—Diez minutos —digo—, y estaremos fuera de esta lata.
Andrew sonríe, despega la espalda del asiento y se dispone a guardar el mp3.
No estoy muy segura de por qué me he sentido impulsada a decírselo.
—¿Has dormido mejor? —pregunta mientras cierra la cremallera de la bolsa.
—La verdad es que sí —respondo, y me llevo la mano a la nuca, donde esta vez no noto los músculos tensos—. Gracias por la idea involuntaria.
—De nada —contesta con una gran sonrisa.
—¿Denver? —pregunta, mirándome.
Supongo que me pregunta si es la próxima parada.
—Sí, a casi siete horas de distancia.
Andrew sacude la cabeza, al parecer tan poco contento con semejante cantidad de horas como yo.
Diez minutos después, el autobús entra en la estación de Garden City. Hay el triple de gente en esta estación que en la anterior, y eso me preocupa. Me abro camino por la terminal y voy directa al primer asiento que veo, ya que se ocupan de prisa. Andrew da la vuelta a la esquina, bajo la señal que indica dónde están las máquinas expendedoras, y vuelve con un Mountain Dew y una bolsa de patatas fritas.
Se sienta a mi lado y abre la lata de refresco.
—¿Qué? —pregunta, mirándome.
No era consciente de que lo he estado mirando con cara de asco mientras engullía el refresco.
—Nada —niego, apartando la vista—. Sólo que creo que es asqueroso.
Oigo su risa entre dientes a mi lado y, a continuación, la bolsa de patatas que se abre.
—Veo que hay un montón de cosas que te dan asco.
Lo miro de nuevo, colocándome la bolsa sobre las piernas.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo… que tuviera menos grasas malas?
Devora otra patata y se la traga.
—Como lo que me apetece. No serás una de esas vegetarianas esnobs que se quejan de que la comida rápida está llenando el país de gordos, ¿no?
—Pues no, no lo soy —afirmo—, pero creo que es posible que las vegetarianas esnobs tengan su parte de razón.
Come algunas patatas más y bebe un trago de refresco todo risueño.
—La comida rápida no engorda a la gente —asegura sin parar de masticar—. La gente toma sus propias decisiones. Los restaurantes de comida rápida sólo están sacando tajada de la estupidez de los americanos que deciden comer su comida.
—¿Estás diciendo que eres un americano estúpido? —inquiero, sonriente.
Se encoge de hombros.
—Supongo que lo soy cuando sólo puedo elegir entre máquinas expendedoras y hamburgueserías.
Revuelvo los ojos.
—Ya, como si fueras a elegir algo mejor si tuvieras la opción. No cuela.
Creo que mis respuestas son cada vez más agudas.
Él suelta una carcajada.
—Joder, pues claro que elegiría algo mejor. Preferiría un filete de cincuenta dólares a una hamburguesa que lleva un día hecha sin dudarlo, o una cerveza a un Mountain Dew.
Meneo la cabeza, pero no soy capaz de borrar la suave sonrisa de mi boca.
—Y tú, ¿qué sueles comer? —se interesa—. ¿Ensaladas y tofu?
—Uf —replico arrugando la cara—. No comería tofu ni de coña, y las ensaladas sólo son una moda para perder peso. —Espero un momento y le sonrío—. ¿En serio?
—Sí, claro, suéltalo —me pide.
Me mira como si fuera un bicho raro y mono que habría que estudiar.
—Espaguetis con albóndigas y sushi.
—¿Cómo? ¿Todo mezclado?
Aunque no dice nada, se ve que la idea le repugna. Tardo unos segundos en caer.
—Ah, no —niego mientras sacudo la cabeza—, eso también sería asqueroso, por cierto.
Sonríe aliviado.
—No me van mucho los filetes —añado—, pero supongo que me comería uno si me lo pusieran delante.
—Ah, así que me estás instando que te pida salir, ¿no?
Su sonrisa se ensancha.
Los ojos se me salen de las órbitas y me quedo con la boca abierta.
—¡No! —exclamo, casi ruborizándome—. Sólo estaba diciendo que…
Andrew se ríe y bebe otro trago.
—Lo sé, lo sé —asegura—. No te preocupes. Nunca me plantearía pedirte salir.
Abro los ojos y la boca más si cabe y me pongo roja como un tomate.
Él se ríe con más ganas incluso.
