ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE QUE DESCUBRIÓ QUE HASTA EL CORAZÓN MÁS FRÍO PUEDE ABLANDARSE CON UNA CARICIA.
Al entrar en el claro, Aisling se encontró ante una escena totalmente inesperada.
Kier yacía en el suelo, encogido en posición fetal frente al roble con el rostro grabado en el tronco. Tenía los tobillos aprisionados por fuertes raíces que le impedían escapar, mientras que, desde la copa del árbol, una furiosa lluvia de bellotas caía con certera precisión sobre él. Dorcha se mantenía a escasos pasos del hombre, aullando alarmada mientras Blaidd, con el lomo encorvado, las orejas erguidas y el pelaje erizado, le mostraba sus afilados incisivos al roble. En ese momento una bellota cayó sobre la testa del lobo; este cesó durante un segundo su protesta, estrechó los ojos y, agazapándose más todavía, soltó un indignado aullido, para a continuación comenzar a gruñir de nuevo.
—¡No, detente! —gritó Aisling corriendo hacia el lugar donde se desarrollaba todo, a la vez que comenzaba a cantar una de sus misteriosas y cadenciosas tonadas.
Las bellotas dejaron de caer, aunque las hojas del roble agresor parecieron erguirse ante la voz de la muchacha. Las ramas se frotaron entre sí provocando un sinfín de chasquidos y crujidos que la joven pareció entender a la perfección, a tenor de la mirada acerada que se dibujó en su rostro.
Ante el aparente cese de las hostilidades por parte del árbol, Kier se atrevió a adoptar una postura menos humillante. Aisling estaba de nuevo con él y no iba permitir que ella pensara que era un hombre débil, que se asustaba por unas pocas y malintencionadas bellotas. Aunque sus golpes fueran muy dolorosos. Se sentó con las piernas extendidas e intentó liberarse de las raíces que le apresaban los tobillos. Una bellota aprovechó que tenía la cabeza descubierta para caer sobre su coronilla con inusitada precisión.
—¡Ay! —gimió tocándose el lugar golpeado.
Aisling se colocó frente a él, con los brazos alzados, protegiéndole del despiadado árbol, y aumentó la rapidez y el ímpetu de su canción a la vez que miraba de refilón a su amigo. Poco a poco el roble pareció calmarse, sus ramas dejaron de chasquear y crujir, y, por fin, las raíces soltaron a su presa y se hundieron en el suelo.
Kier aprovechó su inesperada liberación para alejarse del agresivo árbol. Se levantó y caminó renqueante hasta el centro del claro, intentando aparentar un orgullo que no sentía. Una vez allí, lejos del peligro, revisó sus piernas y brazos. Al día siguiente luciría varios moratones. «Jodidas bellotas». Palpó con cuidado el chichón de su coronilla y la hinchazón que comenzaba a notar en la frente y, a continuación, estiró los brazos intentando tocarse la espalda, que le dolía como si le hubieran tirado encima miles de piedras.
Estaba comenzando a cansarse de los arbóreos amiguitos de Aisling.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó la joven llegando hasta él y propinándole un tremendo empujón que casi le tiró al suelo.
—¡¿Yo?! ¡¿Un árbol me ataca lanzándome mil puñeteras bellotas, y tú me echas la culpa a mí?! —bramó Kier enfadado.
—¡Tú metes dedo en el ojo a Fiàin, ella defiende!
—¿Yo he hecho qué a quién? —Kier parpadeó atónito. ¿De qué estaba hablando Aisling?
—Le has metido dedo en ojo a madre. Eso no bueno. No amable. Duele —le regañó a la vez que le clavaba el índice en el esternón.
—¿Qué? Yo no… ¿Tu madre? —farfulló él, confuso; no entendía nada.
Desvió la mirada y observó con atención la cara grabada en el tronco del roble malhumorado; tenía, sin lugar a duda, rasgos femeninos, pero de ahí a decir que pertenecieran a Fiàin, la madre de Aisling, la mujer que había convertido al antaño fogoso rey en un sodomita impotente…
—Sí, mi madre —dijo en ese momento la joven sacándole de sus pensamientos—. La has atacado, eso no está bien. Ella no te ha hecho nada.
—Aisling… Solo es un maldito roble —replicó Kier atónito por la vehemencia de la joven.
Todo el bosque se quedó silente tras sus palabras. ¿Todo?
No.
Las hojas del irritable roble se mecieron con fuerza, sin que ningún viento las moviese, y, un segundo después, la corteza que cubría el tronco comenzó a retirarse de los hermosos rasgos grabados en él, permitiendo que surgiera de las profundidades del árbol un rostro de una belleza inusual y etérea. Un rostro que Kier reconocía por haberlo contemplado de niño: las facciones de hada de la mujer, a la que había visto apresada con crueldad entre los poderosos brazos del monarca, mientras este cabalgaba en su negro semental en dirección al bosque prohibido. Fiàin, la amante salvaje del rey. La madre de la princesa, de Aisling.
