Hoy me ha llamado mi hermano desde Wyoming. Me ha dicho que a nuestro padre no le queda mucho. Se ha pasado los últimos seis meses entrando y saliendo del hospital.
«Si quieres verlo —ha dicho Aidan desde el otro lado de la línea telefónica—, será mejor que vengas ya».
He oído a Aidan. Lo he oído. Pero todo lo que me llega ahora mismo es que mi padre está a punto de palmarla. «Ni se os ocurra llorar por mí —nos dijo a mis hermanos y a mí el año pasado, cuando le diagnosticaron un tumor cerebral poco frecuente—. O te borro del testamento, muchacho».
Lo odié por ello, por decirme directamente que si lloraba por él, el único hombre por el que daría la vida, sería una nenaza. El testamento me importa una mierda. No pienso tocar lo que me deje. Puede que se lo dé a mi madre.
Cuando éramos pequeños, mi padre siempre fue un hueso duro de roer. Nos ponía firmes a mí y a mis hermanos, pero me gusta pensar que no salimos demasiado mal (que probablemente fuera lo que pretendía cuando nos ponía firmes). Aidan, el mayor, tiene un bar restaurante que va muy bien en Chicago y está casado con una pediatra. Asher, el menor, va a la universidad y quiere trabajar en Google.
¿Y yo? Me avergüenza decir que he hecho de modelo a escondidas unas cuantas veces para varias agencias de nivel, pero sólo porque el año pasado fue complicado. Justo después de enterarme de lo de mi padre. No podía llorar, así que lo pagué con mi Chevrolet Camaro de 1969: lo destrocé con un bate de béisbol. Mi padre y yo habíamos puesto a punto ese coche desde cero. Fue nuestro proyecto padre e hijo, que empezó justo antes de que terminara el instituto. Pensé que si él no iba a estar, el coche tampoco tenía derecho.
Así que sí, trabajé de modelo.
Y no, no lo busqué en ningún momento. Esa clase de cosas me importan una mierda. Yo sólo estaba en el bar de Aidan, poniéndome pedo, cuando me descubrieron un par de cazatalentos. Supongo que les dio lo mismo que estuviera…, pues eso, pedo, porque me dieron su tarjeta, me ofrecieron una buena suma de dinero sólo por aparecer en su edificio de Nueva York y, después de pasarme tres semanas mirando el Camaro y arrepintiéndome de lo que le había hecho, me dije: «¿Por qué no?». Sólo ese cheque por presentarme podía cubrir parte de la carrocería. Así que me presenté. Y, a pesar de que el dinero que saqué de los pocos anuncios que rodé bastó para arreglar el coche, rechacé el contrato de cincuenta mil dólares que me ofreció LL Elite porque, como he dicho, ganarse la vida yendo por ahí en ropa interior no es lo mío. Por favor, si me sentí mal por aceptar los pocos trabajos que acepté. Así que hice lo que haría cualquier tío que coma carne roja y beba cerveza e intenté parecer más hombre y menos mariquita haciéndome unos tatuajes y trabajando de mecánico.
No es el futuro que mi viejo quería para mí pero, a diferencia de mis hermanos, hace mucho que aprendí que es mi futuro y mi vida y que no puedo vivir como otros quieren que viva. Dejé la universidad cuando me di cuenta de que estaba estudiando algo que me importaba una mierda.
¿Por qué la gente tiene la manía de hacer lo que hacen los demás?
Yo no soy así. Yo sólo quiero una cosa en la vida. No es dinero, ni fama, ni un rabo retocado con Photoshop en una valla publicitaria en Times Square ni una carrera universitaria que quizá me sirva de algo después o quizá no. No sé con seguridad lo que quiero, pero es algo que siento en las tripas. Está ahí, latente. Lo sabré cuando lo vea.
—¿En autobús? —repite Aidan, sin dar crédito.
—Sí —le confirmo—. Iré en autobús. Necesito pensar.
—Andrew, puede que papá no aguante —arguye, y me doy cuenta de que trata de guardar la compostura en la voz—. En serio, tío.
—Llegaré cuando llegue.
Deslizo el pulgar para poner fin a la llamada.
