ÉRASE UNA VEZ UN HOMBRE QUE CREÍA SABERLO TODO, Y NO SABÍA NADA.
10 de tinne (julio)
Iolar llegó al bosque prohibido después del mediodía, acababa de desmontar cuando seis guardias le rodearon. Los miró con ojos acerados, revisó su postura, armas y rostros e hizo un gesto satisfecho con la cabeza. No toleraría más fracasos por parte de sus soldados. Le tendió las riendas a uno de ellos y se internó en el bosque sin pronunciar palabra ni mirar atrás. Eran hombres entrenados por Gard, no necesitaban órdenes para cumplir su cometido. Atravesó con paso firme las hileras de eucaliptos y serbales, ignorando decidido el ruido que hacían los árboles a su paso y la roja y amenazante tonalidad del fruto de los serbales. Estaba acostumbrado a que el camino hacia la muralla de ramas transcurriera entre extraños susurros provocados por el entrechocar de las hojas. Cuanto más se acercaba a su meta, más fuerte era el murmullo, más opresivo el silencio de los animales, más denso el aire que respiraba.
Tras un buen trecho caminando vislumbró por fin la hilera de robles que anunciaba el fin de su viaje. Parecían robles normales; sus ramas miraban al cielo, sus raíces se enterraban en el suelo y entre los ancianos árboles se podía entrever el sendero que llevaba al claro en el que vivía su hija. Aceleró el paso, aun sabiendo que sería inútil. Las ramas caerían, la entrada se cerraría, y él se encontraría de nuevo ante el muro impenetrable que le impedía ver a aquella a quien el cruel bosque le había arrebatado.
Un paso, otro más, apenas diez metros y los árboles continuaban inmóviles, permitiéndole adentrarse entre sus troncos. Cinco metros, el susurro aumentó de intensidad convirtiéndose en un zumbido abrumador que le taladraba los oídos. Un metro, quizá esta vez le permitirían pasar. Estiró los brazos, dio un último paso, y las ramas cayeron creando una tupida e infranqueable barrera.
Se dejó caer al suelo, sus rodillas se hundieron entre la hojarasca mientras sus manos palpaban impotentes el boscoso muro. Sus dedos buscaron alguna grieta, alguna rendija olvidada entre las ramas que le permitiera ver qué había más allá de la barrera. Como tantas y tantas veces antes, no la encontró. Cerró los ojos y permitió que de sus labios emergiera un suspiro entristecido. Estaba solo en el bosque, nadie podría verle comportarse como un hombre y no como un rey. Podía permitirse ser el padre arrepentido. El penitente que busca el perdón de aquella a quien más ama.
Una suave voz inundó el bosque, una dulce tonada hecha de murmullos que poco a poco se fue acercando, tornando la impenetrable muralla en una celosía de ramas a través de la cual podía ver entre las sombras verdosas de las hojas.
Iolar se sentó erguido, alejó de sus ojos el pesar y esperó. Pocos segundos después, la silueta inconfundible de su hija apareció semioculta ante él. El destello blanco que pudo observar a través del boscoso enrejado le indicó que ella vestía una de las camisas de lino que le regalaba cada pocos meses. Sonrió. Su pequeña usaba al menos uno de sus pobres regalos. La cubriría de diamantes si no supiera que ella los miraría extrañada y los desecharía como algo inútil.
—Hola, Aisling —saludó dispuesto a comenzar su monólogo. En todos esos años, él era quien hablaba y ella quien escuchaba. Iolar se conformaba, al menos permanecía frente a él—. Gard ha estado en Rousinol, visitando al nuevo herrero. Ya sabes cómo le gusta buscar juguetes afilados con los que entretenerse —comentó intentando dar a su voz un tono divertido—. Se encontró unas dagas de factura exquisita y filo extraordinario, y pensó que te gustaría tener una —comentó sacando un paquete del morral. Lo dejó en el suelo, junto a la pantalla de ramas—. ¿Recuerdas a Gard? Es el capitán de mi guardia. Un hombre alto y rubio de ojos azules. —Intuyó que Aisling asentía con la cabeza—. Te echa de menos, todos te echamos de menos. Ojalá algún día regresaras —se atrevió a decir, aun sabiendo que ella frunciría el ceño, como así hizo.