—Joder, tía —comenta, aún entre risas—, no eres muy rápida, ¿eh?
Frunzo el ceño.
Él también lo frunce, pero como sonriendo a la vez.
—A ver qué te parece —propone un tanto más serio—, si por casualidad en alguna de las paradas que hagamos tenemos la suerte de encontrar un asador donde puedan hacer un filete en los quince minutos que tendremos antes de que el bus nos deje tirados, te invito a uno y te dejo que decidas mientras nos comemos los filetes juntos en el autobús si es una cita o no.
—Pues, para tu información, te diré desde ya que no será una cita.
Esboza una sonrisa torcida.
—Entonces, no lo será —acepta—. No pasa nada.
Cuando creo que da por zanjado el tema, de repente añade:
—Pero si no es una cita, ¿qué sería?
—¿A qué te refieres? —pregunto—. Sería algo como de amigos, supongo. Ya sabes, dos personas que comen juntas.
—Ah, así que ahora somos amigos —suelta, los ojos brillantes.
Me pilla con la guardia baja. Es bueno. Lo pienso un momento, frunciendo la boca mientras reflexiono.
—Claro —decido—. Supongo que somos medio amigos, al menos hasta que lleguemos a Wyoming.
Me tiende la mano, que estrecho a regañadientes. Su apretón es suave pero firme; y su sonrisa, genuina y cordial.
—Entonces, amigos hasta Wyoming —confirma.
Y me estrecha la mano una vez y me la suelta.
No estoy segura de lo que acaba de pasar, pero no tengo la sensación de que haya hecho algo de lo que vaya a arrepentirme después. Supongo que no hay nada malo en tener un amigo viajero. Se me ocurren muchas más cosas que podría ser Andrew y podría ser peor. Pero parece inofensivo y reconozco que resulta interesante hablar con él. No es una anciana con ganas de contarme batallitas de cuando tenía mi edad ni un tío mayor que se haga ilusiones y aún crea que está igual de bueno que cuando tenía diecisiete años y hasta piense que tal vez yo pueda verlo como era antes. No, con Andrew me muevo en la zona de seguridad. Desde luego que sería mejor, por muchas razones, si fuera una chica, pero al menos tiene casi mi misma edad y no es en absoluto feo. No, Andrew Parrish es todo menos feo.
Lo cierto es que es atractivo, y creo que eso es lo único que me preocupa de toda esta situación.
Sabes de sobra que en realidad no importa lo que te está pasando, a quién acabas de perder, cuánto odias el mundo o lo poco apropiado que es sentirte atraído por alguien antes de que esa fase de recuperación haya llegado a unos niveles aceptables. Al fin y al cabo, eres humana, y en cuanto ves a alguien atractivo no puedes evitar fijarte en él. Es algo natural.
Actuar en consecuencia es otra historia, y ahí es donde echo el freno.
No va a ocurrir, pase lo que pase.
Pero sí, el hecho de que esté bueno me preocupa, porque significa que voy a tener que esforzarme mucho más para asegurarme de que nada de lo que diga o haga le dé una idea equivocada. Los tíos buenos saben que lo están. Lo saben incluso los que no van presumiendo de ello. Y también es algo natural que los tíos buenos asuman automáticamente que una sonrisa cándida o una conversación que se prolonga tres minutos sin que se haga un silencio incómodo son señales de que hay atracción.
Así que esta «amistad» me va a dar un montón de trabajo. Quiero ser maja, pero no demasiado. Quiero sonreír cuando sea necesario, pero debo tener cuidado y medir las sonrisas. Quiero reírme si algo que dice tiene gracia, pero no quiero que piense que es una risa de esas que dicen cómo me pones.
Sí, está claro que me va a dar trabajo. Después de todo, puede que hubiera sido mejor una anciana…
Andrew y yo esperamos en la terminal casi una hora antes de que el siguiente autobús entre en la estación. Y, como era de prever, esta vez no creo que vayamos a tener dos asientos para cada uno. La cola que hay para subir da la impresión de que quizá no haya sitio para todo el mundo. Dilema. Mierda. Andrew y yo de pronto somos amigos provisionales, pero no me atrevo a pedirle que se siente conmigo, ya que se podría considerar una de esas cosas que causan la impresión que no es. Así que, mientras la cola avanza a paso de tortuga y él va detrás de mí, confío en que tome la iniciativa y se siente a mi lado. Prefiero ir con él a ir con alguien con quien ni siquiera he hablado.
