No puedo creer que haya sacado el tema de mi padre. No es que me moleste, pero me sorprende que de verdad pareciera estar interesada. Que se acordara incluso. No se puso a preguntar en qué trabajo para calcular cuánto dinero puedo ganar ni a reír tontamente y ponerse roja y parecer idiota mientras alargaba la mano para tocarme los tatuajes y de paso sobarme a mí. Eso es algo que no me pone nada. Vale, sí, me pone cuando lo que uno busca es echar un polvo —lo facilita—, pero por algún motivo me alegré de que Camryn no lo hiciera.
¿Quién coño es esta chica?
Y ¿por qué estoy pensando en esto?
Se duerme antes que yo con la cabeza apoyada en la ventana. Resisto el impulso de observarla, al reparar en lo tierna e inocente que parece, lo que me hace ser tanto más primario, más protector.
Por lo visto, el pervertido dejó de mirarla cuando vio que nos sentábamos juntos en la última terminal. Pensando como piensan los hombres, ahora probablemente la considere mi territorio, mi propiedad. Y eso es bueno, porque significa que la dejará en paz mientras yo ande cerca. Aunque lo cierto es que sólo estaremos juntos hasta Wyoming, y eso me pone malo. Confío en que el hombre cambie de autobús antes que Camryn y tengan que separarse. De aquí a Denver hay dos paradas más: espero con toda mi alma que Denver sea su destino y, en caso contrario, no lo perderé de vista hasta Wyoming.
A Idaho no irá. Antes mato a ese hijo de puta.
Aguzo la vista en la oscuridad y el silencio del bus. El tipo está dormido, la cabeza contra el asiento del pasillo. A su lado, junto a la ventana, hay una mujer, pero es demasiado mayor para llamar su atención. Le gustan jóvenes; probablemente, muy jóvenes. Me pone enfermo pensar en lo que tal vez le haya hecho ya a otra chica joven.
A pesar de que por regla general el autobús es ruidoso —el silbido del viento al golpear el metal, el crujido de los neumáticos al deslizarse veloces sobre la carretera, el runrún constante del gran motor que lo hace avanzar por la autopista—, reina el silencio. Casi es apacible. Todo lo apacible que puede ser un viaje en autobús.
Me pongo los cascos, enciendo el mp3 y lo pongo en modo aleatorio. ¿Qué será? ¿Qué será? Siempre dejo que la primera canción determine el humor. Tengo más de trescientas canciones en este chisme. Trescientos marcadores de humor distintos. Así y todo, pienso que mi mp3 no es objetivo, ya que la primera canción casi siempre es Dust in the wind, de Kansas, o Going to California, de Zeppelin, o algo de los Eagles.
Espero a que suene sin mirar la información de la lista de reproducción, como si fuese una especie de acertijo y no quisiera hacer trampas. Hombre, buena elección: Dream on, de Aerosmith. Apoyo la cabeza en el respaldo y cierro los ojos, sin darme cuenta hasta que ya lo estoy haciendo de que mi dedo está bajando con suavidad el volumen. Porque no quiero despertar a Camryn.
Abro los ojos y la miro, ahora abraza con tal fuerza la bolsa que debe de ser plenamente consciente de lo que está haciendo aun estando dormida como un tronco. Me pregunto qué llevará dentro, si habrá algo que pueda revelarme más cosas de ella. Si habrá algo que pueda decirme la verdad de ella.
No obstante, da lo mismo. Después de Wyoming no sabré nada de ella, y ella probablemente ni se acuerde de mi nombre. Pero sé que es mejor así. Llevo demasiado equipaje, y aunque sólo sea como amigo no tiene ninguna necesidad de cargar con él. No se lo desearía a nadie.
La melodía grave de la voz de Steven Tyler me arrulla hasta quedarme traspuesto. Salvo cuando suelta esos gritos agudos, en cuyo caso espero a que lo suelte del todo y luego me duermo el resto del tiempo.
—Tío, en serio —oigo decir a alguien.
Algo me empuja el hombro. Despierto y veo que Camryn me aparta con sus bracitos. La verdad es que es gracioso, esa mirada torcida en su cara de por la mañana y el hecho de que, por mucho que empuje, peso demasiado para que pueda moverme del todo.
—Lo siento —me disculpo, aún intentando despertar.
Me incorporo desorientado y me noto la nuca tiesa como un palo. No tenía intención de acabar con la cabeza apoyada en su brazo, pero no me da tanta vergüenza como finge darle a ella. Por lo menos estoy casi seguro de que finge. En realidad está haciendo un gran esfuerzo por no sonreír.
Voy a echarle una mano.
Le sonrío.
—¿Crees que tiene gracia? —pregunta, la boca entreabierta y las cejas fruncidas en la bonita frente.
