ÉRASE UNA VEZ UNA TRAICIÓN CAMUFLADA EN UN FUNERAL.
Antes del amanecer, 15 de tinne (julio)
El tañido de las campanas reverberaba contra las lápidas sepulcrales que yacían en el suelo cubierto de hierba del camposanto. En el campanario, dos monjes se afanaban en la labor, seguros de que el constante y potente repiqueteo ahuyentaría a los demonios invisibles que habían acudido a robar el alma de la difunta.
Más allá de los muros graníticos del santo lugar, los gemidos lastimeros de las plañideras estallaban en desacompasados y estremecidos gritos, que ocultaban el hipar quejumbroso de los huérfanos y los rezos monótonos de los monjes que rodeaban el cortejo fúnebre. Y, bajo los ensordecedores lamentos, se podía escuchar el murmullo mercader de los nobles, caballeros y gentilhombres que habían acudido al entierro de la duquesa para presentar al recién enviudado duque de Neidr su pésame, y las propuestas para futuros acuerdos matrimoniales de las féminas de sus casas. Al fin y al cabo, un cortejo funerario era una ocasión igual de buena que cualquier otra para forjar alianzas.
Iolar se alejó de la enlutada comitiva, harto de las mercaderías de los nobles; de sus peticiones soslayadas de rentas, cargos y mercedes a pocos pasos de las parihuelas en las que transportaban a la difunta. Traspasó la entrada del atrio y observó, con apenas interés, el escudo grabado en uno de los muros: representaba a un caballero atravesando con la espada a una bestia informe. Incluso en los cementerios hay bestias a las que matar, pensó. Su mirada se desvió después hacia el desfile de mujeres, hombres y niños; el color de sus harapos, blancos, como dictaba la tradición del duelo entre los pobres, contrastaba con los caros ropajes de luto, negros, que solo podía lucir la nobleza.
—Gard —llamó al capitán de la guardia. Este se acercó hasta quedar junto a él—. Cuando llegue el día de mi funeral, no pagarás a nadie para que llore por mí —susurró. Gard elevó una de sus rubias cejas y miró al rey interrogante—. Hacen tanto ruido —dijo mirando a las plañideras y huérfanos contratados para llorar— que, si sonara mi campanilla[4], nadie la escucharía —aseveró.
Gard asintió cuadrándose de hombros.
—El día que mueras, haré guardia en el interior de tu cripta hasta que mis huesos se desintegren —afirmó con seriedad.
Iolar, iracundo, fue a responder la afirmación vertida por su amante, cuando la súbita ruptura de la línea de luminarias y los abucheos y gritos de desdén procedentes de los caballeros sin tierras que cerraban el cortejo fúnebre llamó su atención. Al momento se vio rodeado por un muro infranqueable de soldados con los escudos levantados y las espadas prestas a defenderle.
Gard se aseguró de que sus hombres formaran un círculo protector alrededor del rey y luego se dirigió presuroso hacia el origen del alboroto. Probablemente alguien había comenzado a disfrutar del banquete —y del vino— antes de finalizar las exequias, pero aun así, quería asegurarse de que todo estuviera en orden. No era habitual que se dieran ataques en Madriguera de la Víbora, la capital del ducado de Neidr, pero tampoco podía obviar que, aunque tranquila, la frontera sur del reino del Verdugo era un blanco apetecible para los reinos aledaños.
Caminó a grandes zancadas hasta llegar el grupo de vasallos de Rousinol y Neidr que amenazaban al instigador del alboroto: un soldado de enmarañado cabello rojizo que mostraba señales de violencia en el rostro y apretaba una de sus manos contra el hombro izquierdo. De entre sus dedos brotaba la sangre, casi ocultando el emblema grabado en la ajada sobreveste que vestía. Gard se acercó y entornó los ojos, concentrado; el joven portaba el uniforme de los soldados de Sacrificio del Verdugo, y el emblema oculto por el rojo fluido no era otro que el del propio rey.
