ÉRASE UNA VEZ… LA RECOMPENSA DE UN HOMBRE.
Amanecer, 1 de coll (agosto)
—¿El bosque del Verdugo, soldado? —infirió el conde, remiso a desmontar de su caballo—. No me parece el sitio más adecuado para una reunión de estas características, espero que no te hayas equivocado.
—No, milord —contestó Coch apretando los puños sobre la brida de su montura en un intento por disimular su impaciencia—. El capitán me señaló este lugar en concreto, también me advirtió de que los guardias se mantendrían alejados de esta zona desde que el primer rayo de sol tocara el horizonte hasta el momento en que este se mostrara por completo. Apenas nos quedan unos instantes —indicó observando la dorada esfera que comenzaba a ascender en el cielo.
Coch suspiró para sus adentros cuando por fin el conde se dignó a desmontar de su caballo y seguirle. Estaba deseando dar por cumplida su misión y liberarse de ese pomposo. Cuando dos noches atrás se había entrevistado en privado con el capitán y este le había dado instrucciones, no imaginó que lo más complicado de todo no sería convencer al conde de la autenticidad del mensaje que portaba, sino aguantarle durante todo el viaje.
—El bosque no es lugar para una reunión de Estado, muchacho. Tienes que haber confundido tus instrucciones —reiteró de nuevo el noble caminando en pos del soldado.
—El capitán me indicó que solo aquí estaríais alejados de oídos indiscretos, milord —contestó Coch apresurando el paso; casi habían llegado al lugar en el que aguardaba el capitán.
Tras un trecho caminando en silencio, Coch se detuvo por fin, ató las riendas de su caballo a un serbal e hizo lo mismo con las de la montura del noble cuando este las soltó hastiado.
—Buen trabajo, soldado —le felicitó Iolar apareciendo de repente ante ellos, acompañado por Gard.
—Majestad, es un privilegio y un honor que hayáis confiado en mí para este trascendental asunto —se apresuró a decir el noble, inclinándose en una ligera reverencia—. Aunque he de confesar que apenas logro reconoceros vestido con esos andrajos —musitó observando al rey y a su capitán.
Ambos vestían prendas más propias de campesinos que de nobles: sandalias, calzas de lana gruesa, camisas viejas y ajadas en tonos tierra y un tosco cinturón de cuero de vaca en la cintura con el que sujetaban una rústica daga. Incluso los caballos, que estaban atados a pocos pasos de ellos, eran simples jamelgos que portaban sobre sus esqueléticos lomos sendas alforjas, en las que el conde imaginó que guardarían los ropajes dignos del rey y su capitán.
—Bien hecho, Coch. Ahora regresa a Sacrificio del Verdugo por el camino del páramo y asegúrate de que los soldados con los que te encuentres sepan que el rey y yo viajamos en secreto a Madriguera de la Víbora. Nos detendremos en las aldeas con la intención de mezclarnos con la plebe y comprobar si son ciertas las habladurías que corren sobre Neidr —concretó Gard haciendo un extraño gesto a Coch.
El joven soldado se cuadró de hombros, asintió una sola vez con la cabeza y partió a cumplir la orden.
—¿Majestad? —El conde miró asombrado al rey sodomita y a su capitán. ¿De verdad podían ser tan idiotas?—. Si el soldado advierte a otros de vuestro viaje, ya no será secreto.
—Por supuesto, Rousinol, y cuando la noticia llegue a oídos de Neidr, se pondrá nervioso y quizás haga algo que no deba hacer —susurró Iolar. Aunque no eran esos sus planes.
—Un brillante plan, majestad. Estoy a vuestro servicio para todo aquello que dispongáis.
—Con eso contamos, Rousinol —declaró Iolar internándose entre los serbales—. Contadme lo que sabéis.
Rousinol se apresuró a seguirle y Gard se colocó tras ambos, vigilante.
—Según discierno del mensaje que me mandasteis, os han llegado rumores de lo que sucede en las aldeas que están bajo la tutela de Neidr… —comenzó a decir Rousinol.
—Sabéis de sobra que no son esos rumores los que me interesan —rechazó airado Iolar.
—Pero, majestad, están intrínsecamente relacionados con el asunto que nos ocupa —musitó Rousinol con la satisfacción pintada en el rostro—. Según se dice, el tesoro del ducado está agotado, y por eso Neidr grava con desorbitados tributos a sus aldeas, aunque de nada le sirve. —Iolar arqueó una ceja, impaciente—. Según he podido averiguar, el duque, hombre crédulo donde los haya, confía ciegamente en que cierta leyenda sea real y pueda ayudarle a llenar de nuevo sus arcas…
—Continuad —le instó Iolar cuando el conde detuvo su cháchara.
—Se rumorea que este bosque está habitado por una hermosa y salvaje dríade…
—Eso he oído.
—Y hay quien asegura que esa criatura de leyenda no es otra que vuestra hija perdida, majestad —susurró Rousinol bajando la voz.
—¿Dais crédito a esos chismes de taberna, Rousinol? Os hacía más inteligente —afirmó Gard posando la mano sobre la empuñadura de la daga que llevaba sujeta al cinturón.
—Por supuesto que no, pero según parece, Neidr ha visto en esas habladurías la posible solución a su problema —se apresuró a decir el conde, que miró nervioso a su alrededor al percatarse de que se estaban internando más de lo esperado en la floresta—. ¿No creéis que nos estamos alejando demasiado de la Cañada Real, majestad? No es que dé por ciertas las leyendas sobre criaturas salvajes y robles asesinos que recorren este bosque —explicó inquieto, desviando la mirada de un árbol a otro—, pero no deberíamos obviar que aquí también habitan lobos y otros animales peligrosos. Quizá deberíamos regresar.
