ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE QUE SE ATREVIÓ A DESPRECIAR EL FAVOR DE UN REY.
Antes del mediodía, 25 de tinne (julio)
Kier se llevó con disimulo la mano hasta la nuca y se rascó el lugar donde el jubón le rozaba el cuello, luego tiró de la prenda hasta que la separó de sus hombros. Suspiró agradecido, pero en cuanto soltó la tela, esta volvió a posarse sobre su piel, molestándole con su peso. Bufó irritado sin dejar de frotarse los muslos; la lana de las calzas le hacía sentir como si cientos de hormigas corrieran por sus piernas. Se apoyó en una de las almenas que circundaban el adarve y encogió los dedos de los pies dentro de las flexibles botas que el rey le había regalado. Sentía la presión del cuero en los talones y los tobillos. El caro calzado inmovilizaba sus músculos y tendones, sujetándolos con fuerza. Le impedía sentir el roce de la fría y dura roca en la planta de los pies y la caricia del viento y el calor del sol en el empeine.
Un carraspeo delante de él le hizo levantar la cabeza; el rey y su capitán se habían detenido y le miraban con fijeza mientras esperaban a que se decidiera a continuar el obligado paseo por el adarve.
Kier se irguió de nuevo y caminó tras ellos, no sin antes colocar con disimulo la pesada cadena de oro que colgaba de su cuello por encima de la tela de la túnica.
El rey le había colmado de presentes en recompensa por su valor durante el ataque, y Kier se veía obligado a llevarlos sobre su persona para no desairar al irritable monarca, pero la verdad era que estaba harto. Los sellos de oro en los dedos y las cadenas en el cuello le pesaban como si fueran piedras. Las anchas mangas de la camisola de seda se enredaban en cada cosa que tocaba; el jubón, forrado de lana y cubierto de satén, largo hasta casi tocar sus rodillas, era un verdadero incordio, y las calzas, demasiado ajustadas, le rozaban molestas la ingle y los testículos mientras las cintas con las que se ataban a su cintura y pantorrillas se clavaban en su carne. Y eso por no hablar del olor.
El castillo no olía como recordaba. El tufo a sudor de los soldados que se ejercitaban en el patio de armas se combinaba con el hedor a madera quemada y carne asada que ascendía por las chimeneas del castillo, asqueándole. Las esencias con las que las sirvientas habían impregnado su ropa le mareaban al mezclarse con el pestilente olor que llegaba de la ciudad cuando el viento soplaba. Ni siquiera la comida sabía como recordaba, los asados nadaban en grasa y especias, la fruta era insípida, la costra que cubría la leche le repugnaba, el agua de tono parduzco apenas si guardaba un grotesco parecido con la límpida claridad de aquella que bebía en el bosque, junto a Aisling.
Se detuvo de nuevo, sin apenas fuerzas para caminar; el costado le ardía y cada músculo de su cuerpo temblaba extenuado por la falta de aire. Posó la mano sobre la piedra que conformaba la almena y sus dedos sintieron el pinchazo de la fría roca. Añoraba la suavidad del tacto de las hojas de roble. Intentó enfocar la mirada hacia el exterior, pero a sus ojos solo acudió el contorno borroso de la pétrea desolación que le rodeaba. Bajó los párpados y respiró despacio, con cuidado, intentando llevar a sus pulmones el aire pútrido y asfixiante que le rodeaba. Jadeó, deseando inhalar la fresca fragancia de los robles.
Esperó interminables segundos hasta que el control de su cuerpo regresó a él, y luego se giró, apoyado todavía en la fría almena, y dirigió su mirada al horizonte, al lugar en que la línea difuminada de las copas de los árboles marcaba el inicio del bosque prohibido. Quería volver a sentir la caricia del sol sobre su piel desnuda, el áspero roce de la tierra bajo las plantas de los pies, el tacto de los árboles en la yema de los dedos. Anhelaba respirar el fresco aroma de los eucaliptos, la intensa fragancia de los serbales, el familiar perfume de los robles. Se sentía un extraño en la ciudad, aborrecía cada momento que pasaba en el castillo.
Necesitaba retornar a su hogar. Sentirse de nuevo en paz, rodeado por su arbórea familia.
Deseaba estar con Aisling, ver su ceño fruncido y escuchar sus quejas cuando ella comprobara que habían vuelto a herirle. Anhelaba sentir el roce de sus dedos sobre el cuerpo, el suave tacto de su cabello acariciándole mientras la abrazaba sobre su lecho de ramas. Añoraba su cálida sonrisa, el sonido de su voz cuando cantaba a los robles, el fuego de su mirada recorriéndole mientras él devoraba cada centímetro de su deliciosa y tersa piel.
