ÉRASE UNA VEZ DOS HOMBRES. UNO CREÍA ESTAR ENAMORADO, EL OTRO LO ESTABA REALMENTE.
Atardecer, 15 de duir (junio)
—¡Maldito estúpido! —gritó el noble haciendo una seña a sus lacayos para que echaran del salón al portador de la mala noticia.
El único motivo por el que perdonaba la vida al necio soldado era porque Gard se percataría de su desaparición y avisaría al Impotente. Más enfadado de lo que quería mostrar, se sentó en el enorme sitial con apariencia de trono que coronaba el estrado y con un gesto de la mano despidió a los escasos ocupantes de la estancia. Necesitaba estar solo para pensar.
¡Malditos cretinos! La misión no era tan complicada: apresar al hombre, arrancarle la virilidad y, después, cumplir la ley del rey. ¿Y qué habían hecho? Dejarle escapar. Permitirle esconderse entre los árboles mágicos junto a una hermosa dríade. Se frotó las sienes, enfurecido. El jodido puto estaba ahora con ella.
Observando lo que a él no se le permitía ver.
Acariciando lo que a él no se le permitía tocar.
Anhelaba con todo su corazón que Aisling fuera tan salvaje como lo fue su madre y le arrancara la piel a tiras.
Aisling… ¿Sería tan hermosa como Fiàin? ¿Tan fogosa? ¿Tan salvaje? ¿Serían sus rasgos tan perfectos y su cuerpo tan sublime? La última vez que pudo observarla era una niña, pero ya se apreciaba en ella la belleza que había heredado de su madre.
Fiàin… Cuánto la echaba de menos. Cuánto ansiaba sentir sus manos sobre él, sus rasgados ojos mirándole, sus dientes clavándose en él. La había adorado como a nada en el mundo; había respirado de su aliento, comido de su piel, bebido de su boca. Si el maldito Impotente se hubiera comportado como un hombre, si hubiera sabido tratarla, ella estaría todavía entre los muros de la ciudad, a su alcance, amándole. Pero en aquellos años el puñetero rey era un altanero cabeza hueca pendiente únicamente de dar satisfacción a sus apetitos. Un estúpido jovenzuelo que se creía el centro del mundo y que jamás había tenido que luchar por conseguir lo que deseaba, incluyendo a la salvaje dríade. Un necio que se había dejado engañar por la voluptuosa naturaleza, el cuerpo flexible y los ojos de cervatillo asustado de la dríade; un mentecato que había dado crédito a sus argucias y artimañas, consintiendo todos sus caprichos con irresponsable afabilidad.
Pero Fiàin había muerto hacía años. De ella solo quedaba la niña. Una niña medio humana que habría crecido hasta convertirse en la viva imagen de su madre.
El noble se levantó con la decisión grabada en el rostro. Tenía que rescatar a Aisling, alejarla del puto al que había secuestrado en el bosque y enseñarle lo que un hombre enamorado podía hacer por ella.
* * *
Los soldados se arrodillaron en mitad del salón de audiencias, estremecidos por la presencia del rey Verdugo. Ninguno se atrevió a devolverle la mirada, ninguno osó siquiera respirar mientras esperaban aterrados el castigo que se les impondría por haber fallado en la misión encomendada.
Iolar permaneció en silencio. Sentado en su trono de líneas tan severas y marcadas como su propio rostro, les observaba temblar. Escuchó todo aquello que no se atrevían a decir e intuyó las mentiras que escapaban de sus labios.
—Gard, llevadlos con Fear; él sabrá qué hacer con esta escoria inútil —sentenció.
Todos los soldados menos uno gimieron plañideros por el castigo impuesto. Fear era el encargado de formar a los hombres que defenderían la frontera norte del reino, la más peligrosa y en la que más ataques se perpetraban. El rey les estaba sentenciando a una muerte segura.
—¡Callad, ineptos! —ordenó Gard enfadado—. Merecéis la muerte solo por las falsedades que han escapado de vuestras sucias bocas. —Miró a los hombres uno por uno, haciéndoles callar con el rictus de su gesto. Solo uno de ellos, el más joven, le devolvió la mirada. Gard asintió satisfecho, llamó a dos guardias de su confianza y les encomendó el cuidado de los condenados—. Majestad, uno de ellos… —comenzó a decir cuando se quedó a solas con el rey.
—Traedlo —le interrumpió este.
Gard cuadró los hombros y entrechocó los talones con un deje de sonrisa en sus finos labios. El sagaz rey se había percatado de la actitud del pelirrojo. Era el único que no había temblado ni se había quejado. También el único que no había buscado excusas a su fracaso.
Iolar cabeceó satisfecho cuando el capitán de la guardia salió de la estancia, estaba seguro de que no tardaría en regresar con el joven soldado. Se levantó del incómodo trono, caminó por estrechos pasadizos hasta la poterna que daba a la balconada, oculta por tupidos tapices, los retiró y salió al exterior. Detuvo sus pasos al llegar a la balaustrada, apoyó ambas manos sobre ella y miró hacia abajo. Los soldados eran conducidos a través del patio de armas hacia el cuartel de la guardia. Allí permanecerían hasta que Fear lo considerara oportuno. No sería mucho tiempo. Gard los acompañaba, seguramente esperaría a que los hombres recibieran la primera lección y luego rescataría al joven pelirrojo de las tiernas manos de Fear, trayéndolo hasta él, manso y agradecido.