—Dejad de parlotear e id al grano, Rousinol; mi paciencia es escasa.
—Oh, desde luego, perdonad mi divagación. Había olvidado que nos acompaña el aguerrido capitán de la guardia. Junto a él no tenemos nada que temer —ironizó en voz baja. Un carraspeo procedente de su espalda le hizo darse cuenta de la insolencia de sus palabras—. Disculpad mi atrevimiento, capitán; solo pretendía ensalzaros.
—Rousinol, volvamos a la solución al problema de Neidr —le recordó el rey.
—Neidr cree ciegamente en la leyenda que afirma que la dríade que vive en este bosque es vuestra hija. Según se rumorea, el duque tiene la convicción de que, si consigue desposarse con ella, vos le colmaréis de regalos. Piensa que le estaréis eternamente agradecido por convertir a vuestra salvaje hija en una dama, duquesa para más señas, de la que podréis vanagloriaros ante todos, en lugar de veros obligado a mantenerla oculta en este agreste paraje, alejada de la nobleza de la que ella misma forma parte —explicó agitado el conde.
Hacía unos instantes habían pasado sobre lo que parecía ser un montón de lujosas prendas desgarradas por los animales salvajes. Unas prendas que había comprado para su amada ese mismo verano. ¿Acaso ella se había atrevido a rechazarlas? Pensó furioso apretando los labios.
—Leyendas… Rumores… Princesas inexistentes convertidas en dríades… —enumeró Iolar irritado—. Que Neidr sea un idiota contumaz, capaz de dar crédito a leyendas y patrañas, para luego imaginar cuentos de hadas sobre princesas encantadas, no indica que sea el instigador del ataque, Rousinol. Solo revela que es imbécil.
—Aún no habéis escuchado el resto, majestad. Esperad y veréis hasta qué grado llega su estupidez. —El conde esbozó una sonrisa ladina al intuir que sus próximas palabras determinarían el destino del duque—. Para deshacerse de la única traba que le impedía llevar a cabo su plan, Neidr dispuso el accidente que costó la vida a su duquesa. Y, en el mismo instante en que se vio libre de cargas, pagó a unos bandidos para que secuestraran a la ilusoria dríade, con la que pretendía desposarse esa misma noche —finalizó mirando a su alrededor, consciente de que estaban cerca del mismísimo centro del bosque.
—Se me antoja un plan muy complicado para la escasa inteligencia de Neidr —objetó Iolar deteniéndose ante lo que parecía ser una hilera de robles, cuyas ramas en vez de elevarse hacia el cielo, formaban una tupida barrera.
—A veces la estupidez da paso a peregrinas ideas que se convierten en obsesiones, majestad, y no cabe duda de que, en ocasiones, las leyendas tienen ciertos posos de realidad que hacen viables los planes más inverosímiles. No obstante, no es Neidr el único motivo por el que me habéis traído hasta aquí —comentó el conde observando con atención la arbórea muralla.
—En efecto.
—Quizá la imaginaria dríade de Neidr exista, quizá vos deseéis recuperar a vuestra inexistente hija y verla convertida en la dama que tendría que haber sido. Quizá lo único que falló en el estúpido plan del duque fue el hombre con el que ella debía matrimoniar —se aventuró a decir el conde, que se había dado la vuelta hasta quedar cara a cara con el rey. Una sonrisa calculadora se dibujó en sus labios cuando el soberano le miró satisfecho y asintió levemente.
—Podría ser.
—Estoy totalmente de acuerdo con vos, majestad. La hija de Fiàin jamás podrá ser domada por la débil mano de Neidr. Quizá habéis pensado en otro candidato.
—Tal vez… —Iolar dirigió su mirada a las copas de los robles y sonrió—. Ah, Kier, aquí estáis. Decid a los robles que nos permitan el paso. Traigo un presente para mi hija.
Rousinol levantó la cabeza y jadeó sorprendido cuando vio al puto que el rey había liberado hacía menos de una semana. El hombre, que había estado a las puertas de la muerte, se encontraba de pie sobre una fina rama mientras apoyaba con descuidada firmeza una mano en el tronco del roble. Estaba desnudo y despeinado, y en la intensa mirada que les dirigía, brillaba un salvajismo no exento de odio.
—¡¿Qué hace él aquí?! —exclamó el conde, perplejo.
—Como bien sabéis, peleó junto a mí durante el desafortunado ataque en el bosque. De hecho, me salvó la vida, en más de un sentido. Por tanto, cuando reclamó su recompensa, no vi impedimento en concedérsela —dijo Iolar asintiendo con la cabeza sin dejar de mirar a Kier, y este, a su vez, sonrió.
—¿Qué recompensa? —inquirió Rousinol con voz aflautada, dirigiendo la mano a la espada que reposaba en el cinturón de su cadera.
—Permitidme que os libere de este inútil peso —comentó Gard cogiendo la espada del conde para a continuación lanzarla a los pies de la barrera, la cual se apresuró a envolverla entre sus ramas.
Kier sonrió y descendió con agilidad hasta el suelo, frente al tupido enramado. Posó la mano en este y susurró algo que ninguno de los otros hombres pudo oír. Un instante después portaba en su mano la espada del conde.
