ÉRASE UNA VEZ UN DESCUBRIMIENTO INESPERADO QUE DEVINO EN UNA PASIÓN PROHIBIDA, EN UN AMOR IMPOSIBLE DE ESCONDER O SOSLAYAR.
Al anochecer, 10 de tinne (julio)
Gard observó desde una aspillera del cuartel de la guardia la llegada de Iolar. Lo vio desmontar presuroso de su semental nada más entrar en el patio de armas y arrojar las riendas al suelo, sin esperar a que un mozo de cuadras las recogiera, para después encaminarse con pasos furiosos hacia la Torre del Homenaje. Gard no esperó más. Dio instrucciones a los soldados de la guardia, tomó nota mental de los requerimientos de Fear y abandonó el cuartel con rapidez. A Iolar le había pasado algo en el bosque. Nunca regresaba tan pronto, ni tan alterado.
Cuando entró en la Torre del Homenaje se dirigió al gran salón, seguro de encontrar allí a su rey. Y así fue.
Iolar, con gesto hastiado e impaciente, trataba de librarse de la multitud que le había rodeado nada más entrar. Damas que solicitaban merced para sus esposos y que estaban dispuestas a complacerle por ello, en la cama o fuera de ella. Nobles de alta cuna, arrogantes y pendencieros, que exigían más, que solicitaban una reducción de impuestos, una nueva cacería o una muestra del favor real para conquistar una ciudad, una dama o una apuesta. Jóvenes caballeros, la mayoría arruinados, dispuestos a rendirle vasallaje y luchar en cualquier guerra a cambio de algún cargo de relativa importancia, y, por supuesto, monjes orondos en busca de nuevas rentas con las que enriquecerse.
Iolar afiló la mirada y templó el gesto, Gard acababa de entrar en el salón y precisaba hablar con él.
—Mañana, durante la audiencia escucharé peticiones —tronó con su voz de rey a la vez que observaba a cada uno de los solicitantes con regia altivez.
Los más inteligentes dieron un paso atrás, conocedores de que ese día no obtendrían nada del monarca. Los más desesperados se mantuvieron en sus posiciones, intentando un nuevo acercamiento al rey.
—Majestad, esta mañana intenté hablar con vos, pero vuestra partida lo impidió. —El duque de Neidr interrumpió la marcha del monarca, colocándose ante él—. Debo regresar a mi feudo, la vida de mi duquesa se consume y yo me veo en la obligación de mantenerme alejado de ella hasta poder haceros partícipe de cierta cuestión… —imploró recordando al rey sus palabras de esa misma mañana.
—Hablad —ordenó Iolar. Si no se deshacía de Neidr en ese mismo instante, lo tendría revoloteando a su alrededor hasta que le escuchara.
—Tras la caída de caballo que sufrió en la Cañada Real, la vida de mi dama pende de la mano del Señor. Los sacerdotes ya le han dado la extremaunción y solo esperamos su pronto ingreso en el reino de los cielos, pero una cuestión la mantiene anclada a estas tierras.
—Decid qué necesitáis y dejaos de rodeos —le interrumpió Iolar arqueando una ceja, harto de la palabrería que el duque usaba para impresionar al resto de nobles que había en la sala.
—Sire. —El duque agachó la cabeza e hizo una pronunciada reverencia y, sin levantar la mirada del suelo, se atrevió a exponer al monarca su petición—: El último deseo de mi dama antes de abandonar este mundo y entrar en la gracia de Dios es que vos acudáis a su entierro.
—¿Acaso dudáis de mi presencia en el funeral de un par de mi reino? —le increpó Iolar con los ojos entornados.
—Jamás se me ocurriría, majestad. Pero ella os tiene en gran estima, y me solicitó bajo juramento que os trasladara su deseo, y me veo en la obligación de hacer justicia a mi palabra.
—Decidle que allí estaré —aceptó el rey, a continuación fijó la mirada en Gard—. Buscad a Luch y acompañadlo a la sala del rey.
Iolar no esperó a ver la mirada interrogante de su leal amigo, se dio la vuelta, e ignorando la cara de consternación de los nobles, caminó con largas y firmes zancadas hacia las escaleras que le llevarían a sus dependencias privadas. Poco después, un golpe en la puerta le advirtió de que sus órdenes se habían cumplido.
Gruñó una respuesta ininteligible y se acomodó tras la enorme mesa de madera pulida que ocupaba gran parte de la estancia.
Gard entró acompañado de un hombrecillo de edad indeterminada, pequeño, delgado y casi calvo. Los acompañaba una sirvienta que portaba una bandeja con tres jarras de estaño que depositó en la mesa, antes de hacer una tímida reverencia y retirarse apresurada.
—Me he permitido ordenar un buen caldo para acompañarnos en la reunión —comentó Gard bebiendo de su jarra.
