ÉRASE UNA VEZ UN RECUERDO OLVIDADO.
Amanecer, 27 de tinne (julio)
Kier se removió sobre la hojarasca en la que había dormido, giró a un lado y a otro buscando a su juguetona dríade, y al no encontrarla parpadeó y abrió los ojos. El sol había salido e iluminaba con sus rayos el hermoso claro en que se encontraba. Los pájaros volaban sobre su cabeza; los lobos se perseguían sin dejar de gruñir, juguetones; las ardillas trepaban nerviosas por los troncos de los robles, y estos agitaban las hojas, desperezándose. Todo a su alrededor irradiaba vida. Y él, a su vez, se sentía vivo. Más que nunca.
Extendió los brazos, hundió las manos en la tierra cubierta de hojas y sonrió feliz. Estaba en casa. Y no pensaba marcharse nunca más.
Se incorporó hasta quedar sentado, con una pierna extendida y la otra doblada por la rodilla, y retiró con cuidado las hojas y el emplasto que le cubrían la herida del costado. Se sorprendió al verla casi curada; los bordes parecían haberse unido durante la noche y ya no estaba inflamada, sino que mostraba un saludable tono rosado. Y, cómo no, le picaba horrores. Todos los mejunjes de Aisling parecían adolecer de esa cualidad, pensó divertido a la vez que contenía la respiración y posaba los dedos sobre la laceración. Le dolió, pero no era un dolor atroz como el que había sentido hasta la noche anterior, sino un dolor molesto y fastidioso, pero totalmente soportable.
Inhaló una gran bocanada de aire y parpadeó sorprendido cuando los efluvios de la pasión desatada durante la noche abrasaron sus sentidos e hicieron que su pene se irguiera insolente. Se llevó la mano al vientre y encontró sobre él una pátina reseca y pegajosa. Recordó la furia de Aisling y su manera de librarse de ella. Sonrió feliz, mucho se temía que iba a enfurecer a su dríade a menudo. Muy a menudo, a tenor de la respuesta de su exaltada y endurecida verga. Aunque en ese momento, más que enfurecer a Aisling, lo que le apetecía era darse un buen chapuzón en el Verdugo y quitarse toda la mugre de la ciudad de piedra que aún mancillaba su cuerpo. Se movió hasta quedar arrodillado, apoyó las manos en el suelo y se impulsó para levantarse. No llegó a conseguirlo.
El claro se vio inundado con una suave tonada susurrada en un idioma que solo los robles conocían. Kier detuvo su impulso, cerró los ojos y escuchó con atención. No era la voz de Aisling. De repente unas fuertes raíces aprisionaron sus tobillos y manos, inmovilizándole.
—¿Qué demonios…?
Enmudeció al sentir unas manos recorriéndole la espalda. Giró la cabeza y jadeó sorprendido al ver a Fiàin tras él. Era tan hermosa como la recordaba, quizá más. Sus ojos de distintas tonalidades, grandes y rasgados, rezumaban ira. Una ira antigua y dolorosa que en esos momentos iba dirigida a él.
—Fiàin, qué…
La dríade le tapó la boca con la mano y, agarrándole un mechón de cabellos, tiró de ellos sin dejar de presionarle con los dedos los labios, hasta que el hombre acabó arrodillado, con las muñecas y los tobillos anclados al suelo por fuertes raíces y la cabeza echada hacía atrás en una dolorosa posición.
Cuando Fiàin alejó la mano de su boca, Kier permaneció silente. Ella no quería escuchar sus palabras, quería… ¿tocarle?
Sin soltar los mechones de pelo oscuro que tenía aferrados en el puño, Fiàin recorrió con la mano libre el cuerpo del amante de su hija. Le arañó con las uñas las tetillas, le dibujó con las yemas de los dedos las costillas y continuó su recorrido hasta la espalda, se entretuvo en jugar con sus nalgas para luego introducir un dedo en la unión entre estas. Bufó irritada al escuchar el gruñido del hombre y presionó sobre el ano, esperando ver su reacción.
Esta no se hizo esperar.
