ÉRASE UNA VEZ… UNA VISITA INSOSPECHADA, UN REGRESO ANHELADO, UN DESEO INCUMPLIDO.
De noche, 27 de tinne (julio)
Gard, tumbado sobre la cama, observaba el ir y venir de Iolar por la estancia. Desde su regreso del bosque el rey se mostraba más irritable e impaciente de lo normal.
—Deja de darle vueltas y ven a mi lado, Iolar. —El soberano negó con la cabeza y siguió paseando obsesivo de un lado a otro—. Sabes que has hecho lo correcto. Dale tiempo a Luch; él encontrará al culpable, y yo lo mataré —afirmó Gard con certera seguridad.
—¿Que le dé tiempo? Te recuerdo que he dejado marchar a todos los nobles que podrían estar implicados en el ataque al bosque. Ya no están bajo la vigilancia de mis soldados, pueden ir donde quieran y hacer lo que quieran —bufó Iolar irritado—. Aisling y Fiàin están en ese maldito lugar, con la única protección de un hombre herido que apenas puede moverse, y tú quieres que espere tranquilo —negó con la cabeza.
—De nada te servía tener a ese atajo de ratas en el castillo. Estaban atentos al más mínimo gesto de tus soldados. El culpable no iba a ser tan estúpido como para hacer o decir algo que le inculpara ante tus propias narices…
—Lo sé, pero aun así… —Iolar se calló al escuchar el aullido de un lobo—. ¿Qué demonios es eso?
Caminó hasta la ventana y se asomó. No vio nada. El cielo estaba encapotado y las densas nubes cubrían el resplandor de la luna.
—¿Eso era un lobo? —preguntó Gard tras él, mirando también hacia el exterior. Un nuevo aullido rompió el silencio.
—Eso parece.
Iolar se apartó con rapidez de la ventana, cubrió apenas su cuerpo desnudo con unas calzas y una camisa, y abandonó presuroso la estancia. Gard no se quedó atrás.
* * *
Antes del mediodía, 28 de tinne (julio)
—No deberíamos haber esperado a que amaneciera —gruñó Iolar.
—Claro que no, hubiera sido mucho mejor partirnos la crisma cabalgando a oscuras por la Cañada Real —ironizó su amigo.
—Gard, cállate.
El nerviosismo que ambos hombres sentían se reflejaba en sus rostros crispados y sus pasos rápidos, en la manera en que apartaban los arbustos que les impedían el paso y… en la incisiva ironía del rubio y los gruñidos del moreno.
Al salir del castillo en mitad de la noche, se habían encontrado con los animales y estos se habían mostrado impacientes e irritados. Los fieles amigos de Aisling habían mordido con aterradora insistencia su ropa, instándolos a que los acompañaran, algo en lo que estuvo inmediatamente de acuerdo Iolar. Solo la paciencia de Gard, y sus irrevocables y acertados razonamientos, habían conseguido que el rey, y por ende los lobos, esperaran hasta que despuntara el alba.
En el mismo momento en que los primeros rayos del sol tocaron el horizonte, los dos hombres montaron sus caballos de guerra y siguieron impetuosos a las fieras. Solos. Sin el apoyo de ningún soldado. Iolar se había negado. Estaba seguro de que Aisling estaba detrás de la visita de los lobos y no pensaba dejarse acompañar por nadie que pudiera asustarla. Gard, quizá por primera vez en su vida, estuvo de acuerdo en que su rey cabalgara sin escolta.
Y en esos momentos, apenas media jornada después, casi al final de su viaje, se detuvieron al llegar al mágico círculo de robles y contemplaron con el ceño fruncido la barrera de ramas que les impedía el paso.
—¿Y ahora qué?
—Ahora esperamos hasta que Aisling venga —dijo Iolar, decidido a mostrar una paciencia que no sentía.
—Dadme vuestra palabra de que no haréis nada de lo que me pueda arrepentir, e intercederé por vosotros para que os dejen entrar en el claro.
