El sol radiante que entra por las ventanas del autobús me despierta a la mañana siguiente. Me incorporo para ver mejor, preguntándome si el paisaje habrá cambiado algo, pero no. Entonces reparo en la música que sale a todo volumen por los auriculares detrás de mí. Miro por encima del respaldo esperando verlo dormido como un tronco, pero me devuelve la mirada junto con una sonrisa del tipo ya te lo dije.
Revuelvo los ojos, me siento, cojo la bolsa y hurgo en ella. Empiezo a pensar que ojalá me hubiera traído algo para mantener la cabeza ocupada. Un libro. Un crucigrama. Algo. Exhalo un suspiro hondo y comienzo a juguetear literalmente con los pulgares. Me pregunto en qué parte de Estados Unidos estaremos, si seguiré en Kansas, y decido que debe de ser así, ya que todos los coches que adelantan al autobús tienen matrícula de Kansas.
Cuando no encuentro nada interesante que mirar, presto más atención a la música de detrás.
«¿Es eso…? No, no puede ser».
Por los cascos del chico sale Feel like makin’ love; lo sé de inmediato por el inconfundible solo de guitarra que conoce todo el mundo, aunque Bad Company no sea santo de su devoción. No es que no me guste nada el rock clásico, pero prefiero de lejos cosas más actuales. Soy feliz con Muse, Pink o The Civil Wars.
Me llevo un susto de muerte cuando veo los cascos colgando del respaldo del asiento y prácticamente en mi hombro. Pego una sacudida y una mano sale volando como para espantar lo que en un principio creo que es un bicho que se me ha posado encima.
—¿Qué coño…? —exclamo mirando al tío cuando se cierne de nuevo sobre mí.
—Pareces aburrida —replica—. Puedes cogerlos, si quieres. Quizá no sea la música que te va, pero te acabará gustando, te lo prometo.
Lo miro con la cara torcida en un ángulo raro. ¿Lo dice en serio?
—Gracias, pero no —le contesto, y hago ademán de volverme.
—¿Por qué no?
—Pues, para empezar, porque llevas varias horas con los chismes esos metidos en las orejas. Es un poco asqueroso.
—¿Y?
—¿Cómo que «y»? —Creo que estoy retorciendo más la cara—. ¿Es que no te parece bastante?
Esboza de nuevo esa media sonrisa, que con la luz del día veo que le dibuja dos hoyuelos minúsculos cerca de la comisura de los labios.
—Bueno —responde recuperando los cascos—, has dicho «para empezar», así que pensé que tal vez hubiera otra razón.
—Vaya, eres increíble —espeto, pasmada.
—Gracias.
Sonríe y le veo todos los dientes, blancos, rectos.
Desde luego no pretendía que fuera un cumplido, pero algo me dice que él también lo sabe.
Vuelvo a hurgar en la bolsa, aunque sé de antemano que no encontraré nada más que ropa, pero siempre es mejor que tratar con este tío raro.
Se deja caer en el asiento de al lado, justo antes de que otro pasajero pase en dirección al baño.
Me quedo helada, con una mano dentro de la bolsa, inmóvil. Puede que lo esté mirando, pero tengo que dejar que se me pase el susto para decidir cómo lo quiero tratar.
El tío mete la mano en su bolsa y saca un paquetito con una toallita húmeda, rasga la parte superior y saca la toallita. A continuación limpia a conciencia cada uno de los cascos y me los ofrece.
—Como si fueran nuevos —afirma, y se queda esperando a que los coja.
Al ver que de verdad da la impresión de que intenta ser amable, bajo un tanto la guardia.
—Estoy bien, en serio. Pero gracias. —Me sorprende la rapidez con la que he olvidado el hecho de que se me haya sentado al lado sin preguntar.
—De todas formas, probablemente estés mejor así —asegura al tiempo que se mete en la bolsa el mp3—. No tengo a Justin Bieber ni a la loca esa que se viste con carne, así que supongo que estarás mejor sin ellos.
Muy bien, vuelvo a tener la guardia en alto. Venga, adelante.
Le suelto un gruñido y cruzo los brazos:
—En primer lugar, no me gusta Justin Bieber, y, en segundo lugar, Gaga no está tan mal. Es verdad que quizá abuse un poco de lo de escandalizar, pero algunas cosas suyas me gustan.