Iolar sonrió para sus adentros; Gard leía en su mente como en un libro abierto. En verdad necesitaba un poco de vino de la mejor cosecha antes de ocuparse de los asuntos por los que había mandado llamar a Luch.
El hombrecillo carraspeó, llamando la atención de ambos hombres. Por muy poderosos que fueran, por mucho que uno fuera el mismísimo rey y el otro su más intimo amigo, él tenía cosas importantes que hacer y no podía perder el tiempo en majaderías de taberna.
Iolar arqueó una de sus regias cejas ante la interrupción del adalid de sus informadores.
Luch le miró impaciente a la vez que tamborileaba con los dedos sobre la mesa.
—Cuando un hombre ve a su rey en pañales, no puede evitar perderle el miedo —comentó el hombrecillo—. Si tenéis algo que decirme, majestad, hacedlo ahora, y si no, permitidme continuar con las miles de cuestiones de suma importancia —apuntó con chanza— con que me abrumáis a diario.
—Ten cuidado, viejo. Mi paciencia tiene un límite —advirtió Iolar ante la sonrisa ladina de Gard.
—No recuerdo ningún tiempo en que hayáis gozado de esa cualidad, sire —replicó burlón.
Gard estalló en carcajadas al escuchar a Luch. Iolar no pudo menos que sonreír ante la desfachatez de su más antiguo mentor.
—Quiero que busques información de un puto llamado Kier —exigió el rey al punto, mostrando en la severidad de su voz la urgencia de la orden.
—¿Kier, de Olla del Verdugo? —Ante la mirada interrogante del monarca, el viejo se apresuró a completar la información—. Es una aldea limítrofe con el bosque del Verdugo.
—Puede ser —asintió Iolar pensativo—. Desapareció hace poco más de un mes…
—Arrebatado de manos de los soldados por una dríade. Unos soldados que pretendían cortarle la cabeza al joven, eso sí, después de arrancarle la virilidad a latigazos por encargo de cierto noble del que no logro averiguar la identidad —completó Luch la frase del rey—. No sé por qué os extrañáis, muchachos —gruñó el viejo ante las miradas atónitas del monarca y el capitán de la guardia—. Prometí a mi rey en su lecho de muerte cuidar de su familia. Y Aisling es tu hija, su nieta —afirmó mirando sin pestañear a Iolar, obviando el tono formal que solo usaban cuando estaban rodeados de más gente.
—Cierto… —afirmó Iolar. Luch era un viejo metomentodo, el mejor en su trabajo.
—Lo que me lleva a pensar… —le interrumpió el hombrecillo—. ¿Por qué preguntas ahora por él? ¿Qué sabes tú que yo no sé? —interrogó con ojos acerados a la vez que arrugaba la nariz.
—Está vivo.
Ante la afirmación de Iolar, Gard y Luch se irguieron sobre las sillas y observaron con inquietud a su amigo y rey.
—Aisling le ha curado las heridas y ahora vive con él en el claro —continuó Iolar—. Está… entusiasmada con su nuevo amigo —afirmó con un gesto de repulsa.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó Gard.
—Ella misma me lo ha contado… resulta que mi hija habla. ¡Habla! Trece malditos años callada y cuando rescata a un repugnante puto y se lo lleva con ella a ese bosque del diablo, recupera la voz —gritó furioso tirando con un golpe de brazo lo que había sobre la mesa—. Averígualo todo sobre ese malnacido, Luch. Quiero saber si alguien le importa lo suficiente como para hacerle salir del bosque, cuáles son sus puntos débiles, qué puede hacerle a mi hija… ¡Todo! Averígualo y dime la manera de llegar hasta él, para que pueda separarle la cabeza del cuerpo antes de que la luna llena se oculte de nuevo en el cielo.
—Siéntate, muchacho, y déjame contarte lo que sé —indicó Luch, indiferente ante la regia ira del rey, que no distaba mucho de las pataletas que se cogía de zagal cuando no lograba ganarle al ajedrez—. No es un puto, al menos no como la gente piensa. No se folla a las damas; parece tener una regla que cumple a rajatabla: donde tengas la olla no metas la polla.
—Le has estado investigando, viejo —afirmó Gard cabeceando satisfecho.
—Siempre es bueno conocer todo lo que ocurre alrededor de mi rey —declaró el hombrecillo mirando socarrón a los dos amantes—. Es un joven agraciado, poco mayor que Aisling. Vende falos de madera, fundas para pollas, aceites de placer y cosas por el estilo y, una vez al mes, acude al mercado de la ciudad para vender ollas a la plebe y vergas a los mercaderes. También aprovecha para entregar a las sirvientas de las nobles, previo pago, por supuesto, varios encargos con los que las damas juegan en su intimidad. En las ocasiones que las damas lo requieren, se adentra en el bosque del Verdugo, donde, además de hacer entrega de sus artilugios, si la dama lo solicita, le enseña cómo utilizarlos. Pero no se las folla, algo de lo que se han quejado ardientemente las mujeres que han hablado con mi hombre de confianza.
