ÉRASE UNA VEZ… EL DESEO DE UN PADRE, EL TEMOR DE UN AMANTE, LA DECEPCIÓN DE UNA MUJER.
—No lo entendéis, morirá si la obligáis a permanecer aquí —resolló Kier, agotado de discutir.
Desde que había intuido los planes del monarca estaba intentando convencerlo de su error, pero todas sus palabras eran en vano.
—Ah, pero no pienso obligarla a permanecer aquí; solo quiero que me visite —afirmó imperturbable Iolar. Gard gruñó su desagrado—. Piénsalo, muchacho. ¿De verdad quieres volver a ese bosque inhóspito cuando tienes al alcance de la mano todo lo que siempre has deseado? Poder, riquezas, joyas, incluso una lujosa morada en la que residir. Puedo ser muy generoso si ese es mi deseo —susurró sibilino—. A cambio, solo tendrás que establecerte en Sacrificio del Verdugo. Aisling vendrá a menudo y ambos veremos recompensados nuestros afectos.
—Nada de lo que me ofrecéis merece el sacrificio de ver la tristeza en sus ojos cuando vea traicionada la promesa que le hice —rehusó Kier.
—¿Ni siquiera tu propia vida? —amenazó Iolar, harto del rechazo del joven.
—Ni siquiera eso.
—Permanecerás aquí —declaró el rey con voz furiosa—. Ella vendrá a buscarte, hablaremos, y comprenderá qué es lo mejor para ti, para ella y para nosotros. Y tú me ayudarás a conseguirlo.
—Huirá si se ve atrapada, y si no le permitís escapar, morirá de pena. No seré vuestro cómplice —rechazó Kier sosteniéndose sobre una almena.
Ambos hombres se miraron sin parpadear, probando sus fuerzas. El rey fue el primero en retirar la mirada.
—Gard, asegúrate de que sigue recorriendo el adarve hasta que caiga la noche. Luego, enciérralo —ordenó mirando el horizonte.
—¿Por qué? —preguntó Kier desesperado—. ¿Por qué os empeñáis en atraerla a la ciudad cuando podéis acudir al bosque cuando lo deseéis?
—Deseo hablar con ella frente a frente, no separado por una muralla de ramas —accedió a contestar el rey, deseando ganarse la confianza y el apoyo del joven con su respuesta.
—Os habéis ganado su confianza salvándola del ataque y curando mis heridas —musitó Kier tendiendo sus manos hacia el monarca—. Si me lleváis de regreso al bosque, Aisling ordenará a sus robles que os dejen entrar en el claro; os lo aseguro. Le suplicaré que lo haga y ella atenderá mi ruego. No es necesario que la engañéis para que acuda a la ciudad. Ella os quiere, os acogerá ilusionada en el bosque.
—¡Aisling debe venir a la ciudad! —rugió Iolar empujando a Kier contra el parapeto interior de la muralla.
—¿Por qué? ¿Qué oculto motivo tenéis para desear este desatino? —musitó Kier abatido.
Gard miró al soberano alzando una ceja, pero la única respuesta de Iolar fue girarse de nuevo en dirección al bosque prohibido y otear el horizonte.
—Creéis que Fiàin vendrá a buscar a Aisling si la encerráis aquí —murmuró Kier estremecido, comprendiendo al fin.
—No lo entiendes —siseó el rey—. No voy a encerrar a Aisling, jamás lo haría; solo quiero hablar con ella, que convenza a Fiàin para que nos deje verla. ¿Qué harías tú si te separaran para siempre de la mujer que amas? ¿Esperarías de brazos cruzados a que ocurriera un milagro o lucharías con todas las armas a tu alcance para recuperarla?
Kier negó con la cabeza mirando ofuscado el patio de armas del castillo. Tenía que avisar a Aisling, impedir esa locura. Y mientras buscaba desesperado la manera de escapar de allí, un movimiento en un extremo del patio captó su atención: un noble abrazaba y besaba a una criada a pesar de que esta forcejeaba, molesta por sus atenciones. De improviso, la muchacha propinó al hombre un certero rodillazo en sus partes bajas que le hizo caer de rodillas, momento en que aprovechó para escapar.
Kier se inclinó sobre la almena y jadeó aterrado. La sirvienta se había apartado con brusquedad los cabellos que hasta ese instante habían ocultado su rostro y reconoció al instante la perfección de sus rasgos.