—Es una música de mierda y lo sabes —responde él sacudiendo la cabeza.
Parpadeo dos veces porque estoy perpleja y, no sé qué decir.
Él pone la bolsa en el suelo y se retrepa en el asiento, apoyando una bota en el respaldo de delante, pero tiene las piernas tan largas que me da que está incómodo. Lleva unas botas de esas de currante que están de moda. Dr. Martens, creo. Mierda. Ian no se las quitaba. Desvío la mirada, no estoy de humor para continuar con esta conversación tan rara con este tío tan raro.
La anciana a la que conocí en Tennessee tenía razón.
Él me mira, la cabeza apoyada cómodamente en la áspera tapicería.
—Lo suyo es el rock clásico —dice como si tal cosa, y acto seguido mira al frente—. Zeppelin, los Stones, Journey, Foreigner. —Deja caer la cabeza a un lado para mirarme de nuevo—. ¿Te suena alguno?
Hago una mueca de burla y de nuevo revuelvo los ojos.
—No soy idiota —aseguro, pero cambio de idea cuando me doy cuenta de que no se me ocurren muchos grupos de rock clásico y no quiero parecer idiota después de haber dicho con tanta elocuencia que no lo soy—. Me gusta… Bad Company.
Sonríe un tanto.
—Dime una canción de Bad Company y dejo de darte la paliza.
Ahora sí que estoy de los nervios intentando acordarme de una canción de Bad Company que no sea la que escuchaba él. No tengo la menor intención de mirar a la cara a este tío y decirle: I feel like makin’ love.
Espera pacientemente, aún con esa sonrisa suya.
—Ready for love[3] —respondo, porque es la otra que se me ocurre.
—¿Lo estás? —inquiere.
—¿Eh?
La sonrisa se vuelve más amplia.
—Nada —contesta apartando la mirada.
Me ruborizo. No sé por qué y tampoco quiero saberlo.
—Escucha —le digo—, si no te importa, es que estaba usando los dos asientos.
Él sonríe, esta vez sin esa sonrisilla de suficiencia en los ojos.
—No, claro —dice al tiempo que se levanta—. Pero si quieres el mp3, ya sabes dónde está.
Esbozo una sonrisa floja, aliviada hasta más no poder de que se vaya a su asiento sin discusiones.
—¿Adónde vas, por cierto?
—A Idaho.
Es como si sus vivos ojos verdes se iluminaran al sonreír.
—Yo voy a Wyoming, así que me da que vamos a compartir muchos autobuses.
Luego su rostro risueño se esfuma detrás de mí.
No voy a negar que es atractivo. El pelo corto despeinado, los brazos tonificados y los pómulos esculpidos, los hoyuelos y esa puta sonrisa estúpida que hace que desee mirarlo aunque no quiera. Pero lo cierto es que no es que me guste, ni nada: es un desconocido cualquiera en un autobús que va por una carretera a ninguna parte. De ningún modo me plantearía algo así. Y, aunque no lo fuera, aunque lo conociera desde hace meses, no me metería en semejante berenjenal. Nunca. Nunca más.
El interminable recorrido a través de Kansas parece durar más de lo que debería. Supongo que nunca pensé en lo grandes que son los estados en realidad. Uno mira un mapa y no es más que un papel que tiene delante con límites de formas caprichosas y líneas como venitas. Hasta Texas parece bastante pequeño cuando se mira así, e ir siempre en avión a todas partes contribuye a alimentar la ilusión de que el estado de al lado está a tan sólo una hora. Otra hora y media y tengo la espalda y el culo como si fueran trozos de carne tiesa, dura. No paro de moverme en el asiento, con la esperanza de encontrar alguna forma de sentarme que alivie el dolor, pero sólo consigo que se me resientan otras partes del cuerpo.
Comienzo a arrepentirme de esto sólo porque el viaje en autobús es un asco.
Escucho el crepitar de la radio y después la voz del conductor:
—Dentro de cinco minutos efectuaremos una parada —anuncia—. Tienen quince minutos para comer algo antes de que salgamos. Quince minutos. Ni uno más ni uno menos, así que si no están de vuelta para entonces, el autobús se irá sin ustedes.
La radio se apaga.