Esa fue la última vez que nadie la volvió a ver con vida.
En los pueblos y aldeas, corría el rumor de que el mismo rey Impotente la había asesinado, para luego abandonar a su pequeña hija junto al cadáver en el interior del bosque.
Parecía que, por enésima vez, los rumores estaban equivocados.
Kier parpadeó, en un fútil intento por borrar de su visión los rasgos de aquella que se insinuaba bajo la corteza del árbol, una faz que en ese mismo instante desprendía vitalidad… e indignación.
—¡Kier! Discúlpate ahora mismo con Fiàin. Eso que has dicho es feo. Ningún roble es maldito —ordenó Aisling encolerizada.
—No puede ser tu madre… es un puñetero árbol —refutó ofuscado.
De todas las cosas que había visto desde que estaba allí, esa era la más inverosímil. Aceptaba que los árboles se comunicaran con Aisling, que le ataran con sus raíces y ramas, pero… que uno de ellos fuera Fiàin. No. Eso era imposible. La cara que asomaba a la corteza de ese roble tenía que ser una alucinación debida a los golpes que había recibido en la cabeza.
Un súbito dolor explotó en su mejilla. Miró a Aisling desconcertado. Le había abofeteado.
—Discúlpate ahora mismo con madre o abandona claro —le exigió con las manos apuntaladas en las caderas y mirada fiera.
—Lamento lo sucedido. No sabía que tu madre… que ese árbol… Lo siento.
Fiàin fijó su mirada multicolor en su hija y murmuró una canción sin palabras pero con un tono amenazante. Aisling respondió con otra tonada, afable y serena. El semblante de la mujer encerrada en el árbol pareció dulcificarse y, poco a poco, la corteza volvió a cubrir su rostro, hasta que este volvió a quedar grabado en el árbol y la piel rosada, que hacía apenas unos instantes Kier había vislumbrado, se convirtió en parte del tronco.
—Por los clavos de Cristo —musitó entre dientes.
—No vuelvas a atacar a madre nunca más —le ordenó Aisling dando media vuelta y alejándose de él.
—¡Espera! —Kier la asió por la muñeca. No pensaba permitir que la joven se alejara enfadada, dejándole inmerso en esa confusión—. No he atacado a nadie, solo quería ver cómo había sido tallada esa cara. Nada más. Nunca imaginé que el árbol estuviera vivo, y mucho menos que fuera tu madre…
—Yo dije a ti robles familia. ¡Mi familia! Tú no escuchas —le increpó ella, zafándose de su agarre.
—¡Sí te escucho, pero no te entiendo! Los robles no… no son personas.
—Robles no personas. ¡Dríades! —gritó frustrada. Él no era distinto a los demás. No era distinto a su padre. No sabía ver más allá de sus propias narices—. ¡Ella, Fiàin, madre! —dijo señalando al roble con el arcano grabado en el tronco—. ¡Ella, Darach, madre de madre! —Señaló otro—. ¡Ellas, Milis y Grá, hermanas de madre de madre! —Indicó los dos robles que conformaban con sus ramas la cabaña en que dormía y luego abrió los brazos, como si quisiera abarcar todo el claro—. Familia. ¡Mi familia!
Kier giró sobre sí mismo, observó los robles dejando de lado la pátina de realidad que cubría su cerebro y entendió. Vio la magia en cada uno de ellos. Escuchó el tono cadencioso de sus susurros y chasquidos, y se sintió a su vez observado y evaluado. Su respiración se detuvo durante unos instantes, cuando comprendió, o al menos intentó comprender, las implicaciones de aquello que había afirmado Aisling.
—Son tu familia… tu… madre, tus tías, tu abuela… —musitó fascinado.
—Sí.
—Pueden vernos y escucharnos… —murmuró asombrado.
—Sí.
—¡Puñeta, Aisling! ¡Hemos hecho de todo delante de tu familia! ¡De tu madre! ¡No me extraña que me odie!
—Fiàin no odia, desconfía —afirmó ella con seriedad.
—¿Desconfía? ¡Por Dios! ¡Ha intentado matarme a bellotazos!
—No matarte. Para eso más fácil estrangular con raíces —desestimó la joven. Kier tragó saliva a la vez que se llevaba una mano al cuello. Su amiga tenía razón—. Ella enfadada porque tú metes dedo en ojo.
—Te he follado delante de toda tu maldita familia —farfulló Kier incapaz de quitarse de la cabeza ciertas escenas que habían protagonizado.