Iolar y Gard elevaron la mirada al escuchar la voz de Kier sobre ellos, y jadearon asombrados al ver que estaba sentado sobre la gruesa rama de un roble, mirándoles con el ceño fruncido. La herida que les había hecho temer por su vida casi había desaparecido de su costado, apenas se vislumbraba una sombra rojiza sobre la cicatriz casi cerrada. Su respiración, agitada e insuficiente dos noches atrás, ahora era sólida y acompasada. El hombre que había estado a las puertas de la muerte; ahora se mostraba fuerte y seguro, ningún signo de debilidad tenía cabida en él.
—Dadme vuestra palabra o marchaos —exigió Kier de nuevo.
Iolar observó al joven con los ojos entornados. Este tenía motivos de sobra para odiarle pero, sin saber por qué, creyó en la sinceridad de su compromiso.
—Tienes nuestra palabra —aceptó.
Gard asintió con la cabeza, intuía, al igual que su rey, que el amante de Aisling mediaría en su favor.
—Entregad vuestras armas —les ordenó Kier señalando las ramas que conformaban la entrada al claro.
Rey y capitán arrojaron las espadas y dagas frente a la barrera y contemplaron atónitos cómo el suelo se abría bajo estas y las raíces que habían permanecido enterradas en él se abatían sobre las armas, sepultándolas en la tierra. Fuera de su alcance.
Kier asintió con la cabeza, complacido, y se deslizó con presteza por el tronco del árbol. Al tocar el suelo, se enfrentó desafiante a ambos hombres. Los lobos se colocaron junto a sus piernas, y él les rascó tras las orejas, sin importarle lo cerca que estaban sus manos de las poderosas fauces de las bestias.
—No hagáis nada que pueda molestar a las dríades o a los robles —les advirtió con voz acerada, antes de darse la vuelta hacia la barrera y posar las manos sobre ella—. Decidle a Aisling que han jurado portarse bien y que yo respondo por ellos —afirmó tras mirarles una última vez.
El susurro irritado de las hojas cayó sobre las palabras del hombre. Tras breves instantes, se escuchó la suave tonada de la joven dríade y las ramas se alzaron, permitiéndoles el paso.
—Acompañadme, pero manteneos a diez pasos por detrás de mí. Y si os digo que os detengáis, lo hacéis —exigió comenzando a andar.
No se molestó en mirar atrás para comprobar si el soberano y su perro faldero accedían.
En realidad, no tenían otra opción.
Gard apretó la mandíbula con fuerza, cerró las manos en puños y dio un paso hacia el estúpido que se atrevía a dar órdenes a su rey, dispuesto a demostrarle quién mandaba a quién. Iolar, intuyendo las intenciones de su amigo, se lo impidió posando una mano sobre su hombro y negando con la cabeza.
—A mí tampoco me gustan sus exigencias —susurró—, pero he de reconocer que es la primera vez que entro en el claro después de todos estos años. Además, le he dado mi palabra y tengo intención de honrarla.
Atravesaron el círculo de robles escoltados por los lobos, manteniendo la distancia exigida por el hombre. Cuando llegaron al claro y Kier levantó la mano, instándoles a detenerse, así lo hicieron. Se quedaron inmóviles, observando con detenimiento lo que había frente a ellos. Nada había cambiado desde la primera y única vez que habían entrado allí, hacía ya tantos años. Los robles agitaban sus hojas, enfadados; en el suelo, las raíces ondeaban furiosas bajo la tierra que las cubría, asemejándose a serpientes, y, frente a ellos, en el otro extremo del claro, estaba el roble en el que había entrado Fiàin dejando su rostro grabado en él, solo que, en esos momentos, no había ninguna cara grabada en la corteza del tronco. Tampoco Aisling parecía estar allí.
—¿Dónde están? —jadeó Iolar la pregunta que se atoraba en su garganta y en la de Gard.
—Fiàin ha salido de su roble —dijo Kier apiadándose de ellos—. Aisling… Aisling sabe quién ordenó el asalto al claro. Fue el mismo hideputa que la atacó en el patio de armas.
—¿Alguien atacó a Aisling en el castillo? —jadeó Iolar asombrado y enfurecido.