A una señal de su mano, los guardias que le acompañaban se abrieron paso entre los caballeros que acorralaban al muchacho y, prendiendo a este por las axilas, le obligaron a levantarse e ir junto a él.
El joven soldado cayó de rodillas ante el capitán, más por debilidad y dolor que por honrar al hombre al que debía lealtad y obediencia en nombre del rey.
—Te conozco —dijo Gard asiéndole de la barbilla y obligándole a levantar la vista.
—Sí, mi señor —farfulló el pelirrojo entre gemidos—. Fui uno de los que falló al rey en el bosque del Verdugo.
—Te destinaron a la frontera sur, estás lejos del límite que debes guardar —siseó Gard enfadado. Iolar había dado una segunda oportunidad al pelirrojo y el muy inútil la desaprovechaba—. ¿Qué motivo te ha traído hasta aquí?
—Fuimos atacados, señor. He cabalgado sin pausa para poder advertiros…
—¿Problemas con vuestras tierras, Neidr? Creí que habíais asegurado las fronteras para recibir el séquito del rey en el entierro de vuestra esposa —interrumpió el conde de Rousinol desviando la mirada al duque. Ambos se habían acercado al percatarse del alboroto. Uno para cuidar el buen nombre de su feudo, el otro para atacarlo.
—Este zarrapastroso miente. En mis tierras reina la paz, mi mesnada se ocupa de ello —se defendió Neidr—. Quizá vuestros soldados, Rousinol, se han afanado en catar los caldos con los que honraré el banquete y, enaltecidos, han decidido divertirse un poco con este pobre hombre. De todos es bien sabido el carácter batallador de los norteños.
—¿Estáis acusando a mis hombres de algo, Neidr? —le preguntó sibilino el conde.
—Basta —los interrumpió Gard, hastiado de la eterna rencilla entre ambos nobles—. ¿Quién os atacó y dónde? —interrogó al joven.
—No los pude identificar, capitán. Ocurrió poco antes del amanecer, cerca del páramo del Traidor, señor, el páramo que linda con el bosque del Verdugo —se apresuró a explicar el joven haciendo hincapié en el lugar del ataque—. Eran superiores en número y nos atacaron por la espalda. Nada pudimos hacer.
—¿Y solo tú has salvado la vida? —ironizó furioso Neidr mirando al herido.
No permitiría que nadie pusiera en duda la seguridad de sus fronteras, menos aún el día que el rey había acudido al entierro de su difunta duquesa.
—No será que pretendes ocultar alguna tropelía que hayáis realizado tú y tus compañeros…
—No busquéis excusas, duque; es la seguridad de vuestro feudo la que falla, no el ánimo del joven —se inmiscuyó Rousinol, luego alzó la voz y se dirigió a su hombre de confianza—. Lleva a este muchacho a nuestro campamento y ocúpate de sus heridas, es un héroe que ha tratado de defender la frontera de Neidr y a nuestro rey —apuntó socarrón.
—No —rechazó rotundo Gard antes de que Neidr pudiera decir nada—. Irá con el resto de nuestros soldados. —Algo en la mirada del pelirrojo le decía que necesitaba hablar con él, sin testigos.
—Pero, capitán, está herido. Quizá deberíais permitirle curar sus heridas para luego poder interrogarle con más… énfasis —propuso Rousinol con las pálidas cicatrices de su mejilla marcándose por la furia que sentía y no podía mostrar.
Gard no contestó, simplemente indicó con un gesto a sus hombres que levantaran al caído y le siguieran, después giró sobre sus talones y se dirigió presuroso al lugar en que el rey aguardaba.
—¿Y bien? —preguntó Iolar cuando llegaron hasta él.
—Majestad, debo hablar con vos… —jadeó el joven antes de que nadie le diera permiso para hablar.
