lúgubres pensamientos que sabía lacerarían de nuevo la herida abierta en su corazón. En el interior de sus párpados se dibujó el perfil de la mujer, hermosa y tentadora, que le robó el alma hacía ya tantos años.
* * *
Fiàin estaba en el pequeño jardín aledaño a la Torre del Homenaje. Él lo había ordenado construir para ella. Lo había dotado de robles y encinas, y lo había amurallado para que no pudiera escapar. Últimamente ella pasaba allí cada instante del día, abrazada al más frondoso de los robles. Si por la dríade fuera, incluso dormiría sobre sus ramas, pero él se oponía.
Pensaba que era solo un capricho de su salvaje mujer.
Qué necio había sido.
Iolar la recordó como era en ese preciso momento. Su preciosa melena convertida en una maraña de enredos, deslucida y sin brillo. Su cuerpo otrora flexible y dorado, ahora pálido y demacrado. Su hermoso rostro demasiado delgado; sus ojos de cervatillo, apagados y desesperados; sus labios voluptuosos entreabiertos en un rictus agónico. Y su hija, su pequeña y adorada hija, siempre cerca de su madre, abrazándola y besándola. Llevándole coronas de flores que Fiàin apenas tenía fuerzas para coger y colocarlas sobre su cabeza.
Si pudiera dar marcha atrás en el tiempo.
Si no hubiera sido tan arrogante.
Si tan solo hubiera mirado más allá de su regia nariz. Pero no lo hizo. Él era el rey. No podía estar equivocado.
Pero lo estaba.
No prestó atención a las señales. No quiso ver que los bellos ojos de su mujer, antaño vivos y salvajes, se habían ido apagando con el paso de los años. Había creído que su mirada derrotada y triste era una argucia más, un nuevo intento de hacerle sentir mal para que le permitiera escapar de los muros del castillo.
No se dio cuenta de que poco a poco su dríade se iba quedando sin vida.
No hizo caso de la bruja que le advirtió que, sin la fuerza vital de los robles mágicos del bosque, cualquier dríade moriría. «Aisling es una niña sana, no echa de menos el bosque», refutaba él sus palabras. «Es tan dríade como su madre y se muestra lozana y saludable. Fiàin solo finge». Pero en su interior sabía que Aisling no era dríade por completo, su hija era medio humana, por eso podía vivir sin sus malditos robles. O al menos eso se repetía a sí mismo una y otra vez, porque si por un momento se permitiera dudar de ello, también perdería a su pequeña.
Aquella aciaga mañana, entró furioso en el jardín de Fiàin. Había pasado la noche trazando planes de conquista con los nobles; buscando alianzas que le permitieran armar un ejército; negociando prebendas, impuestos y mesnadas. Y cuando apenas comenzaba a amanecer y regresó a su cámara, la encontró vacía. Ni su hija ni su mujer le esperaban allí. Se enfureció como hacía años que no lo hacía. Abandonó la estancia y fue a buscarlas al lugar donde estaba seguro que se encontrarían.
Fiàin dormitaba apoyada en el tronco del roble, Aisling dormía sobre su regazo.
Levantó a la niña, la alejó de su madre e increpó furioso a su mujer. Ella se limitó a tender los brazos hacia su hija.
—¡Háblame, maldita seas! Has permanecido seis años a mi lado. Entiendes lo que te digo. ¡Habla! —le ordenó furioso, llevando a la niña a su espalda. La pequeña forcejeó, intentando librarse de sus dedos de acero.
—¡Madre no sabe hablar! Déjala regresar al bosque. ¡La estás matando! —le gritó su hija en la frase más larga que había dicho en su corta vida.
—Has puesto a mi hija en mi contra. Has hecho que se rebele contra mí —escupió Iolar a su mujer. Ella volvió a tender los brazos, reclamando a la niña. La pequeña redobló sus esfuerzos por escapar de los brazos del rey—. ¡Gard! —gritó con rabia girando la cabeza hacia la Torre del Homenaje.
El capitán no tardó en aparecer en la balconada que sobresalía en los jardines de la dríade. Había entrado con el rey en las estancias de Fiàin y allí había sido testigo del gesto de Iolar al encontrarlas desiertas. Desde entonces se mantenía al acecho tras los tupidos tapices, rezando por no verse obligado a acudir junto a su amigo para templarle los ánimos.