—¡No permitiré que ese puto me insulte llevando mi espada! Exijo que me sea devuelta —ordenó el conde, receloso. Comenzaba a intuir que ni el rey sodomita ni su capitán eran tan estúpidos como había pensado.
—Callaos, Rousinol. Quiero escuchar la voz de mi hija —siseó Iolar dirigiendo su atención a la tonada que en ese momento inundaba el claro.
El puto seguía frente a la arbórea barrera, susurrando, y una suave voz femenina parecía contestarle, hasta que, de improviso, se elevó en un hermoso crescendo y las ramas ascendieron a su posición habitual, dejando el paso libre a la extraña comitiva.
—El presente es aceptado —indicó Kier tras dedicar una despectiva mirada al noble—. Acompañadme.
Gard se situó tras el noble y, sin ninguna cortesía, lo empujó para que comenzara a andar. Atónito, Rousinol caminó tras Kier. Un instante después, la arbórea barrera volvió a caer, cercándole.
—¿El presente? ¿Qué presente? —graznó asustado por los extraños hechos que acontecían ante sus ojos.
—Oh, vamos, erguid la espalda y cuadrad los hombros, Rousinol. Vos sois el regalo para mi hija, no vayáis a hacerme quedar mal.
—¿Su regalo?
—En efecto.
—Os ruego que os expliquéis mejor, majestad; no creo que yo pueda ser considerado un regalo —siseó Rousinol deteniéndose enfadado.
Gard volvió a empujarle para que siguiera caminando.
—Por supuesto —aceptó Iolar—. Merecéis una explicación.
Rousinol avanzó en silencio, esperando irritado la explicación aludida por el monarca, pero esta no llegó.
—¿Os importaría, majestad, dadme esa explicación que tanto merezco? —exigió tras un tiempo que se le antojó extremadamente largo.
—No hay mejor presente para una dríade salvaje y furiosa que el hombre que ordenó quemar su bosque —declaró Iolar pasando su fuerte brazo sobre el hombro del conde, instándole a apresurar sus pasos.
—¡Yo no hice tal cosa!
—¿Estáis seguro?
El conde se detuvo en seco y observó a sus captores. El capitán de la guardia se mantenía a su lado, con la mano derecha sobre la empuñadura de la vulgar daga y la izquierda descansando sobre la cadera, tan cerca de él que sus hombros casi se tocaban. El rey permanecía frente a ellos, escudriñando con atención las ramas que cubrían el cielo del bosque. El puto se encontraba situado a pocos pasos por delante del grupo, mirándole con frialdad mientras sujetaba la espada alejada de su cuerpo, como si no supiera qué hacer con ella.
Rousinol se irguió en su pose más majestuosa, alzó la barbilla y dirigió una sagaz mirada al soberano.
—Os advierto, majestad, que no soy tan estúpido como parecéis creer —siseó con una sonrisa torcida en su rostro—. ¿De verdad habéis pensado que me arriesgaría a una reunión con vos y vuestro capitán sodomita en un lugar desconocido, sin dejar constancia de ello a nadie?
Iolar arqueó una de sus regias cejas, pero se mantuvo silente.
—Aun en contra de las exigencias en vuestro mensaje —continuó iracundo el conde ante el silencio del monarca—, no he mantenido en secreto nuestra entrevista. Un hombre de mi confianza me espera en cierto lugar y, si no me encuentro con él a la hora convenida, mandará una partida de mis soldados, montados en veloces corceles, para que recorran el reino con la noticia de que el rey y su fiel capitán de la guardia, recelosos del poder y las riquezas que he acumulado, me han tendido una emboscada. No creo que os convenga que esas noticias vuelen por el reino, podrían dar qué pensar a los demás nobles —dijo con un tono engreído que no ocultaba su nerviosismo.
—Grefftus no aguarda tu llegada en Olla del Verdugo, y tampoco podrá mandar mensajeros. Me he ocupado personalmente de silenciarle… para siempre —comentó Gard sonriendo—. Nadie te espera, Rousinol, ni te echará en falta, al menos hasta mañana. Coch se está ocupando en estos mismos instantes de decir a todo aquel con quien se encuentre que ha visto como te adentrabas solo en el bosque, transgrediendo la ley. Cuando encuentren tu cadáver, nadie se extrañará.
Los rasgos habitualmente engreídos del conde se vieron de pronto desprovistos de cualquier rastro de color a la vez que sus firmes y severos labios comenzaban a temblar. Dio un paso atrás y, antes de que pudiera dar otro más, Gard le sujetó por el codo y le obligó a continuar caminando.
—Oh, vamos, Rousinol, ¿a qué viene esa cara de espanto? —criticó Iolar aumentando el ritmo de sus pasos—. Dejad la cobardía a un lado y comportaos con la arrogancia de la que siempre habéis hecho gala.
—No debéis prestar oídos a las falacias vertidas por el puto que se folla a vuestra hija —le espetó Rousinol, recuperando su aplomo y atacando al que consideraba culpable de su indigna situación—. Cometeréis un asesinato si lo hacéis. No tenéis pruebas que demuestren que yo ordené quemar el bosque y secuestrar a la dríade.
—No, en eso estáis en lo cierto, no tengo pruebas, pero mi hija nos sacará de dudas.
—Kier, no dejes a Cara Marcada entrar en el claro. No quiero que lo apeste con su hedor —dijo Aisling descendiendo de improviso de entre las copas de los robles para situarse junto a su amante.
