32


ÉRASE UNA VEZ… UN REGALO INESPERADO, UN HONOR MERECIDO, LA CONFIANZA OTORGADA.

Ocho años después

Un tirón en la espalda, a la altura de los riñones, le indicó a Iolar que a su cuerpo ya no le agradaban las largas cabalgatas. Ató el semental al tronco de un delgado eucalipto y comenzó a desnudarse, no sin antes friccionar disimuladamente la zona dolorida. El bufido que escapó de labios de Gard le hizo sonreír. Sí, su fiel amigo tampoco se sentía tan joven como antaño.

Caminaron a través del bosque, atravesaron los serbales y, al llegar a la linde del círculo de robles, encontraron la barrera levantada y a Kier tumbado bocabajo sobre una rama.

—Hace mucho tiempo que os he olido —dijo mirándoles pensativo. Cada vez tardaban más en atravesar el bosque y llegar al claro.

—Nos lo hemos tomado con calma —contestó Gard a la pregunta implícita del hombre—. No podemos saltar de rama en rama como las ardillas.

Kier se rio por las palabras del capitán y, acto seguido, se dejó caer cabeza abajo para agarrarse en el último momento a una delgada rama, darse impulso y aterrizar frente a ellos. De pie.

—No. No sois ardillas. Las ardillas no tienen tripa —comentó el joven, divertido.

—No tenemos tripa —afirmó Iolar tocándose su poco abultada barriga—, esto son reservas acumuladas para cuando llegue el invierno.

—Ya se ocupará Fiàin de menguar esas reservas —dijo Kier estallando en carcajadas a la vez que les instaba a seguirle.

—¿Dónde está Fiàin? —le preguntó Gard extrañado.

—Os espera en el claro.

Gard e Iolar se miraron confundidos, Fiàin siempre acudía a ellos en el mismo momento en que se percataba de que entraban en el bosque. Que no lo hubiera hecho…

—¿Ha ocurrido algo, Kier?

—No es mi derecho decíroslo, pero no temáis; nada malo sucede —fue la críptica respuesta del hombre.

Se encogieron de hombros y se apresuraron a seguirle.

Apenas habían andado un corto trecho cuando un movimiento frente ellos les hizo levantar la mirada.

Gaire, que con los ojos verdes y el cabello oscuro era la viva imagen de Kier, vio a su abuelo, abrió mucho los ojos y echó a correr, sujetando entre sus manos lo que parecían ser flores de mil colores.

La niña que la acompañaba levantó la cabeza al oír gritar a su amiga. Sus cabellos dorados se alborotaron alrededor de su cara y sus enormes ojos azules se iluminaron felices al ver a los hombres. Pero no se movió de donde estaba; muy al contrario, acarició la cabecita de la cría de corzo que estaba sobre su regazo y sonrió al capitán.

—Está herida, le he dicho que tú la curarías.

Gard llegó hasta la niña, se arrodilló y observó con atención al corzo herido.

—Ya la ha curado Aisling —comentó señalando el emplasto que cubría la oreja rasgada del animal.

—Sí, pero solo ha curado su oreja, no su miedo. Le he dicho a Roe que tú eres el Capitán Temerario, el más valiente de todos los hombres, y que le enseñarías a no tener miedo, como a mí. Desde que Blaidd la atacó sin querer, no quiere acercarse a los lobos —explicó mirándole con adoración—. Pero ahora estás tú aquí y le enseñarás a ser valiente.

—¿Blaidd la atacó sin querer?

—Sí —asintió la niña, muy seria.

Gard tosió para ocultar la carcajada que pugnaba por escapar de sus labios. Desde que las niñas comenzaron a sostenerse sobre los pies y caminar por el bosque, los lobos de Aisling habían visto reducido su terreno de caza… a cualquier lugar al que no pudieran acceder las pequeñas.

—Papá…

—Le enseñaré a no tener miedo —afirmó tomando a la temblorosa cría de corzo entre sus brazos.

Si su hija le pedía que convirtiera a un tierno corzo en un lobo feroz, por Dios que lo haría.

* * *

Fiàin esperaba en el centro del claro a que los dueños de su corazón llegaran hasta ella. Se mantenía tan altiva y erguida como una reina. Sus ojos brillaban de orgullo y satisfacción.