Iolar habló de todas aquellas cosas que esperaba que a ella le hicieran sentir curiosidad, tratando de tentarla para que regresara, aunque era inútil. Aisling no regresaría, al menos no por su propia voluntad, y él le había prometido hacía años que no la obligaría a nada. Y pensaba cumplir su promesa.
—Tengo que decirte algo que sé que no te va a gustar, pero necesito hacerlo —afirmó muy serio.
Había pasado más de media tarde monologando sobre nimiedades y necesitaba exponer aquello que le preocupaba. No podía callar solo por el temor a que ella se enfadara y se alejara. Era su padre, tenía derecho a ejercer como tal y a regañarla si hacía algo reprobable.
—Hace tres semanas estuve aquí. —Aisling ladeó la cabeza, extrañada. Los árboles no le habían dicho nada—. Fue el día en que el furtivo se adentró en el bosque y mis hombres le apresaron para castigarle. Sé que tú y tus lobos se lo arrebatasteis de las manos y lo llevasteis hasta el claro. —Iolar respiró profundamente; lo que iba a decir a continuación despertaría la ira de la muchacha, pero aun así, tenía que reprenderla. No podía permitir que el rencor de Fiàin se alojara en el corazón de su hija—. Cuando me enteré cabalgué hasta aquí, dispuesto a comprobar con mis propios ojos lo que había sucedido, y a castigar tanto a mis soldados como al intruso. Al llegar, escuché sus alaridos de dolor.
»Sé que no guardas buen recuerdo de tu estancia en el castillo, sé que os hice la vida muy difícil a ti y a tu madre, y que no te fías de nadie, pero no puedes torturar a un hombre por los pecados que únicamente yo cometí —afirmó entristecido. Sabía que llegaría el día en que su hija se vengaría en nombre de su madre, pero había esperado que eso no sucediera—. Di órdenes estrictas de que todo aquel que irrumpiera en el bosque fuera ejecutado al instante, y eso era lo que iban a hacer mis soldados cuando tú apareciste. Entiendo que te asustaras cuando ese proscrito invadió tu espacio, pero no debes tomarte la justicia por tu mano. No debes permitir que el rencor que tu madre sintió hacia mí se haga fuerte en ti. El hombre merecía un castigo, pero un castigo justo, no una tortura. Eras una niña muy dulce y cariñosa, no puedo creer que ahora te diviertas causando dolor —continuó hablando Iolar, intentando hacerse entender sin ser demasiado severo—. No lo voy a consentir, Aisling. No volverás a entrometerte en la labor de mis soldados. No volverás a torturar a nadie. Mis leyes son válidas para todos mis súbditos, tú incluida. Debes entender esto, hija mía: el dolor engendra dolor. No quiero verte convertida en un ser sanguinario que disfruta con el padecimiento ajeno. Eres libre en tu bosque, deja que mis soldados se ocupen de todos aquellos que entren aquí. Mantente al margen.
—Tus soldados torturaban a Kier. Ellos no cumplen tus órdenes, disfrutan con su dolor. Yo lo salvé —contestó furiosa Aisling. Su padre, como siempre, se equivocaba. No creyó a su madre, y ahora pensaba cosas malas de ella. No era justo.
—Hablas —siseó Iolar perplejo. Era la primera vez desde hacía trece años que escuchaba la voz de su hija—. Puedes hablar.
—Siempre puedo.
—Nunca me has dicho nada.
—Nunca tuve nada que decir. —Ante el gesto confuso de su padre, Aisling decidió continuar—: Gusta escuchar tu voz. No necesario yo hable. Hoy sí. Tus soldados mienten. Ellos torturan a Kier, yo salvo y curo. Por eso él grita, porque duelen heridas. Pero ahora ya curado. Casi —añadió recordando los gestos de dolor del hombre y como se sujetaba a veces las costillas.
—¿Kier? —preguntó Iolar, turbado. Era la primera frase que su hija le dedicaba desde que le abandonara para vivir en el bosque, y en lugar de pronunciar su nombre, pronunciaba el de un proscrito. No era justo.
—Kier es hombre que entró en bosque. Él mi amigo ahora. —Iolar la miraba atónito, y ella decidió continuar—. Quieres saber más. ¿Sí?
