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ÉRASE UNA VEZ UN REY QUE NO QUERÍA ESCUCHAR, UNA JOVEN DISPUESTA A BUSCAR, UNA MUJER QUE HABLA CON LA VERDAD.

Anochecer, 20 de tinne (julio)

—Otras fueron desgraciadas al mostrar el secreto de los robles a sus amantes —finalizó Morag.

—Hermosa leyenda, bruja, pero no veo qué tiene que ver con la respuesta que anhelo —gruñó Iolar antes de tomar una jarra de vino de la mesa y bebérsela de un solo trago. Notaba la boca extrañamente seca, su lengua se tornaba estropajosa entre sus dientes apretados. Un músculo palpitó en su mejilla. El rey estaba furioso.

—¿No lo veis o no queréis verlo, majestad? —Iolar alzó la mirada, furioso por la respuesta de la bruja—. Fiàin es una dríade, amó a un hombre, o a dos —apostilló mordaz observando el ceño fruncido de Gard—, y cuando se quedó embarazada, fue obligada a convertirse en lo que no era. Intentasteis domarla, convertirla en la esposa dócil que nunca sería. La encerrasteis entre muros de piedra, alejándola de sus hermanos los robles. Casi la matasteis. Y, ahora, acudís a mí para que os dé respuestas. ¿Respuestas a qué, majestad? ¿Qué es lo que queréis saber? Hablad claro y os responderé con claridad.

Iolar se levantó airado del banco corrido, empujó la mesa con ambas manos, alejándola de la bruja, eliminando la escasa protección que esta le proporcionaba, y, colocándose frente a la anciana, se encaró a ella con los puños cerrados apretados contra los muslos.

Gard hizo intención de levantarse y apoyar a su airado rey, pero la inflexible mano de Luch se posó sobre su hombro, instándole a mantenerse quieto. Ambos conocían el temperamento de Iolar, y también la obstinación de Morag. La bruja no daría su brazo a torcer. Si el rey no atemperaba su ira y aceptaba su mordaz reprimenda, ella abandonaría la estancia sin pronunciar ninguna palabra más. Y ellos necesitaban su sabiduría, sus incisivos consejos y sus respuestas veraces, aunque les doliera escucharla. Morag jamás mentiría ni adornaría la verdad, ni siquiera por compasión hacia dos hombres enamorados que lo habían perdido todo.

—Fiàin está viva —dijo en ese momento Iolar, la cólera bullía feroz en su rostro, pero parecía dispuesto a contenerla.

—Lo sé. —Morag extendió su explicación ante la mirada interrogante de los hombres allí reunidos—. El bosque me lo dijo. Sí, el bosque nos habla; solo tenemos que saber escuchar —apuntó sonriendo—. Fiàin ha intentado olvidar su amor por vosotros ocultándose en las entrañas de su roble. Su memoria ha permanecido adormecida durante estos años, mas la inesperada presencia del amante de vuestra hija y los juegos a que ambos se dedican ha despertado su pasión, obligándola a recordar lo que tanto ansiaba olvidar.

—¿Cómo podemos recuperarla? —preguntó Gard, la mandíbula tensa, las manos apretadas en puños sobre la mesa.

—Respetando y aceptando sus deseos —respondió críptica Morag.

—Si persuado a Aisling de regresar a la ciudad y vivir en el castillo, junto a su amante… ¿morirá? —Los labios del rey temblaron al formular la pregunta, en sus ojos se leía la desesperación al intuir que conocía de antemano la respuesta de la anciana.

—Jamás la persuadirás. Y si convences a su amante para que abandone el bosque, ella se ocultará en su roble, tal y como hicieron Fiàin y cientos de dríades enamoradas y abandonadas antes que ella. Cada una de ellas es un roble. Cada uno de esos robles narra en su corteza una historia de tristeza y desolación por el amor perdido. ¿Queréis ese final para vuestra hija, majestad?

—Aisling no es una dríade. Es mi hija —musitó Iolar cerrando los ojos al escuchar su propia mentira salir de sus labios.

—Las dríades son hijas del bosque. —Morag recitó la verdad que hacía tantos años le había contado en esa misma sala. La verdad por la que fue expulsada del castillo por orden del atormentado rey—. Cada una de ellas pertenece a un roble, y no pueden alejarse de él o perecerán lentamente. Cuando la tristeza las abate, penetran en su árbol y forman parte de él. Su sangre se convierte en savia, sus cabellos en hojas, sus pies en raíces. Si su roble es golpeado, sienten su dolor. Si su roble arde, la dríade se quema. Si el roble muere, ella muere.

* * *

Atardecer, 24 de tinne (julio)

Aisling estaba acurrucada sobre una maraña de ramas en la copa de su delgado roble. Mantenía la cabeza recostada sobre el fino tronco de su arbóreo hermano, mientras sus cariñosas hojas le acariciaban las mejillas. Blaidd y Dorcha merodeaban nerviosos por el claro, atentos, al igual que su amiga, al rumor de los árboles.