Creo que una pequeña parte de mí espera que se muera antes de que yo llegue, porque sé que me dará algo si se muere estando yo allí. Se trata de mi padre, el hombre que me ha criado y al que admiro. Y me dice que no llore. Siempre he hecho todo lo que me ha dicho y, como el buen hijo que siempre he intentado ser, sé que me aguantaré las lágrimas porque me lo ha pedido. Pero también sé que al hacerlo nacerá en mí algo más destructivo.
No quiero acabar como mi coche.
Una bolsa de deporte con algo de ropa, un cepillo de dientes, el móvil y el mp3 con mis canciones de rock clásico preferidas, otra huella que ha dejado en mí mi padre: «Toda esa música nueva que escucha la juventud hoy en día es una mierda, hijo —decía al menos una vez al año—. Pon a los Led, muchacho». Debo admitir que no rechacé por completo la música más reciente sólo porque mi padre lo hiciera. Pienso por mí mismo, ¿vale? Pero es cierto que crecí con una buena dosis de los clásicos y estoy muy orgulloso de ello.
—Mamá, eso no me hará falta.
Está llenando una bolsa con cierre de zip con alrededor de una docena de paquetitos de toallitas para las manos para que me lleve. Mi madre siempre ha estado obsesionada con los gérmenes.
Vivo entre Texas y Wyoming desde que tenía seis años. Al final comprendí que encajo mejor en Texas, porque me gustan el golfo y el calor. Tengo mi propio piso en Galveston desde hace ya cuatro años, pero la otra noche mi madre insistió en que me quedara con ella. Sabe cómo me siento por lo de mi padre y sabe que a veces puedo explotar cuando sufro o cuando estoy cabreado. El año pasado dormí una noche en el calabozo por moler a palos a Darren Ebbs después de que le arreara un puñetazo a su novia delante de mí. Y cuando me vi obligado a llevar a mi mejor amigo, Maximus, a que le pusieran una inyección letal debido a una insuficiencia cardíaca congestiva, me dejé hechas polvo las manos por dar rienda suelta a mis emociones en el árbol que hay detrás de mi casa.
Por regla general, no soy violento, sólo lo soy con capullos y, de vez en cuando, también conmigo mismo.
—Esos autobuses no son buenos —afirma mientras me mete la bolsita en la bolsa de deporte—. Yo cogí uno de vuelta antes de conocer a tu padre y estuve enferma una semana.
No discuto con ella, no tendría sentido.
—Sigo sin entender por qué no quieres coger un avión. Te plantarías allí mucho antes.
—Mamá —le digo, y le doy un beso en la mejilla—, sólo es algo que necesito hacer, como si tuviera que ser así o algo por el estilo. —La segunda parte en realidad no me la creo, pero se me ocurrió que se quedaría más tranquila si le daba algún argumento de peso, aunque sabe que sólo digo gilipolleces. Me acerco al armario de la cocina, lo abro y saco de la caja dos paquetitos de Pop Tarts de azúcar moreno y canela que echo a la bolsa—. Puede que el avión se estrelle.
—Eso no tiene gracia, Andrew. —Me mira con gravedad.
Sonrío y le doy un achuchón.
—No me pasará nada, y llegaré a tiempo para ver a papá antes de que… —dejo la frase ahí.
Mi madre me da un abrazo más fuerte que el que le di yo a ella.
Cuando llego a Kansas empiezo a plantearme si no tendría razón mi madre. Creí que el largo viaje me serviría para pensar, para aclararme las ideas y quizá averiguar qué estoy haciendo y qué haré cuando mi padre muera. Porque las cosas serán distintas. Las cosas siempre cambian cuando alguien a quien quieres muere. Y, hagas lo que hagas de antemano, no puedes prepararte para afrontar esos cambios.
Lo único seguro es que uno nunca deja de preguntarse quién será el siguiente.