La información hace que todos los pasajeros se remuevan en sus asientos y cojan el bolso y demás pertenencias: nada como hablar de poder estirar las piernas después de horas en un autobús para despertar a todo el mundo.
Entramos en un lugar amplio donde hay aparcados varios tráileres y, en medio, una tienda, un lavadero de coches y un restaurante de comida rápida. Los pasajeros están de pie en el pasillo antes de que el autobús se detenga. Yo soy una de ellos. Tengo la espalda molida.
Salimos desfilando del autobús uno por uno, y nada más bajar agradezco sentir el hormigón bajo los pies y la suave brisa en la cara. Me da lo mismo que estemos donde Cristo dio las tres voces o que los surtidores de gasolina de la tienda estén tan pasados de moda que sé que los servicios probablemente den miedo; me alegro de estar en cualquier parte menos encerrada en ese autobús. Me deslizo prácticamente por el asfalto del aparcamiento hacia el restaurante (como una gacela torpe, herida). Primero voy al servicio, y cuando salgo varias personas hacen cola delante de mí. Echo un vistazo al menú intentando decidirme entre una porción grande de patatas fritas o un batido de vainilla: nunca me ha hecho mucha gracia la comida rápida. Cuando por fin salgo del restaurante con un batido de vainilla, veo que el tío del autobús está sentado en la hierba que separa los aparcamientos. Tiene las piernas dobladas y se está comiendo una hamburguesa. No lo miro cuando voy a pasar por delante, pero por lo visto eso no basta para que deje de incordiarme.
—Quedan ocho minutos para volver a esa lata —informa—. ¿De verdad te los vas a pasar ahí dentro?
Me detengo cerca de un arbolito al que sostiene a duras penas un palo clavado en el suelo al que está atado con una tela rosa.
—Sólo son ocho minutos —contesto—. No creo que lo note mucho.
Le da un mordisco enorme a la hamburguesa, lo mastica y se lo traga.
—Imagina que te enterraran viva —comenta, y bebe un trago de refresco—. No tardarías mucho en asfixiarte. Pero si te hubiesen encontrado ocho minutos antes, qué coño, un minuto, estarías viva.
—Si tú lo dices… —afirmo.
—No soy ningún apestado —replica, y da otro muerdo.
Supongo que he sido un poco borde. Vale que en cierto modo se lo merecía, pero la verdad es que no está siendo un plasta ni nada, así que no hay motivo para mantener todo el tiempo la guardia en alto. Si puedo evitarlo, mejor no hacer enemigos en este viaje.
—Ya —contesto, y me siento en la hierba frente a él a cierta distancia.
—Y ¿por qué Idaho? —pregunta, aunque mira su comida y todo cuanto lo rodea más de lo que me mira directamente a mí.
—Voy a ver a mi hermana —miento—. Acaba de tener un niño.
Él asiente y traga.
—¿Por qué Wyoming? —pregunto a mi vez, con la esperanza de no centrar la conversación en mí.
—Voy a ver a mi padre —dice—. Se muere. Un tumor en la cabeza que no tiene cura. —Pega otro mordisco. No da la impresión de que lo que acaba de contarme le importe mucho.
—Ah…
—No te preocupes —asegura, esta vez mirándome durante un breve instante—. Aquí no se va a quedar nadie. A mi viejo no le preocupa, y nos ha dicho que no nos preocupemos. —Sonríe y vuelve a mirarme—. Para ser exactos, nos dijo que si nos da por llorar o hacer alguna chorrada por el estilo nos borra del testamento.
Bebo un poco de batido de vainilla, sólo para hacer algo que me evite tener que responder a lo que me está contando. De todas formas no estoy segura de que pudiera hacerlo, la verdad.
Él bebe a su vez.
—¿Cómo te llamas? —pregunta dejando la bebida en la hierba.
Dudo si darle mi verdadero nombre.
—Cam —replico, decidiéndome por la versión corta.
—¿De qué es diminutivo?
No me esperaba la pregunta.
Dudo de nuevo, los ojos inquietos.
—Camryn —confieso. Supongo que con todas las mentiras de las que voy a tener que acordarme, quizá sea mejor decir la verdad al menos en lo del nombre. Es un dato poco importante del que no habré de recordar que debo mantener en secreto.