—¡Mi familia no maldita! ¡Disculpa ahora mismo con familia! —gritó indignada.
Los robles murmuraron su disgusto con chasquidos y crujidos, y las ramas se cernieron amenazadoras hacia el hombre, que estaba atónito en el centro del claro.
—¡Lo siento! —exclamó él sentándose en el suelo, rendido.
Se llevó las manos a la cabeza y comenzó a pasarlas una y otra vez por los cabellos, confundido, intentando sacar, aunque fuera a tirones, una idea clara de lo que estaba pasando.
—No entiendo nada, Aisling… esto es una locura.
—Tú pregunta, yo explico.
—Estoy desnudo en mitad de un claro rodeado de árboles que dices que son tu familia, árboles que nos han visto hacer de todo… y uno de ellos es tu madre. ¡Tu madre! Una mujer que todo el mundo cree muerta desde hace años. ¡Asesinada por tu padre! Y no solo no está muerta sino que vive ¡dentro de un roble! Pero puede salir. Y nos ve… nos observa… —musitó tapándose la entrepierna al darse cuenta de que jamás habían estado solos en el claro—. Y tú no has hecho nada para impedir que foll… que hagamos el amor, y tu madre se enfada porque le toco la cara. —Kier inspiró profundamente intentando calmarse—. Tu padre me cortará la cabeza cuando se entere de lo que hemos hecho aquí, y a tu madre, que nos ha visto juntos, lo que le molesta es que le haya metido un dedo en el ojo. Es de locos.
—Padre sabe que hemos hecho el amor, yo contado, él enfada pero no puede entrar en claro —le reveló Aisling encogiéndose de hombros—. A madre da igual, no importante.
—¿Tu padre lo sabe? —musitó él aturdido.
—Sí. —Kier gimió con fuerza al escuchar la respuesta de Aisling.
—Y a tu madre y al resto de… robles familiares, ¿no les importa?
—No. Ellos no piensan como vosotros —rechazó Aisling con una mueca al recordar la reacción de su padre y lo que le había contado Fiàin de la ciudad de piedra.
—Pero… tu madre debe sentirse ofendida —murmuró Kier. En todo el tiempo que llevaba en el bosque, jamás había sido tan consciente de la diferencia abismal entre las culturas y reglas que regían el mundo de Aisling y el suyo.
—¿Por qué ofendida por ver hacer el amor? Todos los animales hacen. Si no, no habría cachorros. Es divertido y da gusto. —Aisling entornó los ojos, pensativa—. Es bueno para ella vernos, así recuerda y no olvida.
—No te entiendo. Lo intento, pero no consigo entenderte.
Aisling frunció el ceño, pensativa. Después observó enfadada los moratones que decoraban el cuerpo que tanto le gustaba tocar y tomó una decisión.
—Yo curar tú para nada. Otra vez estás magullado. —Se levantó suspirando y se dirigió a la cabaña entre las ramas—. Espera aquí, cuando regreso, yo explico —le advirtió.
Al pasar junto a los lobos, miró a Blaidd enfadada.
—Blaidd,¿por qué no evitado esto? —le preguntó señalando los moratones del hombre.
El lobo irguió las orejas y lanzó un pensamiento a su amiga: él mismo a cuatro patas sobre el cuerpo encogido y tembloroso de Kier, meneando feliz la cola mientras una lluvia de bellotas caía sobre su lomo.
Aisling gruñó irritada.
Blaidd resopló desdeñoso y se tumbó. Él no era tonto, no pensaba interponerse entre Fiàin y el objeto de su furia.
La joven ignoró al lobo y fue hasta la arbórea cueva. Regresó un momento después con una escudilla, se arrodilló tras Kier y comenzó a frotarle la espalda con uno de sus prodigiosos y malolientes ungüentos.
—Pregunta, yo explico —le instó.
Kier reflexionó un instante, había tantas cosas que no entendía o que había dado por supuestas y no eran ciertas que no sabía bien por dónde empezar. Al final se decidió por aquella que más le había impactado.
—Tu madre… todos pensábamos que estaba muerta, y está dentro de un roble. ¿Qué clase de embrujo ha usado para meterse ahí? ¿Fue tu padre quien le hizo eso? ¿Está prisionera, puede escapar?
Aisling detuvo sus caricias sobre la espalda del hombre y se colocó frente a él, mirándole asombrada. Kier no entendía nada.
—Fiàin no está muerta. Hubo un tiempo que casi, por eso ella en roble. No usó embrujo, y padre no tuvo que ver. Él aún hoy la echa de menos —musitó pensativa—. Madre no es prisionera, un roble nunca nos haría eso. Solo personas encierran a otro ser vivo —afirmó instándole a tenderse en el suelo para poder friccionarle los golpes en los brazos y las costillas.