Sé que no podré volver a mirar a mi madre del mismo modo…
Creo que el viaje en autobús ha sido más una provocación que un tiempo para una reflexión seria. Tendría que haber sabido que pasar tiempo a solas con mis pensamientos no sería sano. Ya he decidido que he malgastado gran parte de mi vida, y estoy planteándome todas las cuestiones reveladoras: ¿qué pinto aquí? ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Qué coño estoy haciendo? No he tenido ninguna epifanía, eso seguro, ni tampoco lo he visto todo claro de pronto cuando miraba por la ventana del autobús, absorto en uno de esos momentos dramáticos de película. La única música de fondo de esta película es Would?, de Alice in Chains, y no es exactamente una canción para una epifanía.
El conductor ya está cerrando las puertas del autobús cuando me acerco y me ve.
Me dirijo hacia la parte trasera, con vistas a ocupar los dos asientos libres que hay detrás de la rubia mona que, estoy bastante seguro, es menor de edad y puede hacer que acabes en la cárcel si te la ligas. A ese respecto, siempre tengo el radar encendido, sobre todo después de que estuviera a punto de liarme con una chica a la que conocí en el Dairy Queen. Dijo que tenía diecinueve años, pero después me enteré de que tenía dieciséis y su padre iba camino de la piscina en la que estábamos para pegarme una paliza de muerte.
Mi padre dio en el clavo una vez: «En los tiempos que corren, no hay manera de distinguir a las de doce de las de veinte, hijo. Debe de ser algo que el gobierno está echando en el agua, así que ya puedes tener cuidado cuando necesites darte un revolcón».
Cuando me acerco a la chica del autobús, veo que pone su bolsa en el asiento del pasillo para que no me siente en él.
Curioso. Vale que sí, que es mona y tal, pero hay alrededor de diez asientos libres en el bus, lo que significa que podré coger dos para ponerme como me dé la gana y echar un buen sueñecito, que me hace mucha falta.
Las cosas no salen según lo previsto y, varias horas después, justo cuando ha anochecido, sigo completamente despierto, mirando por la alta ventana de al lado con la música a toda pastilla. La chica de delante lleva como una hora grogui, y me he cansado de oírla hablar dormida; aunque casi no entendía lo que estaba diciendo, la verdad es que no quería saberlo. Es como espiar, escuchar los pensamientos de alguien cuando no tiene ni idea de lo que está haciendo. Prefiero escuchar mi música.
Cuando por fin me quedo dormido, abro los ojos al notar unos golpecitos en la pierna. Caray, es guapa incluso con todo el pelo aplastado en un lado de la cara y el resto envuelto en la oscuridad. Ni te acerques, Andrew. No tengo que recordarme que probablemente sea menor para impedir que haga algo que sé que no debería hacer; no, me lo recuerdo porque no quiero llevarme un chasco cuando averigüe que tengo razón.
Después de un breve intercambio sobre la posibilidad de que haya sido mi música lo que la ha despertado, la bajo y ella vuelve a acomodarse en su pequeño cubículo.
Cuando asomo la cabeza por el respaldo de su asiento para verla, me pregunto qué me ha llevado a hacerlo. Pero siempre me han ido los desafíos, y la actitud respondona que se gastó conmigo en una conversación que duró menos de cuarenta y cinco segundos bastó para estrecharle la mano en esta apuesta metafórica.
Nunca he podido resistirme a las actitudes respondonas.
Y nunca me echo atrás en un desafío.
A la mañana siguiente le ofrezco mi mp3, pero por lo visto está tan obsesionada con los gérmenes como mi madre.
Un hombre, tendrá cuarenta y pocos años, se ha sentado en el otro lado del autobús, tres asientos por delante de la chica. Vi cómo la miraba cuando me subí yo. Ella no sabía que la estaba observando, y resulta inquietante pensar cuánto tiempo llevará observándola antes de que me subiera o qué habrá estado haciendo sentado ahí solo en la oscuridad.
Desde entonces, no lo he perdido de vista. Está tan prendado de ella que dudo que sepa que lo he estado vigilando.
Sus ojos no paran de ir de ella al fondo del pasillo, a esa caja de cerillas que es el servicio. Casi oigo el ruido que hace la maquinaria de su cabeza.
Me pregunto cuándo intentará hacer su jugada.
En ese mismo momento se levanta.
Dejo mi asiento y me acomodo en el de al lado de ella. Lo hago con absoluta naturalidad. Noto los ojos de ella en mí, me mira preguntándose qué coño creo que estoy haciendo.
