ÉRASE UNA VEZ UN REY PODEROSO Y CRUEL AL QUE LLAMABAN IMPOTENTE.
CUENTAN AQUELLOS QUE LO SABEN, O QUE AL MENOS LO IMAGINAN, QUE EL REY IMPOTENTE NO ERA TAL, YA QUE UNA HIJA HABÍA CONCEBIDO.
Iolar se aproximó hasta la pequeña ventana de doble vano de sus aposentos, retiró el tapiz que la cubría y observó a través de ella. A lo lejos podía ver, o al menos intuir, la mancha oscura que era el bosque del Verdugo. Sus dedos se cerraron en garras sobre la tela.
Alguien se había adentrado en su bosque.
Alguien se había atrevido a burlar su ley.
Alguien había osado molestar a su dríade.
Alguien debía morir.
Su mirada se tornó acerada. Intentó ver más allá del horizonte, ser capaz de encontrar a la muchacha que habitaba en la espesura de la fronda, sin conseguirlo. Sus oscuras pestañas bajaron lentamente ocultando sus iris de obsidiana. Deseó imaginar cómo sería ella en ese momento, cuánto habría crecido, si se parecería a su madre. Recordó, sin pretenderlo ni desearlo, el rostro de Fiàin, sus ojos salvajes de tonalidades imposibles, su corto cabello castaño haciéndole cosquillas en la regia nariz. El cuerpo menudo y flexible, temblando entre sus poderosos dedos masculinos. Apretó las mandíbulas, enfadado consigo mismo por evocar lo que no debía ser recordado. Soltó el tapiz que aún aferraba en su puño, y de un manotazo tiró todo aquello que colmaba su escritorio. ¡Maldita fuera su memoria!
Se sentó, hastiado, en el borde de su enorme cama con dosel y dejó que su mirada se perdiera en las grietas que había entre las piedras de los muros que le rodeaban.
Fiàin, bella y salvaje. Indomable y sensual. Cerró los ojos y rememoró irritado la primera vez que la vio.
Había ido de cacería al bosque, acompañado por unos pocos nobles. Hombres importantes, ricos y poderosos con los que debía conversar sobre lealtades y negocios. Un movimiento tras unos matorrales llamó su atención. Oculta entre la vegetación había una joven cierva, más dorada que parda. Se separó del grupo, sigiloso, y siguió a su presa. Desenganchó el arco de la silla de montar, tomó una flecha de la aljaba que colgaba en su hombro izquierdo y apuntó, presto a hacer el disparo mortal. Una piedra le golpeó en la mano que sostenía el arma y la cierva escapó al escuchar el insulto que escapó de sus labios. Giró la cabeza, irritado por la molesta intrusión, decidido a castigar al imbécil que había osado entrometerse entre él y su presa.
La flecha que sujetaba entre sus dedos, cayó al suelo, olvidada.
A pocos metros de él se encontraba la mujer más hermosa que había visto nunca. Desnuda y muy enfadada, sostenía una piedra en una de sus manos y parecía dispuesta a lanzársela. La vio tensarse y mirar a su alrededor. Un segundo después escuchó las pisadas de sus soldados tras él. Alzó una de sus manos, indicándoles que la rodearan para impedirle escapar, y cuando comprobó que su orden se cumplía, volvió la vista hacia la joven. La acechó como el cazador acecha a su presa. Con el deseo impreso en la mirada y la adrenalina golpeándole en las venas.
—Di tu nombre —ordenó.
Ella permaneció en silencio, mirándole intrigada sin dejar de observar a los hombres que poco a poco la iban cercando. Dio un paso atrás, sus ojos se movían inquietos, buscando la manera de escapar.
—¿No me has oído, muchacha? —Iolar desmontó del caballo y se dirigió a ella con paso firme.
Por toda respuesta la joven le lanzó una piedra, que con certera puntería le golpeó en la sien. Luego se dio la vuelta y corrió hacia el centro del bosque.