Un instante después sus dos lobos se agazapaban junto a ella, con los lomos erizados y las fauces descubiertas.
Gard sujetó con fuerza al conde, obligándole a mantenerse inmóvil.
La sonrisa ladina de Iolar se desdibujó cuando un movimiento tras su hija le indicó que alguien más había acudido a recibir el presente.
—Fiàin —jadeó el conde con la mirada centrada en la mujer desnuda que se encontraba tras la pareja de amantes—. Estás viva… tan hermosa, tan salvaje… —gimió intentando avanzar hacia ella.
La dríade no se lo pensó un instante, se colocó protectora frente a su hija y gruñó enseñando los dientes a la vez que curvaba sus manos en garras, dispuesta a atacar.
Iolar observó la reacción de su dama y, en un arranque de furia que fue incapaz de contener, desenvainó la daga y la enterró profundamente en el abdomen del conde. Luego giró la mano con que sujetaba el arma y ascendió, atravesando piel, carne y tripas, hasta tocar el esternón. Satisfecho, soltó la daga, se dio media vuelta y dirigió la vista al amante de su hija, ignorando por completo al hombre que se derrumbaba a sus pies, gimiendo de dolor.
—Disculpadme por haberos arrebatado la primera sangre del conde, no he podido resistirme. —Iolar restregó la mano manchada de sangre contra su camisa y se apartó a un lado cuando el moribundo extendió un brazo hacia él—. No obstante aún sigue vivo, aunque no por mucho tiempo. Disponed de esta escoria como deseéis.
Kier observó asqueado al hombre que sollozaba de dolor en el suelo, con las entrañas desparramadas sobre la hojarasca tiñendo de rojo lo que antes era verde. Se sentía extrañamente remiso a matarle. Ahora que todo se había resuelto, no necesitaba más sangre en sus manos para sentirse satisfecho. Giró la cabeza y contempló a las dos dríades que lo acompañaban. Aisling permanecía a su lado; le abrazaba la cintura con la cabeza hundida en su cuello, sin querer mirar la escena. Fiàin, al contrario que su hija, parecía disfrutar de la masacre. Se había acercado hasta el hombre agonizante y le bufaba despectiva a la vez que daba patadas al suelo, lanzando hojas, polvo y tierra sobre la cara congestionada del conde.
—¿Deseas que lo mate? —susurró Kier soltando la espada y envolviendo entre sus brazos a su dulce dríade.
—No me gusta ver sangre en tus manos —murmuró ella sin levantar la cabeza.
—Capitán, ¿podríais hacer callar los irritantes gemidos de ese desecho? —solicitó Kier.
Gard sonrió, empujó con una bota el pecho del conde hasta que este quedó tumbado bocarriba y con un certero cuchillazo, le cercenó la garganta.
Fiàin esperó hasta que los gimoteos gorgoteantes del hombre cesaron y luego, sin mirar atrás, trepó por el grueso tronco de un roble y se perdió entre las ramas que cubrían el cielo del bosque.
—Blaidd, Dorcha—llamó Kier a los lobos—, llevaos esto de aquí —les ordenó señalando el cadáver.
Los animales se apresuraron a aullar su aquiescencia antes de lanzarse a cumplir la orden.
—Kier, diles a tus lobos que no le destrocen la cara al conde, necesitamos que sea reconocible… Aunque les estaría agradecido si consintieran en devorarlo. Nos ahorraría problemas —comentó Gard.
Blaidd gruñó indignado al capitán de la guardia, a la vez que una carcajada divertida escapaba de los labios de Kier. El lobo había mandado un pensamiento al capitán.
—¿Qué te resulta tan gracioso? —inquirió este.
—Blaidd piensa que si tiene que tragar un solo pedazo de la carne apestosa de ese hombre, vomitará hasta la primera liebre que devoró en su vida —explicó divertido, inconsciente de las miradas asombradas que le dirigieron Iolar y Gard.
—¿Podéis hablar con los lobos? —preguntó Iolar, atónito.
—No hablo con ellos, entiendo sus pensamientos —murmuró distraído—. Dorcha llevará el cadáver a un lugar donde los animales darán cumplida cuenta de él. Se asegurará de que ningún mordisco decore su rostro —afirmó Kier acariciando la cabeza del lobo negro.
—El bosque ha entrado en él —musitó Iolar, pensativo—, tal vez nosotros…
—Ni lo pienses, cada cual ocupa su lugar en el mundo, y el nuestro no es pertenecer a este bosque —le frenó Gard con severidad. Luego se dirigió hacía la pareja de amantes y se despidió con una inclinación de cabeza—. Apresurémonos, Iolar. Debemos llegar a Madriguera de la Víbora antes de que caiga la noche. Neidr esperará nervioso nuestra «inesperada» llegada, imagino que con un banquete de bienvenida y un blando lecho con el que complacernos. Al fin y al cabo, llevamos toda la jornada viajando en secreto de aldea en aldea —comentó irónico.
* * *
Saltando de rama en rama como una ardilla, Fiàin siguió a sus hombres. Recelosa al verlos caminar libremente por el bosque, sin que Kier ni los lobos les vigilaran. Era extraño. Hacía apenas unas pocas noches que él había regresado y, desde entonces, tanto Blaidd como Dorcha parecían haber asumido que Kier era el jefe de la manada. Incluso ella misma comenzaba a confiar un poco en él; no demasiado, pero sí lo suficiente. El humano amaba demasiado a su hija como para hacerla sufrir… aunque lo haría. Moriría y Aisling dejaría que la sangre que ahora corría por sus venas se convirtiera en savia. Al igual que ella misma había hecho, o había intentado hacer, hasta el instante en que los dos hombres que recorrían el bosque, ignorantes de su presencia, habían vuelto a entrar en su vida.