—¡Aleja tus manos de mi culo! —siseó Kier indignado, a la vez que luchaba contra las ataduras, intentando liberarse, a pesar de las laceraciones que con sus movimientos le causaban las raíces.
Fiàin sonrió al ver que podía llegar a ser tan fiero como Iolar y Gard. Tiró con más fuerza de los cabellos que aún aferraba y deslizó la mano desde las nalgas hasta la ingle del hombre. Ciñó con sus largos y finos dedos, tan parecidos a los de su hija, el laxo pene del hombre y comenzó a masturbarlo.
—Suéltame ahora mismo, zorra, o te juro que… —susurró colérico Kier sin dejar de revolverse.
Fiàin detuvo sus movimientos, complacida al comprobar que la flácida verga no se endurecía entre sus dedos y satisfecha por la ira hostil que destilaba la voz del hombre.
—Maldita sea, he dicho que me sueltes —le ordenó Kier, furioso porque, aunque ella había detenido sus movimientos, sus dedos seguían envolviéndole la verga.
Fiàin soltó aquello que no se inflamaba bajo sus caricias, y miró con aprobación al dueño del corazón de su hija. Él no había levantado la voz en ningún momento, no había gritado el nombre de Aisling ni buscado su ayuda. Asintió conforme, ese hombre libraría sus propias batallas sin ayuda. Era fuerte y decidido, o sería fuerte si alguna vez conseguía mantener su cuerpo sin heridas.
Aferró con más fuerza los cabellos del macho, llevó la mano que tenía libre hasta su cuello y le rodeó con los dedos la garganta, oprimiéndola. Él la miró con ojos afilados y continuó luchando contra las ataduras sin emitir ningún gemido de dolor.
Fiàin le ignoró y centró toda su atención en sus ojos. En ellos estaba la marca de Aisling. Sonrió complacida, le soltó el cabello y, colocándose ante él, cantó a los robles para que le liberaran.
En cuanto se vio libre de ataduras, Kier se incorporó feroz y se enfrentó a Fiàin. No le importaba en absoluto que fuera la madre de Aisling. Si volvía a tocarle de esa manera, la mataría.
—¡Qué puñetas estabas pensando! —siseó furioso. Cerró las manos en puños y las pegó a los muslos para no golpear a la zorra que tenía frente a él, algo que estaba muy tentado de hacer—. ¿Tienes idea de la tristeza que puede sentir Aisling si se entera de lo que has hecho? No vuelvas a tocarme.
—Madre no toca como tú crees, te está probando —le explicó Aisling subida a una rama de un roble, justo sobre ellos.
—¿Desde cuándo estás ahí? —Kier la miró sorprendido por sus palabras. Jamás entendería a las mujeres, menos todavía si eran dríades.
—Desde que tú abierto los ojos —comentó Aisling con indiferencia—. Fiàin muy contenta con tu reacción. —Entornó los párpados, escuchando algo que solo ella podía oír—. Ella dice que tú valiente y feroz, y que seré feliz contigo; ella dispuesta a intentar respetarte como a un roble —declaró a la vez que descendía del árbol—. Te quiero —susurró feliz—. ¿Es así como tú dices? ¿Te quiero? —Kier asintió, abrazándola—. Te quiero —volvió a musitar ella un instante antes de besarle.
Se enredaron en un beso salvaje, un beso en el que no solo participaban la lengua y los labios, sino también las manos y los cuerpos de ambos. Kier envolvió a la joven dríade entre sus brazos y ella le devoró con la mirada a la vez que se pegaba a él y hundía los dedos en su espeso cabello negro.
Un gruñido irritado, seguido de una lluvia de hojas y tierra, les hizo separarse.
Fiàin tenía la mirada clavada en ellos, mirándoles sin ver. Dio de nuevo una patada al suelo, levantando otra nube de tierra y, a continuación, se lanzó sobre Milis, trepó por su tronco y fue saltando de rama en rama hasta llegar a su roble e introducirse en él con gesto abatido y furioso a la vez. El rostro que se grabó en la corteza del grueso árbol se mostraba más perfilado que nunca. Se podían apreciar en él cada rasgo, cada gesto, incluso los ojos grabados en la corteza parecieron tornarse azul uno, negro el otro.