—¡Prendedla! —gritó el joven rey tapándose la herida con la mano—. ¡Atadla y ponedla sobre mi caballo!
* * *
Veinte años después de aquella escena, el rey Iolar, ya curtido en batallas y treguas, asqueado de cacerías e intrigas, se tocó la cicatriz que rompía las líneas severas de su sien. Acarició con dedos trémulos y reverentes el único recuerdo que poseía de la única mujer que había despertado algún tipo de sentimiento en él.
Se levantó de la cama y caminó de nuevo hasta la ventana, aferró el tapiz y lo retiró para volver a torturar sus ojos con la visión lejana de aquel bosque de su juventud.
Un segundo después un aullido insolente interrumpió sus pensamientos.
Desplazó su mirada hacia el patio exterior del castillo y observó como un hombre, andrajoso y tambaleante, se acercaba al recinto gritando y profiriendo insultos. Aguzó el oído para escuchar lo que decía el borracho.
—Puñetero rey Impotente. Quisiste caparme, pero tus jodidos guardias son tan inútiles que no me encontraron la polla —gritó sujetándose los genitales, alardeando de ellos—. ¡Jódete! Yo seguiré follando mientras a ti te la meten por el culo. —Casi cayó al suelo con la última exclamación.
Iolar observó impertérrito como el borracho recuperaba el equilibrio y giraba inestable sobre sus pasos para a continuación alejarse con premura del castillo. No llegó muy lejos. Gard y sus soldados le apresaron instantes después.
El capitán de la guardia elevó la mirada hasta la ventana del rey.
Iolar le hizo un gesto con la cabeza y después desapareció.
El borracho intentó escapar de las manos que lo mantenían preso. Escupió e insultó. Dio patadas al suelo y, por último, vomitó sobre las impecables botas del guardia que estaba frente a él, mirándole asqueado.
Gard puso los ojos en blanco y sacudió los pies. El imbécil que tenía ante él había recibido un castigo hacía menos de una semana, y además por una infracción similar, aunque más leve. ¿Es que no iba a aprender nunca?
El borracho se percató de que algo había cambiado cuando todos los soldados se cuadraron de hombros, haciendo tintinear las cotas de malla que llevaban bajo las sobrevestes de lana roja. Alzó la mirada lentamente y parpadeó un par de veces para intentar enfocar a aquel que se mantenía inmóvil ante él, con los brazos cruzados sobre el pecho y el altivo semblante de un noble. Era un hombre alto y fornido, pero no tanto como el capitán de la guardia. Tenía el pelo negro, más corto de lo que dictaban los estándares de la época, y su rostro, de nariz larga y afilada, pómulos altos y marcados y labios gruesos apenas visibles tras la poblada barba que lucía, mostraba las arrugas propias de un hombre que llevaba a sus espaldas cuatro décadas de vida. Vestía varias túnicas superpuestas de distintas tonalidades, ribeteadas con piel de zorro blanco en mangas y cuello. Del grueso cinturón que ceñía su cintura, colgaba la vaina de una enorme espada con empuñadura de zafiros.
—Majestá…, no iba por vos… —farfulló, repentinamente sobrio, al percatarse al fin de dónde estaba, y ante quién.
—¿No iba por mí? —preguntó el rey amablemente, posando con cariño una de sus enjoyadas manos sobre la sucia camisola del hombre.
—No, señó, iba por… el tabernero, ese puñetero ignorante que trata mal a sus clientes. Se ha atrevido a echarme de su tugurio. ¡A mí! —exclamó balanceándose un poco. Exponiendo al monarca sus penas y pesares, ahora que había comprobado que este era un buen hombre—. Dice que estoy borracho. ¿Lo podéis creer? —preguntó acercándose al hombre vestido de púrpura que le miraba afable.
—Entonces, ¿no estáis borracho, amigo? —preguntó Iolar apartándose de la vaharada a alcohol que emanó de la boca de dientes podridos del preso.