—Dime su nombre —exigió Gard con ferocidad.
—No lo sé, pero Aisling puede describíroslo.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó Iolar mirando a su alrededor.
—¿Lo matarás, padre?
Iolar y Gard elevaron la mirada. La joven dríade estaba sobre sus cabezas, fuera de su alcance, de pie sobre una rama y vestida únicamente con una sencilla camisa de lino.
—Descríbemelo y será hombre muerto.
—Viste ropas caras, como vosotros. Es alto y delgado, su pelo es oscuro como el de Kier, hay una gran nariz en su cara y su mejilla está marcada por tres cicatrices.
—Sé quién es —jadeó Gard reconociendo al hombre.
—Morirá antes de que el sol toque tres veces el horizonte —aseveró Iolar.
—Os acompañaré —declaró Kier con gesto pétreo—, es mi derecho matarle.
—No —rechazó Aisling bajando del roble en el que estaba subida para enfrentarse a su amante—. Haces promesa, cumples promesa.
Kier apretó los labios, cerró las manos en puños y una vena palpitó en su cuello, pero no dijo nada. Fijó la mirada en la furiosa dríade que le observaba con los brazos cruzados y asintió con la cabeza.
—No es tu derecho matarle, Kier —explicó la joven colocándose junto a él y abrazándole—. Las marcas de su cara se las hizo madre. Su muerte es derecho de padre.
—¿Atacó a Fiàin? —inquirió furioso Gard.
—Antes de que yo naciera —confirmó la muchacha mirando a su padre.
—¿De cuántas maneras puede fallar un hombre a la mujer que ama? ¿Cuántas veces puede errar en una sola vida? —dijo Iolar, contrito, interrumpiendo la sarta de maldiciones que escapaba de los labios de Gard.
—Tantas como días tenga su vida —le respondió Aisling.
—¿Cómo puedo hacerme perdonar cuando no lo merezco? —musitó el rey observando a su hija.
—Kier dice que os dé oportunidad. —Aisling besó a su amante y luego se volvió hacia los dos hombres que la observaban, asombrados por su declaración—. Yo confío en Kier, él demuestra a mí por qué mi corazón siente que él es su dueño. Demostrad vosotros que lo merecéis y no será necesario perdón.
Iolar y Gard aceptaron pesarosos las palabras de Aisling con una inclinación de cabeza.
—Matad a hombre con la marca de Fiàin en cara, proteged mi bosque —exigió la joven dríade con voz fiera.
—Lo haremos, y después… volveremos —declaró Iolar.
—Seréis bien recibidos —aseveró Aisling antes de separarse de Kier y volver a trepar a la copa del roble en el que había estado esperándolos.
Kier esperó hasta que ella estuvo oculta entre las ramas.
Luego rodeó a los dos hombres que escudriñaban el claro en busca de una dríade que no quería mostrarse, y les instó con la mirada a seguirle. Había llegado el momento de abandonar el círculo de robles.
—¿Por qué no nos dijiste que había atacado a mi hija en el castillo? —le preguntó Iolar furioso, poniéndose a su altura e ignorando la orden de permanecer a diez pasos de distancia.
Blaidd gruñó, con el lomo erizado y las orejas aplastadas contra la testa, dispuesto a lanzarse contra quien osara utilizar un tono amenazante con el que se había convertido en su lobo alfa.
Kier posó la mano sobre el morro del macho y le acarició el hocico, calmándole.
—Apenas fui consciente de lo que sucedió ante mí esa tarde —musitó enfurecido—. La vi golpear a un noble, y pensé que este la habría confundido con una criada y trataba de seducirla. No lo relacioné con el ataque al bosque. Si lo hubiera hecho, habría encontrado las fuerzas para descender del adarve, enfrentarme a él y matarlo. Así ahora no me vería obligado a permanecer aquí mientras vosotros tenéis el privilegio de acabar con su vida —siseó Kier con los puños apretados.
Los hombres continuaron su camino en silencio. Kier inmerso en pensamientos de sangre y dolor para con el hombre que había atacado a su mujer. Iolar y Gard observando asombrados el cambio que se había producido en los robles que les rodeaban; estos ya no se mostraban amenazantes, más bien parecían… expectantes.