—Pero… El rey secuestró a tu madre, la encerró en su castillo y cuando se cansó de ella os trajo al bosque y os abandonó; nadie ha vuelto a veros desde ese día. Se rumorea que…
—Rumores de personas son como susurros de sauces llorones, hacen mucho ruido y no dicen verdad. Iolar no secuestró a Fiàin, ella se dejó secuestrar —afirmó rotunda la joven—. Nadie entra en claro si robles no quieren. La familia nos protege.
—Pero…
—Fiàin observó a Iolar durante muchas lunas. Ella sintió la llamada y eligió a él. Se mostró y padre se la llevó.
—La secuestró.
—Fiàin vio fuerza y determinación en Iolar —rebatió Aisling; luego frunció el ceño, pensando en cómo explicar lo que no se podía explicar—. Fiàin siempre en bosque, con robles. Nunca con personas. Hombres no llaman su atención, hasta que ve a Iolar. Mira sus ojos, y siente que él más fuerte que ella, más fiero… y decide probarlo. Fiàin gusta lucha, ella no fácil; Iolar está a su altura. Entonces va con él, hacen amor y pasan bien. Madre piensa que cuando ella canse, vuelve al bosque, pero ella no cansa de Iolar ni Iolar de ella. Cada mes madre escapa a este claro, respira aire de robles y vuelve a ciudad de piedra sin que él sepa que se ha ido. Fiàin no quiere vivir sin Iolar —afirmó la joven divertida—. Y un día, Iolar entra en corazón de Fiàin y Fiàin entra en corazón de Iolar, y nazco yo, y entonces él desea que Fiàin sea su esposa, vista como esposa y actúe como esposa, pero ella no sabe ser esposa. Ella solo sabe ser dríade —sentenció encogiéndose de hombros.
»Un día Fiàin me trae aquí y presenta a mi roble. Él era pequeño y delgado, parece ramita —dijo señalando al más joven de los robles del claro con voz soñadora, aquel al que ella solía abrazarse—. Cuando regresamos a ciudad de piedra una luna después, Iolar y Gard están enfadados con Fiàin porque se ha ido sin decir. Ellos construyen jardín para nosotras y padre encierra a madre entre muros, pero los robles de allí no son familia. Su aire no llena los pulmones de Fiàin, ella se ahoga, pierde fuerzas, enferma. Iolar enfada. Él piensa que es truco, que madre ya no le tiene dentro de su corazón y quiere huir al bosque llevándome con ella. Él equivocado. Fiàin lleva a Iolar muy dentro, pero no puede respirar, se debilita, muere… Iolar entonces nos trae aquí, y Fiàin entra en roble para ser fuerte otra vez… —Aisling posó la mirada en el roble que era su madre. Lágrimas de savia recorrían el rostro grabado en él—. Padre se asusta al verlo y ordena cortar roble y sacar a madre de allí. Darach y familia defienden a Fiàin. Atacan a soldados. Madre ordena a robles que dejen escapar a Iolar y Gard… Desde entonces Fiàin en roble.
—¿Por qué tu madre no puede vivir sin su roble?
—Cuando nace una dríade, un roble brota. Están vinculados, no pueden vivir alejados. Necesitan respirarse, tocarse, vivirse mutuamente. Son uno.
—Pero tú viviste en el castillo de pequeña, y no parecías enferma; de hecho no te pareces nada a tu madre, no eres tan… salvaje. —Kier recordaba haberla visto en alguna ocasión paseando por la plaza de Sacrificio del Verdugo en compañía de Gard. Parecía una niña dulce, triste y solitaria, pequeña para su edad y muy delgada, con un cierto poso de fragilidad.
—Nací en castillo de piedras. Aprendí a hablar y vestirme como personas, pero no soy como ellos —explicó encogiéndose de hombros—. Necesito mi roble igual que Fiàin el suyo. Cuando por fin estuve en bosque sentí que la tristeza había quedado en ciudad de piedra, y pude respirar profundamente. Dríades no mueren por estar lejos de su roble unos pocas lunas… mueren poco a poco, por melancolía, cuando son separadas de ellos mucho tiempo.
Kier asintió, comenzaba a entender por qué veía a menudo a Aisling abrazada al pequeño roble. Observó los árboles que rodeaban el claro, cada uno era diferente al resto. Algunos tenían gruesos troncos y enormes ramas, y otros eran altos y estilizados, como si quisieran tocar el sol. Las copas de algunos formaban cúmulos de ramas que brotaban del tronco, mientras que en otros el tronco parecía partirse en mil ramas. Y había uno de ellos que era especial. Era el más grande de todos, pero no era su tamaño lo que llamaba la atención de Kier, sino su aspecto imponente, orgulloso y maternal. Su tronco era tan grueso que ni siquiera una docena de personas con los brazos abiertos podrían abarcarlo y de él surgían recias ramas, tan grandes como robles adultos, cubiertas de musgo, que caían hasta casi tocar el suelo.
