20


ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE PERDIDO EN UN LUGAR DESCONOCIDO E INDESEADO.

Amanecer, 16 de tinne (julio)

Despertó ahogado en dolor.

Un dolor que recorría inclemente cada centímetro de su cabeza y se derramaba ardiente en su espalda, convirtiendo el simple acto de respirar en el mayor de los tormentos.

Intentó gritar, abrir los ojos, rebelarse, pelear por conseguir la libertad, pero todo ello le fue vetado, inmovilizado como estaba por las manos inconmovibles de sus torturadores.

—Ha despertado. Hubiera sido mejor que continuara dormido —se lamentó Meddyg, el galeno del castillo, asintiendo con la cabeza cuando Gard se apresuró a sujetar los brazos del joven con más fuerza. No convenía que se moviera en ese instante—. Aguanta un poco más, muchacho; casi he terminado.

—Aisling… —susurró Kier en su agonía, sabía que algo había pasado, pero la confusión reinaba en su mente, impidiéndole razonar o ser consciente de por qué estaba tan asustado, de por qué necesitaba tanto saber que ella estaba bien, que estaba a salvo en su claro.

—Está bien, se encuentra en el bosque. No corre ningún peligro —afirmó Gard mirando a sus hombres.

Había elegido a aquellos en los que más confiaba y que más fuerza tenían para inmovilizar al herido mientras Meddyg ejecutaba sus artes. Hasta ese momento había sido fácil; el hombre había permanecido inconsciente. Pero por desgracia había despertado en el momento en que Meddyg había comenzado a extraerle la flecha.

La paz invadió la mente de Kier al escuchar al desconocido. Intentó abrir los ojos de nuevo y agradecerle el sosiego que sus palabras le habían trasmitido, pero un rayo de dolor le recorrió la espalda en ese instante. Sintió que los músculos del costado derecho comenzaban a arder mientras alguien intentaba arrancarle los huesos de su sitio. Jadeó incapaz de encontrar las fuerzas necesarias para gritar, para resistirse. Un fuego implacable ardió en su espalda cuando un poderoso tirón le envolvió en un sufrimiento tan atroz que le mandó de nuevo al plácido mundo de la inconsciencia.

—Es mejor así —musitó para sí Meddyg—. La punta de la flecha ha salido por completo, solo falta limpiar de la herida las astillas que puedan haber quedado. Y rezar porque la ponzoña no invada su cuerpo.

* * *

Anochecer, 18 de tinne (julio)

Dolor. ¿No se alejaría nunca ese tremendo dolor?

Frío. Tanto que su cuerpo parecía a punto de romperse en pedazos debido a los violentos temblores que lo recorrían.

Intentó abrir los ojos, pero los párpados no le obedecieron.

Intentó moverse, escapar de ese gélido río en que estaba siendo sumergido, pero sus extremidades no le obedecieron.

—Impedid que salga de la cuba. Tiene demasiada fiebre, debemos bajársela o no respondo de su vida —ordenó Meddyg instando a los criados a sujetar al hombre que luchaba débilmente por salir de la tina de agua helada en que estaba sumergido—. Aguanta un poco más, muchacho; pronto pasará todo —musitó el galeno con afabilidad—. Para bien o para mal, ahora está en manos de Dios. Más no puedo hacer —aseveró el viejo médico mirando a su rey. Este cabeceó, comprendiendo. Nada más podía hacerse, solo esperaba que su hija lo entendiera.

* * *

20 de tinne (julio)

Una fría y húmeda caricia sobre las mejillas le hizo despertar. Intentó abrir los ojos, pero tenía los párpados pegados. La tela empapada que recorría su rostro se posó sobre sus labios y Kier se apresuró a abrirlos para chuparla y obtener algo de la bendita agua que tanto necesitaba. Sentía la lengua estropajosa e hinchada; trató de tragar saliva, pero tenía la boca tan seca que le fue imposible. Un gruñido gutural escapó de su garganta. La tela mojada se alejó de sus labios y fue a posarse sobre sus párpados, limpiando las pegajosas legañas que los cubrían y le impedían abrirlos. Tras esto, volvió a retirarse.

Kier escuchó unas ligeras pisadas alejándose, el sonido de la puerta al abrirse y un quedo susurro femenino:

—Está despertando.

Intentó de nuevo abrir los ojos y, aunque esta vez lo consiguió, a su alrededor todo se tornó borroso.

Estaba tumbado sobre un lecho blando, demasiado blando. Sentía cómo se hundía en él, atrapado en la esponjosa suavidad que le apresaba impidiéndole levantarse. No era su cómoda cama hecha de ramas entrelazadas y vestidos arrugados.

Parpadeó con fuerza, intentando escapar de las brumas de la confusión.