Los rasgos de su dríade.
—¡Aisling! —jadeó agónico por culpa del escaso e irrespirable aire que contenían sus pulmones.
Iolar y Gard se giraron hacia él al escuchar su aterrado lamento y, al seguir la dirección de su mirada, observaron a una joven que atravesaba el patio de armas a la carrera, chocando aturdida con las personas que pululaban por allí.
Una joven sorprendentemente parecida a Aisling.
* * *
—¡Zorra! —aulló el hombre con la cabeza baja y el cuerpo encogido por el feroz golpe recibido—. Ya veo que al final has decidido rebelarte —gruñó con una lujuriosa y aterradora sonrisa—. Tienes agallas, tantas como tu madre —musitó levantándose, dispuesto a perseguirla y obtener su recompensa.
La observó recorrer veloz el patio de armas, chocar con unas criadas, esquivarlas e ir a parar frente a los hombres que practicaban con sus armas. Estaba desorientada. Sería presa fácil.
—¡Bajad el rastrillo! ¡Impedid que salga del castillo! —Se escuchó desde las alturas la potente voz del rey Verdugo.
Aisling detuvo su loca carrera y elevó la vista al adarve. Allí, de pie sobre una almena, su padre daba la orden que le impediría abandonar el castillo. Junto a él, Kier, su amante, su amigo, el dueño de su mirada, permanecía inmóvil, vestido con lujosos ropajes. Gard se mantenía tras este, mirándola asombrado a través de la distancia.
El atronador silencio que se hizo tras la orden del rey llamó su atención, haciéndole centrar la vista en lo que la rodeaba. El hombre que la había atacado entraba con disimulo en la capilla contigua al patio de armas, decidido a ocultarse y evitar ser descubierto. Los nobles que conversaban cerca del aljibe se habían trasladado raudos a la seguridad que otorgaban las escaleras de entrada al salón de recepciones y, desde allí, observaban atentos la escena. Los siervos y criadas que colmaban el patio corrían en dirección a las cocinas o las cuadras. Y frente a ella, imponentes con sus cotas de malla, sus sobrevestes y sus espadas, los soldados la rodeaban suspicaces, dispuestos a obedecer la orden de su rey.
Aisling elevó de nuevo la mirada hacia la entrada del castillo.
El rastrillo había sido bajado, impidiéndole la huida. Sobre este, en el camino de ronda, dos hombres la observaban impertérritos, mientras el tercero, Kier, apoyado en el parapeto con medio cuerpo fuera, gritaba algo que ella no conseguía escuchar. Un fugaz destello en su torso, sobre el jubón que vestía, le hizo entornar los ojos. Algo refulgía balanceándose al final de una cadena que llevaba al cuello: un pesado medallón dorado.
Observó de nuevo a su amado; su cabello recortado, peinado con brillantes afeites y sujeto con una extraña cinta que despejaba su frente; su rostro afeitado, adornado con una cuidada barba que solo tapaba su barbilla y mostraba sus afilados pómulos; las ostentosas prendas con las que cubría su hermoso cuerpo, el medallón que colgaba de su cuello y los enormes anillos que destellaban en sus dedos. Todo en él indicaba que la recompensa por salvarla había sido abundante… y que él la había aceptado gustoso.
—Fiàin y Darach tenían razón —musitó limpiándose con los dedos las lágrimas que comenzaban a recorrer su rostro—. Me ha olvidado.
—Vamos, bella muchacha, ven con nosotros; el rey te reclama —susurró un hombre tras ella, sujetándola por el brazo.
Aisling hundió el codo que tenía libre en el estómago del incauto soldado y se libró de su agarre. Después giró sobre sus talones, buscando una brecha en la muralla de soldados que la rodeaba. No la había.
—¡Puta! —resolló el guerrero sin apenas aire—. ¡Atrapadla, puñeta!
El cielo pareció oscurecerse sobre la cabeza de la joven cuando los hombres que la rodeaban se arrojaron sobre ella. Se quitó la capa de un zarpazo y la lanzó sobre la cara de uno de ellos, cegándole momentáneamente, instante que ella aprovechó para saltar sobre él y escapar de los soldados que la acechaban, pero tras estos había más, muchos más.
—¡Deteneos, maldita sea! —oyeron la voz del rey—. ¡Si alguien osa tocarle siquiera un cabello, morirá bajo mi espada!
Los soldados se detuvieron, confusos por las incoherentes órdenes del monarca.
