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ÉRASE UNA VEZ… UN PASADO OLVIDADO, UN PRESENTE DICHOSO, UN FUTURO ALENTADOR…

Otoño, tres años después

Aisling puso los ojos en blanco al ver que, por enésima vez, Kier daba vertiginosas vueltas sobre sí mismo, sujetando a Gaire por las muñecas, mientras los lobos corrían a su alrededor. Oh, sí, era muy divertido… mientras daban vueltas. Luego su pequeña hija y su aguerrido macho caerían al suelo, mareados, y se negarían a levantarse en mucho rato.

Observó al dueño de su mirada detenerse poco a poco sin dejar de mirar arrobado a la niña de ojos verdes y cabellos oscuros, para acabar dando un traspié que lo llevó directo al suelo, con Gaire todavía en brazos. Los contempló reírse mareados mientras Milis y Grá dejaban caer una lluvia de hojas sobre sus cabezas.

Kier cerró los ojos, feliz, y extendió la mano para tocar el joven tejo que había brotado tres primaveras atrás en el claro, junto al roble de Aisling. Era tan delgado que ni siquiera se le podía llamar árbol, pero Kier se sentía en paz cuando sus dedos lo tocaban.

Aisling y Fiàin pensaban que la semilla había sido transportada por el viento hasta ese lugar, y que por eso había brotado allí, tan lejos de sus congéneres, que habitaban las montañas. Kier estaba de acuerdo con ellas, pero también se sentía extrañamente agradecido de contar con la presencia del pequeño tejo, porque, aunque nada lo indicara, sabía sin lugar a dudas que el árbol tenía alma masculina. Rodeado siempre de dríades y robles hermanados con ellas, había encontrado en el arbolito a un amigo… aunque Aisling se riera de él cuando afirmaba que Blaidd, el tejo y él eran los únicos machos en un claro habitado por hembras, y que por eso debían cuidarse unos a otros.

Sí, Kier cuidaba del arbolito, vigilaba sus hojas y ramitas, quitando de ellas orugas, hormigas y cualquier insecto que a él le parecía que pudiera hacerle daño.

Aisling sonrió al verle acariciar mimoso el tejo. Parecía que entre ellos había nacido una fuerte amistad. Se acercó a ellos, decidida a tumbarse a su lado y disfrutar de las risas de Gaire.

Él era el dueño de su mirada, el dueño de su corazón, y siempre lo sería, incluso cuando su risa dejara de sonar en el claro y durmiera el sueño eterno arropado por sus raíces. Suspiró y alejó con el dorso de la mano las lágrimas que se asomaban a sus ojos. Aun cuando más feliz se sentía, el recuerdo de la humanidad efímera de Kier la llenaba de tristeza.

Él se percató de su gesto y, dando un beso a su hija, se giró hacia Aisling y la abrazó preocupado.

—¿Estás bien? —Ella asintió, sonriendo, orgullosa de tener a ese hombre a su lado—. ¿Segura? No me gusta que las lágrimas adornen tus mejillas —afirmó muy serio—. No estarás pensando en qué vas a hacer conmigo cuando sea un viejo decrépito, ¿verdad? —susurró Kier en su oído intentando hacerla sonreír—. No me gusta que pienses en eso. Voy a estar a tu lado, siempre. Te lo juro. Y nunca he faltado a mis promesas, ya lo sabes —declaró tajante antes de besarla.

—Tú siempre cumples promesas. Yo confío —contestó ella con sinceridad.

Kier había cumplido todas y cada una de las promesas que había hecho.

No había abandonado el claro, ni lo abandonaría jamás.

No había intentando cambiarla; muy al contrario, había cambiado él. Había conseguido entender el ritmo del bosque, sentir sus susurros, comprender sus sentimientos.

Había cumplido incluso la única promesa que Aisling pensó que jamás cumpliría.

Cerró los ojos, dejándose llevar por los recuerdos que jamás olvidaría.

* * *

El calor del verano había dado paso a las templadas temperaturas del otoño. Estaban tumbados en la cueva formada por las ramas de Milis y Grá, acababan de hacer el amor y se contemplaban arrobados el uno al otro. Kier le acariciaba el vientre, trazando círculos sobre el ombligo para luego subir a los suaves pechos que tanto le gustaba saborear. Pero su mirada no era lujuriosa sino reflexiva. Algo le rondaba por la cabeza.

—¿Qué piensas? —le preguntó ella acariciándole los labios.

—¿Crees que Iolar y Gard lograrán algún día recuperar la confianza de Fiàin? —inquirió mirándola taciturno.