Una tela áspera le cubría el cuerpo, impidiendo que los rayos del sol y la brisa del bosque le acariciaran la piel. No le gustó. Quería estar desnudo de nuevo, quería sentir las caricias de Milis y Grá instándole a despertarse para ir a buscar el desayuno. Aguzó el oído, pero no escuchó el susurro de las hojas de los robles, ni el piar de los pájaros o los gruñidos juguetones de los lobos. El bosque se mostraba inusitadamente silencioso. Alzó los párpados, alerta, e intentó moverse. El dolor recorrió su cuerpo, comenzando en el costado derecho y enterrándose feroz en la nuca. Lo ignoró con un gruñido de protesta y entornó los ojos hasta que las difusas imágenes que estos le mostraban se tornaron precisas. «¿Dónde estoy?», pensó aturdido al comprobar que no se encontraba en la arbórea cueva del bosque. Miró a su alrededor y vio a una joven criada de pie junto a una ornamentada puerta de madera.

—Habéis despertado —susurró la mujer; luego dirigió la mirada hacia el pasillo, se mordió los labios asustada y caminó despacio hasta el enfermo.

Kier apenas se fijó en ella, sus ojos volaban de una esquina a otra de la estancia. Estaba en un lujoso dormitorio, tumbado sobre una cama con dosel y tapado con sábanas bordadas.

«¿Qué demonios?»

Miró a su alrededor, confundido. El aire estaba cargado de olores, pero no eran los aromas a los que él estaba acostumbrado; no era el frescor del eucalipto ni la esencia intensa del roble o la retama, sino que olía a humanidad. Humanidad hacinada y sudorosa, humo de chimeneas, comida grasienta y chamuscada… No tenía ni idea de dónde estaba o de cómo o por qué había ido a parar allí, pero desestimó impaciente esas cuestiones; había algo de suma importancia que se le escapaba. Sus ojos volaron inquietos buscando…

«Aisling».

Ella no estaba a su lado, algo había pasado; no lograba recordar qué, pero era algo horrible, algo que…

Intentó pronunciar su nombre, pero nada salió de sus labios resecos. Se removió inquieto, ignorando el dolor que hacía mella en él, decidido a marcharse de esa estancia y encontrar a la mujer que se había convertido en el centro de su existencia.

—Tranquilizaos, he avisado a los guardias. El capitán está a punto de llegar. —La sirvienta se acercó a él, preocupada porque los agitados movimientos del hombre pudieran abrir sus heridas.

Kier la miró e intentó hablar, pero su estúpida y reseca garganta se negó de nuevo a emitir sonido alguno.

—Calmaos, señor. Enseguida vendrá alguien y os ayudará… —comenzó a decir la asustada mujer a la vez que colocaba bien las sábanas sobre su cuerpo, intentando calmarle.

Kier se revolvió frustrado, la sujetó por los brazos y, atrayéndola hacia él, intentó hablar de nuevo.

—¿Qué está pasando aquí? —tronó en la estancia la voz grave de un hombre.

Un instante después unas fuertes manos se posaron sobre las muñecas de Kier, obligándole a soltar a su presa.

—Márchate, mujer; yo me ocupo del enfermo —ordenó la misma voz soltando al herido.

La mujer suspiró aliviada, hizo una rápida reverencia y abandonó la estancia presurosa.

Kier elevó la mirada y se encontró con los fríos ojos azules del capitán fijos en él, y todos los recuerdos volvieron a su mente: la hoguera en el bosque, el rey atado a un árbol, Aisling en peligro, los lobos atacando, la espada del hombre que ahora estaba frente a él dirigiéndose hacia su gaznate… Aterrorizado, cerró casi sin fuerzas los puños y atacó con desesperada lentitud a su verdugo, en un inútil intento de escapar de él y partir en busca de su dríade.

La reacción del soldado no se hizo esperar: rechazó con una mano los torpes golpes, llevó la otra hasta las vendas que cubrían la herida del joven y la presionó con los dedos.

Kier lanzó un estrangulado alarido, apenas audible, y se aferró al fuerte brazo del capitán de la guardia, luchando entre espasmos de dolor para que alejara de su costado los férreos dedos que le torturaban.

—Parece que tienes la cabeza más dura que la maza con la que te golpearon —comentó Gard recorriéndole con la mirada e ignorando sus gemidos de dolor—. ¿No te han dicho que no es buena idea atacarme?

Kier le miró jadeante, incapaz de encontrar la respuesta correcta a esa pregunta.

—¿Vas a calmarte de una buena vez o tal vez prefieres que te calme yo? —siseó Gard entornando los ojos, divertido ante la mirada de terror del joven—. Mucho mejor así —afirmó al comprobar que el joven se rendía y le soltaba la muñeca para, a continuación, posar sus trémulas manos sobre la sábana.

Kier observó con alarma que el capitán de la guardia se alejaba del lecho y se encaminaba hacia la puerta, en la que una aterrorizada sirvienta esperaba con una bandeja en las manos. Le vio tomar una jarra y una escudilla y dirigirse de nuevo hacia él.

—Bebe —le exhortó Gard acercándole el recipiente—. Meddyg ordenó que tomaras esto en cuanto despertaras, te ayudará a bajar la calentura.

Kier observó el mejunje denso y oscuro que contenía la escudilla, lo olfateó y se dio cuenta de que olía similar a aquel que le había hecho beber Aisling mientras curaba sus heridas en el claro. Dio un breve sorbo.