El plazo dado por el padre de la dríade había cumplido dos días atrás, y el amante humano de Aisling no había regresado al bosque.

Los serbales y eucaliptos se mantenían silentes, ningún murmullo recorría la fronda, ninguna hoja susurrante advertía de la presencia del humano en la linde del bosque. Cada roble del mágico claro se mantenía alerta, esperando en vehemente silencio el desenlace de aquella desventurada historia.

Los robles se mostraban compasivos ante la tristeza de Aisling, pero solo Milis y Grá se atrevían a susurrar melodías de esperanza al oído de la joven, y, mientras lo hacían, los árboles en los que habitaban Darach y Fiàin entrechocaban furiosos sus ramas, mostrando su indignación hacia el humano que había traicionado a su hermana dríade.

La mágica muchacha se limpió con el dorso de la mano una lágrima que resbalaba por su mejilla y, acto seguido, se puso en pie, trepó hasta la más alta de las ramas de su roble y desde allí saltó a Máthair Mór.

Gran Madre elevó la rama sobre la que Aisling había caído, hasta que la joven ascendió más allá del techo del bosque.

Montada a horcajadas sobre el enorme tronco de su antepasada, la dríade oteó el horizonte, y la desesperanza hizo presa en ella. Ninguna nube polvorienta manchaba la cañada Real. Nadie se acercaba al bosque, excepto los soldados que su padre había dejado allí.

Se derrumbó sobre la áspera corteza de su antepasada, sin importarle rasparse las mejillas y lloró amargamente mientras de la gruesa rama emergían verdes brotes que la envolvieron y arroparon.

—Se ha olvidado de ti —susurraron las hojas de Darach.

—¡No! —negaron Milis y Grá—. Quizá sus heridas sean más importantes de lo que pensaba tu padre, Aisling. Kier no te olvidará, nos lo juró. Él es tu destino.

La joven dríade se abrazó con más fuerza a Máthair Mór al escuchar los susurros de los árboles. No quería que él la olvidara, pero lo prefería a que estuviera a las puertas de la muerte.

Incapaz de mantenerse al margen siquiera un momento más, bajó del enorme roble y se encaminó a su arbórea cueva. Cuando instantes después salió de allí, vestía una enorme camisa de algodón y unos oscuros calzones del mismo tejido que ocultaban su cuerpo. Había recogido sus cabellos con un pedazo de tela que había arrancado de un vestido y portaba, arrugada entre las manos, una capa de lana que su padre le había regalado hacía años y que ella usaba de manta.

—¿Adónde te diriges? —preguntó Fiàin en la mente de Aisling, a la vez que emergía del tronco de su roble.

Desde que había acudido en su ayuda durante el asalto, Fiàin había comenzado a ausentarse de su roble. Al principio durante apenas unos momentos, los suficientes para acariciar a su hija con manos humanas, pero con el transcurrir de los ocasos, los momentos en que se tornaba mujer se hacían más largos en el tiempo. Se acurrucaba hasta el anochecer junto a Aisling, abrazándola en silencio, compartiendo la tristeza y la rabia, el desamparo y la esperanza.

—Voy a buscarle, madre —contestó la joven dríade alzando la barbilla, mostrando lo irrevocable de su decisión.

—¿Y qué harás si lo encuentras? —susurró Fiàin en la mente de su hija, sorprendiéndola—. ¿Qué harás si él no quiere regresar? ¿Rogarás? ¿Le suplicarás que vuelva? Y si no le convences, ¿permanecerás a su lado en la ciudad de piedra, marchitándote hasta morir?

—Madre…

—Espera aquí, Aisling, en la seguridad de tu bosque, arropada y protegida por tu familia. Nada bueno puede ocurrirte en la ciudad. Los hombres son malvados, te harán daño; sufrirás. Si él te quiere, volverá. Y si no lo hace, no merecerá la pena que lo arriesgues todo por él. Estará muerto o te habrá olvidado. No sé cuál de las dos opciones es mejor.

—Kier no muerto, padre prometió…

—¡Tu padre ha roto todas las promesas que alguna vez hizo!

No debes confiar en él. Prometieron amarme, y su amor por poco me mata. Prometieron protegerme y me abandonaron en el castillo de piedra, a merced de quien quisiera herirme.

—Padre ha cambiado, es más sabio. Él entiende qué somos, qué necesitamos. Juró curar a Kier. No fallará —afirmó Aisling con una seguridad que no sentía—. Iré a ciudad, madre. No podrás retenerme aquí, soy tan fuerte como tú, mi canto es tan poderoso como el tuyo, los robles me obedecerán aunque tú ordenes lo contrario. —La retó con la mirada.

Fiàin miró a su hija, y deseó por primera vez en su vida poder gritar con palabras, y no con pensamientos, la frustración que hacía mella en su interior. Su pequeña estaba a punto de abandonarla para adentrarse en la peligrosa ciudad en busca de un hombre que seguramente la habría olvidado.

