ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE SIN NADA CON LO QUE DEFENDERSE, EXCEPTO EL CORAJE.
Mediodía, 15 de tinne (julio)
—Si pensáis que un par de crujidos me van a asustar, estáis equivocados. No os libraréis de mí tan fácilmente —advirtió Kier a los robles que le rodeaban.
Habían permanecido silentes durante la hora que llevaba deambulando. Y ahora, de repente, habían comenzado a hacer crujir las ramas y agitar las hojas. Sabía por los paseos que había dado junto a Aisling que la barrera mágica estaba cercana, así que detuvo sus pasos. No pensaba traspasarla y darles la oportunidad de mantenerle alejado de la dríade.
Se llevó una mano a la sien y se clavó los dedos en ella. Estaba seguro de que había cometido un error. Un tremendo error.
Había juzgado equivocadamente a Aisling.
Por supuesto que ella no entendía los motivos de su enfado.
Aisling no entendía que era ser un puto, o tal vez sí. Ella sabía que él recibía monedas a cambio de proporcionar placer, lo había visto. Pero lo que no comprendía era qué había de malo en eso. Su amada dríade se regía por las reglas de la naturaleza, su visión de la vida no estaba corrompida por las normas de la sociedad. Para ella, dar y obtener placer era algo bueno, natural, y lo que había visto era un simple intercambio consensuado, nada más. Eran las reglas que los hombres se imponían a sí mismos las que hacían que ese intercambio fuera degradante.
Se sentó sobre un tocón y cerró los ojos. No le gustaba esa parte de su vida, pero… ¿Qué había de malo en lo que había hecho? Era un hombre libre, no hacía daño a nadie; al contrario, daba placer a las damas y, si ellas querían poner los cuernos a sus maridos con los falos que él tallaba, en fin, no era asunto suyo. Él no era el villano de la historia. Lo eran ellas.
Ahora sería incapaz de dar placer a otra mujer que no fuera Aisling. Y eso era lo único que importaba. Por otro lado, si la joven se había fijado en él gracias a esa cualidad, en fin, ahora los iris de su dríade eran del color de la hierba, como sus propios ojos. Lo que significaba que ella estaba en su corazón y él en el de ella.
Pero… por mucho que se repitiera una y otra vez esas palabras, seguía sintiéndose herido y humillado. Engañado y traicionado. Ella no debería haberlo sabido. No debería haberse fijado en él por esos motivos. Apoyó los codos en las rodillas y dejó caer la cabeza entre los brazos. Tenía que librarse de esa horrible sensación de vulnerabilidad y vergüenza antes de regresar al claro.
El rumor cada vez más fuerte de los árboles hizo que levantara la mirada. Las ramas y hojas de los robles parecían temblar… como si estuvieran aterradas. Una tenue advertencia se filtró en sus fosas nasales. Un olor que no debía estar presente en el bosque.
El olor del humo.
Se levantó y se apresuró a caminar en dirección al origen de la emanación. Poco después, vio algo que solo había visto una vez en su vida. La pared de ramas se manifestaba frente a él. Tupida, inquebrantable, ¿indestructible?
Era la primera vez que veía la muralla en su apogeo desde que estaba en el bosque. Normalmente los robles mantenían las ramas alzadas y el camino libre. ¿Por qué la habían formado ahora? Se suponía que las ramas bajarían cuando él estuviera fuera, para impedirle entrar, no estando dentro e impidiéndole salir. Se aproximó con cautela. El ruido de las hojas era cada vez más intenso, más aterrador. Las ramas se agitaban temblorosas y caían a su paso, enredándose en su largo cabello, como si buscaran decirle algo.
Llegó por fin a la barrera y posó las palmas de las manos sobre ella.
—Dejadme ver —solicitó a los robles.
Estos se abrieron apenas, permitiéndole presenciar una escena desoladora.
Alejados del alcance de las ramas y las raíces de los robles mágicos, había una docena de hombres rodeando una pequeña hoguera. Junto al fuego, había una pequeña cuba de la que asomaban astas de flechas. Uno de los hombres cogió una de las flechas y, al sacarla del recipiente, Kier pudo comprobar que la punta estaba cubierta por un lienzo untado en manteca. El miserable la hundió en el fuego, esperó a que prendiera, la montó en su arco y disparó.
Kier sintió el alarido aterrado de los robles en el interior de su cerebro, la flecha se había clavado a pocos pasos de la muralla. El suelo comenzó a moverse guiado por las puntas de las raíces de los robles hasta que la tierra cubrió la flecha y apagó el fuego.
—¡Deteneos, bastardos! —Kier escuchó el grito de un hombre en el que no se había fijado.
Estaba sentado en el suelo, atado a un árbol. Uno de los bandidos le golpeó con el puño en la cabeza. Era el rey.
—¡Por los clavos de Cristo! —jadeó Kier asustado. Respiró profundamente y habló a los robles—. Llamad a Blaidd y a Dorcha, avisadles. E impedid que Aisling llegue hasta aquí y traspase vuestros muros.