—Soy Andrew. Andrew Parrish.
Asiento y esbozo una sonrisa floja, no estoy dispuesta a revelarle que mi apellido es Bennett. Tendrá que conformarse con el nombre de pila.
Mientras se termina lo que le quedaba de hamburguesa y engulle unas patatas, lo escudriño con disimulo y reparo en el final de un tatuaje que asoma de ambas mangas de la camiseta. No tendrá más de veintitantos años, puede que ni eso.
—¿Cuántos años tienes?
Es una pregunta demasiado personal. Espero que no le dé una lectura que no tiene.
—Veinticinco —me responde—. ¿Y tú?
—Veinte.
Me mira como si sopesara esa información, vacila y frunce sutilmente los labios.
—Bueno, pues encantado de conocerte, Cam, de Camryn, de veinte años, que va a Idaho a ver a su hermana, que acaba de tener un niño.
Sonrío con la boca, pero no con la cara. Tardaré algún tiempo en que las sonrisas que le dirija sean genuinas. Las sonrisas genuinas a veces dan una impresión errónea. Por lo menos así puedo ser educada y amable, pero no la chica educada y amable que después de unas sonrisas anchas acaba en un maletero con el cuello rajado.
—Entonces, ¿eres de Wyoming? —me intereso, y bebo otro sorbo de batido.
Asiente.
—Sí, nací allí, pero mis padres se divorciaron cuando tenía seis años y nos fuimos a Texas.
Texas. Qué curioso. Puede que con tanto hablar de las botas de cowboy y de su fama me acabe topando con ellos. Y éste no tiene ninguna pinta de ser de Texas, al menos no responde a la idea estereotipada que la mayoría de la gente tiene de los texanos.
—Ahí es adonde volveré después de que haya visto a mi padre. ¿Y tú?
Vale, ¿mentir o no mentir? Bah, a la mierda. No es como si fuera un detective privado enviado por mi padre para obtener información. Siempre y cuando no le dé 1: mi apellido, y 2: direcciones ni teléfonos que pudieran llevarlo hasta mi casa (eso, si vuelvo a casa), y después acabar en el maletero de su coche con el cuello rajado. Creo que decirle la verdad en casi todo será mucho más fácil que intentar inventar una mentira apropiada para cada pregunta que me haga y después recordarlas todas. Esto va a ser un largo viaje en autobús, después de todo, y, como él dijo, vamos a compartir varios autobuses antes de que nuestros caminos se separen.
—Carolina del Norte —contesto.
Me mira.
—Pues no tienes pinta de ser de Carolina del Norte.
«¿Eh? Vale, esto sí que es raro».
—Y ¿qué pinta se supone que tiene que tener una chica de Carolina del Norte?
—Te lo tomas todo muy al pie de la letra —responde, risueño.
—Y tú no eres muy claro.
—Qué va —afirma con un gruñido inofensivo, cómico—, sólo soy abierto, y a veces la gente no puede con eso. Es como si le preguntas a ese tío de ahí si esos vaqueros te hacen el culo gordo y te dice que no. Si me lo preguntas a mí, te diré la verdad. Cualquier cosa que se salga de lo que se suele esperar descoloca a la gente.
—¿En serio?
Sigo tan perdida en lo que respecta a la personalidad de este tío como antes de que me dijera cómo se llama. Lo miro como si estuviera como una cabra y en cierto modo me intrigara.
—En serio —dice como si tal cosa.
Espero a que diga algo más, pero no lo hace.
—Eres muy raro —le suelto.
—¿Es que no me lo vas a preguntar?
—A preguntar, ¿qué?
Se ríe.
—Si creo que esos vaqueros te hacen el culo gordo.
Tuerzo el gesto.
—Casi mejor no… Eh… —A la mierda otra vez. Si va a andarse con jueguecitos, no estoy dispuesta a quedarme de brazos cruzados y dejarlo ganar todas las manos. Le sonrío y respondo—: Sé que estos vaqueros no me hacen el culo gordo, así que no necesito tu opinión.
Una sonrisa de lo más atractiva asoma a su boca. Da otro trago al refresco, se pone de pie y me tiende la mano.
—Creo que se nos han acabado los ocho minutos.