—¿Por qué se enfada ahora? —preguntó Kier atónito—. No decías que a tu familia, y eso incluye a tu madre, no le molestaba que… nos abrazáramos.
—Fiàin no está molesta por lo que hagamos nosotros. Madre enfadada porque ella no puede hacer el amor. Y lo desea. Con Iolar y Gard —sentenció Aisling.
—¿Se ha enfadado conmigo porque no puede follar con el rey y su perro faldero? —preguntó estupefacto.
—No. Madre enfadada con ella misma porque al vernos ha recordado lo que no quiere recordar. Porque tú aquí, y ellos no.
—Pero si es ella quien no les deja entrar en el claro —farfulló Kier confuso.
—Ella sabe, por eso más furiosa aún.
Kier observó entristecido el roble que guardaba el cuerpo de Fiàin, y tomó una decisión que nunca hubiera pensado que tomaría.
Caminó hasta el árbol y posó la mano sobre la gruesa corteza del tronco.
—Fiàin, dales una oportunidad.
La dríade abandonó abruptamente su roble, haciendo trastabillar a Kier, y comenzó a gruñir y emitir extraños chasquidos con la lengua a la vez que movía con rapidez los brazos.
Todos los árboles del claro agitaron las hojas e hicieron crujir las ramas, apoyando la furia de su hermana.
—Madre dice: ¿por qué debe darles oportunidad? Ellos encerraron en castillo de piedra. Robaron aire para respirar y quisieron apartarla de mí. Ella no dará oportunidad.
—Ellos están arrepentidos —aseveró Kier—. No volverán a cometer los mismos errores.
Madre e hija se miraron fijamente antes de que Aisling volviera a hablar.
—Madre dice que cometerán otros.
En ese momento un pensamiento penetró en la mente de los reunidos en el claro: Aisling en el castillo de piedra, Iolar gritando a sus soldados y el rastrillo que tapaba la entrada al recinto cayendo con un ruido atronador, impidiendo la fuga de la joven.
Kier se giró sobre sí mismo y comprobó que, tal y como había intuido, el impertinente lobo gris y su dócil compañera acababan de entrar en el claro.
Dorcha gruñó y mandó por primera vez un pensamiento: Aisling en el castillo, presa. Iolar y Gard esperando sobre la muralla la llegada de Fiàin, seguros de que esta iría a buscar a su hija. Iolar y Gard encerrando a Fiàin en el castillo.
La loba, al igual que las hembras del claro, tampoco se fiaba de los hombres del castillo. Apreciaba a Kier, sí, pero los otros dos eran extraños y no le gustaban.
Kier sacudió la cabeza y se friccionó la frente con los dedos. Ver los pensamientos de los lobos era una sensación muy extraña. Cuando volvió a concentrarse en lo que le rodeaba se encontró con el ceño fruncido de Aisling. Fiàin había vuelto a desaparecer en su roble, y en este, la cara grabada en la corteza mostraba una terrible desolación.
—No —musitó pasándose la mano por el pelo, pensativo—. No te hubieran vuelto a encerrar, Fiàin.
—Blaidd muy desconfiado… pero yo le creo —replicó Aisling acariciando la testa del enorme lobo.
—Tu padre había pensado mantenerte en el castillo, para instar a Fiàin a regresar. —El silencio cayó sobre el bosque cuando el hombre empezó a hablar—. Pero… no es como piensa Blaidd. No iba a encerraros a ninguna de las dos. Ellos… —Kier se calló, reflexionando sobre lo que iba a decir a continuación—. Ellos os quieren. Os echan muchísimo de menos y sufren porque no pueden teneros a su lado. —Se mordió los labios a la vez que volvía a retirarse por enésima vez el pelo de la cara—. Iolar intentó que me quedara en el castillo. Pensaba que si lo hacía, tú irías a buscarme y pasarías un tiempo allí, con ellos —susurró mirando a Aisling—. Pero no querían encerrarte, te hubieran dejado ir cuando lo hubieras pedido. Solo quieren pasar más tiempo contigo, y si con tus visitas lograban que tu madre se sintiera intrigada y acudiera al castillo… pues sí, era algo en lo que Iolar pensaba constantemente. Pero no la hubieran encerrado. Yo creo que más bien pretendían demostrar que han cambiado, quizá convencerla de que les permitiera entrar en el claro y… hacerle el amor —afirmó Kier mirando a Fiàin con un destello sagaz en la mirada.