—¿Tu hombre de confianza? —inquirió asombrado el capitán de la guardia.
—El joven Pulcher, Gard. ¿O acaso pretendéis que con mi aspecto sea capaz de seducir a las altivas damiselas para sonsacarles información…? Cada uno tiene sus limitaciones, y yo soy muy consciente de las mías. —Se encogió de hombros antes de continuar hablando, con la mirada fija en el rey—. El puto no tiene familia ni debilidades con las que atraerle a tu trampa. Es un solitario que no se ha metido nunca en problemas, hasta que el mes pasado le tocó las narices a alguien y este pagó a tus soldados para que le arrancaran los cojones. Imagino que al buen noble no le cayó en gracia descubrir que su esposa tenía un amante más satisfactorio que él, aunque fuera de cuero; pero como digo, son solo elucubraciones. No hemos podido descubrir quién está detrás de ese castigo —aseveró con una mueca indignada.
—Averígualo —ordenó Iolar pensativo—; busca la manera de llegar hasta él, Luch. Y… ¿recuerdas a Morag Dair, aquella bruja que decía saber cosas sobre Fiàin?
—¿La que aseguraba conocer todas las leyendas sobre las dríades, aquella a la que expulsaste del castillo cuando te hartaste de escuchar sus verdades? —Iolar apretó los dientes con fuerza, el hombrecillo sonrió antes de contestar—: Sí.
—Tráemela.
—¿Por fin te convences de que tu hija es una dríade? —inquirió burlón el viejo.
—Siempre lo he sabido, Luch. Le prometí no obligarla a regresar a la ciudad…
—¿Piensas romper tu promesa? —inquirió Gard intrigado al ver el gesto de su amigo.
—No. Solo regresará por propia voluntad. —Ante las miradas interrogantes de su amante y de su mentor, Iolar decidió exponer parte de sus pensamientos—. Quiero averiguar cómo despertar a una dríade de su letargo. —Los miró con intensidad antes de decir aquello que no se atrevía todavía a creer—. Fiàin está viva.
Gard y Luch se levantaron sorprendidos por la noticia, pero, antes de que pudieran decir nada, Iolar despachó al viejo con un gesto.
—Vete, Luch. Averigua lo que te he pedido, y tendrás mi agradecimiento eterno.
—No quiero tu agradecimiento, muchacho; solo deseo que sepas bien en qué aguas estás a punto de hundirte —advirtió saliendo de la estancia.
Gard esperó hasta que dejaron de oírse las pisadas del hombrecillo, y luego cerró la puerta con cerrojo. Cuando se volvió, la estancia estaba vacía, caminó hasta las escaleras que llevaban a las estancias privadas del rey y ascendió por ellas hasta la habitación real.
Iolar había retirado el tapiz que cubría el estrecho ventanuco y miraba a través de este en dirección al bosque del Verdugo.
—¿Cómo sabes que está viva?
—Me lo ha dicho Aisling. Fiàin está dormida en el maldito roble que se la tragó. Debo despertarla y obligarla a salir de él.
—¿Cómo piensas hacerlo?
—Secuestrando al amante de Aisling.
—¡¿Su amante?! ¿Ese puto ha osado tocar a tu hija? —tronó Gard golpeando con ambos puños la mesa. Iolar asintió con la cabeza—. Juro que mataré a ese bastardo.
—Lo harás, pero antes lo utilizaremos en nuestro beneficio —musitó Iolar con la mandíbula apretada—. Cuando Aisling descubra que yo tengo a su amigo, vendrá a Sacrificio del Verdugo por su propia voluntad; eso asustará a Fiàin y la hará despertar. No esperará de brazos cruzados en el bosque, vendrá a buscar a nuestra hija, y, entonces, la tendré al alcance de la mano.
—No puedes encerrarla en el castillo de nuevo, Iolar. Aquello la mató… estuvo a punto de matarla —se corrigió Gard.
—No voy a encerrarlas. Le demostraré a Aisling cómo es en realidad su puto y, después, dejaré que ella decida si marcharse o no. Y a él le arrancaré la piel a tiras —afirmó con ferocidad sin dejar de observar el bosque. Gard asintió en silencio—. Y con respecto a Fiàin… solo quiero volver a verla, comprobar con mis propios ojos qué queda de la mujer que nos robó el alma. —Se volvió hacia el capitán de la guardia con la mirada empañada por los recuerdos—. ¿Recuerdas como era, Gard? Han pasado trece años y aún puedo evocar el color de su cabello, el sonido de su risa…
—La manera en que entornaba los ojos cuando se enfadaba, la suavidad de sus manos —le interrumpió el capitán de la guardia acercándose a él.
—El aroma de su piel, el sabor de sus pechos… —Iolar enredó los dedos en el largo cabello rubio de su amigo y tiró de él hasta que sus bocas se juntaron.