El rumor de las hojas cesó durante un segundo, luego se hizo más potente y, un instante después, le llegó el aullido lejano de los lobos. Kier asintió desesperanzado. Los escuchaba muy lejos, tardarían demasiado en llegar. Miró a su alrededor, intentando dar con una solución, suspiró profundamente y corrió hacia su izquierda. Se detuvo pocos metros después y volvió a apoyar las manos en la muralla.
—Permitidme ver. —Los robles obedecieron.
Comprobó que los malhechores estaban pendientes de las flechas y dio una nueva orden.
—Dejadme salir.
* * *
Iolar sacudió la cabeza, intentando despejarse. El dolor que sintió casi le hizo perder la consciencia de nuevo. Sentía como si una roca le hubiera triturado los sesos dentro del cráneo. Intentó mover los brazos, pero las cuerdas que le ataban al tronco del serbal le impidieron moverse… y escapar.
Miró a su alrededor. Los hideputas que le habían capturado continuaban prendiendo fuego a las flechas y lanzándolas contra la barrera arbórea. Gracias a Dios que ni la puntería de los bastardos ni la pésima calidad de los arcos eran adecuadas para la distancia a la que disparaban. Pero aun así, solo era cuestión de tiempo que reunieran el valor para acercarse más a la muralla y, entonces, nada evitaría que prendieran fuego a los robles o que incendiaran algún serbal con la esperanza de que las llamas se contagiaran a las de la barrera.
¡Y él no podía hacer nada! Atado como estaba, solo podía rezar para que Gard y sus hombres llegaran pronto.
Un movimiento frente a él llamó su atención. Creyó percibir una sombra medio oculta tras un grueso tronco. Entrecerró los ojos, intentando dilucidar si era uno de sus hombres u otro malhechor al que no había visto. De repente la sombra se movió, acercándose a uno de los malcarados, el que estaba más alejado del fuego y separado del resto. Le aferró por el cuello con un brazo y con la mano libre le golpeó con una piedra en la cabeza. El bandido se tambaleó y cayó al suelo con la sien ensangrentada. Nadie se percató de lo ocurrido.
Iolar observó asombrado que un hombre, moreno, de largos cabellos oscuros, poblada barba y completamente desnudo aferraba uno de los brazos del caído y lo llevaba hasta su escondite.
Un segundo después, una piedra voló hasta la cabeza de otro hombre y le hizo caer. En esta ocasión el bastardo gritó, pero con la algarabía formada por el resto de los villanos, ninguno oyó su alarido. El hombre desnudo gateó hasta el hombre, le golpeó de nuevo en la cabeza y lo llevó junto al caído.
Iolar esperó impaciente el siguiente movimiento de su inesperado salvador mientras los demás hideputas seguían en su empeño. Con el furor del ataque, los bandidos habían ido perdiendo el miedo y cada vez estaban más cerca de la muralla de ramas. Solo era cuestión de tiempo que alguna flecha diera en un lugar vulnerable del enramado.
—No os mováis —susurró una voz a sus espaldas.
Un instante después, Iolar sintió que las cuerdas que le mantenían atado eran cortadas.
—He tenido que matar a dos hombres para conseguir esta daga —siseó la misma voz. Parecía aterrorizada, pesarosa. Como si fuera la primera vez que el hombre se viera obligado a realizar tal fechoría y buscara su aprobación. Su absolución.
—Habéis hecho bien —aprobó Iolar abriendo y cerrando las manos, recuperando la circulación sanguínea que las cuerdas casi habían cortado.
—Vuestra hija está en peligro. Ayudadme —susurró su salvador—. Los lobos están a punto de llegar, pero no podemos esperar más —le advirtió el hombre, poniéndole la daga en la palma de la mano—. Esos hijos de mil madres han clavado una flecha en la muralla y los robles sienten el fuego quemando sus ramas. Están aterrorizados. Aisling los ha oído, viene hacia aquí, está ordenándoles que abran la muralla y la dejen salir para enfrentarse a los bandidos. Puedo escuchar su canción. Ayudadme —suplicó antes de desaparecer de nuevo.
Iolar apretó la empuñadura del arma en su puño, se levantó sigiloso y buscó con la mirada a su primera víctima. No buscó al más cercano, sino al que tenía mejor puntería con el arco. Apuntó y lanzó la daga. El malhechor cayó con el cuello atravesado. El resto de los asaltantes se percataron de lo ocurrido. Se volvieron sin dilación y fueron a por él.
Pero esta vez no le pillaron desprevenido. Ni solo.
El hombre desnudo les atacó en el mismo momento en que se dieron la vuelta. Y aunque no tenía la misma pericia que el rey en los combates cuerpo a cuerpo, tampoco podía decirse que estuviera indefenso.
Las enormes piedras que portaba en cada mano así lo demostraron.
La pelea se tornó desfavorable durante los primeros instantes hasta que, de repente, y como salidos de la nada, dos lobos, uno gris como la bruma y otro negro como la noche, salieron de entre los árboles y se enfrentaron a los criminales, ignorando en sus ataques al hombre desnudo y al rey.
—¡Ordénales que cierren la barrera, Aisling!