Suspiró afligida, nada podía hacer por evitarlo, ella misma había caído antaño bajo el influjo del amor por culpa de dos humanos que la traicionaron. Ella misma había esperado, estación tras estación, a que sus hombres comprendieran que les pertenecía y que jamás les abandonaría aunque regresara una y otra vez al bosque. Sin embargo, ellos se habían mantenido ignorantes, la habían torturado alejándola de sus hermanos robles. Aun así, ella había seguido esperando que comprendieran sus necesidades, hasta que la espera estuvo a punto de costarle la vida. Y luego, cuando por fin le habían permitido regresar al bosque, habían cometido la mayor de las traiciones. Habían intentado separarla del fruto de su vientre.

No.

Iolar y Gard no ayudarían a su hija.

Kier no recordaría su promesa de amor eterno.

Pero Aisling tenía que descubrirlo por sí misma. Y necesitaría toda la ayuda que ella pudiera ofrecerle para escapar ilesa de la ciudad de piedra.

Sorprendió a su hija al bajar la cabeza y asentir, claudicando ante sus deseos. Luego se acercó hasta su pequeña y, abrazándola con fuerza, entonó una triste melodía trenzada con recuerdos. Aisling cerró los ojos para poder atesorar en toda su intensidad las remembranzas que esta le otorgaba.

Observó a través de los pensamientos de su madre la enorme ciudad amurallada que apenas recordaba, el patio arenoso en el que los soldados practicaban con sus armas, los salones de altísimos techos, la fría y oscura estancia en la que dormían por la noche y el pequeño jardín rodeado de murallas en el que ella y Fiàin habían buscado aliento y refugio. Su nariz se llenó con el hedor del humo de las chimeneas, el agrio olor del sudor añejo que emanaba de los humanos y la intensa pestilencia de los afeites de aquellos que poblaban los salones del castillo. Sintió en el paladar el sabor amargo de la comida quemada y especiada, y el insípido gusto de las verduras almacenadas en graneros.

Intentó alejarse del abrazo de su madre, no quería recordar aquello que tanto las había herido durante su vida en la ciudad de piedra. Pero Fiàin la abrazó con más fuerza y le mostró un nuevo recuerdo. Uno que Aisling no había visto nunca.

La evocación mostraba a Fiàin con un sencillo vestido del color del cielo en verano. Aisling no recordaba ese vestido, nunca se lo había visto puesto a su madre.

La dríade bajaba unas estrechas y retorcidas escaleras de caracol, que apenas eran iluminadas por el resplandor de las viejas antorchas colocadas sobre oxidadas almenaras. Se dirigiría al pequeño jardín en el que hallaba consuelo cuando sus hombres no estaban con ella. Una mano emergió de entre las tinieblas que la rodeaban, aferrándola del brazo. Al instante siguiente, un hombre alto y delgado, con el rostro picado de viruela, estaba sobre ella, abrazándola con violencia, chupándole la cara con su lengua áspera mientras musitaba insultantes palabras. Fiàin se defendió como una loba hasta que consiguió zafarse de su agarre y descender veloz por las escaleras. Él la siguió, lanzándose contra ella, haciéndole chocar contra la dura pared para iniciar un nuevo combate; la agarró, lamió y mordió mientras la golpeaba y a la vez era golpeado. Rompió eufórico su vestido mientras ella, con los dedos formando garras, hundía sus uñas en una de las rugosas mejillas del hombre, desgarrándola. Ambos pelearon sin pausa, uno con excitada demencia, la otra con furia aterrada, hasta que el sonido de unos pasos cercanos hizo huir al hombre.

Aisling jadeó asombrada al contemplar la escena. Conocía a ese hombre; le había visto en más de una ocasión acechándolas desde el adarve cuando estaban en su jardín, incluso lo había descubierto, oculto por las sombras, en los pasillos y las escaleras que recorrían la Torre del Homenaje donde ellas vivían. Nunca se había sentido segura en su presencia, quizá porque había notado el temor de su madre cuando él estaba cerca. De hecho, Fiàin nunca caminaba sola por el castillo, ni permitía que su hija lo hiciera.

Desde que era capaz de recordar, ambas se encerraban en su jardín privado cuando Iolar y Gard no estaban junto a ellas.

—Mantente alejada de los habitantes de la ciudad de piedra, no dejes que sepan quién eres o te apresarán y te entregarán a Iolar, y él no te dejará regresar al bosque —le advirtió Fiàin grabando las palabras en su mente a la vez que la tomaba por los hombros—. Cuídate de los hombres y, si ves al que te he mostrado, huye, huye lo más rápido que puedas.

Con las palabras de su madre repitiéndose con angustiosa perseverancia en su mente, Aisling asintió con la cabeza, aferró con fuerza la capa entre sus dedos y caminó en dirección a la linde del bosque.

Nada le haría desistir de su propósito.

Sus lobos, fieles amigos, la acompañaron.