No sabía bien por qué hablaba en favor del rey y su capitán, quizá por la desesperación que destilaba la pregunta que Iolar le había hecho sobre el adarve, antes de que se desatara el caos en el patio de armas del castillo.
Fiàin emergió del tronco en que se había ocultado, se dirigió hasta Kier y comenzó a empujarle con fuerza a la vez que gruñía desaprobadora.
—Madre dice…
—No es necesario que me lo digas, me hago una idea —comentó irónico sujetando a la enfurecida dríade por las muñecas y llevándoselas a la espalda—. ¿Qué harías si te separaran para siempre del hombre al que amas, del dueño de tu mirada y tu corazón? ¿Esperarías de brazos cruzados a que ocurriera un milagro o lucharías con todas las armas a tu alcance para recuperarle? —Le lanzó palabra por palabra la misma frase que había dicho Iolar en la muralla—. ¿Qué harías, Fiàin? Piensa bien tu respuesta, porque en ella está la clave de tu felicidad, y también de la de tu hija —sentenció soltándola—. ¿Volverás a encerrarte en tu roble o lucharás por lo que es tuyo?
Fiàin negó con la cabeza, pertinaz en su postura.
—¡Dios Santo, qué terca eres! —clamó Kier mirando al cielo.
—Padre obró mal. —Aisling salió en defensa de su madre.
—Iolar hizo lo que haría cualquier hombre que ama a su mujer y su hija, y al que obligan a mantenerse apartado de ellas. No disculpo a tu padre ni a Gard, pero entiendo sus motivos. Hace muchos años obraron mal, y todavía lo están pagando. ¿Te parece justo, Aisling?
El silencio de las dos dríades fue su única respuesta.
Kier bufó indignado, se frotó la nuca y centró su mirada en los lobos. Los ojos ambarinos del lobo gris se mostraban recelosos y también reflexivos.
—Tenemos que hablar —dijo Kier dirigiéndose hacia él.
Puede que Blaidd fuera un lobo gruñón, pero en ese momento necesitaba hablar con alguien de su mismo sexo, aunque no fuera de su misma especie. Seguro que entre ellos podrían entenderse mejor que con las dos cabezotas dríades del claro.
Se arrodilló frente al lobo y este emitió un quedo gruñido a la vez que aplanaba las orejas y estrechaba los ojos, suspicaz. Kier le aferró el morro con ambas manos.
—Deja de gruñir y escucha —le increpó. Blaidd se zafó de las manos del macho humano y enseñó con ferocidad los colmillos—. Los hombres que intentaron quemar los robles pueden regresar, tenemos que estar preparados.
Blaidd soltó un gruñido de aquiescencia, se sentó sobre sus cuartos traseros e irguió las orejas.
Kier asintió con la cabeza, se sentó sobre los talones y pasó un brazo sobre el lomo del lobo.
—No sé por qué nos atacaron, pero Iolar y Gard estaban seguros de que tenían un poderoso motivo para atreverse a entrar en el bosque e intentar incendiarlo —explicó Kier señalando a las dos dríades con la mirada—. Y puesto que nadie sabe que Fiàin está viva, solo se me ocurre que iban a por Aisling.
—Yo sé quién ordenó quemar robles —los interrumpió la joven dríade, y se puso de cuclillas frente a los dos machos.
—¿Lo sabes?
—Sí. Él dijo a mí.
—¿Te lo dijo? —inquirió Kier confuso. Que él supiera, ella no había hablado con nadie durante el ataque al bosque.
—Él me reconoció ayer en castillo de ciudad de piedra y me dijo que quemaría otra vez robles si yo no portaba bien.
—¿Él te reconoció? ¿Quién? —Antes de que le pudiera responder, Kier se golpeó los muslos con las manos y profirió un juramento—. ¿Fue el noble que te intentó besuquear en el patio de armas? —siseó apretando los dientes.