—¿Por qué ese es tan… enorme? —le preguntó a la joven señalando el inmenso árbol.
—Ella es Máthair Mór. La primera de todas. Gran Madre cuida de todas nosotras.
Kier asintió ante sus palabras y, sin pensar lo que hacía, inclinó la cabeza en un respetuoso saludo en dirección al imponente árbol. Se quedó paralizado al ver que el gran roble alzaba sus ramas unos segundos, saludándole a su vez. Parpadeó estupefacto y desvió la mirada hacia otro lado. Esta cayó sobre el árbol al que Aisling había llamado «madre de madre».
—Y ese otro es tu… abuela —dijo señalándole, tenía el tronco retorcido y las ramas casi desnudas de hojas—. ¿Por qué parece tan… desolado?
—Ella Darach, madre de madre. Padre de Fiàin entró en corazón de Darach y ella le correspondió. Al nacer Fiàin, Darach la presentó a su hermano árbol y, cuando hombre vio a Darach introducir a Fiàin en roble, se asustó y huyó. Él no regresó nunca. Darach triste desde entonces. Ella olvidó a hombre, pero rabia quedó en su roble —afirmó la joven mirando fijamente a Kier, intentando discernir si él alguna vez haría lo mismo.
Ninguna de las dríades de su familia había sido feliz junto a un humano durante mucho tiempo. Unas habían sido abandonadas por miedo, y otras habían visto, inmersas en el dolor, cómo sus amados envejecían y morían mientras ellas seguían vivas en sus robles durante siglos.
—¿Por qué el roble de tu madre es el único que tiene una cara grabada? —preguntó Kier tras observar atentamente el resto de los árboles.
—Fiàin no puede olvidar. Por eso roble tiene cara grabada, porque aún es dríade. —Aisling soltó la escudilla con el linimento, ya había acabado de curar a su amigo—. Cuando dríade cansa de vivir como dríade, entra en roble y comienza a olvidar. Solo rostro grabado en corteza muestra que todavía es dríade. Cuando olvida que un día caminó sobre dos piernas, entonces rostro desaparece. Fiàin no olvida. Pero tampoco quiere salir de roble. Iolar dentro de su corazón, pero ella recuerda ciudad de piedra, y furia no mengua… —explicó abrazándose a sí misma—. Ahora nos ve a nosotros hacer amor, siente pasión, calor y cariño. Recuerda lo que una vez sintió y eso es bueno para ella.
—¿Por qué no se ha buscado otro… amante? Tu madre era una mujer muy hermosa. No debería estar oculta en ese roble.
—¡Nunca! —jadeó Aisling, asombrada ante la pregunta—. Dríades pueden conocer hombres, jugar y follar con ellos. Pasar bien juntos. Pero cuando uno entra en corazón de dríade, demás hombres son viento en hojas, están ahí, pero no son nada. Una dríade nunca olvida a quien entra en su corazón, a dueño de su mirada, por mucho que duela. Y padre entró con fuerza en corazón de Fiàin, mezcló sus ojos con los de madre.
—Pero acabas de decir que las demás dríades han olvidado… —replicó Kier confuso.
—Han olvidado su vida como dríades, no lo que sintieron. Fiàin quiere olvidar que es dríade, pero Iolar no la deja. Él viene al bosque, habla conmigo, y ella le siente cerca, le trae recuerdos que quiere borrar. Madre no puede evitar recordar lo que desea olvidar. —Aisling desvió la mirada más allá del claro, hacia el lugar donde poco antes había hablado con su padre—. Padre tampoco consigue olvidar a Fiàin. Le he dicho que madre sigue viva, y él ha intentado entrar en claro. Vi en sus ojos el deseo de volver a verla, de hacerla suya.
Kier asintió, aún confuso. Nunca imaginó que los sentimientos de las dríades y sus robles fueran tan… complejos. Ni tampoco que el rey Impotente pudiera seguir enamorado de la salvaje dríade a la que según los rumores despreció y asesinó en el bosque. Aunque esos rumores habían resultado ser mentira. Como todos.
—Dicen que sois unos… seres muy sensuales —dijo Kier, recordando las habladurías de la aldea—, y tú aseguras que os gusta jugar y follar con nosotros…
—Sí. Gusta mucho jugar —aprobó Aisling acercándose a él y besándole en la mejilla—. Gustan besos y caricias, reír y hacer amor. Eso bueno.