Al llegar a la barrera de ramas, la encontraron cerrada.
—Habría jurado que estarían impacientes porque abandonáramos el bosque —susurró Gard posando las manos sobre el enramado.
Iolar se acercó hasta donde estaba su amigo, asintiendo extrañado ante sus certeras palabras.
—¿También debemos pedir permiso para salir del claro? —preguntó indignado, dándose la vuelta para enfrentarse a Kier y dando la espalda al muro de ramas.
Kier ni siquiera se molestó en responderle, toda su atención parecía centrada en la frondosa copa de un roble. Tenía los ojos entornados y el ceño fruncido, y parecía igual de sorprendido que ellos.
—¿Kier? —preguntó Iolar, dándose la vuelta también al ver que este no respondía.
Y entonces, el bosque despertó.
Una furiosa tonada invadió el silencio.
Las ramas que conformaban la barrera se movieron al unísono, apresando los brazos y las gargantas de los dos hombres que les daban la espalda. Las raíces se alzaron, envolviéndoles los tobillos e inmovilizándolos por completo. Y entonces, una dríade furiosa abandonó su escondite en la copa de los robles y se enfrentó a ellos.
Iolar y Gard jadearon al ver a Fiàin.
Tan hermosa como la recordaban.
Tan salvaje como siempre había sido.
Tan enfadada como la última vez que estuvieron junto a ella, en ese mismo claro.
Fiàin observó a los que fueron dueños de su mirada, caminó hasta ellos con desconfianza y se detuvo cuando apenas les separaba la distancia que recorre un suspiro estremecido. Elevó una de las manos hasta el rostro atónito de Iolar y lo recorrió con dedos trémulos, saboreando con las yemas el tacto de su piel, acariciando una y otra vez las arrugas que surcaban su frente, la comisura de sus ojos y sus labios, para luego apoyar las palmas de las manos sobre su torso. Se inclinó despacio, hasta que su nariz quedó pegada a la clavícula del rey, e inspiró impulsiva, llenándose los pulmones con su esencia. Incapaz de resistir la tentación, hizo lo mismo con el capitán de la guardia. Y cuando hubo saturado sus sentidos con el aroma de ambos hombres, se apartó remisa de ellos.
Los devoró con la mirada durante unos instantes, sin dejar de acariciarse el vientre y los pechos con dedos nerviosos. Y, de repente, con rapidez inusitada, se abalanzó sobre Iolar, aferró con ambas manos el cuello de la casaca y lo desgarró, dejando al descubierto la fina camisa de seda que llevaba, la cual, un instante después, sufrió idéntico destino que la otra prenda.
Los párpados del rey se cerraron y su respiración se tornó agitada al sentir los dedos de la dríade recorrer insaciables su pecho, detenerse sobre sus pezones y jugar con el vello que los rodeaba. Luchó contra el plácido éxtasis que le dominaba y se obligó a abrir los ojos de nuevo, decidido a observar durante el tiempo que le fuera permitido el hermoso rostro de Fiàin. La dríade había dejado de acariciarle con los dedos, para en su lugar hacerlo con los labios. Le lamía arrobada la suave piel del vientre mientras sus manos descendían sobre la firme erección que se marcaba bajo las calzas.
Fiàin desató con rapidez los cordones que le impedían tocar lo que tanto deseaba y, hundiendo la nariz en el vello rizado que adornaba la ingle del rey, aferró la enorme verga con ambas manos y comenzó a frotarla a la vez que su lengua asomaba entre sus labios, ansiosa por probar el sabor de la gota de semen que brillaba sobre el glande.
El gemido que escapó en ese momento de la garganta de Iolar la hizo apartarse, sobresaltada, al ser consciente de hasta qué punto había abandonado la precaución en pos del deseo. Dio un paso atrás, observó de nuevo a los dos hombres que la miraban esperanzados y, negando enfurecida por su propia debilidad, se lanzó contra el tronco de un roble y trepó por él, hasta perderse en la frondosa espesura. Un instante después, su canción inundó el bosque y rey y soldado fueron liberados a la vez que la arbórea barrera desaparecía tras ellos.