—Sí. Siempre querré saber más, siempre querré escuchar tu voz.
—Kier no malo, él bueno. Yo le observo desde hace muchas lunas, él entra en bosque para jugar con mujeres amigas tuyas en castillo… Mm… ¿Condasas?
—Condesas.
—Sí. Condesas —Aisling paladeó la palabra—. ¿Duquesas? —Iolar asintió asombrado. «¿Jugar?»—. Juega con ellas y luego les da pollas de madera a cambio de cosas pequeñas y redondas que brillan.
—¿Pollas? ¿Quién te ha enseñado esa palabra? —preguntó asombrado. Su dulce hija no debía decir esas cosas. Un segundo después toda la frase encajó en su mente—. ¿Monedas? —¡Un puto! ¡El proscrito era un jodido puto! Y estaba con su hija. Lo mataría con sus propias manos.
—Monedas. Sí. Él entró en bosque y soldados cogieron, pero no cortaron cabeza como tú ordenas —explicó con un escalofrío. No le gustaba nada esa faceta de su padre—. Ellos le pegan y atan en suelo y golpean con… cosa como cuerda pero de piel. Mucho daño.
—Un látigo —susurró Iolar. Creía intuir por qué sus soldados habían hecho eso. Había algún noble despechado detrás.
—Sí. Yo salvo y curo. Y ahora amigos. Él buen hombre.
—¿Buen hombre? —repitió aturdido. Había supuesto que su hija odiaría a los hombres, igual que su madre, no que se haría amiga de un puto.
—Sí. Amable y divertido. Él ríe y habla conmigo. Me mira y me ve a mí; no a vestidos ni joyas, solo a mí —afirmó muy seria—. No ordena ni exige, no quiere que yo sea otra. Él gusta como soy. Él amigo.
—¿Amigo? —Iolar contuvo como pudo la rabia que le carcomía. Aisling parecía prendada de ese tal Kier. Un hombre como ese jamás podría ser amigo de ninguna mujer. Se aprovechaba de ellas en su beneficio. Y ahora estaba jugando con su inocente y solitaria hija.
—Sí, Kier buen amigo —contestó Aisling entusiasmada—. Él cuida, o intenta, torpe en bosque, pero poco a poco aprende. Mira fiero alrededor y dice que él protege de todo —rio feliz, imitando el gesto ceñudo de su amigo—. Me envuelve en sus brazos y me besa, tan dulce —relató soñadora—. Me acaricia y lame, y luego follamos. Me gusta jugar con él.
—¡Folláis! —exclamó indignado Iolar. Mataría a ese hombre. Aunque fuera lo último que hiciera en su vida. Lo estrangularía con sus propias manos, justo después de cortarle los cojones.
—Sí. Mmm, no, ya no. Él dice no follar. Ahora hacemos el amor —afirmó contenta sin percatarse del gesto huraño de su padre que asomaba entre el enrejado de ramas—. Más bonito. ¿Sí?
—¡No! ¡No es más bonito! ¡No debes hacer esas cosas, ni con él ni con nadie! ¡No te das cuenta de que se aprovecha de ti!
—¿Cómo aprovecha de mí? —preguntó curiosa, sin entender el porqué del enfado de su padre—. Yo no tengo nada de lo que vosotros decís valioso. Mi reino es el bosque, mis súbditos los lobos, mi techo las estrellas y mi cama los árboles. No tengo ninguna de esas cosas brillantes que tanto os gustan.
—Eres mi hija. Eso tiene cierto valor —replicó Iolar enfadado porque ella no se daba cuenta de su poder.
—No valor. Tú eres rey, yo soy parte de bosque. Mi mundo y el tuyo no están unidos.
—El tal Kier podría secuestrarte y pedir un rescate, obligarme a claudicar ante sus exigencias.
—No puede secuestrar en bosque. Robles me protegen.
—Yo secuestré a tu madre —refutó Iolar implacable. Aisling tenía que saber a qué se enfrentaba y dejar de ser tan ingenua.
—Fiàin quiso que secuestraras —rebatió ella divertida. A pesar de tantos años transcurridos, su padre seguía sin entender nada.
—No, cariño. Ella no quiso.