—La calidez de su boca devorándonos la polla —jadeó Gard mordisqueando los labios del rey.
—Quiero volver a sentirla temblar bajo mi cuerpo —afirmó Iolar llevando a Gard hasta el lecho—. Quiero perderme en ella de nuevo.
—No, Iolar. Lo que quieres es que volvamos a jugar con fuego —aseveró Gard empujándole sobre la cama para luego arrancarle el jubón de suave piel y la camisa de seda y desgarrarle las finas calzas que cubrían la regia erección.
Gard inspiró, llenando sus pulmones con la esencia de su rey, y, a continuación, este hundió la imponente y real polla en las profundidades de su boca.
—Qué mejor fuego para quemarnos que aquel que arde en el interior de Fiàin —jadeó Iolar apresando entre las manos la cabeza de su amante y obligándole a tomarle más profundamente.
Gard se liberó de las manos que le sujetaban y levantó la mirada. Sus labios húmedos esbozaron una sonrisa que casi detuvo el corazón del monarca.
—Quemémonos —aceptó dando un ligero mordisco en el glande de su rey.
Iolar jadeó excitado cuando sintió los dientes de Gard deslizarse por el tronco de su polla, arañándole con cuidado, para a continuación lamer cada rasguño con su lasciva lengua. Se mordió los labios para no gritar de placer al notar los dedos de su amigo adentrarse bajo las rasgadas calzas hasta acoger sus testículos y comenzar a jugar con ellos.
Cerró los ojos y recordó.
Su mente voló veinte años atrás en el tiempo, al momento en que la había dejado escapar por primera vez.
* * *
Hacía poco más de un mes que había llevado a la dríade al castillo del Verdugo e Iolar se había ido ganando su confianza poco a poco. Ella era similar a un animal salvaje, desconfiada, imprevisible y peligrosa, las marcas de mordiscos que adornaron los brazos del monarca durante la primera semana que estuvo cautiva eran buena prueba de ello. Había conseguido que no rasgara los sencillos vestidos con que la obligaba a vestirse, que dejara de atacarle cuando se acercaba a ella e incluso que le dedicara su enigmática sonrisa en un par de ocasiones, pero aún no había podido escuchar su voz ni averiguar su nombre.
Su feroz dríade no sabía hablar, ni parecía dispuesta a aprender, aunque al menos Iolar había conseguido que aceptara su presencia siempre y cuando esta no fuera demasiado cercana. Pero eso no tenía la menor importancia ya que esa misma mañana la había dejado escapar en un arrebato de… ¿compasión? ¿Remordimiento? ¿Estupidez?
Sin pararse a pensarlo había ordenado a sus hombres subir el rastrillo de la entrada al castillo mientras paseaba junto a ella por el patio de armas. Ella había posado sus ojos color lavanda en él y había caminado, altiva como una reina y sinuosa como una serpiente, hasta la arcada que era la frontera con el exterior del castillo, la había traspasado con una maliciosa sonrisa en los labios y había escapado.
Ni Iolar ni Gard habían podido despegar su mirada de ella cuando echó a correr en dirección al bosque del Verdugo. Lo último que vieron fue su vestido blanco ondeando al viento, enganchado en un matorral cercano a la Cañada Real.
La salvaje dríade había vuelto a su feudo, olvidando todo aquello que no pertenecía al bosque, incluidos los dos hombres a los que había robado el alma.
—Es lo mejor, Iolar. No tienes tiempo para domar fieras y reinar a la vez —le susurró Gard horas más tarde, en la intimidad de sus aposentos.
Iolar se limitó a asentir con la cabeza.
Le había costado la misma vida dejarla marchar.
Gard tenía razón, no podía permitirse tener la cabeza llena de lujuriosas imágenes de la dríade mientras debatía con los nobles o juzgaba en las audiencias. Aunque no era ese el motivo por el que le había devuelto la libertad.
Había observado al capitán de la guardia cada día que ella había estado en el castillo y, por mucho que este intentara mostrarse impasible, los rasgos severos de su rostro no podían ocultar la desolación que se leía en los atormentados ojos azules. Ambos se habían prendado de la dríade, pero Gard, como el fiel amigo que era, se había apartado y había mirado a otro lado, consciente de que tan exquisito bocado solo podría saborearlo su rey.
Iolar negó con la cabeza, ni siquiera él había podido tocarla, ella no se dejaba domar.
—Olvidémosla —musitó Iolar aquel atardecer veinte años atrás, antes de darse la vuelta hacia Gard y devorarle la boca como hacía cada noche desde que ambos eran unos adolescentes imberbes.
Sus lenguas se enredaron en un combate en el que no había vencedor ni vencido, y a la vez, sus manos se apresuraron en despojarse mutuamente de los ropajes que les impedían acariciarse como deseaban.
Gard, como casi siempre, fue más rápido que su rey.