Iolar y Gard se miraron el uno al otro y luego dirigieron la vista hacia el hombre que les había permitido entrar en el bosque y saborear el milagro de volver a ver a Fiàin.
Kier les daba la espalda, alejado de ellos unos cuantos pasos, simulando mirar ensimismado las copas de los árboles. Se volvió despacio hacia ellos y sonrió.
—Fiàin jamás será vuestra entre los muros del castillo, pero… tal vez un día no muy lejano vosotros seréis suyos bajo los robles del claro —advirtió enigmático, para luego darse la vuelta y desaparecer entre los robles.
* * *
Mediodía 29 de tinne (julio)
—¿Adónde vas, Luch? —gruñó Iolar al ver que el hombrecillo se levantaba con intención de abandonar la estancia privada en que estaban reunidos.
—A poner sobre aviso a mis hombres de que el rey pretende dar pábulo a una revuelta nobiliaria —refunfuñó el maestro de espías.
—Cierra la boca y siéntate, viejo. Sabéis de sobra que no pretendo iniciar ninguna revuelta.
—No es lo que pretendes, pero es lo que conseguirás —afirmó Gard separándose de la pared en la que llevaba apoyado desde el inicio de la reunión—. En el momento en que comience a correr el rumor de que vas a ejecutar al conde, los demás nobles se sentirán vulnerables y atacados y, en el mismo instante en que le separes la cabeza del cuerpo, tendrás una revuelta entre manos.
—Solo se hará justicia, no tienen por qué tomárselo como un ataque hacia ellos —refutó Iolar las palabras de su amigo.
—¿Justicia? Vas a descabezar a un noble sin ningún motivo —siseó Luch fijando su mirada en Iolar—. Eso no es justicia, muchacho; a eso se le llama locura.
—¿Sin ningún motivo? Ordenó quemar el bosque e intentó secuestrar a mi hija, ¿esos no son suficientes motivos? —exclamó Iolar furioso para a continuación levantarse del sitial y barrer todo lo que había sobre la mesa con los puños.
—No tienes pruebas de que él haya dado esas órdenes —comentó Luch con calmada serenidad.
—¡¿No tengo pruebas?! La palabra de Aisling es prueba suficiente.
—¿De verdad piensas que la palabra de una dríade salvaje, a la que nadie ha visto jamás, es motivo suficiente para matar a un noble? —preguntó Luch entornando los ojos—. Eres más estúpido de lo que creía.
—¡Maldito seas, viejo! Estás hablando de mi hija.
—No tienes ninguna hija, Iolar. Renunciaste a ella cuando le permitiste quedarse en el bosque, convirtiéndola en un simple rumor de tabernas —siseó el anciano espía enfrentándose al rey—. ¿Quieres resucitarla ahora? ¿Mostrarla ante los ávidos ojos de los nobles del reino? ¿Convertirla en la presa más codiciada para los que buscan fortuna rápida?
El rey abrió la boca para replicar a su antiguo mentor y volvió a cerrarla. Las apreciaciones de Luch no podían rebatirse. Se sentó de nuevo, apoyó los codos en la mesa y hundió los dedos en su oscura melena.
—No es difícil, ni extraño, que alguien sufra un accidente mientras cabalga o que una flecha perdida durante una cacería le atraviese el corazón —comentó Gard acariciando su daga—. Y traería menos complicaciones.
—Quiero mirarle a los ojos cuando lo mate —susurró Iolar sin dejar de mesarse los cabellos—. Y lo haré… —afirmó levantando bruscamente la cabeza. Sus ojos brillaban sagaces y en sus labios se dibujaba una astuta sonrisa—. Será una ofrenda…
—¿Una ofrenda? Iolar, por Dios, ¿qué estás planeando? —inquirió Gard, preocupado al ver la mirada del rey.
—Le daremos a Kier la recompensa que se merece, nos resarciremos y, de paso, demostraremos a Aisling y Fiàin que pueden confiar en nosotros.