Habían transcurrido dos lunas desde la muerte del perverso hombre de la cara marcada, aquel que atacó al bosque, y con el paso del tiempo había llegado a apreciar sinceramente al rey y a su capitán. Habían compartido confidencias y deseos y sabía que, aunque ellos intentaran ocultarlo, cada vez que abandonaban la floresta, lo hacían apesadumbrados. Fiàin les entregaba su cuerpo, pero mantenía su alma a buen recaudo. Se mostraba ante ellos, los poseía y les permitía poseerla. Pero cuando Iolar o Gard intentaban abrazarla o besarla solo por el simple placer de sentirla a su lado, sin que la lujuria o la pasión mediaran en sus acciones, ella se alejaba veloz. Rara vez les sonreía. Y en el momento en que abandonaban el claro, ella, sin esperar a que se perdieran en la distancia y no pudieran verla, se fundía con su roble.

—¿Cuándo volverá a confiar en ellos, Aisling? ¿Cuánto tiempo deberán continuar pagando por los errores de su pasado?

—Fiàin ya confía —aseveró Aisling.

—Entonces, ¿por qué se oculta en su roble cuando se van, dándoles a entender que sigue empeñada en olvidarles? ¿Por qué no les sonríe, por qué no deja que le muestren su cariño?

—Tiene miedo. Prefiere vivir a medias que sufrir para siempre si vuelven a alejarse.

—No lo harán, Aisling. Iolar y Gard siempre regresarán, solo la muerte les impedirá hacerlo.

—Yo sé. Tú sabes. Fiàin desea creerlo, pero tiene miedo de entregar por completo su corazón.

—Es una cobarde.

—No. Es cauta, necesita una prueba que le haga creer. Muchas dríades han sido abandonadas y despreciadas por hombres a los que entregaron su corazón —aseveró ella. Se tumbó de lado y le miró fijamente antes de continuar en un quedo susurro—. Muchas dríades pierden a sus hombres cuando tienen bebés y los hermanan con los robles. Hombres se asustan. Gritan «bruja». Y huyen. Otros, como padre, quieren cambiar dríades, convertirlas en mujeres, en esposas. Dríades no mujeres, no esposas. Dríades solo dríades.

—Yo no haré eso, Aisling. El día que sostenga en mis brazos a nuestra hija me emborracharé de felicidad, no de miedo. Cuando te conocí, uní mi vida a ti. No a una mujer, no a una esposa. A ti, Aisling, a la dríade salvaje y cariñosa a la que adoro. Nada podrá hacer que me separe de ti. No abandonaré nunca el bosque, ni desearé que seas distinta a como eres —declaró Kier con rotunda sinceridad.

—Recuerda promesa, Kier; cuando llegue primavera tendrás que hacer honor a ella.

Kier jadeó asombrado al comprender lo que ella le anunciaba. Tragó saliva, sin saber qué decir, estupefacto. Y luego, lentamente, una sonrisa satisfecha y orgullosa se dibujó en su rostro. Posó su fuerte mano sobre el suave vientre de la dríade.

—El día que nazca nuestra hija, yo mismo la depositaré junto a su joven roble. Y cuando se hermane con él, derramaré lágrimas de felicidad.

La primavera llegó y con ella los dolores del parto.

Kier ayudó a nacer a su hija y, en el momento en que la niña se durmió satisfecha en brazos de su madre tras tomar su primer alimento, él la tomó con cuidado entre sus fuertes manos y caminó hasta un diminuto roble que había brotado el verano anterior. Se arrodilló ante el delgado tallo que apenas levantaba un palmo del suelo y tendió al bebé junto a él. La pequeña se removió, una de sus piernecitas tocó el árbol y este pareció erguirse orgulloso hacía el cielo. Desde entonces no había dejado de crecer, y lo hizo mucho más rápido que cualquier otro árbol del bosque.

El verano que Gaire cumplió dos estaciones de vida, su padre volvió a llevarla junto al arbolito y contempló, abrazado a su mujer, con las mejillas empapadas en lágrimas de felicidad, como su hija se hermanaba por primera vez con su roble.

* * *

—Ya llegan Iolar y Gard —le susurró Kier en el oído, alejándola de sus recuerdos—. ¡Gaire! —llamó a su hija—. ¿A que no sabes quién está a punto de llegar? —exclamó divertido.

La niña abrió mucho los ojos, balbuceó algo parecido a «dey saguinadio y temedadio caitán», y salió corriendo hacia la linde del claro.

—No cabe duda de que adora a sus abuelos —musitó el orgulloso padre.

Iolar y Gard entraban en el claro en ese momento. Desnudos.

Kier sonrió divertido; tras mucho refunfuñar, al final los dos hombres no solo habían aceptado que su mujer, su hija y él mismo se pasearan por el bosque como Adán y Eva, sino que habían adoptado esa costumbre de la que tanto despotricaban. Que los robles, instigados por Fiàin, se divirtieran enredando sus ramas en las costosas y regias prendas que portaban, rasgándolas, solo había acelerado un poco su decisión.