Los dedos de Iolar aún bregaban con los cordones de las calzas, cuando el joven rubio se arrodilló en el suelo, desgarró la tela y, asiendo con una mano el real pene, comenzó a lamerlo a la vez que con la otra mano se colaba entre los muslos del monarca para alojar los testículos en la palma.
Iolar apoyó la espalda en la pared de piedra y abrió las piernas para permitir a su amante acceder sin trabas a sus genitales. Jadeó excitado cuando Gard comenzó a masturbarlo con la mano mientras chupaba con fuerza su glande lloroso y los dedos que lo envolvían. Sabía lo que venía a continuación, su compañero estaba lubricándose los dedos. Cuando estuvieron ungidos en saliva, Gard penetró con el índice el ano de su rey a la vez que arañaba sutilmente con los dientes una de las venas marcadas en la exquisita polla que estaba devorando.
Iolar se mordió los labios para no gritar. No pensaba complacer a Gard con sus gemidos, al menos no tan pronto. Aferró la cabeza de su amante con ambas manos y le obligó a tomarle más profundamente. En ese momento, un jadeo que no provenía de él llamó su atención.
Sus párpados se elevaron, mostrando la alerta en sus ojos negros como la obsidiana.
Sus obscenos juegos nocturnos no podían ser descubiertos.
—Gard… —jadeó tirando de los cabellos enredados en sus dedos, obligando al capitán a separarse de su falo a punto de estallar.
—¿Qué…? —Gard levantó la cabeza y se volvió hacia el lugar en que estaba fija la mirada de su rey—. ¡Maldición! —exclamó al ver a la dríade junto a la ventana, desnuda, observándolos.
Fiàin gruñó extrañada al ver la estupefacción de los dos hombres. Intrigada, se sentó en el borde de la cama e inclinó la cabeza a la vez que se lamía los labios.
—¿Por dónde demonios has entrado, mujer? —gritó Iolar.
La altiva dríade señaló la ventana con la mirada y después volvió a posar sus hermosos ojos lavanda sobre el pene erecto del rey.
—¡Mujer entrometida! —bramó Iolar comenzando a atarse los calzones—. ¡Cuando te quiero a mi lado, me esquivas, y cuando te dejo ir, me espías! ¡Maldita seas!
—Fiàin —susurró ella con voz gutural, luego se levantó de la cama y se acercó al rey.
—¿Qué demonios…? —susurró Gard al observar estupefacto cómo la dríade sujetaba irreverente las muñecas de Iolar y le impedía cubrir su erecta polla.
El capitán de la guardia dio un paso atrás, consciente de que su tiempo en el lecho del monarca había llegado a su fin, pero aun así, no pudo dejar de observar la mirada embelesada de su amigo cuando ella le acarició el pene bañado en saliva.
Recurrió a toda su fuerza de voluntad y se volvió de espaldas a ellos, luego inspiró profundamente y caminó en silencio hasta la puerta. Un roce en la espalda le hizo darse la vuelta. Ella estaba jugando con su cabello. Había dejado a Iolar apoyado en la pared, todavía aturdido, y había ido hasta él para enredar sus finos dedos en su rubia melena.
—¡Ve con tu rey, mujer! —le ordenó Gard con las venas del cuello marcadas por la tensión.
—Fiàin. —Volvió a susurrar ella a la vez que le acariciaba los labios con las yemas de los dedos.
Entornó los ojos, pensativa, y acto seguido presionó la boca masculina con el índice, hasta que él le permitió la entrada y comenzó a chuparle el dedo sin ser consciente de sus actos. Sonrió ensimismada y se llevó ese mismo dedo hasta sus propios labios para saborearlo.
—¡Basta! —Gard sacudió la cabeza aturdido, haciendo que la dríade retrocediera de un salto y enseñara los dientes en un gruñido amenazador.
—Ha hecho algo parecido conmigo —murmuró en ese instante Iolar—, me ha tocado la polla y luego se ha llevado la mano a la boca. Es como si quisiera saborearnos… a los dos.
—¡Regresa con tu rey! —ordenó Gard enfadado, empujándola hacia su amigo—. Y déjame marchar en paz —musitó.
La dríade se defendió arañándole el pecho con las uñas a la vez que giraba sobre sí misma y saltaba para caer felina en el suelo, con las piernas flexionadas, el cuerpo inclinado hacia delante y las manos formando garras, lista para atacar. Esperó la reacción de ambos hombres, y cuando esta no se produjo, se sentó en el borde del lecho, y los miró burlona a la vez que separaba las piernas y dirigía el dedo con que los había saboreado a ambos hasta su sexo.
Los dos amantes observaron sorprendidos cómo se acariciaba el clítoris y, cuando el primer gemido escapó de sus voluptuosos labios, Gard cabeceó con fuerza y apresó entre sus tensos dedos el tirador de la puerta. No podía continuar allí. No podía seguir mirándola. No quería ver lo que, estaba seguro, iba a pasar a continuación.