—Claro que no. Soy un buen hombre.
—¿Gard? —preguntó Iolar al capitán.
—Tiene mujer y tres hijos. Viven en los arrabales, tras las murallas. Conozco a los niños, están famélicos y portan las caricias del padre en el rostro y el cuerpo. De la mujer no sé nada.
—Vaya, tres hijos —comentó Iolar, palmeando amistoso los hombros del borracho—. Estaréis orgulloso.
—Son buenos chicos, aunque algo duros de mollera; a veces tengo que enseñarles a obedecer, ya sabéis —se jactó el hombre apoyándose sobre uno de los guardias. Pasado el peligro, la borrachera volvía a tomar fuerza.
—Os entiendo, los niños son complicados; a veces es mejor no tener demasiados.
—Completamente de acuerdo, amigo; si por mí fuera me libraba de ellos ya mismo, pero mi mujer no me deja. Dice que los quiere.
—Estas mujeres, no traen más que complicaciones —señaló el soberano—. Creo que puedo ayudarte.
El borracho sonrió contento. No había imaginado que el rey Impotente fuera tan comprensivo.
—Quitadle los pantalones, tumbadle con las piernas abiertas en el suelo y sujetadle pies y manos —ordenó a los soldados, repentinamente serio.
—¿Qué? Pero… no… —comenzó a farfullar el hombre, otra vez sobrio mientras los guardias obedecían.
—Tranquilo, amigo. Voy a solucionar tu problema —afirmó el rey sonriendo.
La sonrisa no se reflejó en sus duros ojos.
Desenvainó la espada y clavó la punta en el suelo, junto a la entrepierna del borracho.
—No te muevas —le susurró.
El hombre aulló aterrorizado y comenzó a tirar de las manos que le sujetaban al suelo. Iolar puso los ojos en blanco y luego miró a Gard. Este se encogió de hombros. Un silencio denso, pesado, cayó sobre el patio. Todos los presentes contuvieron la respiración, esperando el castigo del inflexible y cruel monarca.
—No me estás escuchando —dijo en voz suave—. No te muevas o erraré el corte.
El hombre volvió a gritar horrorizado sin dejar de revolverse.
El rey sonrió. Una sonrisa tan segura y satisfecha que a ninguno de los presentes le cupo la menor duda de lo que iba a pasar a continuación.
Iolar aferró con fuerza la empuñadura de la espada y, con un eficaz giro de su muñeca, la arrancó del suelo, cercenando a su paso los genitales del tipo que gritaba asustado a sus pies. La bolsa escrotal, con los testículos aún mojados por la orina derramada instantes antes, cayó a los pies de Gard. Este se apresuró a aplastarla bajo su bota.
—Llevadle a Meddyg y que le cosa la herida para que no se desangre —ordenó el soberano, inconmovible. Luego miró al hombre. Su mirada acerada le hizo temblar—. Te he dejado la polla; con un poco de suerte quizá puedas hacer uso de ella, al menos para mear. Pero, si vuelves a incomodarme, ni siquiera eso te dejaré —advirtió, y se dio la vuelta para dirigirse de nuevo a sus aposentos.
—Al rey se le incomoda con muy poco. Tenlo muy presente —avisó Gard al eunuco antes de girar sobre sí mismo y seguir al monarca.
—Ocúpate de su familia —le ordenó Iolar cuando entraron en el castillo.
No esperó respuesta de su capitán, sabía que Gard cumpliría sus órdenes. Atravesó el interior de la fortaleza hasta llegar al patio de armas y, una vez allí, sin mirar atrás ni emitir sonido alguno, estiró su brazo derecho.
Todavía aferraba la espada en su mano.
Inspiró profundamente, giró sobre sí mismo y atacó.
Gard detuvo el golpe con su propia arma y embistió a su vez. Hacía ya muchos años que servía a su rey para saber de antemano cuándo este necesitaba librarse de su furia.