Echo a andar hacia el centro del autobús y, cuando veo dos asientos, dejo el de fuera y cojo el de la ventana.
Él se sienta a mi lado y, en el fondo, me siento aliviada.
—Como eres una chica, te dejo que te quedes con el de la ventana —observa mientras pone la bolsa en el suelo, entre los pies.
Sonríe.
Cuando el autobús se llena y empiezo a notar a nuestro alrededor el calor humano adicional que desprenden tantas personas hacinadas en este espacio, oigo que las puertas se cierran y el vehículo se pone en movimiento.
Ahora que tengo a alguien con quien hablar, el viaje ya no se me hace tan largo y penoso. Sólo será alrededor de una hora de conversación ininterrumpida sobre cuáles son sus grupos de rock clásico preferidos y por qué me gusta Pink y por qué su música es mucho mejor que la de Boston y Foreigner, que a mí me suenan igual. Este tema nos lleva veinte minutos de esa hora: Andrew es muy cabezota, claro que él dijo eso mismo de mí, así que puede que los dos seamos culpables. Y le cuento quién es Nat, aunque no entro en los detalles escabrosos de mi relación con ella.
Cuando cae la noche, me percato de que no ha habido un solo silencio incómodo entre nosotros desde que nos subimos al autobús y él decidió sentarse a mi lado.
—¿Cuánto te vas a quedar en Idaho?
—Unos días.
—Y ¿piensas volver en bus?
Curiosamente, ahora en la cara de Andrew no hay ni rastro de humor.
—Sí —respondo simplemente; no quiero ahondar mucho en ese tema, ya que aún no tengo las respuestas.
Lo oigo suspirar.
—No es asunto mío, pero no deberías viajar sola así —dice, mirándome, y noto que el espacio entre ambos se estrecha, dado que está tan cerca.
No lo miro.
—Bueno, es que tengo que hacerlo, por decirlo de alguna manera.
—¿Por qué? —quiere saber—. No intento ligar contigo ni nada, pero es peligroso que una chica joven y tan guapa como tú ande sola por esas estaciones de autobús de mierda de América.
Noto que sonrío, pero intento ocultarlo, en vano.
Lo miro.
—No intentas ligar conmigo pero me dices que soy guapa y prácticamente empleas en la misma frase eso de qué-hace-una-chica-como-tú-en-un-sitio-como-éste —comento.
Parece algo ofendido.
—Lo digo en serio, Camryn —asegura, y la sonrisa traviesa de mi cara se esfuma—. Podrían hacerte algo.
En un intento de salvar este momento incómodo, sonrío y contesto:
—No te preocupes por mí. Confío en mi capacidad de chillar como una loca si alguien me ataca.
Él sacude la cabeza y respira hondo, cediendo poco a poco a mis intentos de quitarle hierro al asunto.
—Háblame de tu padre —le pido.
La sonrisa que estaba a punto de esbozar desaparece de su cara, y sus ojos se apartan de mí. Sacar el tema como lo he hecho no ha sido casual. No sé, tengo la extraña sensación de que oculta algo. Cuando en Kansas mencionó de pasada que su padre se estaba muriendo dio la impresión de que ni se inmutaba. Pero está haciendo todo este recorrido, y en autobús, para ver a su padre antes de que muera, así que debe de quererlo. Lo siento, pero uno nunca se queda como si nada cuando alguien a quien quiere ha muerto o está a punto de morir.
No obstante, suena raro viniendo de mí, que soy incapaz de llorar.
—Es un buen hombre —explica Andrew, aún con la vista al frente.
Me da en la nariz que en este momento está recordando a su padre, que en realidad no ve nada delante salvo sus recuerdos.
Me mira y ahora sonríe, pero no es una sonrisa que intente encubrir un dolor, sino más bien una que atesora buenos recuerdos.
—En vez de llevarme a un partido de béisbol, mi padre me llevó a ver un combate de boxeo.
—¿En serio? —Noto que se me ilumina la sonrisa—. Cuenta.
Vuelve a mirar adelante, pero el afecto que refleja su rostro no desaparece en ningún momento.