—Espera, Gard; aún no ha llegado la hora de tu partida. —Le detuvo Iolar sin dejar de mirar a la libidinosa dríade—. Nos estás volviendo locos, mujer.
—Fiàin —volvió a decir ella.
—¿Es ese tu nombre? ¿Fiàin?
—Fiàin —repitió ella levantándose y caminando hasta el hombre que permanecía inmóvil junto a la puerta.
Gard dejó de respirar cuando ella tomó su mano y tiró de él hasta llevarle junto al rey.
Jadeó asombrado cuando la dríade, Fiàin, posó la mano sobre su cabeza y le instó a arrodillarse, para luego guiarle hasta la polla enhiesta de su amigo.
—Creo que quiere mirarnos, Gard —comentó Iolar divertido—. Démosle ese placer, al fin y al cabo no sabe hablar… no se lo puede contar a nadie.
Gard contempló conmovido a su amigo, y, sin dejar de mirar sus ojos negros como la noche, introdujo su enorme falo en la boca. Pocos segundos después, un coro de gemidos y jadeos masculinos llenó la estancia.
Fiàin observó curiosa a los hombres. Eran hermosos y fuertes, viriles y poderosos, dos enérgicos sementales. Se deleitó con sus músculos ondulantes, con las venas hinchadas que se marcaban bajo sus pieles en los brazos y el cuello, y con el aroma a macho excitado que emanaba de ellos.
Acechó curiosa cada uno de sus movimientos cuando ambos acabaron en el suelo. El rubio de ojos azules a cuatro patas, como los lobos, y el moreno sobre él, penetrándole la única entrada del cuerpo con la que ella jamás había imaginado que se pudiera jugar.
Se acercó sinuosa hasta ellos, sin importarle que ambos hombres siguieran con la mirada cada uno de sus pasos. Se arrodilló a su lado y, cuando las embestidas del moreno se hicieron más potentes, comenzó a acariciar la espalda del rubio, para después descender desde sus costillas al vientre y de allí a la endurecida y enorme polla que se balanceaba solitaria con cada acometida de las caderas de su amante.
—¡Ah, Iolar! No lo resisto más… voy a estallar… —jadeó Gard al sentir la caricia femenina.
Fiàin miró al moreno y formó su nombre con los labios sin llegar a pronunciarlo.
Iolar mantuvo la mirada fija en la dríade, comprendiendo el significado de los movimientos de su boca, y casi estuvo a punto de correrse cuando ella llevó la mano que tenía libre hasta su duro trasero masculino y comenzó a jugar con los dedos en la hendidura entre sus nalgas.
—Aguanta, Gard. Aguanta un poco y mírala, míranos —ordenó con voz ronca, conteniendo el brío de sus embates.
Gard obedeció a su rey; desvió su mirada añil del suelo y contempló a la dríade. Lo que vio estuvo a punto de llevarle al orgasmo.
El rey deslizaba una de sus manos por el vientre de la joven. Sus dedos se internaban decididos entre los rizos castaños del pubis para acabar posándose sobre la vulva brillante y comenzar a jugar con ella.
Los labios de Fiàin se abrieron en un mudo jadeo al sentir el primer roce áspero sobre su sexo. Separó las piernas, excitada, y el moreno, Iolar, introdujo uno de sus dedos dentro de ella. Dedos grandes, fuertes, dedos sabios que le hicieron tocar las nubes.
—Oh, Dios, Iolar… Dios… —jadeó Gard al sentir que la presión de la mano femenina sobre su polla se incrementaba.
—Aguanta un poco más, Gard —exigió el rey apretando las nalgas en un ramalazo de placer cuando uno de los dedos de Fiàin penetró por fin en su ano—. Solo un poco más. —No sabía si se lo ordenaba a su fiel amigo o a sí mismo—. Vamos, Fiàin, preciosa, grita para mí…
Posó el pulgar sobre el clítoris de la joven, y ella arqueó las caderas hacia él, frotándose contra la mano que hacía estragos en su sexo.
—Vamos, mi hermosa dríade, tiembla para nosotros… —la instó friccionando más rápidamente el clítoris e introduciendo un segundo dedo en la vagina.
Un gemido gutural escapó de la garganta de Fiàin cuando todo su cuerpo comenzó a arder, quemándole cada terminación nerviosa, volviéndola del revés.
Apenas un segundo después el grito ronco de Gard unido a la fuerte presión que tensó el recto en que tenía enterrado el pene, le indicó a Iolar que también su amante había alcanzado el orgasmo.
Una sonrisa orgullosa se dibujó en el rostro del rey a la vez que aferraba con ambas manos la cintura del capitán de la guardia y le embestía con ferocidad hasta obtener su propia satisfacción.
Esa misma noche, tiempo después, Iolar y Gard tomaron por vez primera a su lasciva y curiosa dríade. Iolar le penetró la vagina y Gard el ano, instaurando así la primera de las normas para ese extraño trío.