Quería regresar junto a ella; la extrañaba tanto que la impaciencia por estar de nuevo a su lado le consumía, le dolía, le atormentaba.
Pero el rey no se lo permitía. Le mantenía preso en una cárcel de oro de la que no podía escapar por mucho que lo intentara. Los guardias que se apostaban en la puerta de su dormitorio y vigilaban cada uno de sus pasos cuando lo abandonaba eran buena prueba de ello.
* * *
—Es demasiado pronto para obligarle a recorrer el adarve —comentó Gard observando al joven que se había detenido, por enésima vez, varios metros detrás de ellos—. Sus heridas son recientes y apenas tiene fuerzas para soportar las acometidas del viento.
—Memeces, hace días que no tiene fiebre —replicó el rey—. El aire fresco le vendrá bien para recuperarse.
—No es su mejoría lo que buscas, Iolar —rebatió el capitán.
—Prometí a Aisling que le cuidaría, y eso estoy haciendo.
—¿Obligarle a pasear durante horas, al borde de la extenuación, bajo el fuerte viento que azota las murallas, es cuidarle? —inquirió irónico Gard—. Permítele descansar —susurró al ver la lividez en la cara del joven y escuchar su respiración jadeante—. De nada te sirve agotado.
Iolar se giró sobre sus talones y observó al fatigado amante de su hija. Sus heridas no se curaban tan rápido como debieran. Parecía perdido, derrotado, exhausto, lo que era perfecto para sus planes.
—Ya tendrá tiempo de descansar esta noche, ahora debemos continuar —declaró con una sonrisa en los labios a la vez que se dirigía hacia el joven.
—Iolar… —Gard lo detuvo tomándole del brazo—. Detén esta locura.
—¿Locura? Es nuestra única oportunidad —siseó el rey enfrentándose a su leal capitán—. Han pasado diez días desde el ataque, el plazo que le di a Aisling para que regresara su amante se ha cumplido. Estará impaciente y asustada al ver que él no vuelve al bosque. Solo necesita un último empujón para decidirse y venir a Sacrificio. No podemos detenernos ahora.
—Maldita sea, Iolar, la obsesión por recuperarla te ha cegado —juró Gard fijando la mirada en su amigo—. ¡Mírale! No es precisamente la estampa de un hombre herido lo que tienes ante tus ojos, es la imagen de un moribundo.
—¡Su herida acabará por curarse, solo es cuestión de tiempo! —rugió el rey evitando mirar a Kier.
—¡No es la herida lo que me preocupa! ¿Es que no lo ves? Camina dando tumbos, mira a su alrededor aturdido, le cuesta respirar… ¿No te recuerda a Fiàin en sus últimos días con nosotros?
—¿Estás inquieto por lo que pueda pasarle? —Iolar arqueó una ceja en gesto burlón—. Te recuerdo que estabas más que dispuesto a matarle cuando te enteraste de que era el amante de mi hija.
—No es la vida del hombre lo que me preocupa, sino la reacción de Aisling si le pierde —afirmó el capitán irguiendo la espalda—. Muestra los mismos síntomas que Fiàin, morirá si le retienes aquí.
—No seas necio, Gard; es un hombre, no una dríade. —Tú eres el necio, el bosque ha entrado en él y no quieres verlo.
—Aunque así fuera. Fiàin tardó años en apagarse, el puto aguantará unas semanas más antes de comenzar a agonizar, hasta entonces debe continuar mostrándose.
—¿Mostrarme? ¿Ante quién? —preguntó Kier llegando hasta los dos hombres. Les había visto discutir y la curiosidad había conseguido vencer su abatimiento.
Ante la inoportuna llegada del hombre, Iolar desvió los ojos hacia los escasos árboles que poblaban la loma sobre la que estaba situado el castillo.
Kier siguió su mirada, palideciendo al comprender el significado de esta.
—¿Qué pretendéis? —La angustia era palpable en su voz—. ¿Aisling? Ella no vendrá a la ciudad, ni siquiera se acercará —jadeó aterrorizado, intuyendo cuál era el plan de sus captores.
—¿De veras lo crees? —Iolar se acercó a Kier y le pasó un brazo sobre el hombro, obligándole a girarse hacia el exterior—. Yo opino lo contrario, Aisling se mostró muy protectora contigo durante el ataque. ¿Quién sabe qué hará cuando descubra que continúas malherido, que tu vida pende de un hilo?
—Jamás lo averiguará —siseó Kier con inusitada ferocidad—. Aunque me paseéis por las murallas como a un perro durante cada hora del día, ella no lo sabrá nunca. Fiàin le impedirá venir a la ciudad.