Aisling retrocedió, elevando de nuevo la mirada.
Sobre la muralla, Gard y su padre corrían por el camino de ronda en dirección a las escaleras que les permitirían acceder al patio. Kier caminaba tras ellos, despacio, sin prisa alguna, apoyando las manos en las pétreas almenas que delimitaban el muro exterior del adarve.
En el exterior del castillo, los lobos comenzaron a aullar.
—Hermosa dama del bosque —dijo un joven pelirrojo, vestido con la librea del reino del Verdugo, que caminaba presuroso hacia ella.
Aisling entornó los ojos, reconociendo en su rostro el de aquel soldado que intentó convencerla para entregar a Kier de nuevo a sus torturadores.
—Hermosa dama del bosque —reiteró el joven, deteniéndose a pocos metros de ella cuando Aisling hizo amago de escapar—. No tengáis en cuenta a estos zafios soldados, han malinterpretado las órdenes de nuestro rey. No pretende haceros ningún daño, ya lo habéis oído; solo quiere… deleitarse con vuestra belleza —continuó tras una pausa—. Vuestro lugar está aquí, junto a vuestro padre —susurró Coch, intentando hacerla desistir en su intento de fuga. Vio como ella desviaba la mirada una y otra vez hacia arriba, hacia el lugar donde se encontraba el prisionero al que el rey había cubierto de lujos—. Él pertenece al castillo, igual que vos —dijo con voz suave—. No debéis encerrarle en el inhóspito bosque, ni apartarle de los lujos y comodidades con que vuestro padre le ha colmado y de los que ahora disfruta —declaró señalando al hombre sobre el adarve—. Vuestro lugar está aquí, rodeada del esplendor que merecéis.
Aisling observó por el rabillo del ojo que los soldados se movían a su alrededor, tomando posiciones, mientras que su padre y Gard descendían veloces las escaleras. Buscó a su amado con la mirada; estaba apoyado en una almena, indiferente a si la apresaban o lograba escapar.
Algo se rompió en su interior.
El alarido de rabia y pesar que mantenía encarcelado en su garganta escapó, reverberando contra los muros de piedra que enclaustraban el patio de armas.
Iolar detuvo sus pasos al escuchar el lamento de su hija. Tras él, Gard soltó un juramento.
Sobre las murallas, jadeante, con la herida del costado abierta por el esfuerzo de la carrera y la camisa empapada en sangre bajo el ornamentado jubón, Kier observó sobrecogido cómo su amada corría en dirección opuesta al lugar en el que se encontraban el rey y su capitán. La vio arrojarse sobre los confundidos soldados y atacarles con pies, manos y dientes, sin que ellos se atrevieran a reaccionar, debido a las órdenes de no atacarla que el monarca seguía gritando.
Dejando atrás a los soldados, Aisling llegó hasta uno de los imponentes muros que rodeaban el patio de armas y, sin pararse a pensarlo, se lanzó contra él y comenzó a escalarlo. Sus pies desnudos, acostumbrados, al igual que sus manos, a aferrarse a los troncos de los árboles, y los músculos ágiles y vigorosos que conformaban su cuerpo le facilitaron la tarea. Antes de que los hombres que colmaban el patio pudieran reaccionar, había alcanzado el camino de ronda.
—¡No te quedes ahí parado! —escuchó Iolar la voz del capitán de su guardia, solapada entre la algarabía producida por los gritos de los soldados que resonaban en el patio.
Se dio la vuelta y le vio ascender presuroso las mismas escaleras que hacía un instante habían descendido. Se apresuró a seguirlo.
Kier observó, presa de un desconcertante mareo, como su amada recorría asustada el adarve, buscando la manera de llegar al exterior del castillo. Apoyado sobre una almena, intentó erguirse y llamarla, hacerle saber que nada de lo acontecido había ocurrido por su voluntad, que estaba atrapado allí, al igual que ella. Quería avisarla de los errados planes que Iolar tenía, instarla a que huyera al bosque y jamás lo abandonara… pero ninguna palabra escapó de sus entumecidos labios. El aire que respiraba no era suficiente para hacer valer su agotado cuerpo.
Aisling vislumbró a Kier sobre el adarve, apoyado cómodamente sobre la dentada muralla, contemplando impávido su lucha por escapar, mientras que Gard y su traicionero padre corrían hacia ella, dispuestos a encarcelarla en esa jaula de piedra. Miró hacia abajo. A ras de suelo, junto a las murallas, Blaidd y Dorcha aullaban con violento vigor, llamándola.