—Ensilla dos caballos y prepara a seis de tus hombres para acompañarnos. Voy a satisfacer los deseos de mi amante —le ordenó el rey, enfurecido—. Consuélate, mujer; pronto regresarás a tu maldito bosque.
Poco menos de media jornada después, Iolar, a lomos de su semental y con Aisling aferrada con fuerza sobre su regazo, entraba en el bosque del Verdugo escoltado por seis soldados dirigidos por Gard, que llevaba a Fiàin. Recorrieron al galope los anillos de árboles hasta llegar al mismo centro del bosque. Se detuvieron en un verde prado rodeado de enormes robles y circunvalado por cristalinos arroyos que iban a desembocar en el río Verdugo, que atravesaba la fronda no muy lejos.
Ordenó a Gard que desmontara a su mujer y la dejara en un extremo del claro.
El capitán se apresuró a obedecer, pero sus ojos recriminaron al rey la decisión tomada. Conocía demasiado bien a su monarca, e intuía lo que pensaba hacer. Sería una decisión de la que se arrepentiría toda su vida.
Una decisión que les pesaría a ambos hombres para toda la eternidad.
En el momento en que el capitán la soltó, Fiàin cayó desmadejada sobre el suelo del bosque. Sus labios se abrieron angustiados y su respiración se tornó agitada. Aferró con las manos la hierba esmeralda y hundió su rostro en ella.
Iolar contempló impasible a su dríade mientras retozaba como la salvaje que era, hasta que un instante después la vio llevar sus manos hasta los botones de su sencillo vestido y comenzar a desabrochárselos.
—¡Maldita seas, mujer! ¿¡Pretendes desnudarte ante mis hombres, ante tu propia hija!? —exclamó colérico haciendo corcovear a su caballo. Aisling gritó entre sus brazos—. Eres una puta desvergonzada —siseó.
Y continuó renegando y maldiciendo, encolerizado consigo mismo y con la mujer que le había robado el alma, desoyendo los gritos de Gard que le instaban a calmarse.
Había amado a esa mujer durante seis años, todavía seguía amándola. Y ella jamás le había correspondido. Ni siquiera se había molestado en hablarle, excepto una única vez, para decirle su nombre. Sí, habían retozado juntos entre las sábanas, pero de todos era sabido que las dríades eran seres sensuales que solo se regían por sus instintos más bajos, tal y como Fiàin le había demostrado miles de veces.
Habría dado su vida por ella, y ella se mostraba desnuda, como la zorra que era, ante sus hombres.
—Haz lo que te plazca. Eres libre de quedarte aquí —le dijo con desprecio— o de regresar conmigo. Pero, tenlo presente, si decides quedarte, no volverás a ver a Aisling. Ella no es como tú. No permitiré que lo sea. Es mi hija, y la voy a educar como a una dama, no como a una puta salvaje —dijo feroz—. Gard, si Fiàin vuelve al castillo, asegúrate de que esté debidamente vestida o no la dejes entrar —ordenó clavando las espuelas en el lomo de su caballo, y salió a galope del claro.
Un hermoso susurro le hizo detener su montura.
Fiàin estaba desnuda, de pie, erguida en el centro del claro, cantando. De sus labios emanaba un sonido mágico, una sencilla tonada sin palabras, compuesta por murmullos y chasquidos. Le miraba serena mientras tendía las manos hacia su hija, rogándole en silencio que la dejara junto a ella. La pequeña intentó escapar de los brazos de su padre, pero el hombre la retuvo.
La tonada de Fiàin se tornó lastimera, suplicante.
Iolar la ignoró, aun sintiendo que su corazón sangraba por la mujer que lloraba ante él.
El murmullo de la dríade se convirtió en un sonido angustiado y feroz. El clamor de las hojas de los robles agitándose inundó el bosque. La canción dejó de ser cadenciosa para tornarse en una melodía indómita. Los caballos se agitaron y elevaron sobre las patas traseras mientras los soldados intentaban dominarlos sin conseguirlo.