Iolar y Gard se detuvieron confundidos cuando estuvieron frente a ella. Pero Fiàin no hizo ningún movimiento, ni siquiera les miró. Se limitó a erguirse más todavía.

—Tienes que arrodillarte —susurró una vocecita infantil a Iolar.

El rey miró aturdido al capitán. Ella jamás le había exigido nada igual, al menos no sin antes mediar algunas caricias, besos y… otras cosas, y en todo caso, no solo a él, sino a los dos.

Un carraspeo infantil le sacó de su aturdimiento, haciéndole arrodillarse presuroso.

El resto de su familia, Gard, Kier, Aisling, las pequeñas Gaire y Súile, y los lobos, se reunieron a su alrededor en un silencio reverente.

—Madre dice… —El dueño de la voz carraspeó de nuevo, hinchó el pecho, cuadró los hombros y miró al hombre arrodillado ante él y su madre—. Madre dice que ya soy un hombre y debo acompañarte al castillo de ciudad de piedra. —Gard e Iolar jadearon estupefactos por las palabras del niño de ojos y cabellos negros—. Madre dice que me entrega libremente, pero, antes, debes jurarle que me respetarás, me protegerás y me enseñarás a ser un hombre valiente y feroz. Ya soy valiente y feroz, madre —dijo el niño en voz queda mirando furioso a Fiàin. Esta se limitó a arquear una ceja—. También me tienes que dar una espada de verdad, un caballo grande que corra mucho y un arco con flechas —susurró el niño con rapidez antes de que su madre, con los ojos muy abiertos y los labios muy apretados, le diera un buen coscorrón en la cabeza—. Madre dice que eso no es necesario —musitó el niño enfurruñado—. ¡Pero yo lo quiero! —gritó saltando sobre su padre y escondiéndose tras su espalda—. Lo tendré, ¿verdad? Un rey no puede ser rey si no tiene una gran espada y un enorme caballo que pise las cabezas de sus enemigos.

—Lo tendrás, Brenin; lo juro —murmuró Iolar abrazando a su hijo a la vez que cerraba los ojos para que las lágrimas que los anegaban no se derramaran por sus mejillas.

Un carraspeo airado le hizo volver a abrirlos. Fiàin le miraba con una ceja arqueada y las manos apoyadas en las caderas.

—Juro protegerle, enseñarle y respetarle. Jamás podré decir con palabras lo orgulloso que estoy del hijo que me has dado, Fiàin. Ni lo honrado que me siento al saber que con su custodia me otorgas también tu confianza. Prometo hacerme merecedor de ella.

—Madre dice que hace años que la tienes —susurró el niño en su oído.

Fiàin se mordió los labios, dio un paso trémulo hasta el hombre y cayó de rodillas ante él. Permanecieron unos segundos mirándose y luego tendió la mano hacia Gard, llamándole. Este se apresuró a arrodillarse junto a ellos, y, entonces, Fiàin los abrazó y besó a ambos, demostrando el amor incondicional que la unía a ellos.

—Ya están otra vez besándose, ¡qué aburridos! Cuándo yo sea rey, no tendré nunca una mujer; ¡solo piensan en hacer el amor! ¡Con lo divertido que es hacer la guerra! —exclamó el niño alejándose de sus padres y su madre—. Gaire, Súile, os reto a un duelo —desafió a las niñas.

La hija de Kier y Aisling se apresuró a correr a por su espada, pero la niña rubia de ojos azules negó con la cabeza y continuó acariciando la testa del corzo.

Gard e Iolar sonrieron al escuchar el bufido airado del niño.

Los hermanos no podían ser más distintos, a pesar de haber nacido del mismo vientre y en el mismo momento.

Súile era una niña pensativa, silenciosa, más dada a jugar con sus animales que a pelear con su hermano y su tía. Era el perfecto contrapunto al carácter irascible y osado de su hermano.

Brenin siempre estaba presto a embarcarse en alguna empresa peligrosa, solo por el placer de conseguir aquello que se le había metido entre ceja y ceja, sin pensar ni calcular los riesgos. Era una suerte que Súile supiera calmarle y hacerle reflexionar.

Ambos eran la viva imagen de sus padres.