ÉRASE UNA VEZ UN BOSQUE CONVERTIDO EN LEYENDA POR UN REINO.
EL REINO DEL VERDUGO
10 de duir (junio)
Olla del Verdugo era una aldea tan insignificante que ni siquiera existiría en los mapas si no fuera por su cercanía a la Cañada Real. Estaba situada en la falda de la montaña más importante de todas las que había en el reino del Verdugo, aquella en la que nacía el imprevisible y visceral río del que el reino tomaba su nombre, y su leyenda.
El río se gestaba silencioso bajo las escarpadas cimas de nieves perpetuas de las montañas del Juicio, horadaba implacable sinuosas grutas subterráneas y emergía impetuoso en forma de cascada a través de una oquedad sita en una pared vertical de la montaña, cercana a la pequeña y casi invisible aldea. Esquivaba serpenteante Olla del Verdugo y continuaba su camino, a través de un valle que poco después se convertía en una inmensa y verde llanura, por la que discurría tranquilo hasta dejar atrás el páramo del Traidor y llegar por fin a la capital del reino, la ciudad de Sacrificio del Verdugo.
El Verdugo era, pues, un gran río, caudaloso a la vez que pacífico durante la mayor parte del año, hasta que con la llegada de las lluvias se transformaba en agresivo y cruel, convirtiéndose en un peligroso y violento caudal que arrasaba con lodo y agua todo lo que había a su paso. Cada primavera inundaba con saña la pequeña aldea; de ahí su nombre, «olla», porque cuando esto ocurría, parecía un gran caldero lleno de sopa.
Olla contaba con apenas una veintena de cabañas con techumbres de madera y paredes de piedra gris rodeadas de pequeños huertos. Polvorientos senderos de tierra abiertos por las pisadas de las bestias de carga, los carros y las personas partían desde cada cabaña hasta confluir en una plaza a la que los lugareños se empeñaban en dotar de importancia, y que no era más que el lugar donde se encontraban los elementos más importantes de la vida común de la aldea: el pozo y la taberna.
Pocos metros más allá de la taberna, Olla terminaba dando paso a los verdes pastos de la llanura del Rebelde, que a su vez era atravesada por la Cañada Real.
Recorriendo la Cañada Real, a poco menos de una jornada a pie desde la aldea, se encontraba Sacrificio del Verdugo, la capital del Reino. Un lugar próspero y de reconocida importancia estratégica que contaba con molinos, almazaras, talleres y un gran mercado al que acudían los habitantes de las poblaciones aledañas todos los sábados para vender sus mercancías y comprar todo aquello que precisaban. Por ello puede decirse que, aunque pequeña, Olla del Verdugo estaba bien relacionada.
Pero lo que hacía que el nombre del diminuto pueblo fuera conocido en todo el Reino, era que lindaba con el bosque del Verdugo, aunque los aldeanos lo conocían como el bosque prohibido. Y no lo llamaban así sin ningún motivo. Realmente existía un edicto real que prohibía taxativamente entrar en él. El porqué de este edicto solo lo conocía el rey, pero, como buenos vecinos, las gentes de Olla y sus alrededores tenían sus creencias y leyendas.
Unos pocos, los más pragmáticos, opinaban que el primero de los reyes había prohibido la entrada en él para preservar la caza que allí había. Pero la gran mayoría de los que allí vivían creían firmemente que el bosque estaba encantado.
Según los lugareños, estaba poblado por una exquisita y salvaje mujer que caminaba desnuda sobre las copas de los árboles. Incluso, cuando la noche caía sobre la tierra y las tabernas se llenaban de hombres cansados tras un duro día de labor, algunos, los más valientes, o quizá los más borrachos, afirmaban que quien allí habitaba era mitad humana mitad dríade.
Una joven de belleza singular que hablaba con los robles y los lobos. Que aullaba al firmamento en las noches de luna llena y se convertía en fantasma en las de luna nueva. Una beldad de afilados rasgos que protegía a los animales del ataque de los cazadores y a los árboles del fuego al que tanto temían.
Los hombres susurraban entre sí, asegurando que sus cabellos eran dorados. No, rojizos. No, verdes. Que sus ojos eran grises. No, lavanda. No, azules. Que tenía afilados colmillos con los que devoraba a todo aquel que se atrevía a romper la ley y penetraba en el bosque. No, que lo seducía y luego lo abandonaba a su suerte, perdido en la fronda hasta que moría de hambre. No, que lo asaba en una enorme hoguera y luego se lo comía.