—Conoces este remedio… Sí, supongo que sí —comentó Gard sentándose en el lecho, sin dejar de sostener la escudilla frente a Kier—. Fiàin conocía cada uno de los remedios que se podían elaborar con las plantas del bosque, imagino que enseñó a su hija esas artes y ella las usó para curar tus heridas. —Miró con dureza al joven, este le devolvió la mirada durante unos segundos antes de rendirse y continuar bebiendo con avidez—. No bebas demasiado rápido o te sentará mal —le advirtió alejando la escudilla de su alcance.

—¿Aisling? —preguntó Kier con voz ronca antes de que la tos hiciera acto de presencia en su garganta reseca.

Gard le ignoró, giró la cabeza y exigió a la sirvienta, que esperaba en la puerta, que trajera un caldo de gallina templado. Luego volvió a mirar a aquel por el que Aisling había abandonado la seguridad de su claro, poniéndose en peligro, cinco ocasos atrás. Le observó, intentando averiguar el tipo de hombre que era. ¿Un cobarde? No. Ningún cobarde se habría arriesgado como él lo hizo. ¿Un intrigante? El puto sabía quién era Aisling, lo que significaba para el rey y lo que podía conseguir haciéndole creer que era su amigo. ¿Un estúpido ignorante que no sabía que se arriesgaba a la ira del rey?

Tomó la barbilla de Kier con una mano y le obligó a alzar el rostro. El joven fijó la mirada en él, devolviéndole el escrutinio al que era sometido, y, entonces, Gard vio sus ojos, verdes como la hierba y circundados por una línea negra, tan negra como antaño fueron los iris de Aisling.

No era un intrigante ni un estúpido. Era un loco enamorado de una dríade.

—¿Dónde está Aisling? ¿Qué le ha pasado? —exigió saber Kier zafándose de la mano que le sujetaba con un brusco movimiento de cabeza que le hizo jadear de dolor.

—Está en su bosque. A salvo —le informó Gard ofreciéndole de nuevo el bebedizo.

Kier respiró aliviado al comprender que ella estaba segura, y dio un nuevo trago. Esta vez el líquido resbaló ligero por su garganta, humedeciéndola.

—¿Tienes miedo, Kier? —preguntó de repente Gard, sonriendo feroz.

Kier tragó saliva y negó con la cabeza. No tenía miedo, el rey sabía que su hija había sido atacada en el bosque y haría lo imposible por mantenerla a salvo. En cuanto a él mismo, en fin, desde el momento en que la poseyó supo que su cabeza tenía los días contados. Lo extraño era que aún siguiera con vida.

—Imagino que es solo cuestión de tiempo que el rey ordene mi muerte, solo espero que tenga la clemencia de no torturarme… no demasiado al menos —contestó Kier con serenidad. De nada valía desear lo imposible.

—Pensaste que iba a matarte —afirmó Gard obviando las palabras del joven—. Y te preguntas por qué no lo hice… —Kier asintió con la cabeza—. Cuando el rey te señaló, no me ordenó tu muerte, sino tu protección —explicó Gard mirándole con seriedad.

—No le deis falsas esperanzas, Gard. Aún estoy tentado de decretar su muerte —informó Iolar entrando en la estancia—. Eres el amante de mi hija y, solo por eso, mereces la castración —afirmó con la mirada fija en Kier—. Pero también salvaste su vida en el bosque —comentó con ligereza—. Me hallo en un terrible dilema. ¿Qué creéis que debo hacer, Gard? ¿Seguir mis instintos de padre y arrancarle los huevos, o ser compasivo y dejar que siga manteniendo su insolente polla pegada al cuerpo?

—Con el trabajo que nos ha dado arrebatarle de las ávidas manos de la señora de la guadaña, sería un desperdicio darle muerte, sire —apuntó Gard con sorna.

Kier miró a ambos hombres y tragó saliva.

—Dejaos de juegos. Si queréis matarme, hacedlo y, si no es ese vuestro propósito, dejadme en paz —exigió. Sabía con ineludible certeza que iba a morir, en su mano estaba enfadar al rey y conseguir que lo hiciera rápido… o dejarle seguir sus planes y sufrir tormento.

Gard entornó los ojos, enfadado por la deslenguada insolencia del hombre, y desenfundó su daga con vertiginosa rapidez.

—No voy a ordenar tu muerte —sentenció Iolar alzando una mano para detener a su amante, que en ese momento empuñaba la daga en dirección al cuello del hombre—. Se lo he prometido a Aisling —explicó con una sonrisa en los labios—. Gard, ¿crees que mi hija se tomará a mal que le devuelva a su amante tuerto?

El interpelado posó la daga bajo la cuenca de uno de los ojos del enfermo y la mantuvo allí, inmóvil.

—No. —Iolar negó con la cabeza—. Te permitiré mantener tus ojos intactos, y dejaré que tu virilidad se mantenga pegada a tu cuerpo. Un hombre que ha luchado con valor por la vida de mi hija y que me ha sacado a mí del molesto aprieto en que me encontraba en el bosque merece cierta… recompensa.