Iolar escuchó el grito de su desnudo compañero y desvió la mirada hacia el lugar mencionado. Su hija estaba junto a los robles. Las llamas que momentos antes habían prendido en las ramas, eran solo resquicios humeantes caídos en el suelo que ella apagaba con las manos. Los robles, como si fueran seres con inteligencia propia, habían apartado de sus propios troncos las ramas afectadas por el fuego, obligándolas a caer al suelo para alejarlas de las demás.
Iolar no tuvo tiempo de ver más, ya que los bastardos volvieron a atacarle. Le sacudían con los puños en el estómago y en la cara y a punto estuvo de caer bajo la oleada de golpes.
—Esa es la mujer —gritó el cabecilla de los maleantes—. Ella es quien ordena a los lobos que nos ataquen —advirtió a sus hombres, aunque no hacía falta. Todos conocían las leyendas que corrían sobre la dama del bosque.
—¡Hazla callar, Dùr! —bramó un hombre a la vez que se defendía con su espada de los ataques del lobo negro.
—¡Sal de aquí, Aisling! ¡Vete! —volvió a gritar el hombre desnudo.
—¡Obedécele, Aisling! —la ordenó Iolar sin alejar la vista de su atacante, cayendo de repente en la cuenta de quién era el hombre que le ayudaba.
Aisling negó con la cabeza y continuó cantando para mantener la barrera abierta, a la vez que estiraba los brazos, rogando a su padre y a su amante que se escabulleran bajo la protección de los robles, con ella.
—¡No! ¡Fiàin, sácala de aquí! —gritó en ese momento Kier echando a correr.
Iolar desvió la mirada hacia algo que se movía detrás de su hija al escuchar la impotencia en la voz de su compañero. Todo lo que sucedió después ocurrió en un solo instante, el más largo de la vida del rey.
Kier corría con desespero hacia el lugar que ocupaba la muralla de ramas.
Aisling estaba de pie frente a la muralla. Tras ella, una mujer de extraordinaria belleza, la más hermosa de cuantas había sobre la faz de la tierra, la abrazaba por la cintura y tiraba de ella hacia el interior del anillo de robles. Y mientras lo hacía, entonaba una canción de singular fuerza.
Las ramas de los robles temblaban, incapaces de ignorar la voz que les instaba a permanecer alzadas, e incapaces, a su vez, de desobedecer la voz que les ordenaba bajar la muralla. Y, mientras los robles dudaban a cuál de las dos dríades obedecer, Dùr, el líder de los maleantes, encajó una flecha de punta afilada en su arco, apuntó y disparó a la mujer que hablaba con los lobos.
En ese mismo instante, Kier empujó a las dríades hacia el interior del anillo de robles y la flecha que iba destinada al corazón de la más joven se hundió en su espalda.
El grito que reverberó en el bosque en ese momento tal vez perteneciera a una hermosa joven de ojos verdes como la hierba al ver caer al dueño de su corazón. O quizá se originara en los labios de un rey al darse cuenta de hasta qué punto había juzgado mal a un hombre, o puede que fuera el ruido ensordecedor de cientos de robles aullando su rabia. Nadie lo supo nunca, ya que ese grito fue silenciado por los cascos de una veintena de caballos.
Kier, de rodillas en el suelo, elevó la mirada y observó complacido como Fiàin conseguía por fin que la barrera volviera a caer, alejando a Aisling del peligro. Luego, aferrándose al tronco de un roble, se levantó aturdido. Caminó tambaleante hacia el lugar donde el rey y los lobos todavía luchaban contra los bandidos.
No llegó hasta ellos.
—¡Gard, a mí no, a él! —gritó en ese momento Iolar señalándole con una mano.
Kier se detuvo e intentó centrar la mirada.
El imponente capitán de la guardia cabalgaba veloz en su dirección, empuñando su temible espada en la mano derecha, presto para el ataque.
Kier desvió la mirada hacia los robles. La muralla continuaba cerrada. Nadie podría entrar en el claro. Nadie podría acercarse a su dríade. Se dio la vuelta, miró al rey y sonrió.
«Aisling no me verá caer —pensó—. Los robles la mantienen alejada, la protegen del horror de esta encerrona».
Su sonrisa se hizo más amplia.
En el mismo instante en que ella le dijo de quién era hija supo que perdería la cabeza.
La hora había llegado.
—¡Gard, líbrate de él! —volvió a gritar Iolar sin dejar de señalarle a la vez que corría hacía él esquivando a los bandidos que ahora luchaban contra los soldados.
Kier cerró los ojos y escuchó los cascos del enorme caballo del capitán cerniéndose sobre él. Alzó la barbilla, presentándole mansamente el cuello. Ya que iba a morir, al menos se lo pondría fácil; no era cuestión de bajar la cabeza y que su verdugo tuviera que dar más de un golpe.
Esperó en esa posición, atento al silbido del aire que le indicaría el golpe final.
Un fuerte golpe en la cabeza le hizo postrarse de rodillas. Abrió los ojos y apenas vislumbró el resplandor metálico de una espada antes de que la inconsciencia cayera sobre él.