Cada hombre que una noche u otra paraba en una taberna, cada mujer que día a día se juntaba con otras junto al pozo, cada anciano que calentaba sus huesos bajo el tibio sol en la plaza y, en definitiva, cada uno de los parroquianos que vivían cerca del bosque tenía una opinión distinta. Y todos la vertían a oídos de aquel que quisiera escucharlos. Podía decirse que había tantas versiones como paja en un granero. Y de todas estas habladurías, murmullos y leyendas, había una en la que todos, absolutamente todos, estaban de acuerdo.
Un rumor que corría de boca a oreja, entre susurros, y siempre y cuando los interlocutores se hubieran asegurado antes de que no hubiera cerca ningún guardia ni nadie sospechoso de poder delatarles al rey o a cualquier chismoso de su corte de aduladores.
Y ese rumor que corría rápido y silencioso como la pólvora era un secreto a voces.
Algo de lo que nadie tenía ninguna duda.
La mujer que habitaba el bosque del Verdugo era en realidad el fruto de la unión prohibida entre una dríade salvaje y el rey Impotente, el monarca de aquellas tierras.
* * *
—Señor, ¿qué hacemos con el prisionero?
—¿De qué se le acusa?
—Lo encontramos en la taberna, borracho, hablando sobre vuestra real majestad.
—¿Lo de siempre? —preguntó el rey, frotándose las sienes. Comenzaba a dolerle la cabeza tras llevar toda la mañana en la audiencia.
—Sí, señor —respondió el soldado escudriñándose las botas, temeroso de mirar al monarca.
—Esperad a que se le pase la borrachera y luego dadle unos cuantos latigazos —ordenó el rey con gesto cansado—. Que algunos golpes caigan cerca de su entrepierna. Asustadle, pero no le inutilicéis; siempre hacen falta labriegos en el campo. Y si en un exceso de estupidez vuelve a repetir sus palabras, capadle.
—Sois en extremo compasivo, majestad —susurró el duque de Neidr cuando se retiró el último peticionario.
—Lo que no soy es idiota. Todo rey necesita vasallos que trabajen para él, ¿o acaso pensáis ocupar vos su lugar en el campo? —inquirió fijando su gélida mirada en el noble—. Las cabezas se cortan por cosas más importantes que simples habladurías.
—Disculpad mi atrevimiento, majestad —se apresuró a disculparse el noble. Nunca era aconsejable despertar la ira del monarca.
El rey aceptó la disculpa con un leve movimiento de su real testa y se levantó del incómodo trono.
—Majestad —se arriesgó a llamarle Neidr. El rey no se molestó en detener sus pasos—. Corre el rumor de que un hombre ha osado ignorar la ley y ha entrado en el bosque.
El monarca se quedó inmóvil frente a las enormes puertas de la sala de la audiencia para luego darse la vuelta con lentitud. Cuando miró por fin al duque, sus rasgos mostraban un enfado de regia magnitud.
—¿Qué bosque?
—El bosque del Verdugo —aclaró el noble—. Se rumorea que un hombre ha penetrado en varias ocasiones en vuestro bosque.
El duque se cuidó muy mucho de mencionar los negocios de los que allí se ocupaba el sujeto. Su esposa era una de sus compradoras y, aunque ya la había castigado por ello, no quería que su cruel e inmisericorde rey se enterara y vertiera su ira contra él.
—¿La guardia no lo ha aprehendido? —El rey desvió la mirada hacia los soldados que se mantenían firmes en el salón. Todos a una cuadraron los hombros y contuvieron la respiración, temerosos de ser castigados por el fallo de sus compañeros.
—Se dice que conoce las rutas de vigilancia de la guardia, y que logra evitarlos sin impedimentos.
—Son solo habladurías… —comentó el monarca frotando con el pulgar de la mano derecha el anillo que llevaba en el dedo corazón de la misma.
—Sí, alteza, pero he pensado que debíais conocer los hechos, aunque sean solo rumores.
—¿Cómo es que han llegado a vos? —preguntó fijando su acerada mirada en el hombrecillo regordete.
—Chismes de taberna, sire. Corren de reunión en reunión. Los escuché cerca del feudo de Rousinol —aclaró con rapidez cuando el rey dejó de frotar su anillo. Por nada del mundo quería exponerse a su cólera y, si de paso se sentía ofendido por Rousinol, en fin, mejor que mejor.