—Dices que tu madre eligió a tu padre…
—Sí, Fiàin vio a Iolar y quiso jugar con él —afirmó ella observando a su amigo. Su gesto abstraído le dijo que estaba dando vueltas a una idea…
—¿Por qué me elegiste a mí?
—Te observé. Me intrigaste… —susurró seductora a la vez que comenzaba a recorrer con sus manos el cuerpo masculino—. Gusta tu cuerpo. Es duro como roca, o era —comentó divertida acariciándole el blando estómago—. Pero lo que más gusta es tu mirada. Ojos de color de hojas, intensos. Gusta cómo me miras —afirmó perdida en los iris esmeralda del hombre.
—Has dicho que las dríades follan con muchos hombres —gimió Kier cuando sintió los dedos femeninos acariciarle el pubis—. Pero tú no habías hecho el amor con ninguno… ¿Por qué?
—No gustan los hombres que hay cerca de bosque. Ninguno llama mi atención, solo tú —respondió encogiéndose de hombros a la vez que comenzaba a acariciar el pene erecto y dispuesto de su amigo.
Kier se apresuró a sujetar entre las suyas la mano traviesa de la muchacha y alejarla de su imponente erección.
—¿Cómo puede un hombre entrar en el corazón de una dríade? —le preguntó. El verde de sus ojos refulgió con intensidad mientras esperaba la respuesta.
—No lo sé. Solo sucede. De repente la mirada de un hombre está en los ojos de la dríade y la de la dríade en los del hombre —afirmó besándole en los labios cuando él abrió la boca para preguntar de nuevo. Había cosas que no se podían explicar por mucho que se preguntaran.
Cómo entraba la mirada de un hombre en el corazón de una dríade era una de ellas.
Haciendo caso omiso del intento de Kier por seguir hablando, apoyó las manos sobre los poderosos hombros masculinos y empujó hasta que su espalda tocó el suelo. Luego se colocó a horcajadas sobre él y lamió los pequeños pezones cubiertos de vello que tanto le llamaban la atención y, mientras, sus manos se deslizaron por el vientre masculino hasta llegar al pubis. Frotó el pene erecto con la palma de una mano mientras alojó en la otra los testículos, ahora duros y tensos. Le encantaba sentir el cuerpo de Kier debajo de ella; sus músculos ondulando en cada caricia, su polla endurecida llorando lágrimas sobre sus dedos. Ascendió con los labios hasta morderle en la clavícula, jugó con la lengua sobre la nuez de Adán y acabó bebiendo los jadeos excitados que emanaban de la boca de su amante.
Kier respondió al beso con un gemido angustiado. La deseaba, sí, pero a la vez se sentía furioso por ser considerado un mero divertimento, elegido por el color de sus ojos y el grosor y dureza de su polla. No sabía por qué, pero quería más. Quería ser considerado un firme candidato a entrar en su corazón. Y además, no pensaba hacer nada delante de toda su arbórea familia.
Sujetó las manos de la muchacha, que ya comenzaban a hacer estragos en su endurecida verga, y separó los labios de la boca dulce y jugosa a la que era adicto.
—No. Aquí no, vayamos a la cabaña… —jadeó cuando Aisling comenzó a frotarle el glande con el pulgar.
—Cabaña lejos —susurró ella chupándole el lóbulo de la oreja para después introducir la lengua en ella.
—No, Aisling. Vayamos a la cabaña —exigió de nuevo fijando su mirada en los ojos negros de la muchacha. Le asió con fuerza las manos y las separó de su polla, impidiendo que los mimosos dedos lograran convencerle de esa locura. No iba a hacer nada delante de miles de dríades convertidas en robles.
—¿Por qué? —inquirió ella confundida. Él nunca se había negado a hacer el amor en el claro, y su erección era buena muestra de que la deseaba en ese mismo instante.
—No puedo hacer el amor delante de toda tu familia —gimió él cuando ella le acunó la ingle con su pubis.
—Sí puedes —refutó frotando con lujuria su vulva contra el pene enhiesto, que esperaba impaciente.
—Por favor, Aisling. Vayamos a la cabaña —suplicó Kier posando ambas manos en la cara de la muchacha, obligándola a mirarle.
—A robles no importa lo que hagamos —rebatió Aisling parando el vaivén de sus caderas. Kier negó con la cabeza, a él sí le importaba—. Ellos no pueden vernos, no tienen ojos. Robles nos sienten en el aire. Da igual dónde estemos. Ellos nos percibirán.
—Pero yo no los veré —afirmó Kier—. Eso es todo lo que necesito por ahora.
Aisling aceptó su petición, se levantó con rapidez y caminó presurosa hacía la cabaña en los árboles.
