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ÉRASE UNA VEZ UN REY ASOMBRADO QUE ESCUCHÓ LLORAR A UN BOSQUE POR LA CAÍDA DE UN HOMBRE.

Mediodía, 15 de tinne (julio)

—¡Gard! Creí que no llegarías a tiempo —jadeó Iolar llegando hasta el lugar donde se encontraba su amigo.

—¡Por todos los demonios, Iolar! Hemos estado a punto de perderte por culpa de tu maldita impaciencia, y cuando por fin llego hasta ti me ordenas que te deje de lado para… —Gard se calló al ver que el rey se dejaba caer de rodillas junto al hombre desnudo.

—Es el amante de Aisling —reveló Iolar poniendo las yemas de sus dedos sobre la boca de Kier, buscando su respiración—. La flecha que está clavada en su espalda iba dirigida al corazón de mi hija, él lo impidió. Por propia voluntad —afirmó levantando la mirada y fijándola en el capitán.

—¡Por los clavos de Cristo! —siseó Gard desmontando del caballo—. ¿Está vivo?

—Gracias a ti —declaró Iolar mirando a su alrededor.

El cuerpo sin vida de uno de los proscritos estaba junto a ellos. Aún sujetaba en su mano la maza con la que había golpeado al hombre que les había salvado la vida a él, a su hija… y a su mujer. El resto de los asaltantes que aún seguían vivos estaban siendo cercados por los soldados y los lobos. Blaidd y Dorcha no dudaban en arrancar las gargantas de los caídos, quizás en venganza por lo que había estado a punto de ocurrir, quizá llevados por la rabia. El ruido de la lucha, el entrechocar de las espadas y las maldiciones proferidas por unos y otros se fueron apagando, permitiendo que escucharan el llanto del bosque.

Porque solo ese nombre se le podía dar al sonido que provenía de los robles.

Las hojas susurraban contritas, las ramas crujían angustiadas, y, por encima de ese murmullo, se escuchaba la voz cristalina de la que un día fue la mujer del rey, Fiàin, cantando a los robles en su extraño idioma, ordenándoles que no levantaran la muralla.

Y tras la arbórea barrera, entremezclado con la mágica tonada, el llanto desesperado con el que una joven dríade llamaba al dueño de su mirada penetraba en el corazón de cada uno de los hombres presentes en el bosque.

Fiàin cerró los ojos y abrazó con fuerza a su hija, ignorando sus ruegos de que la dejara traspasar la barrera, para poder comprobar si su padre y su amante seguían vivos. No lo haría. No mientras hubiera hombres en el bosque. No dejaría que su hija se expusiera a más peligros.

Los lobos terminaron su macabra empresa y se acercaron hasta el lugar donde Kier permanecía inconsciente. Ignoraron al rey y al capitán y se agazaparon junto al cuerpo del que se había convertido en su amigo. El lobo permaneció alerta, con el lomo erizado, las orejas echadas hacia atrás y la cola paralela al suelo, preparado para atacar, mientras la loba lamía con cariño la cara del hombre.

Cuando Dorcha sintió la respiración de Kier contra sus fauces alzó la cabeza y aulló. Blaidd se unió a ella y, un segundo después, los gritos de Aisling cesaron.

—Déjame ir, madre. —Se escuchó la voz aplacada de la joven dríade tras la muralla de ramas—. Kier está herido. Yo puedo curarle.

La respuesta de Fiàin fue aumentar el vigor de su canto, tornándolo si cabe más exigente, más severo. Negándose a conceder esa merced a su hija.

—No puedes curarle, Aisling. Sus heridas están fuera de tu alcance —gritó Iolar para hacerse oír a través del enramado que le separaba de su hija—. Lo llevaré conmigo a Sacrificio del Verdugo. En menos de una semana estará curado y regresará a ti —aseveró sin dudar.

—Promete que no le harás daño, padre. ¡Promete! —exigió Aisling tras la muralla, recordando las dudas que Kier mostraba ante las intenciones de su progenitor.