A la mañana siguiente descubrieron que ella había vuelto a escapar, dejando como únicos recuerdos de su presencia las blancas sábanas manchadas de sangre virginal y la memoria imborrable de ese primer encuentro grabado a fuego en sus almas.
Fiàin regresó un par de semanas después y, en aquella ocasión, se quedó por propia voluntad durante el tiempo que tardó la luna en renovar su ciclo. Retomaron sus juegos de cama y aprendieron a darse placer de distintas maneras, pero Gard no se permitió, ni se permitiría nunca, tomarla en aquel lugar en que su semilla podía germinar…
A partir de ese momento, Fiàin escapó en múltiples ocasiones de los brazos de sus amantes, y estos lo consintieron, conscientes de que debían permitirle ser libre si querían mantenerla a su lado. Anidaba durante un tiempo en su bosque, hasta que el deseo y la añoranza por ellos la hacían regresar, y llegó un momento en que los períodos que pasaba junto a sus robles eran mucho más escasos que los que pasaba junto a sus amantes humanos.
Hasta que llegó el día en que no pudo regresar a su bosque.
Tres motivos se lo impidieron. El primero: que ambos hombres entraron con fuerza inusitada en su corazón y se anclaron en él, sin dejar posibilidad de escapar de ellos u olvidarlos. El segundo: el amor que Iolar y Gard sentían por la hija que el primero de ellos había engendrado en su vientre una noche de verano. El tercero… El tercero fue el temor del rey a perder a ambas por culpa del bosque…
* * *
—¿Recuerdas el color de sus ojos, Gard? —musitó Iolar alejando los recuerdos de su mente y retornando al presente.
Estaba tumbado bocabajo sobre el lecho, con las piernas separadas y con un almohadón bajo su vientre levantándole las caderas.
Gard estaba tumbado entre sus muslos; jugaba con la lengua sobre su perineo y le masajeaba el trasero con las palmas de las manos. Al escuchar su pregunta, le hincó los pulgares en la hendidura entre las nalgas y dio un largo y húmedo lametón hasta posar la punta de la lengua sobre el fruncido orificio, que comenzaba a temblar de impaciencia.
—Claro que recuerdo sus ojos multicolores. Es imposible olvidarlos —aseveró penetrando con el índice el ano de su rey.
—Ahh… No. Antes de eso. Recuerda, Gard. Cuando la tomamos la primera vez eran malvas. Fueron de ese color los primeros meses que estuvo con nosotros. —Iolar tembló ante la explosión de placer mezclado con dolor que recorrió su cuerpo cuando el rubio capitán añadió un dedo al que ahondaba en su interior.
—Sí. —Gard sacó los dedos del cuerpo de su amante y vertió sobre ellos un poco de aceite, para luego volver a introducirlos profundamente—. Eran del color de un campo de lavanda en primavera —afirmó abriendo los dedos para dilatar más aún el recto que pronto penetraría.
—Y, un amanecer, cambiaron… —siseó Iolar al sentir que se ensanchaba bajo el brusco y placentero asalto.
—No. —Gard frunció el ceño, recordando—. No fue un amanecer. Fue una noche. La noche que nos contó por señas que había concebido. —Sus dedos abandonaron el interior del rey.
—Sí —jadeó Iolar al sentir el placer expandiéndose por su vientre cuando el pene de su compañero se frotó contra su oscuro orificio—. Cambiaron esa noche y, nueve meses después, nació Aisling.
—Piensa en Fiàin mientras te follo —ordenó Gard penetrando profundamente a su amante.
Iolar gruñó de placer; con cada embestida de su amante restregaba su propia verga contra la almohada que tenía bajo las caderas. Aferró las sábanas entre sus manos e imaginó que el cuerpo sedoso de Fiàin estaba debajo de él, que eran sus manos, y no las de Gard, las que sujetaban su cabello. La sangre recorrió veloz sus venas y el placer se acumuló en sus genitales, endureciéndolos. Su pene palpitó con fuerza un segundo antes de que la vorágine del orgasmo asolara sus sentidos. Cerró los ojos con fuerza, y vio de nuevo los iris multicolores de su amada.
Gard escuchó los roncos gemidos de Iolar, observó cómo los músculos de su espalda y glúteos comenzaban a temblar, cómo las venas se marcaban hinchadas bajo su piel y arremetió con mayor ferocidad en el interior de su rey. Dejó que sus párpados bajaran con lentitud para deleitarse de nuevo con el recuerdo de los ojos de dispar tonalidad de la única mujer a la que había amado.
Un quedo susurro rompió el silencio que siguió al orgasmo de ambos hombres.
—¿Recuerdas lo que hizo cuando le dijimos que sus iris habían cambiado de color? —murmuró Gard a la vez que salía del interior de su rey y se tumbaba a su lado.