—Eso no quiere decir que yo o mis vasallos estemos relacionados con ese hombre —se apresuró a defenderse el conde de Rousinol, que había permanecido a un lado, escuchando con discreción la conversación entre el noble más poderoso del reino y el monarca.
—Doblad la guardia en el bosque del Verdugo y averiguad qué verdad hay tras las habladurías —ordenó el rey al capitán de su guardia ignorando la interrupción del conde.
Un hombre de poderoso físico, cabello rubio y ojos azules, vestido con la túnica blanca, la loriga y la sobreveste roja de la guardia, se adelantó cuadrándose de hombros. Asintió con un gesto de cabeza hacia el rey, se giró y caminó en dirección a las puertas del salón del trono para dar las instrucciones pertinentes.
—¿Y si las murmuraciones fueran reales? —preguntó en ese momento el duque. El capitán detuvo sus pasos y esperó la respuesta del soberano.
—Cumplid la ley.
De los labios del duque escapó un suspiro apenas audible. A un hombre sin cabeza le sería imposible hablar. Lo secretos de su esposa continuarían siendo secretos.
—Perdonad mi atrevimiento, pero… quizá sería más apropiado someterle a escarnio público —se apresuró a sugerir Rousinol.
—Ejecutadlo en el mismo lugar en que lo encontréis, traedme su corazón y dejad su cuerpo allí; las bestias del bosque darán buena cuenta de él —ordenó el rey, ignorando la sugerencia del conde.
—Majestad…, a veces una pequeña tortura pública hace comprender las leyes al populacho mucho mejor que el cumplimiento inaplazable del castigo. La plebe teme lo que ve, pero ignora lo que no ve —insistió Rousinol.
—¿No estáis de acuerdo con mis disposiciones? —El monarca arqueó una de sus pobladas cejas.
—Por supuesto que sí, sire. Jamás se me ocurriría poner en duda vuestras acertadas decisiones. Disculpadme —se apresuró a excusarse a la vez que hacía una profunda reverencia.
El rey aceptó la disculpa con un gesto y se dio la vuelta, dispuesto a abandonar el salón de audiencias de una buena vez.
—Majestad… Querría solicitaros una última dispensa. —El soberano observó al duque con mirada impenetrable. Neidr se apresuró a continuar antes de que este perdiera la poca paciencia de la que normalmente hacía gala—. Sería un honor para mí poder acompañar a la guardia en la búsqueda del intruso, junto con algunos de mis mejores caballeros —solicitó, doblándose por la cintura y bajando la mirada al suelo.
—Gard —se dirigió el rey al capitán—. Ejecuta a cualquiera que entre en el bosque del Verdugo, sin excepción.
* * *
Kier se quitó el chaleco de piel, tomó el hacha con ambas manos y comenzó a trocear los leños de roble. Cuando hubo acabado eligió uno de los trozos y entró en la cabaña. Se sentó sobre el banco de trabajo y comenzó a tallar con lenta precisión su último encargo. Una de sus virginales damiselas, la duquesa de Neidr, le había requerido hacía poco más de una semana un diseño especial. Y pensaba cobrar el doble por él. Un enorme falo de madera forrado en cuero con incrustaciones de plata en forma de tachuelas a lo largo de todo el tallo. Eligió con cuidado sus herramientas; la duquesita era una buena compradora y, además, muy exigente. Requería el cuero más suave, y él pensaba dárselo.
Un segundo antes de comenzar a dar forma a la madera, echó un vistazo al interior de la cabaña; había amontonado en un rincón todo el trabajo realizado ese mes. Tenía suficientes escudillas de barro cocido, ollas y vasijas de bronce como para ir preparando un viaje al mercado de Sacrificio del Verdugo. Dejó el trozo de madera con el que estaba trabajando sobre la mesa y se dirigió al arcón ubicado en el fondo de la estancia. Lo abrió y contó cada uno de los objetos que contenía. Falos de distintos tamaños, fundas y tarros de su bálsamo especial. Sí, en cuanto entregara el último encargo a la duquesita, hablaría con el molinero para ver cuándo podría acompañarle al mercado y cuánto le costaría el viaje. Al fin y al cabo, no solo de las inmaculadas damas de la nobleza vivía el hombre.