Trastornándola por completo.
Tentándola con aquello que no quería volver a sentir.
Volviendo su cuerpo loco de deseo y añoranza.
Saltó sigilosa a una nueva rama para no perderles de vista. Estaban llegando al límite del anillo de robles. Pronto saldrían de su tramo del bosque. Estaba deseando que lo hicieran.
Ojalá se apresuraran.
Ojalá no volvieran nunca.
No quería volver a verlos, ni a oler la esencia arrogante y lasciva que emanaba de ellos.
No quería recordar cómo se sentía cuando sus poderosos músculos se ondulaban contra su piel mientras sus arrogantes vergas penetraban con fuerza cada entrada de su cuerpo.
Saltó de nuevo, se agazapó sobre la rama y esperó silente a que los hombres pasaran por debajo de ella. No respiraría tranquila hasta que los viera abandonar su bosque.
Eran peligrosos.
Habían tenido el atrevimiento de llevar al claro al humano que había intentado quemar a su familia. Que había intentado forzarla en contra de su voluntad.
Habían llevado hasta ella al único hombre que había deseado matar en toda su vida.
Y lo habían matado para honrarla.
Las manos de los que fueran los dueños de su corazón estaban manchadas por la sangre del infame. Iolar lo había destripado sin dudar un instante. Con la fiereza imperturbable de los valientes. Gard lo había degollado, otorgándole un fin rápido e indoloro. Una muerte piadosa tras el justo castigo. Y lo habían hecho ante ella. Le habían concedido el placer de deleitarse con la muerte de aquel a quien más odiaba. No habían mostrado el menor deseo de ocultarle la sangrienta naturaleza de su acción. De su regalo.
La conocían más de lo que pensaba. La respetaban más de lo que esperaba. La aceptaban.
* * *
Faltaban apenas unos pasos para llegar al lugar que normalmente ocupaba la barrera, solo que en esa ocasión los robles mantenían sus ramas alzadas. Iolar frunció el ceño y siguió caminando junto a Gard. Ninguna rama descendió ante ellos, ni descendería. Estaba seguro de que nada les impediría abandonar el claro.
Se detuvo bruscamente y comenzó a deshacer las lazadas de la burda camisa que vestía. Gard le observó confundido; un instante después, una sonrisa sagaz se dibujó en su rostro mientras imitaba a su amigo.
—Mejor deshacernos del olor a sangre impregnado en la camisa —comentó el rey arrugando la prenda entre sus manos para luego dejarla caer al suelo—, no es conveniente si vamos a atravesar el bosque. Podría atraer a los animales salvajes.
—Es un buen plan, Iolar, pero no va a funcionar. Todavía es pronto para tentarla, primero debemos recuperar su confianza y eso requiere tiempo —murmuró con pesar el capitán mirando a su alrededor.
—Tenía que intentarlo.
—Lo sé.
Ambos hombres se miraron y avanzaron al unísono, dispuestos a abandonar el mágico paraje.
Escucharon pisadas tras ellos… Y el bosque estalló.
Las hojas se agitaron exaltadas y las ramas entrechocaron ensordecedoras al caer. La barrera se desplegó ante ellos más tupida e indómita que nunca.
Giraron con vertiginosa rapidez sobre sus talones, con la lucha entre el desaliento y la esperanza dibujada en sus rostros.
La esperanza se proclamó vencedora.
Fiàin estaba de pie ante ellos, con las manos apoyadas en las caderas, mirándolos furiosa. Plenamente consciente de la argucia que habían intentado realizar. Argucia que había tenido éxito.
Iolar miró a su dríade y dio un paso atrás, pegando el cuerpo a la barrera.
—Me pongo a tu merced, Fiàin —musitó alzando los brazos en línea con sus hombros.
La dríade entornó los ojos y un quedo susurro escapó de sus labios. Dos delgadas y flexibles ramas envolvieron las muñecas del monarca.
Iolar tragó saliva y esperó a sentir las raíces aferrando sus tobillos y el rugoso tacto de los robles envolviendo su cuello, como la última vez, pero esto no sucedió.
Contempló asombrado cómo su salvaje dama señalaba a Gard, indicándole que pegara su espalda a la muralla de ramas, y este obedecía con docilidad. Pero no le ató. Ninguna rama se enredó en las extremidades de su fiel compañero. Algo que no era extraño. Al fin y al cabo, Gard siempre se había mostrado respetuoso con Fiàin; siempre había aceptado sus deseos, mostrándose conciliador e intentando hacerles razonar cuando sus caracteres chocaban. Siempre había protegido a Fiàin, incluso del control enfermizo del propio rey. De él mismo. Y ahora ella otorgaba su confianza al capitán. No era extraño, no.
Fiàin se lamió los labios, recreándose en los torsos desnudos de sus dos antiguos amantes. Habían cambiado. Sus cuerpos todavía eran firmes y angulosos, pero no con la misma intensidad que antaño. Los músculos esculpidos que en otra época adornaban sus vientres, esos que a ella tanto le gustaba acariciar, se habían convertido en suaves elevaciones no exentas de dureza. El vello oscuro que ocupaba el pecho del moreno comenzaba a tornarse gris y, alrededor de los ojos azules del rubio, delgadas arrugas demostraban que el tiempo pasaba más deprisa para ellos que para ella. Pero aun así, seguía sintiéndose irremediablemente atraída hacia ellos. Seguía deseando tocarlos, luchar contra ellos y someterlos… o ser sometida.