—Sí. Ella te observó durante lunas, como yo a Kier, y cuando quiso, se dejó ver y ordenó a los robles que te dejaran cazarla.
—Estás equivocada —musitó Iolar perplejo. Eso no podía ser posible.
—No lo estoy.
—¿Por qué se dejó capturar? —preguntó Iolar entornando los ojos, repentinamente consciente de que, de igual manera que Fiàin le había emboscado en el claro cuando la liberó, también podía haberlo hecho cuando la capturó.
—Madre sentía curiosidad. Le dolía vientre y se le endurecían pezones cuando te veía, igual que a mí con Kier. Buscó compañero. Tú fuiste elegido.
—No, Aisling, te equivocas —susurró Iolar, intuyendo que el equivocado era él—. Y aunque eso fuera cierto, mira lo que pasó después…
—Cometiste error. Encerraste entre muros —murmuró ella apenada.
—Y tu amigo hará lo mismo. Te raptará y te encerrará para conseguir poder sobre mí.
—¡No! Kier no hará eso. Confío en él. Somos amigos.
—Eres demasiado joven e ingenua, ¿acaso no recuerdas lo que sufrió tu madre por mi culpa? Él te hará sufrir igual —le advirtió Iolar, en un intento por hacer recapacitar a su hija—. Deshazte de ese hombre. Entrégamelo, y te prometo que cuidaré de que no le falte nada. —Ni siquiera un nudo alrededor del cuello, pensó para sí.
—Madre sufrió porque estaba en ciudad —afirmó Aisling entristecida. Conocía de primera mano el sufrimiento padecido por sus padres—. Pero ella fue feliz contigo.
—No lo fue. Eras muy niña, tus recuerdos están alterados por el tiempo —musitó dejándose llevar por el pesar.
Sí habían sido felices, al principio, cuando él no le exigía nada, cuando ella se comportaba como la dríade que era. Hasta que él quiso convertirla en una dama. Entonces la obligó a comportarse como la mujer que no era, y Fiàin perdió su vitalidad, su alegría y hasta su misma vida.
—Te equivocas, Aisling. Tu madre nunca fue feliz conmigo. Nuestro tiempo juntos le costó la vida y a mí la felicidad —musitó.
—Pero vosotros os queríais.
—No, pequeña. No.
—Sí, padre. Os queríais, lo sé. Madre te quiso y tú a ella. Yo soy prueba —sentenció segura.
—Cariño, el amor no tiene nada que ver con tu concepción —susurró entristecido Iolar.
—Sí tiene, lo sé.
—Escucha, Aisling… —La frase fue interrumpida por un súbito y fuerte susurro de hojas, seguido por el aullido de dos lobos.
—¡Kier! ¡Fiàin, no! —gritó Aisling poniéndose en pie de un salto—. Tengo que irme, madre está atacando a Kier —explicó dando un paso atrás.
—¿Fiàin está viva? —preguntó sorprendido Iolar, levantándose a su vez. Aisling no contestó, toda su atención estaba en algún lugar entre la espesura—. ¡Aisling, contéstame!
La muchacha susurró una orden sin palabras y, durante apenas un instante, la cortina enramada se deshizo, permitiendo a su padre contemplarla sin obstáculos por segunda vez en años.
—Madre no está muerta.
—Se la tragó un árbol. Lo vi con mis propios ojos.
Iolar dio un paso, acercándose a la abertura, dispuesto a entrar en ella. Las ramas se cerraron sobre él, envolviendo su cuerpo entre fuertes brazos leñosos.
—No. Fiàin es ese árbol. Ella descansa siendo roble hasta que olvide.
—Hasta que olvide… ¿qué?
—Hasta que olvide a ti, a Gard. Después ya no Fiàin, solo roble.
—¿Y si no me olvida?
—Seguirá en roble hasta que lo haga… o despierte —afirmó Aisling girándose hacia el interior del bosque al escuchar de nuevo los aullidos. El ruido de la floresta se hacía más intenso a cada segundo que pasaba. Los robles estaban nerviosos.
—¡Espera! —gritó desesperado Iolar. Fiàin estaba viva. ¡Viva!—. Y si despierta… ¿Qué pasará?
—Dejará su roble y volverá a ser Fiàin.
—¿Puedes hacer que despierte?