Puede que sea porque sigo estando completamente perdida con la conversación entera, pero acepto la mano y me ayuda a levantarme.
—¿Ves cuántas cosas hemos aprendido el uno del otro en tan sólo ocho minutos, Camryn? —dice, y me mira y me suelta la mano.
Camino a su lado, pero manteniendo algo de distancia. Todavía no estoy segura de si sus astutas respuestas y ese aire de seguridad que se gasta me irritan o si todo ello me gusta más de lo que mi cerebro quiere admitir.
En el autobús, cada cual vuelve a ocupar el asiento que tenía. Yo dejé la revista que cogí en la última terminal en el mío, confiando en que no me lo quitara nadie, y Andrew también fue a los asientos de atrás. Me alegro de que no se haya tomado el hecho de que esté dispuesta a charlar con él como una invitación a sentarse a mi lado.
Pasan horas y no hablamos. Me acuerdo mucho de Ian y Natalie.
—Buenas noches, Camryn —me dice Andrew desde el asiento de atrás—. Puede que mañana me digas quién es Nat.
Me levanto de prisa y me asomo por el respaldo.
—¿Qué has dicho?
—Tranquila, mujer —contesta, y levanta la cabeza de la bolsa, que se ha puesto detrás a modo de almohada—. Hablabas dormida. —Suelta una risita—. La otra noche te oí reñir a alguien llamado Nat, por algo llamado Biosilk o una mierda parecida.
Veo que se encoge de hombros, aunque está tumbado con las piernas en el otro asiento, los brazos cruzados.
Genial. Así que hablo en sueños. Estupendo. Me pregunto por qué no me lo ha dicho nunca mi madre.
Me paro a pensar un momento en qué habré estado soñando y caigo en la cuenta de que quizá sí haya estado soñando, después de todo, y sencillamente no me acuerdo de nada.
—Buenas noches, Andrew —le digo, y me instalo en mi sitio tratando de ponerme cómoda.
Pienso un momento en cómo acabo de ver a Andrew, que parecía bastante a gusto, y decido probar a tumbarme igual que él. Me he planteado hacerlo varias veces, pero no quería ser maleducada sacando los pies al pasillo. Supongo que da lo mismo, así que cojo mi bolsa llena de ropa, me la pongo detrás de la cabeza y me tiendo en los dos asientos, como él. Ahora sí estoy cómoda. Ojalá lo hubiera hecho antes.
La voz del conductor del autobús informando de que dentro de diez minutos llegaremos a Garden City me despierta a la mañana siguiente.
—Asegúrense de coger todas sus pertenencias —añade el conductor por la radio— y no dejen basura en los asientos. Gracias por viajar por el gran estado de Kansas, espero volver a verlos.
Sonó falto de espontaneidad y emoción, pero supongo que yo sonaría igual después de decirles lo mismo a los pasajeros todos los días.
Me levanto del todo, cojo la bolsa del asiento y la abro para buscar el billete de autobús. Lo encuentro arrugado entre unos vaqueros y mi camisetita retro de Pitufina, lo abro y miro a ver cuál es mi próxima parada. Por lo visto, Denver está a unas seis horas y media, con dos paradas previstas. Mierda, ¿por qué elegí Idaho? Anda que… De todos los sitios del mapa elegí el mío dejándome llevar por una patata asada. Estoy haciendo todo este viaje y ni siquiera me espera nada cuando llegue allí. Salvo más carretera. No sé por qué coño no cojo la tarjeta de crédito y me saco un billete de avión a casa. No, todavía no estoy lista para hacer eso. No sé por qué, pero sé que aún no puedo volver.
No puedo.
Extrañada de que Andrew esté tan callado, me sorprendo intentando verlo por el espacio minúsculo que queda entre los asientos, pero no veo nada.
—¿Estás despierto? —pregunto levantando la barbilla para que tal vez así me oiga detrás.
No me responde, así que me incorporo para mirar. Claro, tiene los cascos puestos. Me extraña un tanto que esta vez no oiga la música a través de los auriculares.
Andrew me ve y sonríe, levanta la mano y mueve el meñique como para darme los buenos días. Le señalo a mi vez con un dedo la parte delantera del autobús para que sepa que el conductor ha dicho algo. Él se quita los cascos y me mira, a la espera de que le ponga palabras al gesto.