El hombre pasa de largo, pero no dejo que me vea los ojos, ya que ello revelaría que lo tengo fichado. En este preciso instante probablemente piense que estoy jugando a mi propio juego con la chica, que estoy haciendo mi propia jugada, y por ahora lo dejará estar y probablemente lo intente más tarde.
Y más tarde le partiré la cara de un puñetazo.
Meto la mano en la bolsa y saco la bolsita de toallitas que me metió mi madre. Saco una, limpio a conciencia los cascos y se los ofrezco.
—Como si fueran nuevos —afirmo, y me quedo esperando a que los coja, pero sé que no lo hará.
—Estoy bien, en serio. Pero gracias.
—De todas formas, probablemente estés mejor así —aseguro al tiempo que me meto en la bolsa el mp3—. No tengo a Justin Bieber ni a la loca esa que se viste con carne, así que supongo que estarás mejor sin ellos.
A juzgar por la cara de fastidio que pone, la he cabreado. Me río para mí, ladeando la cabeza de tal forma que no vea que me río.
—En primer lugar, no me gusta Justin Bieber.
«Gracias a Dios».
—Y, en segundo lugar, Gaga no está tan mal. Es verdad que quizá abuse un poco de lo de escandalizar, pero algunas cosas suyas me gustan.
—Es una música de mierda y lo sabes —cito a mi padre, sacudiendo la cabeza.
Pongo la bolsa en el suelo y me retrepo en el asiento, apoyando una bota en el respaldo de delante. Me pregunto por qué no me habrá dicho aún que me largue. Y esto también me preocupa. ¿Habría sido demasiado maja para decirle a ese hombre que se fuera de inmediato si se me hubiera adelantado? Es imposible que a alguien como ella le vaya alguien como él pero, admitámoslo, a veces las tías dejan que el gen de la pena excesiva salga ganando. Y en cuestión de segundos.
La miro de nuevo, apoyando la cara de lado en el asiento.
—Lo suyo es el rock clásico —digo—. Zeppelin, los Stones, Journey, Foreigner. ¿Te suena alguno?
Ella revuelve los ojos.
—No soy idiota —asegura, y sonrío un tanto, pues ahí está de nuevo esa actitud respondona.
—Dime una canción de Bad Company y dejo de darte la paliza —la desafío.
Me doy cuenta de que está nerviosa, se muerde con suavidad el labio inferior y, al igual que el hecho de que hable dormida y la observen tipos con malas intenciones, probablemente ni siquiera lo sepa.
Espero pacientemente, incapaz de borrar la sonrisa de mi boca, ya que me divierte verla sufrir, intentando recordar todas las veces que ha ido en el coche con su familia escuchando esa música, buscando un recuerdo que la saque del atolladero.
—Ready for love —responde al cabo, y me quedo impresionado.
—¿Lo estás? —pregunto, y en ese momento me asalta una sensación. No sé qué coño es, pero ahí está, haciéndome señas detrás de una pared, como cuando sabes que alguien te mira, pero no ves a nadie.
—¿Eh? —responde, la pregunta la ha pillado tan desprevenida como a mí después.
A mi boca asoma una sonrisa.
—Nada —contesto apartando la mirada.
El pervertido del servicio vuelve por el oscuro pasillo sin hacer ruido y va a su asiento, sin duda mosqueado al ver que estoy donde él quiere estar. Me alegro de que ella haya esperado a que el otro hubiera pasado de largo antes de pedirme por fin que me vaya para poder volver a tener los dos asientos para ella sola.
Después de ocupar mi sitio, me asomo por el lateral del asiento y pregunto:
—¿Adónde vas, por cierto?
Me dice que a Idaho, pero creo que la respuesta tiene miga. No podría asegurarlo, pero me da que o miente, lo cual probablemente no sea mala idea, puesto que no me conoce de nada, u oculta algo.
Lo dejo estar por ahora, le digo adónde me dirijo y me acomodo en mi asiento.
El tío que está tres asientos más allá ha vuelto a mirarla. Me entran ganas de reventarle la puta cabeza ahora mismo, solamente por mirar.