Caminó felina hasta quedar frente al moreno; él era el más dominante de los dos hombres. El más arrogante y decidido. El que más la había hecho sufrir con sus acciones. Le acarició los antebrazos y desplazó los dedos por sus muñecas atadas, percibiendo en las yemas el tacto de la sangre del infame. Le había provocado un terrible sufrimiento al desgarrarle las entrañas y regar con su sangre el suelo del bosque, vengándolas a ella y a su hija. Lo admiraba por ello.
Deslizó las manos hasta su abultada entrepierna y rozó con los nudillos la firme erección que se marcaba bajo la estúpida tela que todavía le cubría el cuerpo. Continuó tocándole hasta que le escuchó gemir y, entonces, aferró la daga que él llevaba sujeta al cinturón, la desenvainó y recorrió con ella la cinturilla de las calzas, hasta detener la punta, por encima de la tela, sobre la enardecida polla.
Iolar dejó de respirar al ver, y sentir, que ella le acariciaba la verga con la hoja plana de la daga.
—¿Qué pretendes? —jadeó aterrado y excitado a la vez.
Fiàin no contestó. Al menos, no con palabras.
Desvió la mirada hacia Gard. Este tenía todo el cuerpo en tensión, las venas del cuello se le marcaban bajo la piel, su respiración agitada hacía oscilar el poderoso tórax y sus manos, cerradas en puños y pegadas a los muslos, daban buena cuenta de lo mucho que le estaba costando contenerse, confiar en que ella no heriría a su rey. Pero aun así, se contenía. Confiaba.
La dríade inclinó la cabeza y le sonrió ladina, y en ese mismo instante el capitán comprendió que ni la vida ni la virilidad de su rey corrían peligro alguno.
Fiàin posó una mano en el hombro del moreno, se elevó sobre las puntas de sus pies y, acercándose con extrema lentitud, le besó. Le recorrió con la lengua los labios, atrapó el inferior entre los dientes y tiró de él, haciendo jadear de placer al hombre, obligándole a responder con idéntico frenesí. Abrió los labios para él, le permitió la entrada a su boca y, mientas las lenguas se enfrentaban violentas, deslizó el filo de la daga bajo los cordones de las calzas.
Iolar sintió el frío metal al cortar la tela que cubría su erección, lo sintió posándose plano sobre su polla, peligroso, amenazador… Y continuó besando a la dríade. Solo un pesar ocupaba su mente. No podía abrazarla. Seguía atado. Su dríade no confiaba en él.
Fiàin se apartó y examinó al hombre que tenía a su merced. Su verga se mantenía erguida sobre el nido de rizos de su ingle. No se había desinflado al sentir la daga. Asintió satisfecha. Era un hombre valiente.
Giró sobre sus talones y caminó hacia el rubio, que había permanecido silente e inmóvil, observándolos resignado. Se detuvo ante él y lo contempló sonriendo.
Gard era el más estoico de los dos. El más paciente, el más razonable. El que calmaba al rey con sus palabras y le hacía recapacitar cuando erraba. Extendió una mano y entrelazó sus dedos con los del rubio. Aún estaban manchados por la sangre del infame. Tras el justo castigo infligido por Iolar, Gard le había otorgado una muerte rápida, mostrando la templanza compasiva de su íntegro carácter. Y lo admiraba por ello.
Soltó la daga que aún mantenía sujeta y llevó ambas manos a los cordones que cerraban las calzas. Los desató con premura para poder satisfacer el anhelo que le recorría el vientre. La prenda resbaló por las fornidas piernas del capitán, y ella se apresuró a albergar en las palmas la recia polla, gozando con la tersa dureza que deseaba sentir en su interior.
Se elevó sobre las puntas de sus pies sin dejar de acariciar la endurecida erección y lo besó. Un beso sutil, diferente al que había otorgado al rey. Porque ambos hombres eran distintos, e iguales. La amaban con idéntica intensidad, pero se comportaban de diferente manera. Con ímpetu arrollador el moreno, con paciencia infinita el rubio. Con audaz insolencia el rey, con tímida delicadeza el capitán.
Le recorrió mimosa los labios y abrió los suyos para él cuando su lengua los lamió, acurrucándose entre los brazos que la envolvían con infinita ternura. Se deleitó con el tacto de su paladar y los envites de su lengua hasta que el sexo comenzó a palpitarle, derramando fuego líquido entre sus muslos.
Se apartó de la boca que la dejaba sin aliento y descendió despacio por el tenso cuerpo de su amante, mordisqueó con suavidad las tetillas, lamió los duros contornos de su abdomen, jugueteó con la lengua en el ombligo y, por fin, llegó hasta el lugar del que provenía el picante aroma que tanto deseaba saborear. Chupó la solitaria gota de semen que emanaba del glande y, acogiendo los pesados testículos con una mano, lo introdujo en su boca y succionó con fuerza.