—Sí. Nos miró y posó sus manos sobre nuestros pechos, justo sobre nuestros corazones —recordó en voz alta Iolar.
Ambos hombres se miraron a los ojos, Iolar se vio reflejado en los azules de Gard, y Gard en los negros de Iolar.
—¿Crees que significa lo que siempre hemos deseado que signifique?
—Es mi mayor deseo, Gard.
—¿Crees que sus iris continuarán siendo uno azul y el otro negro, circundados por una línea malva?
—Eso espero, Gard, porque… ni las argucias a las que tengamos que recurrir para que vuelva ni las promesas que le hagamos una vez esté a nuestro lado servirán para nada si sus ojos son lavanda de nuevo. La habremos perdido para siempre —musitó con aprensión el rey, perdiéndose en la mirada azul y malva de su amigo… el mismo tono malva que circundaba sus propios ojos negros.
* * *
El chasquido de un golpe sobre la piel, seguido por el gemido lastimero de una mujer, rompió el silencio de la noche. Un nuevo golpe, esta vez acompañado de un sollozo angustiado, hizo corcovear al semental que esperaba frente a la puerta de la choza el regreso de su amo.
—Maldita estúpida, no te pago para que te quedes quieta y gimotees. Lucha contra mí —ordenó un hombre alto y delgado, vestido con caros ropajes, a la prostituta que vendía sus favores en una casucha destartalada en los arrabales de Sacrificio del Verdugo.
La mujer, de orondas caderas y voluminosos senos, miró calculadora al noble. Los rumores sobre él corrían veloces en la ciudad. No convenía negarle los servicios que demandaba, ya que su furia podía llegar a ser letal. En lugar de eso era mejor seguir el consejo que volaba de boca a oreja de cada puta de la ciudad: «Deja que te azote un poco, muéstrate vulnerable y temerosa, solloza quedamente y espera a que se aburra», y eso era justo lo que ella pensaba hacer. Sabía por su hermana que al muy puerco no se le empalmaba si las mujeres no le atacaban para defenderse… Por tanto, compuso un gesto lastimero en su rostro y comenzó a agitar los hombros a la vez que fingía sollozar acobardada.
—Ramera inútil. Ninguna de vosotras tiene sangre en las venas —bramó el hombre de cabellos oscuros, hastiado de esperar una reacción que no se iba a dar—. No te mereces nada, y nada te voy a pagar —siseó enfurecido antes de abandonar la habitación.
—Perro sarnoso —bufó la mujer cuando él salió de la choza—, así se te pudra la polla y se te caiga a cachos —maldijo besándose la uña del pulgar para después escupir en el suelo.
El hombre, un noble, aunque sus modales no estuvieran a la altura de su cuna, lanzó un cuarto de moneda al zagal al que había encargado vigilar su montura y le despidió con un ademán airado de su mano.
Estaba enfurecido y decepcionado.
Odiaba tener que recurrir a las rameras de los arrabales, eran la más baja estofa de la ciudad, pero no podía acudir a las cortesanas del castillo, y mucho menos a las damas de virtud volátil. Ambas clases de zorras podían irse de la lengua y contar a quien menos debieran sus gustos y preferencias, desmontando la fachada que tanto se molestaba en mantener.
No permitiría que, tan cerca de la consecución de su más ansiado deseo, esas rameras vestidas de oro y seda descubrieran al rey que no era el hombre delicado y cuidadoso con las damas que fingía ser. Y de todas maneras, esas estúpidas damiselas con sus suspiros y caídas de ojos jamás conseguirían excitarle.
Ninguna mujer tenía sangre en las venas. ¡Ninguna!
Había probado con sirvientas, putas y damiselas arruinadas dispuestas a olvidarse de su fingida virtud a cambio de alguna joya, y ninguna había conseguido empalmarle.
Unas se encogían llorosas a sus pies, sin pelear ni defenderse. Otras se defendían, sí, pero sin fuerza ni mañas. Sus ataques apenas le dejaban un par de arañazos en el cuerpo.
No. Él necesitaba a su guerrera… o, hablando con propiedad, a la hija de su guerrera, ya que Fiàin estaba muerta. Esperaba que Aisling tuviera la mitad de coraje y arrojo que su madre. Apenas podía disimular la ansiedad de apropiarse de ella para que le proporcionara buenas lides en la intimidad de su propio castillo.
—Pronto —susurró para sí a la vez que montaba sobre su semental.
Una sonrisa satisfecha se dibujó en sus labios afeando más todavía su rostro. Levantó la mirada al cielo y buscó la luna entre las nubes. No había ni rastro de la pálida esfera. Esa noche, como en cada ocasión que el rey abandonaba el castillo para ir al bosque a ver a su hija, la luna nueva se ocultaba en el firmamento.
Pronto, volvió a repetir para sus adentros.
El rey se había comprometido en público a acudir al funeral de la duquesa, ahora solo quedaba decidir en qué momento debía fallecer la zorra.