—Nadie puede. Solo ella. Cuando Fiàin preparada, despertará u olvidará. Pero aún no ha llegado el tiempo de decidir.
—¿Cuándo?
Aisling fijó la mirada en su padre y se encogió de hombros; nadie podía saber los pensamientos que anidaban en el interior de una dríade, ni siquiera otra dríade.
Iolar observó perplejo cómo su hija se daba la vuelta y echaba a correr a través de la fronda, ignorándole. Gritó su nombre una y otra vez, hasta que se dio por vencido. Aisling no regresaría esa tarde. Había otro hombre que le importaba más que él. Un puto que la utilizaría en su propio beneficio, que le haría daño y luego la abandonaría… Eso en el mejor de los casos. No quería ni pensar qué podía hacer el tal Kier en el peor de los casos.
Respiró profundamente, obligando a su cuerpo a relajarse. Poco a poco, las ramas que lo sujetaban fueron soltándole para instalarse de nuevo en la muralla impenetrable que le impedía acceder al claro en el que se ocultaba su hija… y su mujer. Cerró los ojos, apretó la mandíbula y esperó hasta que quedó libre por completo. Después, abandonó el bosque con zancadas rápidas y firmes. Precisaba llegar a Sacrificio del Verdugo cuanto antes.
Después de tanto tiempo en la ignorancia, el aluvión de noticias recibidas le impelía a actuar. Necesitaba recabar información sobre el puto llamado Kier y, sobre todo, requería un plan para conseguir entrar de una maldita vez en el claro y ver qué ocurría allí realmente. Captó por el rabillo del ojo el brillo de algo sobre la hojarasca, pero no le prestó atención. Tenía cosas más importantes que hacer.
Detuvo sus pasos antes de llegar a la linde del bosque. Se pasó las manos por el pelo, alisó con las palmas sus ropajes y se obligó a esbozar el gesto indiferente que siempre mantenía al abandonar la floresta. No podía permitir que nadie supiera cuánto le importaban esas visitas. Una vez conseguida la serenidad deseada, traspasó las hileras de eucaliptos y entró en la cañada Real.
Nadie lo recibió. Escuchó el piafar de caballos y las voces roncas de sus soldados al otro lado del camino, tras unos brezos. Caminó hasta allí. Los hombres que debían guardar el bosque estaban sentados en un círculo jugando a los dados.
—¡En pie! —ordenó enfadado.
Los soldados se levantaron asustados.
—Majestad, no esperábamos que regresarais tan pronto —musitó uno de ellos, estremecido por las posibles consecuencias de su error—. Normalmente volvéis ya entrada la noche.
—Os presentareis ante Fear en el mismo momento en que lleguéis a Sacrificio del Verdugo —ordenó Iolar sin percatarse de que las palabras del soldado mostraban que sus actos eran más predecibles de lo que habría deseado.
—Sire, perdonadnos, no era nuestra intención faltar a nuestros deberes, pero la noche se acerca y…
—Nunca he aceptado excusas, ¿qué os hace pensar que voy a hacerlo ahora? —preguntó Iolar con gesto sereno.
—Señor… ¿Fear nos enviará a la frontera norte?
—Quizá deberíais intentar huir. Será divertido ver si podéis conseguirlo —comentó Iolar subiendo a su semental.
Apretó los talones contra el costado del animal, instándole a partir al galope, dejando a los soldados preocupados y temerosos, y olvidando el brillo fugaz que había llamado su atención en el bosque.
* * *
A pocos metros del lugar donde Iolar se había reunido con su hija, caros vestidos de terciopelo ribeteados con filigranas de oro y adornados con finos brocados se mecían en las alas de la brisa del atardecer. Yacían rotos sobre la hojarasca del suelo, con las faldas enganchadas en las ramas de los matorrales y los corpiños desgarrados por las fauces de los animales.
Hacía más de quince días que los robles habían avisado a Aisling de la llegada del hombre de los regalos, pero ella, ocupada como estaba en curar a Kier, no había acudido a por el paquete que el desconocido dejaba de vez en cuando en el bosque, y, por ende, los animales salvajes se habían cebado con los caros ropajes. Y habían disfrutado haciéndolo; había algo en ese humano que no les gustaba, que les provocaba temor…