Un jadeo escapó de los labios cerrados de Gard. Bajó la mirada y observó hechizado como su pene desaparecía en la húmeda profundidad de la boca de la única mujer a la que había amado. Contempló sus mejillas hundirse, comprimiéndole la verga, para luego abandonarla lentamente, dejándola a merced de su astuta lengua. Recorrió con esta toda la longitud de su tallo, con pasadas tan lentas y sinuosas que le hicieron gruñir de frustración. Y cuando creyó que iba a volverse loco, ella volvió a acogerle en la boca. Primero el glande, absorbiéndolo despacio; luego, con brusquedad no exenta de delicadeza, la polla en su totalidad, llevándole al delirio.
Gard cerró los ojos, buscando recuperar el control que se le escapaba por momentos. Asió con trémulos dedos el cabello de su dama y tiró con suavidad, obligándola a dejar de lado su falo rígido y dolorido.
—Fiàin, soy uno con él. Libérale —suplicó mirándola a los ojos.
La dríade sonrió sagaz, irguió la espalda y pasó las manos por el poderoso cuello del soldado, abrazándose a él y besándole. Se elevó sobre las puntas de los pies cuando él echó hacia atrás la cabeza, intentando alejarse de sus labios y retomar el dominio de sí mismo para repetir su súplica. Volvió a besarle y, cuando sus lenguas se juntaron de nuevo, lanzó un pensamiento a los robles que les rodeaban.
Gard gimió extasiado cuando sintió las conocidas manos del rey anclándose en sus nalgas y el dúctil cuerpo de la dríade apretándose con fuerza contra el suyo. Abrió los ojos, asombrado. Iolar estaba con ellos, tras Fiàin, pegado a ella, frotándose contra ella, gozando junto a él del placer de tenerla de nuevo entre ambos. Sonrió cuando ella echó hacia atrás la cabeza, en un gesto que había repetido cientos de veces en el pasado. Se inclinó y mordisqueó con suavidad los labios de la dríade mientras Iolar lamía con la lengua las bocas unidas.
Continuaron besándose y besándola hasta que sus cuerpos enardecidos exigieron más.
Gard aferró la cintura femenina y con un movimiento brusco la obligó a girarse contra Iolar. Y mientras este se recreaba con los pechos, él deslizó las manos por los muslos de la dríade. Ella recostó la espalda contra su pecho, complaciéndole, y él se apresuró a asirle con sus fuertes manos el envés de las rodillas y alzarla en vilo con las piernas muy abiertas.
Iolar se arrodilló ante el sexo expuesto e hinchado y hundió la lengua en la vagina de la dríade, deleitándose con su sabor. Fiàin se tensó, arqueó la espalda y pasó las manos por la nuca de Gard, confiada. Y mientras este frotaba su exaltada erección contra el tentador trasero femenino, Iolar devoraba con fruición el delicioso rocío que bañaba el terso clítoris.
Lo aprisionó entre los labios, lo azotó con la lengua y lo succionó con fuerza a la vez que penetraba con dos dedos la húmeda y acogedora vagina. Y cuando sintió las contracciones de esta, comprimiéndoselos, indicándole que estaba cerca del orgasmo, los sacó de su interior y se puso en pie para besar a Gard e impregnar el sabor de la dríade en la lengua de su amante.
Fiàin se revolvió, frustrada, embargada por un deseo que no quería ni podía contener.
Iolar pasó las manos por el trasero de la mujer y la pegó a él, arrancándola de las manos de su amigo. Se tendió lentamente en el suelo, hasta yacer de espaldas sobre la hojarasca, con Fiàin cabalgando sobre sus caderas, y su vulva friccionándole frenéticamente la erección. La aferró por las nalgas, abriéndolas y a la vez obligándola a detenerse.
Gard se arrodilló entre las piernas abiertas del rey, inclinándose hasta que sus labios tocaron el ano femenino que tan tentadoramente le mostraba Iolar. Lo rodeó con la lengua, tentándolo, humedeciéndolo, y, cuando Fiàin jadeó elevando el trasero, presionó contra el estrecho anillo de músculos a la vez que introducía la mano entre los cuerpos sudorosos y aferraba la polla endurecida de Iolar.
Situó el pene contra la vulva excitada y lo masturbó con la palma de la mano mientras lamía embriagado el ano de la dríade y el glande del rey. Los llevó a un paroxismo sexual que exaltó hasta el límite cuando acopló con sus propios dedos el resbaladizo falo de Iolar en la vagina de Fiàin para, a continuación, penetrar el estrecho recto femenino con su propio pene.
Se movieron al unísono, alojados en ella, envolviéndola con sus caricias. Las manos del rey capturaban los pechos, torturando los pezones entre sus dedos. Las potentes arremetidas de Gard movían sus cuerpos, aumentando la rapidez y profundidad de las penetraciones, hasta que los tres estallaron en un arrebatador orgasmo que les dejó sin respiración.
Apenas unos instantes después, Gard se dejó caer a un lado, liberando de su peso a la dríade.
Fiàin jadeó, sorprendida por las emociones que desbordaban su ser y, sacudiendo la cabeza con fuerza, se incorporó con renuencia, hasta quedar de pie frente a ellos. Los miró aturdida, recorrió los cuerpos que había querido olvidar y negó con la cabeza.
Tantos años intentando olvidar, cuando lo que realmente necesitaba para volver a estar viva era recordar.
Se inclinó sobre ellos, con una mirada cargada de desconfianza. Desconfianza y algo más: esperanza. Posó las manos en el pecho de ambos hombres, sobre sus corazones y sonrió.
Una sonrisa plena, satisfecha… y renuente.