Su mirada se desvió hacía su mano derecha, al anillo que portaba en el dedo corazón. Lo acarició con el pulgar, sintiendo en la yema la suavidad del cabello de su dríade. Un hombre se había atrevido a penetrar en el bosque prohibido y, según los bastardos que pronto morirían en la frontera, su hija le había socorrido enfrentándose a ellos. Un hombre herido, según decían, pero que cuando se recuperara sería una amenaza para ella.
—¿Qué has hecho, Aisling?
En el momento en que el nombre abandonó sus labios, Iolar cerró los ojos y volvió a verla, tal y como era la última vez que la tuvo entre sus brazos.
Apenas una niña de cinco años. Asustada. Conteniendo las lágrimas. Llamando a su madre.
Volvió a sentir su pequeño cuerpecillo entre sus brazos, forcejeando por escapar.
«Somos las decisiones que tomamos», pensó, y aquel aciago día él había tomado una decisión que lamentaría toda su vida. Aún recordaba estremecido cómo había perdido a la única mujer que había amado. Cómo su propia hija se había alejado de él.
Un golpe lejano le sacó de los dolorosos recuerdos, haciéndole regresar al presente para volver a recorrer los oscuros pasadizos hasta el salón de audiencias. Gard y el joven soldado entraron allí un instante después. De un empujón, el rubio capitán obligó al joven pelirrojo a arrodillarse, y luego se colocó en el lugar que por derecho le correspondía, a la derecha del rey.
—Contadnos lo que ha pasado —ordenó Gard con voz inmutable.
—Encontramos al proscrito en el bosque, señor. Le apresamos y nos dispusimos a seguir vuestras órdenes. Él se resistió y le llevamos a la llanura. Allí, una joven y dos lobos nos atacaron, liberaron al preso y se lo llevaron. Intentamos seguirlos, y casi lo conseguimos, pero una muralla de ramas cayó entre ellos y nosotros y nos lo impidió.
—¿Por qué le llevasteis a la llanura? Las órdenes eran claras. Debíais cercenarle la cabeza en el mismo lugar que le encontrarais —interrogó Gard.
—Droch lo ordenó.
—¿Droch? ¿El guardia al mando de la patrulla?
—Sí, capitán.
—¿Por qué? —preguntó el rey.
—Le habían pagado por arrancarle la virilidad al proscrito, majestad —contestó con sinceridad el pelirrojo. Sabía que el rey no mostraría compasión aunque dijera la verdad. Había desobedecido sus órdenes. Pero aun así, no pensaba morir en la frontera con una mentira royéndole el corazón.
—¿Quién le pagó? —preguntó Iolar inclinándose feroz hacia el soldado.
—No lo sé, majestad. No nos lo dijo.
Iolar miró a Gard, este asintió con la cabeza. Ambos intuían que alguien se había interpuesto en sus órdenes.
—A partir de este momento, solo los hombres de vuestra absoluta confianza patrullarán el bosque del Verdugo —le ordenó al capitán.
—Como gustéis, sire. ¿Qué hago con este soldado?
—Llevadlo con Fear. —El pelirrojo, todavía de rodillas, levantó orgulloso la cabeza al escuchar la sentencia del rey. Se lo merecía. Acataría su última misión con honor—. Que lo destine a la frontera sur.
—¿La sur, majestad? —preguntó el joven, aturdido. En esa frontera sus posibilidades de sobrevivir se multiplicaban por mil.
—¡Cómo osas interrogar a tu rey! —exclamó Gard propinándole una patada que le dejó tendido en el suelo. Iolar negó con la cabeza, advirtiendo a su amigo que dejara pasar la afrenta. El capitán empujó con la bota al joven—. Lárgate de aquí antes de que me lo piense mejor y te degüelle por insolente.
El muchacho se apresuró a escapar de la estancia, asustado y agradecido a la vez. Había estado a punto de perder la vida por una pregunta.
—Mandad que ensillen mi caballo, Gard.
—¿Qué pensáis hacer?
—Aún quedan varias horas hasta que anochezca —dijo el rey por toda respuesta mientras se dirigía a la salida.
—¿Volverás al bosque tan pronto, Iolar? —preguntó Gard, posando la mano sobre el hombro de su amigo, olvidada ya toda formalidad.
—Mi hija está allí, junto a un hombre herido y peligroso. Tengo que asegurarme de que esté bien. Quizá esta vez logre verla.
—No te dejarán pasar. Lo sabes.
—No pueden impedirme la entrada siempre. En los últimos años me han permitido vislumbrarla, quizás hoy pueda acercarme a ella —declaró Iolar dando por zanjada la conversación.
Gard observó a su amigo abandonar el salón, se asomó a la balconada y esperó. Momentos después, el rey, vestido con ropas sencillas de color oscuro, montaba sobre su semental en el patio de armas. Ojalá le permitiera acompañarle, pero el monarca purgaba su castigo en soledad.