—¡Vamos! ¿Qué esperas? —le instó a seguirla.
Kier prorrumpió en carcajadas y, levantándose presto, la siguió a través del claro con las manos tapando disimuladamente su pene erecto.
Al llegar a los altos robles cuyas ramas conformaban la cabaña, alzó la vista y observó maravillado como su dríade ascendía grácilmente cual ardilla. Su cuerpo delgado y flexible parecía nadar entre las ramas, su cabello castaño ondulaba sobre sus hombros con cada movimiento, sus estilizados pies volaban sobre la corteza del árbol a la vez que sus manos se aferraban casi con cariño a los brotes nudosos del tronco. Parecía fundirse con el roble. Era una exquisita criatura moldeada para dar luminosidad a ese mágico bosque. Y era suya. Al menos por el momento.
Cabeceó para alejar la imagen de su mente y suspiró al sentir la hinchazón de su verga, tenía que trepar hasta la cueva entre las ramas. No iba a resultarle fácil. Aferró entre los dedos un saliente del tronco y, de un impulso, comenzó a subir. Sus costillas se quejaron por enésima vez ese día, las estaba forzando demasiado. Apretó los labios y, rodeando el tronco con las piernas, tomó apoyo y buscó un nuevo brote al que agarrarse para continuar ascendiendo. De repente un nudo de la corteza se hinchó a pocos centímetros de sus manos, estiró el brazo y se aferró a él, extrañado de su inesperada suerte. Tanteó el tronco, buscando un saliente en que apoyarse, y otro nudo brotó súbitamente bajo la planta de su pie; se aupó sobre este, y parpadeó asombrado al sentir que el brote crecía, elevándole hacia una rama que parecía inclinarse ante él para que la usara de asidero.
Detuvo su ascenso y observó a los dos robles cuyas ramas y hojas conformaban la cabaña. Eran robustos y a la vez estilizados, idénticos el uno al otro, como si fueran gemelos. Sus troncos brotaban del suelo, apenas distanciados, para luego ir separándose en forma de «V» a la vez que las ramas se entrelazaban, formando entre ellos la tupida gruta en que pernoctaba Aisling, y continuaban entrelazados en su ascenso hacia el cielo, como si no pudieran o no quisieran mantenerse alejados uno del otro.
—Kier, no pienses más. Milis y Grá ayudan, vamos —le llamó Aisling asomada a su cueva.
—¿Milis y Grá?
—Hermanas de madre de madre —explicó Aisling acariciando una rama—. A ellas gustas tú. Sube —ordenó divertida.
Kier abrió los ojos al escuchar a Aisling, pero, antes de que pudiera pensar en el significado de la frase, una rama juguetona se posó en su trasero y le empujó hacia arriba. Continuó ascendiendo, atónito ante las libertades que se tomaban los árboles, y, pocos instantes después, se asomó a la gruta. La ascensión había resultado de una facilidad inusitada. Los robles no solo le habían ayudado, sino que, cuando se detuvo para tomar aliento, le habían golpeado suavemente en el culo para que se apresurara.
Kier hizo un último esfuerzo, entró a gatas en la arbórea cueva y se quedó inmóvil, extasiado ante la visión que allí le esperaba. Aisling estaba sentada sobre el nido de carísimos vestidos que usaba de cama, tenía una pierna extendida frente a ella y apoyaba un codo sobre la otra, que estaba doblada y pegada a su cuerpo, en una postura relajada y a la vez tan sensual que hizo que su pene se endureciera de nuevo. Sonreía divertida sin dejar de mirarle, mientras una ramita delgada como el tallo de una flor se enroscaba en su cintura, abrazándola a la vez que ocultaba con sus hojas los pechos y el pubis de la joven. Atónito, y sin saber qué hacer, se sentó apoyando la espalda en una de las rugosas paredes. Finos tallos le rodearon de la misma manera que hacían con Aisling. Sintió el roce fugaz de las hojas sobre su pene, excitándolo, mientras la musical risa de la joven se mezclaba con los susurros de los robles.
—No hagas caso de Milis y Grá, están jugando. Les gustas mucho. —La joven inclinó la cabeza, escuchando los crujidos y chasquidos de las ramas—. Dicen que has hablado con ellas al salir el sol. —Lo miró interrogante—. Confían en ti y aprueban mi elección —susurró feliz acercándose a él.
Las jóvenes ramas abandonaron deslizantes el cuerpo de la muchacha, permitiendo a Kier ver sus pezones endurecidos. Un jadeo emergió de sus labios cuando ella llegó hasta él y se arrodilló a su lado.