Iolar se detuvo aterrorizado tras el capitán de la guardia al contemplar como su hija los miraba desafiante y luego saltaba tras la muralla. Se asomó cuanto pudo tras las almenas y la vio descender presurosa, asida a los salientes del muro como una ardilla se aferra al tronco de un árbol, hasta que, a pocos metros del suelo, se dejó caer junto a sus lobos, para emprender rápida huida por la cañada Real en dirección al bosque prohibido.
—¡Subid el rastrillo! ¡Id tras ella! —rugió Iolar a los hombres que lo miraban estupefactos en el patio de armas—. ¡Prendedla!
—¿Qué harás ahora, Iolar? ¿Ordenar que arrojen una red y la capturen como si fuera un animal salvaje? —le increpó Gard para luego volverse hacia los soldados que en ese momento se agolpaban junto al rastrillo—. ¡Deteneos! —ordenó alzando su potente voz—. Dejadla ir.
Los soldados detuvieron su avance y observaron a su rey, buscando la confirmación a la contradictoria orden del capitán.
Iolar asintió con la cabeza, aceptando su error.
—Aisling me odia —murmuró Kier acercándose tambaleante a ellos, haciéndoles desviar la vista del punto lejano en que se había convertido la dríade—. Habéis conseguido que piense que la he olvidado por esto —dijo con desprecio a la vez que asía con manos temblorosas sus caros ropajes—. No volveré a verla. —Se asomó, apenas sin fuerzas, sobre el adarve y miró al horizonte, grabando en su retina la imagen de la dueña de su corazón corriendo junto a los lobos, escapando de él—. Os felicito, majestad. Esta es la muerte más dolorosa que me podríais dar. Considerad cumplida vuestra venganza.
Iolar gruñó, irritado por el dramatismo teatral que impregnaba las palabras del puto. Tenía otras cosas más importantes de las que ocuparse que los sollozos de un amante despechado.
El capitán de la guardia se acercó al hombre, alarmado por el tono agotado de su voz. Se fijó en las manos trémulas con las que se apoyaba en la almena, en sus piernas temblorosas y en la errática cadencia de su respiración. Alzó un brazo con la intención de agarrarle y alejarle del parapeto y, en ese instante, fallaron las fuerzas del joven.
Kier, incapaz de enfocar la vista, sintió que el suelo oscilaba bajo sus pies y que la almena sobre la que se había apoyado perdía consistencia. No le importó. Cerró los ojos y se dejó vencer por la amargura y el desaliento. Cayó al vacío.
El capitán consiguió atraparle y, agarrándole con fuerza, lo alzó hasta el adarve.
—¡Llamad a Meddyg! —ordenó a quienes contemplaban la escena desde el patio de armas.
Y después, sin perder un instante, se arrodilló junto al joven y le desgarró la ropa, intuyendo que bajo ella hallaría la respuesta a su extraña debilidad.
Lo que encontró, le dejó aturdido.
—Es imposible que haya sangrado tanto —musitó Iolar a su espalda—. La herida estaba casi cerrada.
—¿Estáis satisfecho, mi rey? —susurró Gard levantándose. Y con la mirada fija en los ojos de su amigo, se enfrentó furioso a él—. Vuestro espléndido plan ha dado sus frutos —ironizó con la rabia impregnando cada una de sus palabras—. Vuestra hija ha huido de vos, aterrorizada y humillada —dijo en voz tan baja que Iolar apenas podía escucharle—. Su amante, el hombre que os rescató de una muerte segura, yace en el suelo, desangrándose. ¿Estáis complacido, sire? ¿Es esto lo que deseabais, lo que buscabais con tanto empeño?
—Gard…
—¿Qué será lo siguiente, majestad? —El capitán le ignoró, presa de la rabia—. Si sobrevive, ¿lo colgaréis en lo alto de la torre para que Aisling lo vea e intente rescatarlo? ¿Mandaréis vuestras mesnadas al bosque para secuestrar a Fiàin?
—¡Basta, Gard! —gritó Iolar.
—No. Deteneos los dos —exigió la voz de Luch junto a ellos—. Todos los habitantes del castillo están presentes en el patio, observándoos. Doy gracias a la misericordia del Señor porque no puedan oír vuestras voces.