—Sí. Quería llevarme con él, pero yo no quería ir, así que le pegué.
—Lo mataré.
Kier se puso en pie y caminó decidido hacía la linde del claro. Blaidd le acompañó gruñendo aprobador.
—¿Adónde vas? —Aisling le aferró por el codo.
—A Sacrificio del Verdugo —contestó él con mirada firme.
—¡No! Tú prometes que no marchas nunca de claro. ¡Promesa no se puede romper! —gritó asustada al ver que él se zafaba de su mano y continuaba andando—. Ese hombre es hombre loco. No lucha limpio, hace trampa. No puedes ir por él.
—¿No puedo? ¿Crees que no soy capaz de defender lo que es mío? —gruñó Kier enfadado.
Aisling tomó aire para refutar su absurda pregunta, pero la voz de su madre en su mente la hizo callar. Parpadeó pensativa, y sonrió ladina.
—¿Cómo vas a matar hombre loco si no sabes quién es? —preguntó cruzándose de brazos.
Kier detuvo sus airados pasos y se giró para mirarla con la rabia tatuada en el rostro. ¡Tenía razón, maldita fuera! No había visto el rostro del hideputa, ni siquiera podría describirlo si le preguntaran. Los sucesos de la jornada anterior se sucedían confusos en su mente. Solo recordaba la sensación de impotencia que lo consumió al ver a su dríade intentando escapar del castillo, nada más.
Blaidd gruñó tras él, instándole a no dejarse convencer por las cobardes palabras de la hembra.
Dorcha resopló ufana a la vez que se pegaba a las piernas de Aisling.
—¿A qué hombre vas a matar, Kier, si no sabes quién es? Kier abrió la boca para replicar, volvió a cerrarla, entornó los ojos, obstinado, y volvió a abrirla.
—Tú me lo dirás.
—¿Yo? —jadeó Aisling dando un paso atrás.
—Sí. Vendrás a Sacrificio con nosotros —aseveró cogiéndola de la mano y señalando a los lobos—. Me indicarás quién es y luego te marcharás con Blaidd y Dorcha.
—¡No! ¡No iré al castillo! ¡No me encerrarán en muros de piedra! —gritó horrorizada clavando los talones en el suelo y tirando de la cruel mano que la sujetaba.
—¡Maldita sea! —Kier soltó la muñeca de la joven al escuchar su voz aterrorizada y, antes de que ella pudiera reaccionar, posó las manos sobre sus mejillas—. Escúchame, Aisling —susurró acercando su rostro al de la joven—. Perdóname, nunca te obligaré a ir donde no quieras. —Ella asintió, todavía asustada—. Me ha cegado la rabia, no volverá a repetirse, lo juro —afirmó besándola.
—No iré al castillo —dijo ella con la respiración agitada, cuando por fin se separaron.
—No. No irás. Descríbeme al hombre y yo iré a por él.
—¡No! Tú tampoco vas al castillo. Tú juras a mí que no marchas de bosque. Si haces promesa y no cumples, yo no confío más en ti —le advirtió cruzándose de brazos de nuevo.
—¿Qué pretendes entonces que haga? ¿Me siento y espero a que el cabrón ataque de nuevo? —inquirió irónico arqueando una ceja.
—No. Esperamos a que padre venga a bosque en próxima luna nueva, y entonces contamos y él soluciona.
—Aisling —Kier la tomó de las manos, atrayéndola hacia él—, no podemos esperar hasta la luna nueva.
—Sí podemos, robles protegen claro, nadie entra si ellos no quieren.
—Tus robles nada pueden hacer contra el fuego y la locura, excepto perecer.
—No quiero que te vayas. —Aisling le abrazó y hundió el rostro en su cuello.
Kier cerró los ojos, afligido, cuando sintió las lágrimas de la dríade deslizándose por su piel.
El inesperado aullido de Blaidd los sobresaltó, la imagen que este lanzó a sus mentes les hizo mirarle, asombrados.
—¿Lo harías? —susurró Kier arrodillándose frente al lobo gris para quedar a su altura.
Blaidd elevó la cabeza y aulló con fuerza.
Dorcha se apresuró a unirse a su macho y aulló a su vez.