—Pues la verdad es que creo que sí. —Mi sonrisa se ensancha y finalmente también ella sonríe—. Pero lo siento. De veras. —Lo digo de verdad.
Ella amusga un ojo y me mira de soslayo como para comprobar si soy sincero, que también tiene su punto.
Desvío la mirada y levanto los brazos para estirarme, lo que me hace bostezar.
—¡Qué asco! —exclama, y la palabra no me sorprende en absoluto—. Te huele la boca a perro muerto.
Una gran risotada acompaña mis palabras:
—Joder, tía, ¿y tú cómo sabes a qué huele un perro muerto?
Eso la hace callar. Me río otra vez y rebusco en la bolsa después de guardar en ella el mp3. Abro la pasta de dientes y me echo un pegote en la punta de la lengua, le doy unas buenas vueltas en la boca y me la trago. Naturalmente Camryn observa todo el proceso con cara de repugnancia, que es lo que yo pretendía.
Al parecer, el resto del autobús se ha despertado antes que yo. Me sorprende haber dormido tanto y sin haberme despertado al menos tres veces para encontrar otra postura cómoda, cosa que nunca consigo.
El reloj me dice que son las 9.02.
—¿Dónde estamos, por cierto? —pregunto mientras miro por la gran ventana de Camryn en busca de alguna señal en la autopista.
—A unas cuatro horas de Denver —me informa—. El conductor acaba de decir que hará otra parada dentro de diez minutos.
—Bien —respondo estirando una pierna en el pasillo—, necesito caminar un poco. Estoy todo tieso.
La pillo sonriendo, pero se vuelve hacia la ventana. «Todo tieso». Vale, así que también es una malpensada. Me río sólo de pensarlo.
La siguiente área de descanso no es muy distinta de las últimas, con una serie de estaciones de servicio a ambos lados de la autopista y dos restaurantes de comida rápida. No me puedo creer que por culpa de esta chica me esté debatiendo entre meterme en uno o no, como haría sin dudarlo de otro modo. Lo que no termino de saber es si es porque quiero demostrarle que puedo elegir algo mejor si tengo la opción o porque sé que me va a dar la chapa.
Un momento. ¿Quién coño es el que controla aquí la situación?
Está claro que ella. Mierda.
Bajamos del autobús, Camryn delante de mí, y después de rodear el vehículo se detiene y se vuelve, cruza los brazos, levanta la cabeza y frunce los labios.
—Bueno, ya que tú eres tan lista —le digo, y suena un poco infantil y lo admito—, a ver si encuentras algo sano (que no sepa a plástico mojado en mierda) en uno de estos sitios.
A su boca asoma una sonrisa.
—Te tomo la palabra —acepta el desafío.
Entro detrás de ella en la enorme tienda y va primero hacia las bebidas. Igual que la rubia de ese concurso (no sé cuál es porque no veo concursos, pero todo el mundo conoce a la rubia esa), Camryn mueve las manos delante de la nevera como si me diera a conocer el mundo de los zumos de fruta y el agua por primera vez.
—Empezaremos por una amplia variedad de zumos, como puedes ver —dice con voz de presentadora—. Cualquiera de estas cosas es mejor que un refresco. Tú dirás.
—Odio el zumo.
—No seas niño. Hay mucho donde elegir, estoy segura de que habrá algo que no te disguste.
Retrocede dos pasos para que vea la cantidad de agua embotellada con distintos sabores que se exhibe tras la puerta de al lado.
—Y tenemos agua —informa—, pero alguien como tú no me pega bebiendo una agua tan fina.
—No, es demasiado pija. —La verdad es que no tengo ningún problema en beber agua, pero me gusta el juego al que estamos jugando.
Ella sonríe, pero intenta mantener la seriedad.
Arrugo la nariz, frunzo los labios y miro la nevera de zumos y a ella alternativamente.
Dejo escapar un hondo suspiro, me acerco y, tras examinar las diferentes marcas y sabores y mezcla de sabores, me pregunto por qué hay tantas cosas con fresa o kiwi o con fresa y kiwi. No me gusta ninguna de esas dos cosas.
Finalmente abro una de las puertas de cristal y me decido por un zumo de naranja a secas.
Ella hace una especie de mueca.
—¿Qué? —pregunto, aún con la puerta abierta.
—El zumo de naranja no va muy bien con la comida.
Resoplo y la miro sin pestañear.
—Elijo algo y me dices que no es lo bastante bueno. —Me entran ganas de reír, pero intento hacer que se sienta culpable.
Y creo que funciona.
Frunce el entrecejo.
—Bueno, es que… es que en realidad es más un chute de vitamina C, hace que tengas más sed.
Da la sensación de que le preocupa que me haya ofendido, y eso es algo que me impresiona enormemente. Sonrío sólo para verla sonreír de nuevo.
Y ella me desarma con su sonrisa.
Vaya, es muy buena…