Iolar se arrodilló con los brazos abiertos para acoger entre ellos a la niña que corría hacia él. La levantó en vilo y comenzó a girar con ella en brazos.

Aisling suspiró, parecía que su padre y el dueño de su corazón habían adoptado la misma costumbre de hacer volar a la pequeña. Aunque la prefería la de Gard, que en esos momentos estaba entregando una diminuta espada de madera a Gaire.

—¡Lutta, caitán temedadio!—exclamó la niña golpeando el juguete contra la entrepierna desnuda del hombre.

—Aaaay —jadearon al unisonó Iolar y Kier.

Gard no jadeó. El aguerrido y temerario capitán de la guardia dejó escapar un ahogado gemido y cayó al suelo, encogido sobre sí mismo, con las manos firmemente aposentadas sobre sus partes golpeadas.

Gaire emitió un chillido satisfecho y, al grito de «muede bellaco», se lanzó contra el hombre y comenzó a golpearlo con la espada.

Aisling se apresuró a coger a su hija en brazos y alejarla de su rubio abuelo, a la vez que lanzaba a los hombres una mirada que decía: os lo advertí.

Una risa musical inundó en ese momento el claro. Fiàin caminaba hacia ellos sin dejar de reírse, mirando complacida a los dos dueños de su corazón. Cogió a la pequeña de manos de su madre y se sentó con ella en el regazo, esperando. Los demás se apresuraron a imitarla.

Cuando Gard recuperó por fin el aliento, se sentó junto al resto de los presentes, y comenzó a narrar las extraordinarias aventuras del rey sanguinario y su fiel compañero, el capitán temerario.

Tiempo después, con las historias contadas y las risas que de estas derivaron grabadas en el corazón, Iolar dirigió la vista hacia la pequeña dríade que jugaba feliz bajo la atenta mirada de sus padres. Sus risas inundaban de dicha el claro. El cascabeleo risueño de las hojas y ramas de los robles acompañaban las sonoras carcajadas de Kier cada vez que lanzaba a su hija al aire, mientras Aisling sonreía entre asustada y divertida ante las acrobacias.

El rey suspiró y miró a la dríade sentada entre él y Gard. Admiraba embelesada la empuñadura de hueso de la nueva daga que el capitán había tallado para ella. Su fiel compañero estaba sentado, con las manos apoyadas en el suelo boscoso y las piernas extendidas, relajado, con el rostro girado hacia donde la pequeña jugaba con sus padres. Le escuchó suspirar.

Y supo que Gard deseaba lo mismo que él.

—Fiàin… —Iolar retiró con los dedos un oscuro mechón de pelo que ocultaba el rostro de su amada, y esta levantó la vista, sonriéndole—. Nada deseo más en esta vida que disfrutar de la compañía de una pequeña dríade de cabello rubio y ojos azules —musitó.

—¡Iolar! —jadeó Gard, asombrado—. Ni lo pienses. No tengo derecho a engendrar vida en el vientre de tu reina.

Fiàin levantó la cabeza y observó a ambos hombres con los ojos entornados, suspicaces. Un instante después, su mirada se iluminó de felicidad. Susurró una suave tonada.

El alborozo que tenía lugar en el claro se detuvo en seco cuando Aisling escuchó la tonada, e instó a Kier y a Gaire para que se internaran en el bosque. Kier asintió y obedeció divertido, consciente de que Iolar y Gard se sentirían mucho más cómodos sin su presencia.

Un instante después, una sonrisa complacida iluminó los hermosos rasgos de Fiàin cuando se dirigió hacia el capitán. Antes de que este pudiera evitarlo, se colocó a horcajadas sobre su regazo, con la espalda pegada a su torso y las piernas abiertas a ambos lados de sus fornidos muslos. Frotó su sexo contra el pene semierecto del hombre y, cuando este se tornó grueso y rígido contra su vulva, alzó las caderas, aferró la imponente verga con una mano y la situó en la entrada de su vagina.

—Fiàin, no. No me hagas esto… —suplicó Gard, aferrando la estrecha cintura femenina.

El capitán era consciente de que si alguna vez llegaba a penetrar la vagina de la dríade, de la que siempre se había mantenido alejado por propia decisión, no podría contenerse; inundaría con su simiente lo que solo al rey pertenecía anegar.

Fiàin giró la cabeza, le miró sonriente y se dejó caer sobre la polla anhelante.

Gard cerró los ojos, extasiado al sentirla ceñirse sobre su pene. Apretó los dientes y se mantuvo inmóvil, decidido a hacer lo correcto, por mucho que su cuerpo, su piel y cada gota de sangre que corría por sus venas clamaran para que la embistiera hasta correrse y llenarla con su semen.