Luego volvió a erguirse, les dirigió una última mirada, arqueó una ceja y, al instante siguiente, trepó por el tronco de un roble y se perdió entre el tupido ramaje que cubría el cielo del bosque.
Ambos hombres se miraron y a continuación cerraron los ojos, a la vez que una sonrisa iluminaba sus rasgos.
Tras disfrutar de la dicha durante un momento, Gard se incorporó y miró tras él. Las ramas que conformaban la barrera habían vuelto a ocupar su lugar en las copas de los robles. Eran libres de marcharse… ¿Lo serían también de regresar?
—Yo diría que a Fiàin le ha complacido el presente que le hemos traído —comentó Iolar aún con los ojos cerrados.
Gard observó a su compañero con los ojos entornados, alerta ante el tono de voz que este había empleado.
—De nada sirvieron nunca las joyas y los vestidos que le regalamos —continuó diciendo Iolar inmerso en sus pensamientos—. No le interesan el lujo ni el poder, pero… ah, la venganza, el valor y la furia logran excitarla sobremanera —musitó pensativo.
—Iolar… —Gard se colocó en idéntica posición que su amigo y observó el cielo—, nadie más la ha herido ni amenazado. No te servirá de nada traer a todos los pomposos nobles del reino al bosque y masacrarlos en su presencia —le advirtió, aun considerándolo innecesario. No se fiaba de las ideas que a veces surgían de la cabeza del monarca.
—No. Por supuesto que no serviría de nada —refrendó Iolar pasando las manos bajo su cabeza y apoyándose en ellas—. Pero… ¿qué me dices de las justas? Los combates en la liza pueden ser en extremo fieros, ¿crees que se mostraría receptiva si convocamos un torneo y combatimos en él?
—El rey sanguinario y el temerario capitán de la guardia… Incluso podrían usarlo los juglares para alguna de sus trovas —bromeó Gard. Miró divertido a su rey. La sonrisa se paralizó en su rostro—. ¡Iolar, ni se te ocurra! —exclamó incorporándose de golpe.
La carcajada del rey rompió el silencio del claro.
* * *
Mediodía, 4 de coll (agosto)
—¿Decís que lo habéis encontrado en la linde del bosque del Verdugo? —preguntó Gard al nervioso campesino que miraba aterrorizado sus sandalias.
—Así es, capitán. Lo vimos cuando recorríamos la cañada Real en dirección a Olla, mi señor. Regresábamos a casa tras vender nuestras mercancías en Sacrificio —farfulló el hombre mirando horrorizado a su alrededor.
Estaba en el salón de audiencias, en presencia del rey Verdugo. Observó a su hijo y vio grabado el miedo en su inocente rostro.
—Yo encontré al muerto. Mi chaval se quedó en el carro. Es un chico obediente y me obedeció, majestad —balbució asustado mirando al rey—. Lo subí al carro, lo tapé con algunas hojas y lo traje de vuelta a Sacrificio. Mi crío ni siquiera lo miró, majestad…
—Tranquilizaos, amigo —interrumpió Gard el parloteo interminable del hombre—. Nadie os acusa de haber hecho algo inadecuado.
—¿Por qué estamos retenidos? —murmuró el campesino con el último hálito de valor que guardaba en su interior—. Mi muchacho… ¿Dejaréis marchar a mi muchacho? Él es un buen chico, majestad; nos ayuda mucho. Su madre moriría de pena si algo le pasara, majestad…
—Nadie lo pone en duda, buen hombre —dijo Iolar sonriendo apacible—. Enseguida podréis marcharos, pero, antes, describidme lo que visteis cuando encontrasteis al conde de Rousinol.
—Apenas quedaba carne sobre sus huesos, majestad. Solo su cara estaba intacta, aunque bastante hinchada, y apestaba. —Unos cuantos gritos femeninos y algún desvanecimiento siguieron a las palabras del campesino, haciéndole callar, atemorizado.
—Continuad —le instó Gard—, no tenéis nada que temer si la sinceridad es la que mueve vuestra lengua.
—Su… supimos que era un noble por el cordón de oro que colgaba de su cuello, mi señor. —Más chillidos femeninos inundaron el salón. El campesino centró la mirada en el compasivo rostro del capitán de la guardia y continuó, ansioso por escapar de allí—. Por eso recogimos sus restos y nos apresuramos a subirlo al carro, para que las bestias no siguieran devorándole. No nos atrevimos a enterrarle, majestad, pero no fue por pereza o crueldad, mi señor. Mi hijo y yo pensamos que era mejor entregarlo al capitán de la guardia, y que él sabría de quién se trataba.
—Hicisteis bien —aprobó Gard, lanzando al hombre un saquito que tintineó al caer sobre el suelo cuando las curtidas manos temblaron, incapaces de sostenerla—. Tomad este pequeño obsequio como pago a vuestra acción, buen hombre, nos habéis servido bien. Podéis marcharos.
—Fear. —Iolar se dirigió al aguerrido y viejo soldado que observaba la escena desde un rincón del salón—. ¿Qué opináis?
—El joven Coch nos avisó de que había visto al conde internándose en el bosque. Solo. Imagino que con la intención de cazar donde tenía prohibido hacerlo. Rousinol siempre ha destacado por su arrogancia, majestad. El Señor lo ha castigado por su insolencia —sentenció.
—Gard, redoblad el cuerpo de guardia que vigila el bosque. No consentiré que estos hechos vuelvan a repetirse. Nadie debe internarse en el bosque del Verdugo.