—Mi padre quería que fuésemos luchadores… —Me mira—. No boxeadores o luchadores de verdad, aunque probablemente no le hubiese importado. Me refiero a luchadores en general…, ya sabes, en la vida. Metafóricamente hablando.
Asiento para que sepa que lo entiendo.
—Me senté junto al cuadrilátero, tenía ocho años, hipnotizado por aquellos dos hombres que se sacudían, y durante todo el tiempo mi padre no paró de hablarme, a gritos, para hacerse oír con toda la gente que había: «No le tienen miedo a nada, hijo —me explicó—. Y todos sus movimientos están calculados. Se mueven de una manera y o funciona o no funciona, pero aprenden algo de cada movimiento, de cada decisión».
Andrew me mira un instante y su sonrisa se borra, dejando una expresión indeterminada.
—Me dijo que un luchador de verdad no llora nunca, nunca deja que el peso de un golpe lo derribe. Salvo el último golpe, el inevitable, pero incluso entonces siempre se van como hombres.
Yo tampoco sonrío ya. No sabría decir exactamente qué le está pasando por la cabeza a Andrew ahora mismo, pero ambos compartimos la misma gravedad. Quiero preguntarle si está bien, porque es evidente que no, pero no me parece el momento adecuado. Resulta raro, porque no lo conozco lo bastante como para hurgar en sus emociones.
No digo nada.
—Seguro que piensas que soy idiota —suelta.
Pongo cara de sorpresa.
—No —replico—. ¿Por qué dices eso?
Recula acto seguido y le resta importancia a la seriedad de su propia pregunta, dejando que esa sonrisa arrolladora aflore de nuevo.
—Voy a verlo antes de que estire la pata —comenta, y las palabras que utiliza me chocan un tanto—, porque eso es lo que se hace, ¿no? Es lo que toca, un poco como cuando decimos «Jesús» cuando alguien estornuda o le preguntamos a alguien por el fin de semana cuando en realidad no nos importa una mierda.
«Joder, ¿de dónde sale todo esto?».
—Hay que vivir en el presente —afirma, y me quedo pasmada—. ¿No crees? —Ladea la cabeza y vuelve a mirarme.
Tardo un instante en ordenar las ideas, pero así y todo no sé qué decir.
—Vivir en el presente —repito, y al mismo tiempo pienso en lo que yo creo: amar en el presente—. Supongo que tienes razón. —Pero sigo preguntándome qué piensa exactamente de eso.
Me retrepo en mi asiento y levanto la cabeza un poco para mirarlo con más detenimiento. Es como si de pronto tuviera un gran deseo de saberlo todo de eso en lo que cree. Saberlo todo de él.
—¿Qué es para ti vivir en el presente? —le pregunto.
Veo que una de sus cejas se crispa un instante y su expresión cambia, sorprendido con la seriedad de mi pregunta, o con mi grado de interés. O quizá con ambas cosas.
Endereza la espalda y levanta la cabeza a su vez.
—Pues simplemente que pensar y hacer planes es una gilipollez —afirma—. Si piensas en el pasado, no avanzas. Si pasas demasiado tiempo haciendo planes para el futuro, no haces más que retroceder o quedarte estancado en el mismo sitio toda tu vida. —Clava su mirada en la mía—. Vive en el momento —dice con absoluta seriedad—, donde todo es como debe ser, tómate tu tiempo, pon freno a tus malos recuerdos y llegarás adondequiera que vayas a llegar mucho más de prisa y topándote con menos baches en el camino.
El silencio entre ambos no es más que dos cabezas sopesando lo que acaba de decir. Me pregunto si pensará lo mismo que yo. Y también me pregunto, más de lo que estoy dispuesta a admitir, por qué tantos de sus pensamientos me hacen sentir como si tuviera delante un espejo cuando lo miro a él.
El autobús se desliza con pesadez por la carretera, siempre ruidosamente y rara vez con suavidad. Pero después de tanto tiempo resulta fácil olvidar lo desagradable que es viajar en autobús en comparación con el lujo que supone un coche. Y si se piensa más en los aspectos positivos que ofrece un viaje en autobús en lugar de en los negativos, es fácil olvidar que hay algo negativo en ello. A mi lado tengo sentado a un tío con unos ojos verdes maravillosos y una cara maravillosa y una forma de pensar maravillosa. Un viaje en autobús no es malo cuando la compañía es maravillosa.
No debería estar aquí…