—Abre los ojos, Gard —escuchó decir a Iolar.

Obedeció a su rey.

Estaba arrodillado entre sus piernas y se inclinaba lentamente, con la mirada puesta en el sexo colmado de la dríade.

Los párpados del capitán cayeron cuando sintió los dedos de su amigo acariciarle los testículos. En ese momento, Fiàin empezó a moverse sobre él y obligó a su indisciplinado pene a entrar más y más profundamente en ella, palpitante y agradecido, excitado y más que dispuesto a derramar en su interior lo que no debía ser derramado.

Volvió a apoyar las palmas de las manos en el suelo, aferrándose a las hojas que lo cubrían, cerrando los puños sobre estas, resuelto a no rendirse ante el placer que los movimientos de su reina y la visión de su rey le proporcionaban.

Iolar se acercó hasta tocar con la nariz el pubis de la dríade y, a continuación, lamió y succionó con irrefrenable pasión el clítoris. Y cuando Fiàin comenzó a respirar errática, deslizó la lengua hasta su vagina y saboreó con deleite la verga que la penetraba, sin dejar en ningún momento de acariciar la tensa y pesada bolsa escrotal de su amante.

—Iolar, detente, por favor, detente, no puedo… —jadeó Gard cerrando los ojos con fuerza a la vez que, sin poder resistirse al deseo, elevaba las caderas, acercándose más a su rey.

Iolar le ignoró. Rodeó con los labios los cargados testículos y jugó con la lengua sobre ellos, torturando con sus caricias al hombre que intentaba por todos los medios mantener el control. Y mientras se dedicaba en cuerpo y alma a romper la contención de su amigo, observó cómo su amada se tocaba a sí misma, cómo se acariciaba la vulva con determinación.

Posó sus propios dedos sobre los de Fiàin, y comenzó a masajear la suave piel de los pliegues vaginales con el pulgar, dilatándola. Cuando la miró a los ojos, leyó en ellos lo que anhelaba.

Se irguió frente a ella, aferró con dedos trémulos su polla enardecida y la colocó junto a la del capitán. Gard se quedó inmóvil, conteniendo la respiración.

—¿Es esto lo que quieres, Fiàin? —le preguntó Iolar penetrándola lentamente, con la verga íntimamente unida a la de su amigo.

Como única respuesta, Fiàin rodeó con un brazo la nuca del capitán y con el otro la del rey y comenzó a mecerse sobre ellos hasta que fue penetrada por ambos a la vez.

Iolar colocó sus manos en el suelo, junto a las de Gard, y, sin dejar de mirar a los ojos a su amigo y a su dríade, comenzó a bombear. Despacio al principio, más rápido después, cuando los gemidos arrobados de Fiàin y los jadeos incoherentes del capitán le advirtieron de que se acercaba el final.

Gard se mordió los labios hasta hacerlos sangrar, en un vano intento por recuperar la cordura. Sentir la polla de su rey acariciando la suya, penetrando junto a él a la mujer que ambos amaban más que a sus vidas, le sumergía en un placer tan inmenso que apenas podía respirar. Notar el ardiente roce de sus vergas, ceñidas por el resbaladizo interior de Fiàin era tocar el paraíso, para luego caer en el infierno, al comprobar cómo sus testículos pugnaban contra su voluntad para vaciarse donde no tenían derecho a hacerlo.

Iolar observó a su amigo. Los músculos de sus pómulos palpitaban, las venas se le marcaban en el cuello y el sudor le perlaba la frente.

—No te contengas, Gard. Déjate ir —musitó Iolar. El capitán negó con la cabeza—. ¿Vas a desobedecer las órdenes de tu rey? —le preguntó aumentando el ritmo de sus penetraciones—. ¿Vas a contravenir los deseos de tu reina? —insistió a la vez que embestía con ferocidad.

—Contigo, Iolar; siempre a tu lado —susurró con los dientes apretados, exigiendo al rey lo mismo que este le pedía.

—No, Gard. Es tu derecho, sé egoísta por una vez en tu vida, nadie lo merece más que tú —jadeó Iolar, recurriendo a toda su fuerza de voluntad.

Juntos—siseó la voz de Fiàin en sus cabezas, mostrándoles una hermosa imagen: los tres amantes con los rostros contraídos en una mueca de extraordinario placer.

Y con un rugido de éxtasis abandonando indómito sus labios, Gard vio realizado el único sueño que jamás se había permitido tener. Un demoledor orgasmo inundó su cuerpo cuando la vagina de su reina apretó con fuerza los penes que la invadían y sintió la verga de su rey palpitando contra la suya.

Sus simientes se derramaron y mezclaron en el interior de la única mujer a la que habían amado. A la única que amarían eternamente.