—No puedo prometer que no le causaré dolor al curarle las heridas, Aisling. Pero te juro que no le causaré más sufrimiento del necesario.

—Confío en ti, padre.

—Espera una semana, Aisling; solo una semana —repitió Iolar. La joven no respondió.

Iolar asintió para sí y miró una última vez la barrera arbórea, intentando vislumbrar a las dos mujeres a las que protegían. Nada vio.

Juró en silencio que algún día la traspasaría.

—¿Habéis dejado a alguno con vida, Gard? —preguntó. El interpelado negó con la cabeza. Iolar asintió decepcionado, habría disfrutado interrogándolos—. Preparad unas parihuelas para este hombre y disponeos a partir —ordenó a sus hombres—. Regresamos a Sacrificio.

Gard asintió y dio las órdenes pertinentes sin dejar de observar al monarca con el ceño fruncido.

—¿Qué estás tramando? —susurró acercando su caballo al del rey una vez salieron del bosque y tomaron la cañada Real.

—¿Yo?

—No me ignores, Iolar. Sabes de sobra que las heridas del hombre no sanarán en una sola semana —aseveró aferrando las riendas del semental del soberano y obligándole a reducir su trote—. Has prometido a Aisling algo que no puedes cumplir.

—He prometido no causarle más daño del necesario. Nada más.

—Has afirmado que su hombre regresaría al bosque en una semana, y ni siquiera estoy seguro de que pueda despertar tras ese golpe en la cabeza. Ni que la herida de la flecha no se le emponzoñe y le mate. Lo sabes igual que lo sé yo. ¿Qué tramas, Iolar?

—Vendrá a buscarle. Si pasada una semana él no vuelve, ella vendrá a buscarle.

—¡Por Dios, Iolar! ¿Acaso no aprendes de tus errores? ¿Pretendes encerrarla en Sacrificio del Verdugo al igual que hiciste con Fiàin? —Gard detuvo por completo ambos caballos y observó furioso a su amante—. No lo permitiré.

—No la voy a encerrar. La voy a invitar a permanecer junto a su amante mientras este acaba de curarse. Será libre de irse cuando así lo decida. —Gard miró interrogante a su rey—. Por supuesto, ofreceré al hombre un tesoro digno de un rey como pago por arriesgar su vida por mi hija. Un tesoro que imagino que querrá disfrutar en el único sitio donde se puede disfrutar de la riqueza. En Sacrificio del Verdugo. No creo que resulte difícil convencer a un puto de que su lugar está en mi ciudad. Si él se queda, Aisling le acompañará. Y Fiàin vendrá a buscarla. Sabes que jamás permitirá que la separen de su hija. Una vez que ellas estén en Sacrificio, deberemos esforzarnos para que decidan quedarse —afirmó con la mirada perdida en sus maquinaciones.

—Das demasiadas cosas por sentadas, Iolar —replicó Gard—. Ese hombre no es un puto normal. No se folla a las damas y, créeme, según lo que he oído, podría sacar mucho dinero haciéndolo. No podrás tentarle fácilmente —pronosticó. No sabía bien por qué, pero estaba seguro de que Kier no era el hombre que el rey ni él habían creído que era.

—Todos los hombres tienen un precio, solo es cuestión de averiguar a cuánto asciende el suyo.

—No viste la expresión de su cara cuando galopaba hacia él para matar al hideputa que iba a golpearle —dijo Gard sin venir a cuento. Iolar desvió la mirada del camino y la fijó en su amante, confundido—. Sonreía, Iolar. Él pensaba que tú me habías ordenado matarle, y sonreía. Levantó la cabeza y cerró los ojos, mostrándome el pescuezo para que le cortara la cabeza. Estaba dispuesto a recibir una flecha por tu hija y estaba preparado para que tú ordenaras su muerte por ser su amante. No podrás comprar su lealtad.