La joven dríade acarició con sutileza el fuerte torso de su amigo, dibujó con los dedos su marcada clavícula y, acercándose con extrema lentitud, lamió las comisuras de sus labios para a continuación mordisquearlas con delicadeza. Cuando él abrió la boca, ella se sumergió en su interior y le azotó con la lengua el cielo del paladar, a la vez que él caminaba con la suya sobre los perlados dientes de la joven. Y mientras las bocas de ambos combatían en un ósculo que rápidamente se tornó impetuoso y salvaje, los suaves lóbulos redondeados de las hojas del roble acariciaron impúdicos el pene erecto del hombre, haciendo que escalofríos que no eran solo fruto del placer recorrieran su cuerpo.
—Aisling, para —susurró contra los labios de su dríade.
—No.
—Tus… lo que sean… me están tocando… —jadeó al sentir los dedos de la joven pellizcándole los pezones, a la vez que las hojas se colaban entre sus muslos para envolver sus testículos—. Diles que se detengan.
—No hagas caso. Ellas curiosas. Nunca han tenido hombre, solo quieren saber qué es lo que te hace distinto a nosotras —desestimó Aisling.
—No puedo no hacerles caso… ¡Me están tocando la polla y los cojones!
—¿Te hacen daño? —preguntó ella dejando un sendero de besos en el pecho de Kier para luego mordisquear la sensible piel alrededor del ombligo.
—No. Pero es… extraño. —Kier jadeó sobresaltado cuando una hoja especialmente atrevida le palpó la abertura de la uretra.
—No hagas caso, pronto olvidan de nosotros —le aconsejó Aisling—. No puedo decir que no toquen, son familia y tienen curiosidad. No pasa nada, piensa en otra cosa —le ordenó bajando la cabeza y comenzando a jugar con la lengua sobre el glande a la vez que las hojas envolvían el tronco del pene.
—¡Cristo! —siseó Kier—. Todos los robles que me has presentado tienen nombre femenino… ¿No hay dríades macho? —preguntó, más por alejar de su mente lo que estaba sucediendo en la parte inferior de su cuerpo que por genuina curiosidad.
—No hombres dríades —respondió ella mordiendo con ternura el interior del muslo masculino para luego lamerle el pene desde la base hasta la corona. Las hojas presionaron sobre sus testículos, jugando con ellos—. Gusta cuando tu polla está dura. Es suave y salada. Gusta mucho —afirmó golosa.
—¿Solo tenéis hijas? —Kier echó la cabeza hacia atrás, sintiendo que el placer se instalaba en cada poro de su ser.
—No. También hijos. Pero varones no dríades. Solo hembras. Niños son humanos —explicó Aisling antes de abrir los labios e introducirse en la boca la cabeza del pene y chuparlo con fruición.
Kier se aferró con ambas manos al cabello de la joven y elevó las caderas, intentando penetrar su boca por completo. La joven se escabulló de su agarré y bajó la cabeza para lamer los testículos. Kier se apresuró a tumbarse y abrir más las piernas. Las hojas abandonaron por fin su extraño escrutinio.
—¿Qué hacéis con los niños que nacen? —inquirió girando sobre sí mismo y tumbando a la muchacha de espaldas en el suelo. Se colocó entre sus muslos y presionó con su erección la entrada de la vagina.
—Si nace un varón es entregado a su padre —jadeó Aisling al sentir como la penetraba con demasiada lentitud. Envolvió las caderas de Kier con sus piernas y le espoleó con los talones a darse prisa.
—¿Por qué? —preguntó él deteniéndose. Temía que por una vez los rumores de la aldea fueran ciertos y las dríades abandonaran a sus hijos varones.
—El deseo sincero de hombre es el que engendra niñas en vientre de dríades. Solo niñas. Niño varón es ofrenda que dríade hace al dueño de su mirada. No fácil tener ese honor. Solo posible cuando hombre está muy dentro del corazón de dríade. Solo dríade que se sienta dueña de corazón de hombre da parte de su alma, su hijo, a hombre —le explicó Aisling muy seria, fijando sus ojos negros en él—. Engendrar varón no fácil para dríade, porque los varones son mortales, mientras que las niñas viven eternamente convertidas en robles. Ninguna dríade quiere ver morir a su hijo.
—Nunca te pediré que me des un hijo, Aisling —juró mirándola a los ojos y viendo la tristeza que los habitaba—, pero a cambio, me tienes que prometer que llenaremos el claro de preciosas niñas dríades que lo inundarán con sus risas y nos volverán locos con sus vocecitas —bromeó, intentando hacerla sonreír.
—Yo prometo —aceptó ella muy seria, dejándole sin palabras.
Kier la miró, embargado por una emoción a la que no se atrevía a dar nombre. La besó apasionado y se hundió por completo en ella, meciéndose en un salvaje vaivén que no tardó en llevarlos más allá del simple placer.