Gard desenvainó con rapidez la daga que llevaba a la cintura y la colocó sobre la garganta del hombre. No era el lugar ni el momento para que hablase, había demasiados oídos pendientes de la conversación.
—Nadie te ha autorizado a hablar ante el rey —siseó feroz, advirtiéndole con la mirada de que mantuviera silencio.
Los ojos del joven se desviaron a un lado y otro, deteniéndose un instante en cada rostro desconocido que rodeaba al monarca. Sus labios permanecieron cerrados.
—Sé quién eres y dónde fuiste enviado. —Fue lo único que dijo Iolar ante el arranque violento de Gard.
—Majestad, el soldado asegura haber sido atacado en el páramo.
Iolar elevó la mano, ordenando al capitán que callara. La comitiva fúnebre se acercaba a la cripta y su lugar estaba allí, no parado en mitad de un círculo de soldados. Sin mediar palabra, penetró en la oscura gruta labrada por el hombre, se colocó junto al duque y los demás nobles y observó con gesto respetuoso cómo introducían el cuerpo envuelto en un fastuoso sudario en el lugar en que reposaría el resto de sus días. Esperó hasta escuchar el sonido de la piedra contra la piedra que sellaba el féretro y, cuando los llantos de las plañideras se elevaron de nuevo, dirigió la mirada al exterior de la cripta, donde un hombre herido esperaba arrodillado entre hienas con cuerpo de hombre.
—La duquesa está en su tumba. Mi palabra está cumplida —afirmó—. Acompañadme a mis aposentos, Gard, y traedlo con vos —dijo señalando al pelirrojo.
Solo el pulgar del monarca acariciando el anillo de cabellos castaños que siempre llevaba en el dedo anular le indicó a Gard la intranquilidad del rey.
—La dama del bosque está en peligro —susurró el pelirrojo en el mismo momento en que el capitán de la guardia cerró las pesadas puertas de madera de la estancia.
—¿La dama del bosque? —Iolar arqueó una ceja a la vez que se sentaba en un austero taburete de tres patas y se servía una jarra de vino.
—Es como llaman los hombres a la mujer que rescató al forajido en el bosque del Verdugo, majestad —explicó Gard de pie junto al pelirrojo. Iolar asintió con un gesto. Comprendía a quién se estaban refiriendo—. Habla.
—La dama del bosque está en peligro —repitió el muchacho tambaleándose.
La palidez de su rostro, sus marcadas ojeras y el temblor de la mano con que se sujetaba el hombro hablaban del padecimiento que estaba sufriendo. Pero ni el monarca ni el capitán de la guardia mostraron compasión por él.
El joven sacó fuerzas de flaqueza e irguió la espalda.
—Siguiendo las órdenes de Fear, estábamos montando guardia en la frontera sur, cerca de la senda del páramo del Traidor. Uno de mis compañeros se internó en el páramo para aliviar sus necesidades y regresó al poco, informándonos de que se había topado con un grupo de mercenarios que estaban tramando atacar a una mujer en el bosque. Nos dispusimos a detenerlos, pero nos estaban esperando… Nos emboscaron —dijo mirando a Gard—, eran superiores en número y uno a uno fuimos cayendo. Solo quedábamos dos cuando una espada me atravesó el hombro. Caíal suelo al mismo tiempo que la cabeza decapitada de mi compañero. —Miró arrepentido a Gard—. Solo yo salvé la vida, capitán. No me levanté, me hice pasar por muerto —confesó, agachando la testa—, pero no fue cobardía, majestad —afirmó levantando la cabeza y mirando al rey a los ojos—. Mientras nos masacraban, uno de los rufianes habló de darse prisa; debían ir al bosque Prohibido, apresar a la mujer salvaje y entregarla en Olla antes de que el sol se ocultara. No sé cuáles son sus planes ni a quién deben entregarla, majestad, pero allí habita la dama del bosque… —Hizo una pausa, temeroso de continuar—. Y sé que vos tenéis intereses familiares en ella —declaró tragando saliva—. Por eso decidí optar por la cobardía de una muerte falsa, para poder de esa manera escapar e informaros. Mi vida está a vuestro servicio, majestad —finalizó arrodillándose e inclinando la cabeza. Esperando el golpe de gracia de la espada del capitán de la guardia por confesar su cobardía e insinuar que la dama del bosque era hija del rey.