—Sus amigos los árboles se lo harán saber —aseveró Iolar impasible sin dejar de mirar los escasos árboles que jalonaban la Cañada Real desde su comienzo, en el castillo del Verdugo.
—No… —jadeó Kier liberándose del fuerte brazo del rey—, su magia no funciona así. Esos árboles no hablan, no sienten, no pertenecen a nuestra familia —intentó explicarles, sin ser consciente de que sus palabras revelaban hasta qué punto habían entrado los mágicos robles en él.
—Puede ser. —Iolar observó con atención al hombre que resollaba aturdido frente a él.
Quizá Gard tuviera razón y estuviera poseído por la magia del bosque prohibido. Tendría que investigar ese asunto, podría serles de ayuda en un futuro no muy lejano.
—Pero no está de más intentarlo. Al fin y al cabo, no tienes nada mejor que hacer aquí —declaró pasándole de nuevo el brazo sobre los hombros con fingida cordialidad e instándole a continuar su recorrido por el adarve.
Gard cerró los ojos y negó con la cabeza. Su amigo estaba equivocado, y mucho se temía que no lo descubriría hasta que fuera demasiado tarde.
* * *
Aisling desvió la mirada del carro que la precedía, entristecida. Estaba cargado de árboles asesinados. Elevó una mano y acarició con las yemas de los dedos la corteza seca e inerte de uno de ellos. La vida que antaño habitara en su interior se había extinguido, su susurro había sido apagado por los humanos. En vez de conformarse con recoger las ramas caídas que los árboles les proporcionaban, los hombres segaban la vida de pinos, hayas, fresnos y robles, devastando la montaña al desnudar el bosque.
La joven dríade apretó los puños, furiosa, a la vez que dejaba caer hacia delante la cabeza, para que la capa de lana bajo la que se ocultaba la tapara completamente. Inspiró profundamente y continuó caminando. El castillo estaba a unos pocos pasos; podía olfatear el corrompido aroma que emanaba de él, la mezcla de esencias humanas, el hedor del estercolero ubicado en un lateral de las murallas y el olor picante del humo de las chimeneas que manchaba el cielo. Se encogió aterrada cuando al traspasar la primera muralla observó las puntas afiladas del rastrillo que guardaba la entrada, pero se obligó a seguir caminando; Kier estaba allí, en el interior de esa horrenda mole de piedra. Herido, quizá agonizante. La necesitaba, no podía dejarse vencer por antiguos miedos y recelos injustificados.
Su padre no la retendría allí contra su voluntad, se repetía una y otra vez para sus adentros, y si lo intentaba, Gard se lo impediría; el rubio amante de su madre era más cabal que su progenitor. Él la apoyaría. Pero aun así, entraría en la fortificación manteniéndose oculta hasta averiguar dónde estaba el dueño de su mirada, y cuando lo descubriera, lo sacaría de allí y lo llevaría al bosque, al lugar al que ambos pertenecían.
El carro al que seguía penetró por la estrecha abertura de la segunda muralla. Lo siguió hasta que sin previo aviso este giró a la izquierda, dirigiéndose parsimonioso hacia lo que Aisling creía recordar que era la entrada a las cocinas. Lo acompañó con la mirada durante unos segundos y, cuando volvió a centrar la vista, se quedó sin respiración. Ante sus ojos el inmenso castillo había tomado vida.
A su alrededor hombres y mujeres cargados con hatos, toneles y cántaros caminaban presurosos hacia una u otra entrada, esquivándola algunos, empujándola otros. Un poco más allá, los soldados se ejercitaban con sus armas, llenando el ambiente con ruidos metálicos de batallas fingidas. Frente a las caballerizas, enormes y barrigudos hombres golpeaban yunques y, junto al aljibe, reducidos grupos de pomposos nobles conversaban ajenos a lo que les rodeaba.
El castillo estaba invadido por oleadas de frenética actividad y ella estaba en el mismísimo centro del infierno.
Se arrebujó más aún bajo la capa y elevó la vista hacia las altas paredes de piedra salpicadas por pequeños ventanucos. Su mirada se detuvo en la Torre del Homenaje, en la tercera planta, allí donde había vivido junto a su madre, su padre y su amante. Parpadeó con fuerza para eliminar los recuerdos que comenzaban a asediarla y observó con atención lo que le rodeaba. Kier estaba en algún lado, herido, y su padre le estaría cuidando, tal y como había prometido, pero… ¿Y si Fiàin tenía razón? Iolar podría estar reteniéndolo contra su voluntad, esperando a que ella acudiera al castillo para atraparla.