Horas después, el autobús hace una parada y el conductor nos da quince minutos para bajar, estirar las piernas y comer algo. Veo que la chica va a los aseos, yo soy el primero de la cola para pedir comida. Me sirven, salgo y me siento en la hierba, junto al aparcamiento. El pervertido pasa de largo y vuelve al autobús.
Consigo hacer que la chica se siente conmigo. En un principio duda, pero por lo visto soy lo bastante simpático. Mi madre siempre me decía que yo, su hijo mediano, era el simpático. Supongo que tenía toda la razón.
Hablamos un minuto o dos del motivo por el que voy a Wyoming y de por qué ella va a Idaho. Sigo intentando desentrañar su enigma, qué es lo que tiene que no soy capaz de determinar, pero al mismo tiempo tratando de obligarme a no sentirme atraído por ella, porque es como si supiera que es menor de edad o que mentirá a ese respecto.
Sin embargo, parece más o menos de mi edad, algo más joven, pero tampoco mucho.
¡Joder! ¿Por qué me estoy planteando siquiera que pueda sentirme atraído por ella? Mi padre se muere mientras yo estoy aquí sentado en la hierba, a su lado. No debería estar pensando más que en mi padre y en lo que voy a decirle si consigo llegar a Wyoming antes de que muera.
—¿Cómo te llamas? —pregunto dejando la bebida en la hierba e intentando empujar los pensamientos relativos a la muerte de mi padre hacia otro lugar de mi cerebro.
Lo piensa un minuto, probablemente se pregunte si debe darme su verdadero nombre.
—Cam —replica al cabo.
—¿De qué es diminutivo?
—Camryn.
—Soy Andrew. Andrew Parrish.
Parece algo cortada.
—¿Cuántos años tienes?
Pregunta, y me pilla completamente por sorpresa. Puede que después de todo no sea menor, porque las menores, cuando quieren mentir sobre su edad, suelen evitar el tema a toda costa.
Ahora albergo esperanzas de que tal vez no sea menor de edad. Sí, la verdad es que quiero que no lo sea…
—Veinticinco —respondo—. ¿Y tú? —De repente me falta el aire.
—Veinte —afirma.
Sopeso la respuesta un instante, frunciendo los labios. No estoy seguro de si miente, pero puede que si paso más tiempo con ella en este viaje que al parecer nos ha unido acabe averiguando la verdad.
—Bueno, pues encantado de conocerte, Cam, de Camryn, de veinte años, que va a Idaho a ver a su hermana, que acaba de tener un niño.
Sonrío. Charlamos unos minutos más —ocho, para ser exactos— de esto y aquello y le vacilo un poco más, porque se lo merece por ser tan respondona.
A decir verdad, creo que le gusta cómo la trato. Noto que hay atracción. Aunque pequeña, la siento. Y no puede ser por la pinta que tengo —joder, ahora mismo probablemente la boca me huela a perro muerto, y hoy no me he duchado—; si fuera por mi aspecto, a diferencia de la mayor parte de las chicas a las que les gusto, ya me habría rechazado. No quería que me sentara a su lado en el autobús. No se cortó al decirme que bajara la música, y ahí estuvo un poco sobrada. Se mosqueó cuando la acusé de tener la Bieber Fever[4] (me cabrea que hasta yo sepa lo que significa: le echo la culpa a la sociedad), y me da que no tendría el menor problema en darme una patada en los huevos si la tocara de forma inadecuada. No es que vaya a hacerlo, joder, no. Pero está bien saber que es de esa clase de chicas.
Mierda, me gusta esta chica, sí.
Nos subimos al autobús y me vuelvo a mi asiento, sacando las piernas al pasillo, y entonces veo que sus zapatillas de deporte blancas asoman por el asiento y sonrío al pensar que he sido lo bastante interesante para que me copie alguna idea. Le echo un vistazo unos veinte minutos después y, como pensaba, está frita.
Subo la música y me quedo escuchándola hasta que yo también me quedo dormido. A la mañana siguiente, me despierto mucho antes que ella.
Asoma la cabeza por encima del asiento y le sonrío y muevo un dedo.
Es más guapa incluso de día.