—Gard, reúne a tus hombres y que salgan inmediatamente hacia el bosque del Verdugo —ordenó Iolar levantándose y dirigiéndose hacia la puerta.
—¡Aguarda! —le exigió Gard, sujetándolo por el codo cuando pasó junto a él. Ambos hombres habían olvidado las férreas normas por las que se regían cuando no estaban solos—. ¿Adónde vas? —siseó cuando el rey intentó zafarse de su agarre—. No puedes pretender ir solo al bosque. Maldita sea, Iolar, espera al menos a que mis soldados y yo estemos pertrechados.
—Sois demasiado lentos —aseveró el rey dando un tirón que lo liberó de las garras de su amigo—. Mi hija está sola allí, sin nadie que la defienda. No me voy a quedar cruzado de brazos esperándoos.
—Si montas en tu diabólico semental, no podremos darte alcance; nadie te cubrirá las espaldas hasta que lleguemos. ¿Vas a arriesgar tu vida por unos pocos minutos de espera? —renegó Gard apoyando ambas manos sobre la puerta, impidiendo que Iolar la abriera.
—Si tu semental fuera el más rápido del reino, ¿esperarías a un atajo de pencos para defender a tu hija? —le preguntó a Gard mirándole a los ojos. El capitán de la guardia se apartó de la puerta—. Date prisa en llegar, viejo amigo —se despidió el rey recorriendo a grandes zancadas el pasillo que le llevaría hasta el patio de armas, y de allí a las cuadras, donde le esperaba su salvaje corcel.
—¡D’aois! —gritó Gard desde la puerta. Un segundo después un viejo vestido con la librea roja de Ciudad de Sacrificio acudió corriendo por el pasillo.
—Mi señor, el rey acaba de salir como si llevara el diablo en las botas —comentó—. ¿Ha sucedido algo con el alborotador pelirrojo? —preguntó extrañado. Todo el castillo se hallaba preso de las habladurías por la manera en que el rey se había hecho acompañar por un joven soldado herido.
—Manda un mensajero a Sacrificio del Verdugo, que le diga a Fear que quiero veinte soldados en el bosque Prohibido, solo hombres de confianza. Los quiero allí, ya —ordenó Gard sin dar ninguna explicación. No tenía tiempo que perder—. Mientras reúno a los hombres, asegúrate de que los mozos de cuadra tienen listos a los caballos —concretó abandonando la estancia—. Ah, y que Meddyg atienda las heridas de este soldado. —Se detuvo un instante para observar con ojos entornados al pelirrojo—. ¿Cuál es tu nombre?
—Coch, señor —contestó el interpelado, aún de rodillas y con la mirada fija en el suelo.
—En cuanto pueda mantenerse sobre un caballo, mándalo a Fear; quiero que lo adiestre para que entre a mi servicio. Su lealtad no puede desaprovecharse en las fronteras —afirmó, haciendo un gesto con la cabeza al soldado herido, que lo miraba estupefacto.
Gard no esperó a que D’aois asintiera a sus palabras, abandonó la estancia dirigiéndose con rapidez hacia el cuartel en que estaba alojada su guarnición. Cuando llegó, no le hizo falta ordenar que se pertrecharan; todos los hombres habían visto al rey montar el salvaje semental y cabalgar sobre él, veloz como el diablo que era, mientras abandonaba el patio de armas sin esperar a que se subiera por completo el rastrillo de la entrada al castillo.
Algo pasaba y estaban preparados para cumplir cualquier orden que recibieran.