No, su padre había prometido que jamás volvería a encerrarla allí; tenía que creerle. Necesitaba creerle. Pero ¿por qué Kier no había regresado? ¿Estaría gravemente herido, quizá muerto? Fiàin le había impedido acercarse a él en el bosque, ni siquiera había podido ver sus lesiones, no sabía cómo eran de importantes. Ni si podrían curarse.
Se llevó el dorso de la mano a los labios y lo mordió con fuerza para acallar un sollozo. No, él estaría bien; Iolar lo había jurado. Entonces, ¿cuál era el motivo de su tardanza? ¿Se había olvidado de ella?
Recorrió con la mirada el patio de armas, las murallas, la gente que la rodeaba. Kier pertenecía a ese mundo. Añoraba sus comidas, sus ropas, sus olores. Iolar le habría tentado, estaba segura. Le habría recompensado por su arrojo otorgándole regalos dignos de un rey, tesoros que ella no podía darle y que él anhelaba. Las riquezas que su padre poseía no podían compararse con la belleza del bosque, con la singular perfección del cristalino río ni el esplendoroso hechizo de los árboles que allí habitaban. Pero ¿lo sabría Kier? ¿O se habría dejado deslumbrar de nuevo por el poderoso influjo de la ciudad de piedra?
Negó con la cabeza, mortificada por sus pensamientos. Tenía que encontrarle, hablar con él. Pero ¿por dónde debía comenzar a buscar? ¿En qué lugar estaría confinado?
Su mirada volvió a posarse en la Torre del Homenaje, en la ventana que daba a las estancias reales. Iolar querría tenerle cerca, estaba segura; conocía a su padre. No se fiaría de nadie, a excepción de Gard. Custodiaría a Kier en el lugar más seguro del castillo, junto a él.
Entornó los ojos, intentando ver más allá de los tupidos tapices a medio descorrer que tapaban las ventanas y, al no conseguirlo, dio un paso atrás buscando un ángulo que le permitiera observar mejor.
—Presta más atención, puta. Has estado a punto de pisarme —bramó una voz tras ella a la vez que unas rudas manos la empujaban con fuerza, lo que le hizo perder el equilibrio y casi caer.
Aisling se giró, con una disculpa en los labios, consciente de que debía evitar llamar la atención, pero las palabras murieron antes de salir de su boca.
El hombre que estaba frente a ella tenía tres pálidas y alargadas cicatrices en una mejilla. Unas cicatrices provocadas por las uñas de su madre. Una rabia ciega, mezcla de terror e ira, la poseyó. Apretó las mandíbulas hasta que sus dientes rechinaron y cerró las manos en sendos puños, dispuesta a lanzarse sobre el infame y vengarse en nombre de su madre, pero las palabras que esta había pronunciado resonaron en su cabeza, apaciguándola, alertándola.
—¡Vaya! Tal parece que la puta tiene redaños —se burló el hombre al ver la reacción de la joven. Pero no era burla lo que reflejaba su mirada, sino excitación—. ¿Crees que puedes revolverte contra mí y salir ilesa? —preguntó aferrándola por los brazos—. Atrévete —susurró con lasciva sonrisa.
Aisling intentó zafarse de su agarre, él respondió apretando más todavía sus fuertes dedos sobre la suave piel de la joven. Se produjo entre ellos una indisimulada lucha, la dríade intentó escapar, y él, a su vez, la zarandeó con fuerza para luego pegar su cuerpo al de ella, haciéndole sentir la fulminante erección que su respuesta le provocaba. Aisling se echó hacia atrás, intentando separarse de él para golpearle. El hombre intuyó su ataque y, soltando uno de los brazos de la muchacha, llevó la mano libre hasta la capucha de la capa, decidido a retirársela del rostro para atraparla por el cabello e inmovilizarla.
Pero fue él quien quedó paralizado durante unos segundos.
—¡Tú! Eres la viva imagen de tu madre —susurró asombrado, oprimiendo con fuerza el brazo que todavía apresaba y llevando la mano libre hasta el cuello de la dríade.
Aisling dio un tirón, intentando escabullirse de su captor, pero solo consiguió que él envolviera con más fuerza su fino cuello y comenzara a apretar, dejándola sin respiración.
—Esta vez no escaparás, mi salvaje dríade —jadeó el hombre aprisionándola contra su cuerpo en una obscena parodia de abrazo. Ella se revolvió, aterrada—. No luches contra mí, pequeña. No puedes huir. Ya ordené una vez quemar tu estúpido bosque, no dudaré en hacerlo de nuevo si es necesario. Compórtate bien, fierecilla, y todo será mucho más fácil —le advirtió antes de chuparle la cara en un lengüetazo repulsivo que le hizo sentir arcadas.