—¡Iolar, deja ir a la niña! —exigió Gard, olvidando que estaban rodeados por otras personas y llamándole por el nombre por el que le había llamado desde que de niños jugaban en el patio de armas.
—¡Nunca! ¡Es mía! —aulló el rey—. Si la dejo ir, su madre jamás regresará; ¿no lo entiendes? —susurró a su fiel amigo.
Hizo girar su caballo con la intención de abandonar el claro.
Una muralla de ramas que apareció donde antes no había nada se lo impidió. Por los gritos de sus guardias, comprendió que ellos también se habían visto cercados.
—Déjame ir, padre. Quiero estar con madre —suplicó Aisling entre sus brazos.
—Nunca, princesa. Te amo demasiado para dejarte escapar. No puedo perderos a las dos a la vez —susurró al oído de la niña.
Tiró de las riendas de su corcel hasta que este dio media vuelta y quedó frente a la dríade.
Fiàin seguía cantando. Había caminado hasta un pequeño roble en el límite del claro y permanecía pegada a él, inmóvil. Sus pies se hundían como raíces en la hierba y sus tobillos lentamente se iban cubriendo de una capa áspera y gris, igual a la corteza que recubría el árbol que parecía querer abrazarla con sus ramas.
Iolar asistió espeluznado a la transformación de la mujer que amaba. Poco a poco sus piernas, sus caderas y su pecho se fueron haciendo uno con el tronco del joven árbol. Sus brazos se unieron a las ramas bajas y de las yemas de sus dedos brotaron finos y flexibles tallos. La furiosa tonada se silenció cuando el precioso rostro de su amada quedó grabado en la corteza.
—¡No! —aulló Iolar desesperado—. Cortad el tronco, sacadla de ahí —ordenó a sus hombres.
Estos se apresuraron a obedecer. Desenvainaron sus espadas y se dirigieron veloces al árbol. Las ramas de los robles que rodeaban el claro cayeron sobre ellos, desarmándolos, y, cuando los soldados se apresuraron a recoger sus armas e intentar cumplir las órdenes, fueron ensartados uno a uno por afiladas estacas que cayeron certeras desde las copas.
—¡Por Dios, Iolar, suelta a Aisling, déjala ir! —suplicó Gard caminando a duras penas hacia el rey mientras presionaba con ambas manos su costado herido.
El resto de los hombres permanecía allí donde las ramas les había atravesado el corazón. El capitán había podido escapar gracias a sus reflejos, pero sabía que cuando atacaran a su rey, no podría hacer nada por protegerle.
—¡No! Es lo único que me queda de ella —se negó Iolar con la voz rota por la angustia.
—¡Te va a matar!
—No. Fiàin jamás me hará daño —afirmó el rey, inseguro.
Una rama le golpeó en la espalda, derribándole del caballo. Rodó en el aire para proteger el frágil cuerpo de su pequeña y cayó de espaldas sobre el suelo.
Aisling escapó de su agarre y corrió a refugiarse entre las ramas del árbol en el que estaba encerrada su madre. Iolar intentó levantarse, pero poderosas raíces surgieron de la tierra y le inmovilizaron las extremidades, impidiéndole cualquier movimiento. Gard gateó hasta él, dispuesto a liberarle, pero no lo consiguió. Las raíces que lo apresaban estaban firmemente ancladas a la tierra y eran duras como el hierro.
Permanecieron allí hasta que cayó la noche. El joven capitán arrodillado junto a su regio amigo, rogando a los robles mágicos que les permitieran irse. El imponente rey atado al suelo sin poder moverse, gritando frustrado al principio, sollozando de aflicción después, al aceptar que había perdido por su testarudez lo que más amaba.
Su pequeña hija le miraba entristecida, acurrucada entre las ramas del delgado roble con el rostro grabado en el tronco.
Cuando los primeros rayos de luna iluminaron la noche, la muralla de ramas se abrió, mostrando el bosque que había más allá del claro y el camino a seguir. Un segundo después las raíces volvieron a hundirse en la tierra, liberando a un hombre desesperado.
Iolar se puso en pie e, ignorando el dolor de sus rígidos músculos, ayudó a levantarse a Gard y, a continuación, montó sobre su caballo y ayudó al capitán a subir tras él.
Abandonó el claro del bosque sin volver la vista atrás.